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Narices frías Capítulo 41: Secuestro




Si todo lo que había vivido antes no hubiese sido suficiente para convencer a Román de que todo estaba fuera de control, su llegada hasta el servicio de urgencia habría bastado para terminar de hacerlo creer.
Pero en su mente ya no estaban estas dudas; se sentía como una persona por completo diferente, alguien a quien desconocía, y estaba en un mundo tan caótico y falto de sentido que nada de lo que conocía desde antes tenía importancia. Toda su vida había estado condicionada por la muerte de un cachorro por consecuencia de un acto suyo, pero momentos antes tuvo que matar a varios animales intentando defender a una persona, una paradoja que era imposible de resolver de forma satisfactoria. Había fallado como policía y como hombre, intentando representar una especie de ideal humano en contra de una organización cuyos fines no le eran claros, pero eran evidentemente criminales.
La radio de la policía, que con el corte de luz en el distrito se mantuvo operativa, solo emitía el murmullo de la red, pero nadie comunicaba, y eso era reflejo de que la amenaza invisible se extendía en todas direcciones.
¿Y la urgencia?
Él lugar se había convertido en un escenario digno de una película del más alocado director; había vehículos estacionados en zonas incorrectas, y tanto los paramédicos como el personal estaba por completo ocupado con unas visitas que no deberían estar ahí.
Había roedores, gatos, perros y aves en el lugar, y todas las personas de uniforme estaban ocupados de ellos, cuidándolos, acariciándolos o jugando con cada uno, como si fuese todo a lo que pudieran prestar atención. Las luces de emergencia del lugar iluminaban de forma tenue sus acciones, pero no podían disimular el significado enfermizo de todo eso; los animales, que minutos atrás le habían parecido seres violentos y poseídos por una fuerza misteriosa, ahora eran la viva imagen de la ternura y amabilidad, símbolo de quien merece respeto, cariño y atención.
Pero todo eso estaba mal. Era imposible pensar que pudiese ser correcto, porque en principio se trataba de una situación anómala por sí misma, pero con mucha mayor razón considerando lo que estaba pasando; había un corte de luz generalizado, y de seguro pacientes muy graves a la espera. Entró en el lugar con una creciente sensación de incomodidad, ya que en la recepción todas las personas parecían ignorantes a cualquier cosa que sucediera, incluyéndolo a él pasando junto a ellos; buscó en los ojos de los animales algún rastro de la violencia salvaje que vio poco tiempo atrás, pero esta parecía reemplazada por la inocente ternura típica de los animales domésticos.
Debería sentirse tranquilo de encontrar algo similar a la normalidad, pero su reacción fue opuesta a esto: sintió ganas de vomitar, o de gritar, o de hacer cualquier cosa violenta que lo remeciera, lo que fuese que impidiera que esa aparente tranquilidad se colara entre sus pensamientos como una posibilidad concreta.
No estaba bien, nada de eso era correcto, se trataba de una especie de hechizo vertido en ese lugar, por completo opuesto a lo que sucedía en los puntos por donde había pasado tan solo minutos antes. Tuvo que exigirse conservar la calma y seguir adentrándose, buscando algo que ya no estaba tan claro en su mente, que poco a poco se desvanecía entre las nieblas del agotamiento y las heridas sufridas.
Las heridas.
No había tenido oportunidad para pensar en eso después de su paso por las instalaciones de Narices frías, pero al considerarlo, creyó que era demasiado probable que los animales tuviesen algún mal, provocado o no, que generara esos cambios. No era rabia, se trataba de algo mucho más fuerte e impredecible, que por un lado podía transformarlos en bestias mortíferas, y por otro en criaturas capaces de hipnotizar a quienes estuvieran a su paso.
Dado que la gente a su alrededor no le hacía caso, entró tras el mesón de recepción y buscó en él algo de información que pudiera serle de utilidad, intentando ignorar a la mujer que, sentada a dos pasos de él, hablaba en susurros con un hámster blanco que tenía en las manos.
Encontró en el escritorio un mapa del lugar, agradeciendo que incluyera la localización del depósito de medicamentos; satisfecho de poder estar encontrando algo, revisó en la pantalla del ordenador la ubicación de los pacientes ingresados, y entre ellos al único que conocía, al menos de vista.
Con el número de la habitación 203 en mente caminó por esos pasillos imposibles, y no le fue difícil dar con el depósito de medicamentos; sin alguien que se opusiera o siquiera le prestara atención, entró en el cuarto abarrotado de productos y se detuvo a buscar en ellos lo que necesitaba. Había tomado un entrenamiento básico y sabía que, en caso de haber sido mordido por un animal con rabia, necesitaría una vacuna anti rábica e inmunoglobulina para activar su sistema inmune, además de antibióticos. Después de conseguir lo que necesitaba, puso las dosis y los elementos necesarios en una bolsa plástica, y se dispuso a lavarse las heridas; pero solo en ese momento notó que tenía una mordedura en el abdomen, lo que aumentaba el número de zonas que atender.
Mientras se quitaba la camisa y lavaba las heridas del torso y brazos en el lavamanos del depósito, se preguntó con seriedad qué era lo que iba a hacer luego de salir de ahí; todo estaba perdido, y de seguro no mejoraría desde que tuvo la mala idea de ir a presentarse ante la gente que controlaba a los animales. Creyó que podía descubrir algo o incluso hacer algún tipo de amenaza, pero ellos ya sabían todo y estaban cinco pasos por delante.
Después de aplicarse la vacuna contra la rabia y la inmunoglobulina, fue hasta el cuarto en donde estaba el hombre que había sido atacado por el parricida, pero no lo encontró ahí. A juzgar por el estado del cableado, y las manchas de sangre en la camilla y en el suelo, no era difícil pensar que ese hombre había salido de allí por sus propios medios; se le hizo curioso de un modo enfermizo que esa perspectiva lo alegrara, pero de hecho fue así, ya que significaba que él no era el único en todo ese lugar que sabía que las cosas estaban terriblemente mal. Avanzó a paso rápido por los pasillos, hasta que encontró la salida trasera, y cerca de ella más manchas de sangre.
Era una locura, pero dejaría a todas esas personas enfermas o heridas a su suerte, a la espera de que los demás reaccionaran y se ocuparan de ellos; tenía que encontrar a Dante y sacar de ahí a quien quizás era la única persona en todo el distrito a quien podía salvar. No podía haber ido muy lejos, ya que las manchas de rojo vivo en la puerta eran muy recientes; de seguro estaba arriesgando todo con tal de salvarse de algo que ya había enfrentado antes, con apenas suerte para respirar.
Mientras rastreaba, no vio que alguien lo observaba desde cierta distancia.


Próximo capitulo: Alianza o traición

  







Narices frías Capítulo 40: Cosas ajenas





Después de salir del departamento donde había tenido la mala idea de entrar, Carlos tuvo que asumir que no sería posible salir del distrito por medios habituales; resultaba evidente que no estaban pasando vehículos de ningún tipo, lo que significaba que para salir tendría que robar un auto.
Sabía conducir lo mínimo, pero con las calles vacías no debería ser un problema demasiado grande; el asunto era robar uno. No se le ocurrió tomar el de su padre, y de ninguna forma volvería a la casa, ya que no estaba seguro de poder soportarlo.
Después de varios minutos de caminata y búsqueda, un auto gris no demasiado llamativo apareció ante sus ojos, en las condiciones que esperaba: con la llave encendido, y decidió que al menos tenía que intentarlo.

—Tobías, voy a hacer ruido, tendrás que taparte los oídos.

Dejó al niño a una cierta distancia y tomó de cerca de un árbol una piedra que le preció lo suficientemente grande y pesada. Sin pensar más, la arrojó con toda su fuerza contra la ventana trasera, del lado del conductor. El vidrio se hizo añicos y de inmediato el sonido de la alarma cortó el silencio que hasta entonces los había rodeado.
Intentando no pensar en lo que podía pasar, metió el brazo por la ventana, quitó el seguro y abrió la puerta delantera, del lado del conductor. Una vez en el asiento tomó la llave desde el encendido y con ella apagó la alarma que estaba taladrando sus oídos.
Con el corazón en la mano salió del auto y volvió donde Tobías, que lo esperaba con los oídos tapados como él había indicado que hiciera; el pequeño parecía preocupado por el sonido que seguramente había percibido de todos modos.

—¿Estás bien?
—Sí —replicó pequeño.
—Bien, vamos. Espero que todo salga bien.

Después de mirar en todas direcciones, guió al pequeño hasta el vehículo y lo dejó junto para despejar de vidrios el asiento trasero; dejó la mochila que llevaba a la espalda junto con la otra más pequeña en ese lugar, y abrió manualmente la del copiloto. Se tardó algunos segundos más en buscar en su mochila una toalla y la aseguró en la ventana que había roto, esperando que esa débil barrera fuese suficiente para evitar que algún animal intentase entrar mientras avanzaban.

—Haremos el viaje en auto.
—Bueno.

¿Qué tanto recordaba de cómo conducir? Su padre le había enseñado lo mínimo, y no fue una situación exactamente de tiempo de calidad conduciendo; la razón por la que había sucedido era por imagen ante los demás, y duró lo mínimo para que en las casas vecinas supieran que él estaba tomando ese tipo de aprendizaje. Una vez ambos estuvieron sentados puso la llave en el encendido y esperó a que el suave ronroneo del motor lo tranquilizara un poco.

«Puedes hacerlo»

Al momento de poner las manos en el volante, no pudo menos que notar que sus nudillos estaban blancos por la tensión; recordó los pasos, y se obligó a seguirlos al pie de la letra. El arranque fue un poco brusco y sintió que podía perder el control, pero no fue así y pudo mantener el vehículo derecho, a poca distancia de la vereda, avanzando hacia el norte.

—¿Te gusta viajar en auto?
—Sí, un poco.

Era evidente que los dos estaban nerviosos; Carlos no quiso mencionar el asunto para no hacerlo más complicado para ambos, pero resultaba inquietante que al estar a bordo de un vehículo no se sintiera realmente más seguro que mientras estaban en la calle. Se dijo que al menos con un auto era más rápido moverse y escapar de cualquier cosa que apareciera en su camino; esa idea tendría que ser suficiente para darse fuerzas suficientes para avanzar y no perder el control.

«Iremos hacia la ciudad más cercana, eso será lo más seguro.»

Quiso decirlo en voz alta, pero se detuvo; hasta el momento habían tenido algo parecido a la suerte, pero no estaba en condiciones de aseverar que la seguridad estaría garantizada.

—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Qué había dentro de ese departamento?

No era algo inesperado, pero en el fondo esperaba que Tobías no se hubiese dado cuenta de ello; o al menos que decidiera pasarlo por alto.

—Algo malo.
—¿Otro animal como el que entró a mi casa?

Resultó sorpresivo escucharlo hablar con esa resolución; solo entonces Carlos entendió que el pequeño estaba mucho más asustado que él en todos los aspectos, y esto no era por su dificultad para ver, sino porque a su edad aún no entendía en toda su magnitud lo absoluto de la muerte. En el fondo él tampoco lo entendía, pero ya había tenido la oportunidad de ver esa mirada vacía y sin vida en sus padres, y ese golpe de realidad era suficiente para entender que lo que fuera que estuviese pasando en el distrito, tenía consecuencias que eran imposibles de revertir.

—No, no era eso exactamente.
—¿Qué era?
—No sé describirlo, pero es mejor que no pienses en eso. No pensemos en eso.

Por otro lado, en su mente seguía dando vueltas la idea que antes había surgido ¿Existía la posibilidad de que Tobías pudiese ver a los animales o percibir a los humanos vivos de un modo mucho más detallado de lo que él había supuesto en un principio? Esa cosa que causó la violencia en los animales y esa especie de vacío de vida en las personas era visible para sus ojos por lo que estaba en la superficie, pero quizás el cambio era mucho más profundo, algo que no era posible ver por otro que no fuera él.
Pero pensar en utilizar al pequeño como un radar para detectar peligros le resultaba horrible de solo pensarlo; se suponía que era él quien tenía que protegerlo y no al revés, y si traicionaba eso, no sabía qué le quedaría. Porque en el fondo, después de lo que había visto y vivido, Tobías era lo único que lo mantenía siendo humano, y necesitaba sentir que era capaz de sentir miedo o preocupación por alguien, o de lo contrario abandonaría cualquier intento.

—Me gustan los chocolates blancos.

Carlos mantenía la vista fija en la pista, pero se tomó un instante para desplazar la mirada hacia el asiento del copiloto; Tobías estaba sentado muy derecho, se había puesto el cinturón de seguridad y tenía la vista fija al frente. Iban a cincuenta y parecía que todo estaba en idéntica calma calle tras calle, mientras dentro del vehículo los miedos susurraban en sus oídos.

—A mí me gustan con almendras —replicó intentando sonar casual—, deberíamos comer unos chocolates después ¿No crees?
—Sí. Eso me gustaría.

No lo había dicho con especial emoción, pero Carlos quiso convencerse de que podría estar bien. Que cuando lograran salir del distrito y se le ocurriera qué hacer, y a Tobías la realidad de la muerte de sus padres le cayera encima, pudiera resistirlo y sobreponerse; también quiso creer que él se sobrepondría.


Próximo capítulo: Secuestro




Narices frías Capítulo 39: Susurros



Después de algunos minutos se hizo evidente que las calles del distrito estaban vacías, y eso hizo que la sensación de adrenalina subiera otra vez en su cuerpo.
Le dolía más la pierna en donde uno de los perros lo había mordido, y podía sentir algo de sangre contra la pierna del pantalón, pero no podía detenerse a pensar en eso; Román tenía un destino claro en su mente y no se detendría hasta llegar.
El edificio central de Narices frías estaba casi en el centro del distrito, y le había tomado menos de diez minutos llegar hasta allí a la velocidad que iba;
hasta ese momento no lo había pensado, pero el edificio parecía estar aislado, ya que ocupaba una manzana completa y todas las construcciones de las calles contiguas bloqueaban la vista, impidiendo verlo desde la calle hasta que fuese demasiado tarde. Y cuando estacionó el auto en la esquina, se quedó sin palabras.
La edificación parecía una isla en medio del distrito, recortada de todo lo que la rodeaba por un halo de luz que parecía irreal; todas las luces del lugar estaban encendidas, y después de lo que había visto esa noche, las ventanas aparecieron ante los ojos del hombre como enormes ojos que lo podían ver todo, en todas direcciones.
No era una fantasía, ni algo fruto de su imaginación; de hecho, ni siquiera resultaba tétrico a la vista, pero después de lo que había visto y vivido, le resultaba horrible porque contrastaba con todo lo demás. Era como si en ese sitio el horror de la muerte y la violencia salvaje estuviesen apartados por una muralla invisible, pero poderosa.
Una vez fuera del vehículo no supo qué pensar ¿Qué esperaba encontrar ahí, en cualquier caso? La degradante perspectiva de una especie de caos animal en el centro principal de venta de mascotas del distrito no ayudaba a su percepción de las cosas, pero al menos habría tenido sentido con lo que estaba sucediendo.
Se acercó a la entrada principal: un gran par de puertas de vidrio estaban cerradas y protegidas apenas por una reja que podía enrollarse, y tras ellas se podía ver el descomunal mesón de atención que recibía al público.
Román se acercó a la caseta del vigilante nocturno, de donde salió un hombre de unos cuarenta y cinco años, que lo miró con expresión de preocupación.

—Santo cielo ¿Se encuentra bien?
—¿Hay gente en el interior? —preguntó mientras le enseñaba la placa— Soy policía.

El hombre pareció entender la urgencia imperativa en su voz, y recompuso su expresión de inmediato.

—Sí, señor, siempre hay personal para cuidar de los hijos.

Hijos era una expresión que en esas circunstancias se le hacía violenta y sucia, pero no dijo palabra al respecto.

—Necesito hablar con la persona que está a cargo ahora mismo; es un asunto urgente.

El hombre asintió con gravedad y le indicó que lo siguiera; caminaron por uno de los costados del edificio hasta llegar al estacionamiento privado; el lugar estaba cercado por una tupida malla metálica que impedía ver el interior con claridad, excepto por las sombras de vehículos que se delineaban como bloques. Al entrar, le pareció extraño ver una furgoneta con las puertas traseras abiertas y una camilla vacía tras ella, pero decidió no desperdiciar energías en eso; entraron al edificio por una puerta protegida por contraseña y una vez dentro, se encontró con una instalación completamente funcional, muy distinto a lo que suponía en medio de un apagón.

—¿Tienen generadores propios?
—Sí, es necesario para poder cuidar de todos —explicó el hombre—, no podemos dejarlos sin calefacción o cuidado de los suministros.
—¿Cómo se llama la persona que está a cargo?
—Luciana Velásquez, su oficina está por aquí. Disculpe por preguntar, pero ¿Necesita algún tipo de ayuda para esas lastimaduras? Tenemos un muy buen botiquín de primeros auxilios.

Lo necesitaba, pero no de un sitio como ese; debería haber ido a la urgencia, distante algunas calles de allí, pero no podía perder tiempo, y además de eso, de seguro estarían ocupados con otros casos más urgentes como el de ese muchacho de la empresa de electricidad. Los rasguños y mordidas no lo matarían.

—Es aquí.

El hombre tocó muy quedamente a la puerta de una oficina, y una voz dijo que entrara; Román miró alrededor y no pudo evitar distraerse un instante al ver las enormes jaulas con puertas transparentes en donde multitud de animales reposaban en cómodas condiciones. Tenían espacio, camas, soportes, recipientes para agua y comida, y todo lo imaginable para su tranquilidad.
Parecía mejor que esos hoteles para mascotas, y eso le hizo pensar en el coste enorme de todo eso ¿financiado solo con el dinero aportado por las personas al momento de adquirir una mascota? Al entrar en la oficina, vio a una mujer de poco más de treinta años, de cabello rubio, que hablaba por teléfono con un meloso tono.

—Darío es un nombre muy bonito, desde luego; me gusta mucho la música que siento al decirlo.

En ese momento lo miró, y su expresión se tensó lo suficiente como para hacerse visible; recorrió a Román de abajo a arriba, y su mirada se quedó detenida en la herida de su pierna.

—Señorita, el oficial dice que lo trae un asunto muy importante.
—Ya veo —repuso ella, dejando el móvil sobre su escritorio—, estoy segura de que se trata de algo de suma urgencia.

Darío. Para el momento en que el guardia hubo cerrado la puerta y Román hizo la conexión mental, sintió que había pasado demasiado tiempo; la mujer lo miraba con una expresión complaciente y amigable en el rostro.

—No debería haber estado despierto a esta hora. Todos en el distrito duermen, usted debió hacer lo mismo.

Ella lo sabía; el policía no entendía cómo, pero ella sabía todo lo que estaba pasando con los animales, y sabía también que él estaba en las calles hasta hace unos momentos atrás. De pronto, cualquier idea que hubiese tenido antes se esfumó porque descubrió que estaba en el peor lugar del mundo; en una sangrienta noche donde la vida estaba en peligro, él había decidido ir a un sitio en donde ese concepto era demasiado relativo.

—Ustedes son responsables de lo que les está pasando a los animales.

Se sorprendió de descubrir que su voz sonaba tan entera y fría, y se alegró de eso; probablemente no vería la luz del día otra vez, y ese entendimiento hizo que se sintiera seguro y confiado. Ya nada podía perder.

—Lo estamos solucionando, se lo aseguro —replicó ella—, solo es cuestión de unos minutos.

Román retrocedió hasta la puerta; no existía forma de salir de ahí, pero aún tenía el arma cargada y dos cartuchos más en el bolsillo. Eso era todo lo que lo separaba de un destino incierto.

—Y entonces ¿Lo están solucionando? Me pregunto si eso va a servir para los animales que están muertos.

El rostro de la mujer se contrajo en una expresión que era mezcla de incredulidad y sorpresa; entonces así era, lo que fuera que estuviese sucediendo, tenía relación con Narices frías, y de algún modo eso encajaba con el accidente de la planta eléctrica. El nombre retumbaba en su mente como una campana sonando demasiado fuerte.

—Usted no puede...
—¿Qué le hace pensar que fui yo? —repuso él— Hay muertes por todas partes mientras usted está en esta oficina ¿De verdad cree que puede controlar todo? Esos animales pueden ser suyos, pero lo que está pasando en el exterior está fuera de su control. Y toda la sangre y la locura que han causado crecerá hasta que los ahogue.

No esperó más y salió, pero se topó con una sorpresa: un guardia estaba bloqueando la puerta por donde él había entrado, y lo miraba con el rostro desencajado mientras sostenía un móvil en las manos. Entonces escuchó todo porque ella nunca cortó la llamada en la oficina.

—Abre la puerta.

Lo dijo con determinación, mientras extraía el arma y apuntaba, seguro y decidido. Quizás su auto ya no estaba, pero si conseguía salir de ese edificio, tendría alguna posibilidad.
Pero el hombre no pareció reaccionar ante el arma; las otras personas en el lugar se habían detenido en sus acciones y miraban entre confundidas y asustadas, pero nadie parecía realmente atemorizado ante la visión de un desconocido con un arma en las manos. Contaba con muy pocos segundos antes de que alguien reaccionara en su contra, o ese aséptico y opresivo lugar lo volviera loco.

—¡Abre la puerta!

La mujer en la puerta de la oficina dijo algo en voz baja, pero no lo pudo escuchar; de pronto se dio cuenta de lo único que encajaba en todo eso, o quizás era algo tan desquiciado como todo, pero en su mente hizo sentido. El hombre apuñalado por el vecino homicida no tenía mascotas, el matrimonio muerto no tenía elementos que señalaran que ese perro fuese suyo, y él tampoco las tenía. Las mascotas agresivas, el inmenso número de personas en el distrito que tenía animales, la inexplicable quietud de las calles durante un corte de luz, todo estaba conectado con Narices frías y ese irreal comportamiento de las personas que tenía a su alrededor. Tan extraño como la frialdad de un perro que había visto a sus dueños muertos en la sala, o la de un gato que acababa de presenciar un asesinato.
Apuntó hacia una de las enormes jaulas y quitó el seguro.

—Abre la puerta —dijo la voz de la mujer.

El hombre obedeció, y salió de inmediato; un momento después abrió la puerta de la reja del exterior, y sin esperar más corrió hacia su automóvil; había cometido un error crítico ¿Cuánto tiempo se tardarían en intentar callarlo, cuántos animales podrían aparecer en su camino para intentar matarlo? Todo estaba fuera de control, la gente en ese distrito estaba completamente loca y él era un solo hombre, que no sabía en quién confiar, si es que había alguien en quien pudiera.
Una vez estuvo dentro del auto pensó en la urgencia, y en ese hombre apuñalado; quizás sí tenía que ir a ese lugar, y no al cuartel de policía en donde un gato recibía más atención que la noticia de un niño asesinado. Las prioridades y las lealtades no existían, se habían esfumado con la luz y la seguridad.


Próximo capítulo: Cosas ajenas

Narices frías Capítulo 38: Peces





Pronto se hizo evidente que no podrían salir del distrito caminando, y por alguna razón no había movimiento alguno; parecía que las calles se hubiesen convertido en parte de un pueblo fantasma en donde nada excepto ellos deambulaban, solos al amparo de la luna.

—No hay vehículos pasando.
—No.

Carlos supo que lo que Tobías estaba diciendo no tenía tanto que ver con el hecho concreto del que hablaba, sino con el silencio y soledad alrededor; al no haber luz en el distrito, todo se hacía demasiado evidente y al mismo tiempo, amenazante.
En ese momento estaban caminando por una calle de edificios de departamentos, y el muchacho se preguntó si tal vez podrían hacer una parada.

—¿Necesitas ir al baño?

Tobías tardó un instante en responder, y cuando lo hizo, sonó suficientemente seguro de decir que no, pero Carlos comprendió que estaba intentando no causar problemas; eligió un edificio al azar y se acercó con cautela, esperando no encontrarse con algún animal en la puerta.

—Vamos a parar un poco ¿De acuerdo?
—Está bien.

La puerta del edificio era de doble hoja de vidrio; tuvo ganas de usar la linterna de su móvil, pero descartó la idea de inmediato. Había decidido que lo más sensato era no poner en peligro la batería de el único objeto que podía comunicarlo con el resto del mundo, incluso aunque en ese momento no le servía para más que para hacer peso en el bolsillo del pantalón. Había llamado a la policía mientras caminaban, pero no comunicaba, lo que podía significar que la red no estaba operativa, o algo mucho peor que no se atrevía a imaginar.
Al mirar de cerca vio que la recepción estaba vacía; al empujar una de las hojas de vidrio comprobó que estaba sin seguro, y se atrevió a entrar junto con Tobías. El silencio del interior del lugar era más frío que el del exterior porque no había viento, pero luchó por ignorar la sensación de inseguridad que lo estaba embargando y pensar que todo estaría bien, al menos de momento.
Se acercó al mesón de recepción y miró el panel de la pared; había sólo una llave y correspondía a un departamento en el segundo piso, de modo que era la única opción para entrar. No estaba seguro de que fuera una buena idea, pero ante el caso de encontrarse con alguien en el lugar, podía decir que estaban perdidos o algo por el estilo.
Subieron las escaleras de piedra en silencio, y ubicó el sentido de los departamentos para localizar el indicado; estaba nervioso de haber tomado esa decisión, y recién se le pasó por la mente que estaban en un sitio con una sola vía de salida.

—No hagas ruido.

Tobías asintió en silencio. Carlos acercó la llave a la cerradura y la introdujo, sintiendo que los dientes pasaban por cada uno de los topes indicados con un tintineo que sonaba a campanadas en sus oídos. Por supuesto, las luces en el interior también estaban apagadas, y no se escuchaban voces o ruidos que alertaran de alguna presencia; empujó la puerta con mucho cuidado, intentando descifrar las formas en el interior.

—No hay nadie.

El susurro de Tobías fue casi inaudible, pero hizo que el muchacho se sobresaltara; no desvió la vista del interior, intentando decidir si realmente estaba vacío. El destello cristalino del agua hizo que fijara la vista en cierto punto, en donde unas tenues luces metalizadas desafiaban a la negrura de la noche.

—No hay nadie.
—Espera.

Se trataba de un acuario; reposaba sobre un mueble junto a la pared que estaba en el extremo opuesto a la entrada, bajo un cuadro de bordes también metalizados cuya imagen no podía descifrar. Enfrentando al gran recipiente había una silla de respaldo alto, y estuvo casi seguro de que en ella había alguien sentado; contuvo la respiración sin moverse del umbral, y sin recordar a ciencia cierta había hecho mucho ruido al entrar. Pero ¿Por qué esa persona no se habría movido al sentir que alguien entraba? Incluso si se tratara de alguien a quien esperaba, debería tener alguna reacción.

—Espera aquí.

Susurró en voz baja, y se aventuró a soltarle la mano para entrar al lugar; avanzó con paso lento, muy suave, midiendo la distancia y procurando no tocar algo por accidente; en la oscuridad del departamento apenas se filtraba un poco de la claridad del exterior, que vagaba sobre la superficie traslúcida del agua, y emitía tenues reflejos que se desvanecían en el silencio. Cuando estuvo a dos pasos de la silla, pudo ver que el acuario no estaba vacío; en su interior había dos peces dorados, casi inmóviles, apenas moviendo un poco las aletas, mientras se mantenían sumergidos a un centímetro del cristal. Al momento de despegar la vista de los peces, Carlos tuvo que taparse la boca para no soltar un grito de horror; en la silla permanecía una persona, aunque no lo parecía en ese instante.
Se trataba de una mujer anciana, que estaba sentada erguida de un modo muy antinatural, con la vista fija en el acuario; sus ojos estaban abiertos, desorbitados, sin moverse ni pestañear, dirigidos hacia los peces como si hubiese una línea indisoluble entre ambos extremos. Pero su rostro no era el de una persona tranquila, y la oscuridad incrementaba la sensación de estar viendo algo fantástico e irreal, ya que hacía que las arrugas en su piel tuviesen un aspecto más profundo, y las ojeras parecían hundir los globos oculares más y más en las cuencas.
No estaba viva, no podía estarlo, porque sus ojos se veían desorbitados y secos, y de su boca ligeramente abierta no salía aire alguno.

—¿Carlos?

Petrificado, volteó el rostro hacia el umbral, en donde Tobías aún esperaba por él, de pie en el mismo sitio. Entonces la idea de que la anciana estaba muerta cobró más fuerza, cuando las palabras del pequeño resonaron en su mente.
Tobías tenía un problema a la vista, y no podía ver de la misma forma que las otras personas; sus ojos percibían colores, mientras que sus otros sentidos estaban mucho más desarrollados. Había dicho, en el momento exacto de abrir la puerta, que nadie había en ese lugar ¿Había tenido razón desde el principio? Pudo saber que el departamento estaba vacío, quizás porque de forma inconsciente detectó que no se sentían respiraciones en el interior, pero Carlos lo ignoró por estar confiando en sus propios sentidos.
La anciana en un lado, con una terrible expresión en el rostro, como una fantasmal aparición que había perdido la vida; del otro, dos peces mirando en su dirección, con los dorados ojos fijos en ella, reposando en el agua como si flotaran, demasiado atentos, absortos en su objetivo. Ignorantes de la verdad, o quizás no tanto.
Por fin tuvo la fuerza para reaccionar, y regresó sobre sus pasos hasta llegar a la puerta; estuvo a punto de decirle a Tobías que salieran de ahí, pero tuvo que admitir que, incluso con ese horrible panorama por delante, tenían la opción de usar el lugar, al menos por un momento.

—Tenías razón, no hay nadie aquí.
—¿Qué pasa?

Se había dado cuenta de su nerviosismo; de nada servía intentar ocultarlo, pero si sus sentidos le habían privado de ese horrible espectáculo, no tenía necesidad de decirle la verdad.

—Nada, no importa. Escucha, vamos a usar el baño y saldremos rápido ¿De acuerdo?
—Está bien.

Había pensado en pasar unas horas ahí, pero ese plan no podría fructificar; sin gente y sin vehículos moviéndose, la presencia de otros animales peligrosos era demasiado grande, y luego de ver el estado en el que estaba la anciana, temía que algo pudiese pasarles si se quedaban más tiempo ahí. Debía encontrar el modo de sacarlos del distrito antes del amanecer.


Próximo capítulo: Susurros

Narices frías Capítulo 37: Pasos en el tejado





En cuanto su teléfono móvil dio el tono de notificación, Matías dio un salto de la cama y tocó la pared junto a su velador para presionar el interruptor de la luz, pero esta no se encendió.
El móvil había dado la señal de haber sido desconectado aún cuando él no lo había hecho.
Casi al mismo tiempo sintió gritos en el exterior de la casa, y se asomó a la ventana del cuarto, encontrándose con una escena que parecía sacada de una película de horror: unos perros perseguían a una mujer que huía despavorida de ellos. Los gritos se perdieron entre las sombras de una noche sin estrellas ni luna, al mismo tiempo que el silencio amenazaba con extenderse de forma absoluta.
Entonces la imagen de Greta apareció en su mente.
Miró en la pantalla del móvil y comprobó que solo había señal para mensajes de texto, lo que significaba que el apagón era general en el distrito; la electricidad se había ido al completo, y ella estaba sola al igual que él, pero con la diferencia de ser una persona mayor. Nunca le habían preocupado las personas, pero ella había generado algo en él, un movimiento que era inesperado, pero cálido al mismo tiempo; se puso un suéter y después de echar el móvil al bolsillo, salió corriendo de la casa.
No tenía tiempo para dar el rodeo hasta llegar a la otra calle, de modo que escogió hacer la ruta habitual y avanzar a través de los tejados; jamás lo había hecho de noche y menos sin otra luz que la natural a esa hora, pero confió en que sus recuerdos fuesen suficiente.
Avanzó de manera sigilosa, calculando cada paso conforme las formas y los relieves aparecían ante sus pies; fue más ligero en donde era necesario, más firme en donde el techo estaba inclinado, y tuvo la precaución de no dar pasos en falso. Cuando estuvo sobre el techo que había reparado escuchó un grito, y con la sangre helada bajó a toda velocidad; ver al perro enorme sobre el pecho de Greta quebró algo en su interior, y no supo cómo, pero alcanzó el cuchillo desde la mesada y corrió hacia él, sin respirar ni parpadear, con un solo objetivo en mente. Cortó el aire con un movimiento de abanico, y aunque no pudo dar en el blanco, su gesto hizo que el animal retrocediera.
La expresión en su rostro era por completo distinta a algo que hubiese visto alguna vez, y esa ferocidad le aterró, pero no dejó de blandir el cuchillo hacia la bestia, con Greta a solo unos centímetros de él, inmóvil en el suelo. El animal, por alguna razón, se quedó quieto observándolo, y después de unos segundos corrió, pero no hacia él, sino hacia la parte por donde él mismo había entrado momentos antes; escaló con facilidad por la pared y desapareció de vista mientras el muchacho se arrodillaba junto a ella, horrorizado. Apenas tuvo mente para marcar el número de emergencias, aunque no sabía si le contestarían.

—Greta.

Ella estaba tendida de espalda en el suelo, a muy poca distancia de uno de los sillones; el albornoz con el que cubría la pijama llegaba hasta su cuello, y el borde blanco estaba manchado de la sangre que brotaba de su boca.

—Matías.

No supo si escuchó su nombre o solo lo imaginó al ver que intentaba articular algo; sus ojos estaban vidriosos, y su respiración era muy débil e irregular, tanto que al escucharla sintió miedo incluso de tocarla.

—Greta… lo siento, lo siento.

Durante largos momentos ella no se movió, pero luego hizo un esfuerzo y trató de decir algo; el chico estaba arrodillado junto con ella, mirando impotente.

—Matías.

En esa ocasión sí pudo escuchar su nombre; en un agónico respiro, ella había conseguido murmurar unas palabras, y pareció entender que él estaba ahí. Matías tomó su mano derecha entre las suyas, sintiéndola lánguida y fría, con un pulso casi imposible de percibir.

—Le marqué a la ambulancia, ellos van a venir a ayudarte.

El rostro de ella se contrajo en una expresión de dolor; su pecho subió y bajó con dificultad, mientras intentaba pronunciar algunas palabras.

—Tenías razón. Vete. Son los animales, son ellos…

Un terrible dolor azotó su cuerpo, y la palpable sensación lo traspasó. No fue capaz de reconocérselo a sí mismo, pero supo que ella estaba muriendo, y nada podría salvarla de esa situación; ningún servicio de atención médica de urgencia tenía el poder de restaurar las heridas que ese animal le había hecho.

—Lo siento.
—Vete… —repitió ella—, sálvate.

El muchacho la acunó en su regazo, y la abrazó con el cuerpo atravesado por un dolor que nunca había sentido; Greta estaba muriendo en ese momento, y él no podía encontrar las palabras apropiadas para mitigar su sufrimiento o ayudarla con lo que estaba pasando. Hizo lo único que se le ocurrió, entrelazó ambas manos, comenzando a silbar a través de ellas; sintió el sonido débil y entrecortado, pero hizo un esfuerzo y pudo hacer que el sonido fuera estable, que sonara cercano a un arrullo, al viento sobre el mar para que pudiera oírlo antes de no volver a escuchar.
Por primera vez en su vida quiso ponerse en el lugar de alguien mas, para darle parte de la vida que el tenía de sobra, y que a ella le faltaba con desesperación; no le importó la sangre, ni el frío respirar de ella, solo la abrazó intentando hacer que sintiera su presencia, y se quedó quieto hasta que el corazón de Greta se hubo detenido.
Todavía se mantuvo así por unos instantes más, hasta que lo invadió una terrible sensación de desamparo ¿Qué debía hacer? ¿Dejarla ahí? ¿Intentar darle algún tipo de cobijo? No lo sabía, nunca había hablado de eso con sus padres, y en realidad ellos nunca hablaban con él de asunto alguno.
Se quedó arrodillado en el suelo junto a ella, aterrorizado de lo que acababa de suceder, sin saber cómo reaccionar o que hacer. Ese animal estaba ahí afuera, y aunque se había ido, de todos modos seguía en el exterior, y esa amenaza era tan palpable como el horror de saber que había visto la vida de Greta escurrirse entre sus dedos.

—Lo siento.

Sabía que no era su culpa, pero lo dijo de todos modos; rodeado por la oscuridad de la sala y una soledad tan inmensa y opresiva como nunca había creído posible, se puso de pie con miembros temblorosos, pero tuvo que afirmarse en la pared más cercana. Desde siempre había sentido de un modo distinto a las otras personas; sus padres estuvieron muy interesados en desentrañar los misterios de su forma de pensar y comunicarse, pero cuando tuvo cerca de nueve años y los médicos dijeron que en resumen no había algo malo en él, perdieron ese interés y lo dejaron por su cuenta, algo que el agradeció porque le permitía estar en su propia frecuencia. Creció solo y se acostumbró a ser tratado como un fenómeno por todos, hasta que Greta lo trató como si no le importara que él no fuera como los demás.
Se dio cuenta de que estaba llorando, y se sintió solo como nunca antes, porque esa soledad lo estaba hiriendo con una realidad que siempre le había parecido muy lejana a él. No supo qué hacer, y al mismo tiempo tuvo ganas de gritar y de correr, pero no hizo cosa alguna excepto quedarse en donde estaba, derramando lágrimas en silencio por algo que no era su culpa, pero que habría preferido que lo fuera, porque de ese modo quizás lo habría podido evitar.
Luego sintió sonidos en el techo, y las agónicas palabras de ella se hicieron más fuertes en su recuerdo; había dicho que eran los animales, y que él tenía razón ¿se refería a lo que estuvieron hablando antes? Cuando sucedió lo del hombre que trató de asesinar al vecino y mató a su hijo, Matías dijo que creía que había algo malo en algunas personas, y seguía pensando lo mismo. ¿Cómo era que eso se conectaba con los animales? Ese perro había entrado a su casa y la había atacado mientras todo estaba a oscuras luego de ese sorpresivo corte de luz.
¿Podía ser que aquello que él sospechó de las personas estuviese también en los animales? ¿Que, de alguna forma que no imaginaba, algo violento estuviese infectando a las personas? El sonido en el tejado de la casa se hizo más intenso, pero él no se pudo mover.


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Narices frías Capítulo 36: Perseguido




Román tuvo ganas de gritar de horror al ver lo que había sucedido, pero su entrenamiento prevaleció, y se mantuvo firme sobre sus pies, aunque sus manos apenas pudieron sostener el revólver.
Era imposible negar que ese animal había sido el causante de la muerte de esa mujer y las heridas del hombre; a pesar de estar muerto, aún conservaba la fiera expresión, y sus ojos tan abiertos fijos en lo que debe haber sido su potencial segunda víctima. Lo que no tenía sentido era por qué se había detenido, por qué su actuar había quedado congelado momentos antes.
Al mismo tiempo que se apagaron las luces.
Era una idea absurda, pero al mismo tiempo agregaba algo de sentido a todo lo que había visto hasta ese momento; ese chico con el cuerpo destrozado por meterse en ese sitio de peligro mortal, la ausencia de aves y perros callejeros, el inexplicable silencio del distrito en medio de ese corte de luz, y luego ese animal.
O tal vez solo tenía hambre y cansancio.
Pero por otro lado, no se había sacado de la cabeza las terribles imágenes de lo que había pasado antes; no era casual, no podía ser casual que todo eso estuviera ocurriendo en secuencia. De pronto, gritos en el exterior lo sacaron de sus atropelladas cavilaciones y lo obligaron a salir.
Con el corazón aún oprimido por la escena que ocurría en la casa, vio que el anciano estaba siendo atacado por un grupo de perros; sin esperar más hizo un disparo al aire, pero se quedó helado al ver que los animales no parecieron prestar atención, como si el potente sonido del arma no hubiese llegado hasta sus oídos.
Puso el seguro en el arma y corrió hacia el lugar. Cinco perros grandes estaban mordiendo al anciano, que gemía lastimero entre ellos, apenas pudiendo defenderse; Román se acercó y lanzó una patada a uno de los animales, mientras con el revolver hizo amplios movimientos para alejar al resto. Durante unos tensos segundos los cinco se mantuvieron a distancia, rodeando, y el policía pudo ver con asombro que en todos ellos estaba la misma mirada feroz y la actitud salvaje que en el de la casa.
No iba a poder lidiar con los cinco y rescatar al anciano al mismo tiempo; en una milésima de segundo supo que eso sería imposible, ya que el hombre tenía heridas en los brazos y piernas, lo que junto a su estado de shock lo convertiría en una carga. La única opción que tenía era matar a los perros.
Quitó el seguro y apuntó, pero en ese mismo momento, uno de ellos se lanzó en carrera hacia él, y eso pareció activar en los otros el mismo instinto; el policía descerrajó un tiro que dio en el blanco y derribó al animal, sin embargo le quitó tiempo para reaccionar ante los otros. Sintió los colmillos de uno presionando el muslo izquierdo, mientras otro se arrojaba enloquecido contra su cuerpo; tenía que evitar distraerse y aprovechar la adrenalina para moverse lo más rápido que pudiera, de modo que ignoró el dolor y los desquiciados gruñidos y se concentró en el movimiento.
Rodeado por los cuatro, solo era cosa de segundos para que algún mordisco lo lesionara de forma grave; hizo caso omiso de todo y se movió hacia uno, disparando en la cabeza.
El segundo disparo dio en el costado del que le había clavado los colmillos en el muslo, el tercero en el cuello, y cuando se disponía a hacer el cuarto disparo, el perro se impulsó con gran fuerza y logró derribarlo. Román sintió el impacto del peso del animal en el pecho y trató de apuntar, pero no fue lo suficientemente rápido y la enloquecida bestia consiguió capturar entre sus fauces su muñeca y el arma; durante eternos segundos resistió el agarre de la mandíbula contra los huesos de la mano, hasta que logró asestar un puñetazo con la que tenía libre y disparar, aprovechando la momentánea distracción. El perro soltó un par de gruñidos ahogados que lo salpicaron de sangre, hasta que se derrumbó hacia un costado.
Román empujó al perro a un lado y se incorporó, exhausto; el panorama a su alrededor era devastador, con cinco animales baleados alrededor y un anciano y él heridos. Se dio cuenta de que dos de los perros aún vivían, y por un instante eterno no supo si tenía que hacer algo para terminar o no; acababa de luchar con todo en contra de un grupo de animales probablemente rabiosos, y sus pensamientos estaban atravesados por el velo de la adrenalina y la incertidumbre, y no tuvo el valor de actuar sobre seguro.
Cuando se puso de pie, sintió todo el peso de los golpes y las mordidas en el cuerpo, pero algo más causó un impacto en él; al mirar en dirección al anciano, vio que este estaba inmóvil sobre el suelo, demasiado inmóvil como para no hacer una relación directa. Cojeando se acercó a él, y comprobó que estaba muerto.
Había fallado; había actuado creyendo que era lo correcto, pero se trataba de un error imperdonable dejar al anciano a su suerte mientras él iba en persecución de algo desconocido. El cuerpo del hombre estaba tendido de espalda, congelado para siempre en una mueca de horror que la sangre en su cuello evidenciaba con la misma claridad que sus desorbitados ojos; había cometido un error que le costó la vida a una persona, y contra eso no había solución.
Pero no tuvo tiempo de lamentarse, porque algo se removió y llamó su atención; volteó a la izquierda, y dio un paso atrás cuando un gato saltó desde la pared más
cercana y se acercó hacia él. Tenía la misma expresión salvaje que los perros ¿Acaso toda esa locura era por causa de alguna especie de brote de rabia en el distrito? ¿Podía ser que una cosa así llegara al límite de infectar a las personas o a todos los animales a su paso? La pregunta quedó vagando, porque al mismo tiempo algo lo atacó; sintió los colmillos clavándose en su tobillo derecho, y cuando por instinto trató de retirar la pierna, la brutal presión hizo que soltara un grito de dolor.
El perro que había sobrevivido estaba aún preparado, y desde el suelo forcejeó con él; Román apuntó con la pistola pero se topó con que estaba sin balas, y eso le hizo perder un tiempo demasiado importante. El gato se arrojó contra él y clavó en su brazo sus garras afiladas como agujas, al mismo tiempo que otro perro aparecía en el lugar.
Se trataba de una emboscada, y si no lograba soltarse, correría el mismo destino que el anciano; Román no supo cómo, pero descubrió que eso era así, y supo también que de un momento a otro se había quedado sin tiempo.
Dio un mal paso, cayó y pudo sentir cómo su cuerpo chocaba contra la masa inerte de uno de los animales; se forzó a mantener la escasa concentración que le quedaba, y con el arma golpeó al perro que lo estaba mordiendo. Lo soltó lo suficiente como para liberar la pierna, y lo hizo con un movimiento que desgarró la piel, esparciendo sangre en todas direcciones.
Haciendo caso omiso al gato aferrado a su brazo se contorneó y pudo ponerse de pie; se liberó de él con un golpe que dejó largos cortes en el antebrazo izquierdo, y con espanto vio que había dos gatos y tres perros más acercándose. Avanzó rengueando hacia el auto y consiguió abrir la puerta y entrar, tras lo cual procuró mirar en el asiento trasero y confirmar que ninguna de esas bestias estaba en el interior. No había podido salvar a ese anciano, y en medio de una calle que parecía por completo ignorante a todo lo que estaba pasando, no tuvo más opción que abandonar todo aquello en lo que creía hasta unas horas atrás; lo que estaba pasando no podía ser controlado por él, y si sus temores eran acertados, esa especie de cólera imposible en los animales estaba causando estragos en muchos sitios al mismo tiempo.
Presionó el acelerador y se alejó, elaborando una nueva idea en su mente.


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Narices frías Capítulo 35: Camino a ninguna parte




De pronto, Tobías abrió los ojos, y eso hizo que Carlos sintiera un escalofrío, e inmediatamente, pánico.
La reacción instintiva fue brutal, porque al mismo tiempo una parte de él le dijo que tenía que salir de ahí y desprenderse de la responsabilidad, y la otra le dijo que no podía dejarlo, que si después de lo que había visto lo abandonaba, se convertiría en lo mismo de lo que estaba tratando de huir.

—¿Puedes escucharme?

El pequeño, aún recostado de espalda en la cama, volteó lentamente la cabeza en su dirección.

—Carlos. Reconocí tu voz.

Sonaba algo débil, pero que pudiera hablar era señal de que estaba menos mal de lo que se había imaginado desde un principio; se arrodilló junto a la cama, mirándolo con una combinación de sorpresa y emoción.

—Sí, soy yo. ¿Te duele mucho la cabeza?
—No —replicó el pequeño—, un poco, creo. Debe ser un traumatismo.
—Sí, probablemente —dijo Carlos—, estaba tan...

No terminó la frase. ¿Qué le iba a decir? ¿Lo enfrentaría con la terrible realidad cuando ni siquiera sabía si tenía heridas graves?

—Carlos.

El pequeño se incorporó en la cama y se enfocó en él; resultaba increíble que pudiera estar bien después de lo que había sucedido.

—Esa cosa ¿los mató?

Esa pregunta era algo que un niño tan pequeño nunca debería pronunciar; Carlos sintió que el estómago se contraía, pero la náusea no alcanzó a llegar. Estaba demasiado conmocionado como para sentir algo así.

—Sí. Lo siento.

El silencio que siguió no fue interrumpido más que por las respiraciones de ambos; en la penumbra de su habitación, en el interior de una casa que nunca podría pertenecerle, Carlos había comprendido que existía una sola forma de evitar que el horror que estaba vedado a los ojos de Tobías llegara hasta su mente.

—Entonces ellos me protegieron.
—Hicieron todo lo que pudieron.
—Eso no es justo —exclamó el pequeño, con mas fuerza en la voz—, porque ellos eran buenos, y me compraban cosas y nunca se quejaron porque yo no era como los otros niños, no es justo.

Carlos no supo qué decir, y solo atinó a acercarse a él y abrazarlo; y el pequeño se abrazó a él y sollozó, mientras temblaba de miedo y de soledad. El adolescente quiso llorar, pero no podía, al menos no hasta que consiguiera realizar el débil plan que tenía en mente.

—¿Está ahí afuera?

Carlos se separó de él y lo miró a la cara; ese pequeño era prácticamente un desconocido, pero al mismo tiempo era la persona más importante en su vida, y tenía que hacer por él lo que estuviera a su alcance.

—Escúchame; tenemos que irnos.
—¿Está aquí?
—Creo que sí —repuso, con voz entrecortada—, no hay luz, y no sé si hay más en alguna parte, pero creo que sí.
—¿Le hicieron daño a tus papás también?
—Ellos van a estar bien —Carlos sabia que eso era una mentira, pero no quiso focalizarse en la horrible imagen de ellos en la sala—, pero tendremos que irnos; es la única forma.

Tobías asintió en silencio; otra vez en la mente de Carlos apareció el miedo y la incertidumbre, pero desterró esos sentimientos y se obligó a ser fuerte.

—Tengo que sacarnos del distrito.
—Estoy asustado.
—Yo también —admitió, bajando la vista—, pero tenemos una oportunidad. Sé que todo es muy difícil de entender ahora, pero las cosas no se van a poner mejor; hay algo en el distrito, algo muy malo, y la única forma de escapar es irnos.
—Está bien —Tobías asintió con más energía, aunque su voz seguía siendo débil—, entiendo. Eso es lo que mis papás querían, siempre dijeron que querían lo mejor para mí; y yo confío en ti porque fuiste a salvarme cuando esa cosa entró en nuestra casa.

Carlos quiso decirle que estaba depositando su confianza en la persona equivocada, pero no lo hizo; en cambio, se puso de pie y abrió el armario para buscar algunas cosas.

—No puedes quedarte en pijama; tengo algunas cosas de antes que te podrían servir ¿Te parece?

Encontró una remera, unos pantalones y una chamarra y lo ayudó a vestirse; se sorprendió de ver que la ropa y zapatillas le quedaban bastante bien. En seguida sacó una mochila que supuestamente era para salir de campamento, aunque nunca la había usado; puso ropa y algunas otras cosas, y de inmediato corrió al cuarto de sus padres mientras se ponía unos guantes. Sin detenerse a mirar, buscó en el armario hasta que encontró las billeteras de ambos y se hizo con las tarjetas para el cajero, procurando dejar todo lo más ordenado posible. De vuelta en la habitación, se quedó un momento detenido, mirando alrededor, al lugar que creyó era su sitio para refugiarse.

—Nos iremos ahora.
—¿Qué pasa?

Era tan pequeño, y sin embargo entendía tan bien los cambios en la voz; Carlos se acercó a él y lo tomó de la mano.

—No pasa nada. Vamos.

¿Qué podía hacer? Por un momento pensó en desordenar su cuarto o romper las cosas, pero al final de cuentas, nada de eso tendría importancia; él no era esos objetos.

—Saldremos en silencio ¿Bien?
—Está bien.

Bajaron las escaleras, y salieron por la puerta principal, dejando abierta la reja del jardín; Carlos no quería acercarse a la casa de Tobías por motivo alguno, pero pensó que tal vez era justo mencionarlo.

—¿Hay algo que necesites de tu cuarto?
—No —el niño le apretó la mano—, no importa.

Si para él era difícil salir, no se imaginaba cómo sería para el pequeño; estaba haciendo un enorme esfuerzo por mantenerse estable, mucho más de lo que él mismo hacía, porque las cosas que sabía estaban ocultas tras un velo. Procuró pasar caminando rápido, pero no pudo dejar de mirar al animal en el jardín de esa casa, aún congelado en la misma posición; decidió volver a mirar al frente y sacar de su mente esa imagen, al menos de momento, pero antes de llegar a la esquina vio a otro perro en un jardín, también congelado en la misma posición.
Una vez fuera del perímetro, caminó hasta la estación de servicio y entró en el cubículo de cristal, agradeciendo que la tienda estuviera cerrada. Temía que el cajero no estuviera funcionando por el apagón, pero aparentemente la estación tenía algún tipo de batería de emergencia para casos como ese; fue una experiencia extraña tener tanto dinero en las manos y que no le importara, ya que en ese momento se trataba de un elemento necesario, no un lujo. Tras guardar el dinero en la mochila, miró cómo todo estaba a oscuras y en silencio, y se preguntó cuánto debería alejarse para encontrar un modo de salir del distrito.

—¿Tienes frío?
—No.

Quiso decir algo más, pero no pudo; por primera vez ese silencio le resultó estremecedor, y creyó tener una idea clara de qué tanto estaba sucediendo a su alrededor. No era solo ese perro, ni lo que ocurrió a sus padres; se trataba de algo que estaba por todas partes, y a menos que salieran de ahí lo más pronto posible, todo eso terminaría por alcanzarlos.
Caminaron largos minutos por desiertas calles, bajo el silencioso manto de la noche; Carlos pensó que debería haber llevado una linterna, pero ya era tarde para devolverse. Al menos, la noche estaba lo suficientemente iluminada para ver sin mayor dificultad, aunque al mismo tiempo, las calles vacías bajo un cielo igualmente desierto aumentaban la sensación de abandono.
Poco después, los dos siguieron por una calle en donde había edificios de varios pisos, dejando de lado las casas como en el lugar en donde vivía; Carlos se dio cuenta de que su idea original de salir del distrito topaba con obstáculos, como pedirle a un niño pequeño que se desplazara una gran distancia a pie. Pero tampoco podía quedarse, era demasiado peligroso para los dos.
Ambos aparentaron ignorar unos gritos a cierta distancia, pero Tobías se sujetó con más fuerza a su mano, caminando desde entonces mucho más cerca de él.
Quería saber qué había sido de la gente ¿Podía ser que todos estuvieran en la misma situación que sus padres? Aunque lo intentaba, no podía sacarse de la cabeza esa terrible imagen, la que inequívocamente sería la última de ellos: sentados en la sala, congelados por obra de un poder que no alcanzaba a comprender, con los ojos desorbitados y esa expresión vacía y sin vida que sin duda explicaba lo que había sucedido con ellos. Desde hacía mucho tiempo se sentía desconectado de ellos, en un estado donde no lo comprendían ni querían escucharlo, pero de todos modos eran sus padres; lo que había sucedido es que ellos eligieron mal a quien dedicarle su atención, y él los había perdido para siempre desde ese momento.
La noche se extendía amplia y abandonada frente a ellos.


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Narices frías Capítulo 34: Alguien en el interior





Greta no se había percatado del corte de luz hasta que sintió el sonido de una alarma cercana y esto la sacó del sueño; por instinto extendió el brazo hasta el velador y oprimió el interruptor, pero nada sucedió. Un poco más despierta, buscó el teléfono móvil y miró la hora: era más de medianoche.
La luz azulina de la pantalla le permitió ver lo suficiente para ponerse de pie y llegar hasta el interruptor en la pared, pero al oprimirlo sucedió lo mismo.

-Qué raro.

No podía recordar la última vez que se había cortado la luz. Una de las cosas que siempre valoró del distrito era su excelente sistema de alcantarillado y electricidad, por lo que no era algo común tener ese tipo de inconvenientes.
Recordó entonces que el refrigerador tenía un sistema de algún tipo que conservaba el frio durante más tiempo, y ya que estaba despierta, quiso ir a comprobarlo.
Las formas al interior de la casa eran distintas entre sombras absolutas; los ángulos se volvían antojadizos, y los colores se multiplicaban en infinitas combinaciones de gris, grafito y negro terciopelo, que danzaban por rincones inexistentes, creando figuras imposibles que merodeaban en las esquinas. El sonido, cómplice de la noche, deslizaba el sonido de garras raspando los contornos, voces ahogadas que sonaban como ecos distantes, y el susurro del viento entre los pliegues de una cortina jamás movida.
Telas colgantes en las paredes, ojos de tinta violácea y una respiración queda, atenta, vigilante.
La mujer llegó a la cocina caminando despacio y a tientas, iluminando a su paso con el débil brillo de la pantalla del móvil. Había pensado en usar la linterna de este, pero tenía poca carga y no quería gastarla; además, no sabía si el corte de luz duraría mucho tiempo o no.
Al abrir la puerta del refrigerador, una tenue luz blanca surgió y la iluminó; en efecto, estaba funcionando con ese sistema de respaldo, de modo que no tendría que preocuparse por ese asunto de forma inmediata. Por un instante palpó la escarcha en la nevera, y sus dedos sintieron el frío refrescante con un leve cosquilleo en las yemas.
Después de cerrar, la oscuridad volvió a llenar todo, y la mujer caminó de regreso a la sala, sintiéndose algo inquieta y sin sueño, a pesar de haber despertado bastante adormilada; cuando saliera el sol por la mañana, podría averiguar qué era lo que había pasado.
Siempre le pareció que su casa era un lugar muy agradable por la noche; conocía los pasillos y la distancia entre los muebles y las paredes, así como ese ambiente general de familiaridad que se había construido con los años. Después de vivir acompañada por mucho tiempo, y del dolor de la pérdida, había aprendido a sentirse en su hogar de nuevo, a conocer sus rincones y sentirse acogida, en un sitio que podría reconocer incluso con los ojos cerrados.
Pero todo ese sentimiento de normalidad se destrozó en mil pedazos cuando descubrió que había alguien allí.
Se quedó inmóvil en la sala, a dos pasos de lo más cercano a lo que pudiera sujetarse, una distancia enorme que la dejó completamente sola; de un momento a otro, había pasado a estar parada en una isla, un sitio inhóspito donde nada podía sujetarla, excepto sus débiles piernas que por azar no habían cedido. ¿O era tal el miedo que sus articulaciones estaban congeladas? Ya no estaba en su casa, estaba atrapada en un sitio que no conocía y que no podía darle cobijo ni apoyo.
No supo en qué momento el teléfono móvil cayó de sus manos, y ni siquiera escuchó el sonido del aparato contra el suelo; otro sonido había eclipsado todos los demás, incluso cualquier otro que pudiese ser más intenso. La respiración estaba ahí, escondida detrás de uno de los muebles, en un punto que no podía determinar con claridad pero que era tras el sofá o uno de los sillones; había estado siempre ahí, mientras ella se acercaba al refrigerador, ignorante todavía del intruso que había cambiado para siempre su percepción de las cosas.
De pronto le costó entender que su corazón seguía latiendo, pues no podía oírlo por el efecto hipnótico de esa respiración presente y atenta; estaba capturada por el horror de no saberse sola, y por el terrible sentimiento de anticipación que se formó en su interior al momento de descubrirlo. Sabía que esa respiración era a ritmo constante, y que esa constancia era la de la espera, la de alguien o algo que está ahí por una razón concreta, esperando; ella era la única a quien se podía acechar, y estaba sola por completo.
Fue así como, cual una débil presa, solo pudo quedarse inmóvil mientras emergía de entre las sombras otra de distinta naturaleza, una que podía moverse a voluntad, a diferencia de ella.
Greta quiso moverse, quiso gritar o protegerse, pero cualquier esfuerzo fue inútil; estaba congelada por el terror, paralizada por su presencia y esos ojos dorados que eran absolutos. No importaba si era un perro u otro animal, porque en realidad era una bestia pura, un ser sir ser que tenía un objetivo demasiado claro como para que algún nombre fuese capaz de asimilarlo. Era un monstruo puro, la salvaje expresión física de lo que no puede ser explicado, porque solo quien le mira a los ojos puede comprenderlo; pasaron segundos, o quizás años mientras se acercaba a ella, y luego un instante ínfimo para que se lanzara con toda su fuerza en contra de su débil cuerpo. Greta quiso gritar, pero solo escuchó de sí un leve jadeo, antes que sus garras y el poder de sus extremidades impactara contra su torso; se sintió arrancada de lo sólido del suelo, y por un horrible momento fue como si hubiese sido levantada, como si el monstruo tuviese alas que le permitieran elevarla hasta un cielo donde nunca más brillarían las estrellas. Pero entonces cayó, y el golpe fue múltiple a un mismo tiempo; sintió cómo su espalda se azotaba contra la superficie, y cómo retumbaba el impacto dentro de su cabeza, al tiempo que la bestia caía sobre ella y algo en su interior se rompía de forma inevitable. Ese crujido le produjo un dolor que opacó los otros, y sacó de ella un gemido lastimero de dolor, que a la vez cortó el aire como una lanza atravesando su costado; sus ojos habían visto todo revolverse por causa del violento movimiento, pero al impactar contra el suelo las sombras dejaron de moverse y otra vez se concentraron en aquella figura que la había destruido. Y mirada y respiración se unieron en un solo foco, dos globos dorados a milímetros de su rostro, el aliento gélido llegando a ella como una bruma que le impedía respirar; se quedó así, observando, hasta que algo distrajo su atención y se retiró, volviendo a fundirse con las sombras con las que se había mezclado en un principio.
Greta sintió el tibio surco de las lágrimas brotando desde sus ojos y yendo a mezclarse con sus canos cabellos; todo el dolor se había concentrado en la terrible puntada en el costado, que volvió su respiración rasposa e hizo que los latidos de su corazón lucharan por sostener un ritmo que parecía imposible.
Todo se estaba apagando con lentitud, con un miedo que se volvió negro y frío, y una ausencia de todo que la oprimió dolorosamente; sus miembros no respondían, o quizás era el golpe en la cabeza lo que había dejado su mente inútil para dar esas ordenes. Hizo un intento por hablar, pero la exhalación se convirtió en rojo, y percibió el tibio líquido brotando y escurriendo por las comisuras.
Todo era nieblas y la oscuridad del techo sobre ella; ya los ojos dorados se habían ido, ya no podía oír esa respiración que antes se apoderó de su voluntad, o quizás era que ya no podía escuchar otra cosa más que a su corazón debatiéndose, manteniendo la batalla a pesar de todo. Pero todo estaba perdido; supo qué significaba esa horrenda sensación lacerante al respirar, y aunque las palabras específicas no aparecieron en su mente por causa de un absurdo miedo a formularlas, la realidad era demasiado clara como para ignorarla: su cuerpo, viejo y cansado, no podría resistir un ataque como ese, y lo que estaba viviendo solo era la extensión más allá de lo razonable de una línea que había sido cortada quizás en el mismo momento en que las luces se esfumaron. Pensó en su Jonás, y en cómo lo había llorado cuando él se apagó tras esa fulminante enfermedad; él le había dicho que la quería, y sus ojos perdieron la luz un momento antes de cerrarse para siempre. Pensó muchas veces en la idea de reunirse con él, de pasar a formar parte del mismo estado en el que él se encontraba, y aunque nunca lo vio como un acto de incitación a destruir la vida, desde el momento de perderlo abrió la puerta a ese entendimiento sutil del dejar de estar. Comprendió que ella también dejaría de estar, eventualmente.
Eso ya daba lo mismo; las consideraciones al respecto eran inútiles, y solo le quedaba esperar a que el colapso fuera definitivo para ella. Pero de pronto apareció en su mente la imagen de Matías, y eso hizo que aumentara el dolor en el costado y la presión en el pecho; ese chico estaba solo al igual que ella, y quizás rodeado por el mismo tipo de peligro ¿Cómo podría librarse? Quiso hacer algo y rogó por un poco de movimiento, pero su cuerpo estaba cada vez más adormecido y no pudo hacer gesto alguno; se iba a sumergir definitivamente en las sombras.


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Narices frías Capítulo 33: No digas nada



El distrito dormía. Entre sombras absolutas y silencio extendido como un manto, las personas estaban siendo arrulladas por un canto que era imposible de escuchar, y flotaban en sueños tibios y acogedores de los que no podrían salir hasta que un gran designio lo decidiera. Un manto de negro terciopelo y seda de canto nocturno, sin silbido ni aleteo en las copas de los árboles, solo unas hojas cayendo de cuando en cuando.
Apenas habían encontrado al hombre muy pocos minutos atrás; la llamada que lo reportaba provenía de la empresa en donde trabajaba y llegaba con bastante retraso. Cuando la unidad recibió el aviso, el jefe dijo que no se había dado cuenta de su ausencia porque asumió que había realizado sus funciones como todos los días; se trataba de un hombre que  padecía un trastorno mental sumamente poco común que Román no pudo memorizar ni entender bien, pero que en resumen le impedía comunicarse por cualquier medio. En teoría él no debería haber estado metido en ese caso, pero estando atenazado por la preocupación que le causó el descubrimiento que hizo con respecto a los animales, decidió inmiscuirse de todos modos en el asunto.
Cuando llegaron al edificio en donde vivía no consiguieron avance alguno: la dueña, quien también vivía ahí, les dijo que nunca se comunicaba con nadie por razones obvias, y que todos los asuntos de dinero habían sido resueltos con la intermediación de los doctores del centro de estudios y tratamiento de enfermedades mentales Osman Buenaventura, quieres habían hecho los diagnósticos y el seguimiento de ese joven llamado Darío. Solo sabía que entraba y salía regularmente, que nunca rompía nada y parecía alguien muy correcto; palabras de buena crianza para decir que no tenían la más remota idea de su vida y no querían inmiscuirse en eso.
Mientras un grupo se comunicaba con el representante de ese centro de estudios, con la baja posibilidad de que fuese posible siendo tan tarde, el equipo en el que estaba Román fue hacia el trabajo en donde el desaparecido se desempeñaba: una central de control de electricidad.
Eso era algo que Román también desconocía: en el distrito, no muy lejos del centro, un edificio que parecía ser una simple industria albergaba una central de control eléctrico, de la que dependía casi todo el suministro; en pocas palabra, y según el encargado, tenía que funcionar bien porque cualquier desperfecto podía afectar a todo el lugar.
Y justo cuando estaban en las instalaciones, revisando la ruta de trabajo que Darío realizaba todos los días, la luz se fue. En pocos segundos se activaron las luces de emergencia, y por altavoz se dio un mensaje en clave que hizo que el encargado, quien hasta ese momento estaba bastante desinteresado, palideciera.
Lo siguieron a toda velocidad por pasillos hasta el subterráneo, y en ese momento quedó a la vista la terrible realidad; el joven nunca había salido de ese edificio, había conseguido la llave que daba acceso a unos paneles de control altos como paredes, y ahí había ocurrido la tragedia. Román se sintió sobrecogido al verlo en el suelo, tendido de espalda en medio de un charco de sangre. Aparentemente había introducido un cuchillo en un peligroso sitio, y el golpe eléctrico sobre el metal lo hizo rebotar, arrancándole casi de cuajo la mano izquierda, que parecía conectada con el brazo apenas por tendones y el hueso, dejando todo lo demás a la vista. La otra mano también tenía una herida, aunque parecía ser una quemadura o algo parecido, y en ella había sangre igual que la que manaba de su boca; increíblemente estaba vivo, de modo que solicitaron un vehículo de emergencia de inmediato mientras hacían lo necesario para contener el derramamiento de sangre y mantener despejada la vía aérea. Tuvieron que usar la radio del auto porque al no haber luz, tampoco había señal en los móviles.
El vehículo de emergencia no tardó en llegar, y mientras los profesionales se hacían cargo de ese difícil caso, el encargado de la central estaba a manos llenas con el corte de energía; explicó, con un tono que iba desde la frustración a la sorpresa, que el punto que había sido atacado no era uno cualquiera, sino una conexión vital para la reposición del servicio. Entre una serie de términos técnicos que el policía no entendió, explicó que no era posible restablecer la electricidad antes de una hora, ya que era necesario convocar al personal entendido y conseguir una serie de dispositivos de reemplazo que no estaban en ese edificio, y probablemente no en el distrito. Dado que Román no estaba oficialmente en ese caso y no era necesario después de encontrar al infortunado joven, se dijo que podría dedicar su atención a otro asunto, pero nuevamente las cosas cambiaron por completo.
Al volver al exterior parecía que el mundo se había puesto de cabeza en tan solo unos minutos; todo estaba en una oscuridad absoluta, y el silencio en todas partes era total, como si de pronto alguna fuerza misteriosa congelara todo. El sonido de las ruedas de la ambulancia y del otro vehículo policial rasgaron el aire vacío y se alejaron con demasiada prontitud, haciendo que el silencio volviera a extenderse; Román se quedó de pie junto a su auto, envuelto en la noche y en las dudas, viendo una ciudad que parecía desierta pero que latía segundo a segundo en cada calle, en cada esquina por donde nadie pasaba.
Decidió no volver a la unidad ni ir a su departamento; la comida se había enfriado en el asiento trasero del vehículo, y él en vez de apetito tenía un mar de incertidumbres que no podía soslayar. Una persona casi había muerto en ese lugar, por una acción que era evidentemente premeditada, y eso había dejado al descubierto algo que era desconcertante y fascinante a partes iguales: él había encontrado la ausencia de animales, y con el corte de energía resultaba claro que todos parecían seguir durmiendo sin interrupciones ¿Nadie se despertó, nadie estaba hasta tarde en ese distrito?
Entonces se le ocurrió una idea macabra, que apareció en su mente representada por un par de ojos dorados que lo miraban en la unidad; y recordó la fría escultura viva entre cadáveres, y todo eso cobró un sentido que lo asustó. Él no era de ahí, no llevaba más de unos cuantos días en el distrito, y quizás por eso podía ver algo que los otros no. Él había podido ver cómo ese perro permanecía frío y sereno mientras dos personas estaban muertas en medio de la sala de la casa, y frente a una niña que lloraba sin parar, desgarrada por el horror de una visión que nunca debió haber presenciado. Él pudo ver la actitud de absoluta tranquilidad del gato en la unidad luego de presenciar el asesinato de un niño y la demencial actitud de su padre, mientras que los demás no.
Algo había en ese distrito que cambiaba a las personas y hacía que perdieran el sentido de la realidad, poniendo en primer lugar la estabilidad de los animales que un caso de asesinato; él entendía con absoluta claridad cómo sentirse ante un animal indefenso, pero al mirar en retrospectiva, tanto la gente de los alrededores de ambas casas como sus propios compañeros de unidad consideraban esas muertes como algo normal dentro de todo, pero estaban mucho más preocupados del estado de salud y cuidado de mascotas que no estaban heridas o en problemas, e incluso que se mostraban excepcionalmente tranquilas para haber estado en presencia de muertes violentas.
No entendía lo que pasaba, intuía el centro de todo eso y le asustaba, pero no podía dejar de intentar encontrar un punto de lógica en lo que estaba pasando; no importaba qué fuese, tenía que haber una base sólida, algo que tuviera sentido y explicara lo que estaba sucediendo. Podía haber llegado a ese punto por medio de una intuición, pero de todos modos tenía que encontrar qué era lo que se encontraba bajo todo eso.
Se animó a subir a su automóvil e inició un viaje rumbo a las dependencias centrales de Narices Frías, esperando que en ese lugar pudiese hallar algo que completara el mapa que hasta ese momento era un puzle sin forma ni final.
Algunas cuadras después tuvo que detenerse abruptamente cuando una persona se atravesó en la calle; frenó con precisión, a tiempo para evitar una desgracia, y bajó de inmediato, intentando no pensar en la cantidad de cosas extrañas que estaban sucediendo una tras otra. La persona era un hombre de poco más de cincuenta años que estaba descalzo y en pijama, con evidentes heridas en la cara y antebrazos; tropezó al cruzar la calle y cayó de bruces, quedando en suelo, gimiendo mientras el policía se acercaba.

—Señor ¿Puede oírme?

Se arrodilló junto a él preparado para auxiliarlo o hacer las preguntas pertinentes, pero el hombre se percató de su presencia y se giró en su dirección, mirándolo con desesperación.

—¡No deje que se acerque!
—Señor, voy a ayudarlo, pero tiene que decirme quién le hizo esto.
—¡La mató, la mató! —repitió, con voz chillona, llorando y resoplando a la vez— No la pude salvar, yo no sabía ¡Por favor!

¿Qué estaba sucediendo en esa ocasión? Por un instante, el policía miró en todas direcciones, buscando un indicio, pero todas las casas lucían iguales con las luces apagadas.

—Dígame que sucedió.
—La mató, lo siento.
—¿Dónde sucedió?

El hombre levantó una temblorosa mano e indicó una casa del lado opuesto.

—Ayúdeme ¡Tuve que correr! Él ya la había matado, no podía hacer nada ¡No podía!

Román no tenía tiempo para devolverse al auto y pedir ayuda por radio; decidió dejar al hombre en el suelo, desenfundó el arma y corrió hacia la casa, encontrando la puerta abierta. No esperó más y entró, apuntando con la linterna y esperando no encontrarse con otra horrible escena; pero sucedió, y lo que vio estaba demasiado relacionado con lo que había estado rondando su mente en las últimas horas. El cuerpo de la mujer estaba tendido boca abajo en el suelo, sobre muchísima sangre que evidenciaba la gravedad de los mordiscos que habían hecho brotar el rojo líquido desde el rostro y cuello, hasta terminar con su vida; no podía ver su cara desde la entrada, y en el fondo lo agradeció, porque no necesitaba ver la expresión de terror y agonía, ni el contraste de esta con la extraña satisfacción en el muchacho unos minutos atrás. Los mordiscos en los antebrazos, que de seguro había sufrido intentando defenderse, eran inequívocamente los causantes de su muerte, lo que significaba que un perro grande y peligroso andaba suelto.
Cuando hizo un paneo con la luz de la linterna, un rostro lo hizo retroceder. Reaccionó con rapidez y apuntó, pero se dio cuenta de que la figura no se estaba moviendo; era un perro muy grande, congelado en una posición que parecía de carrera, con los ojos desorbitados y el hocico abierto. Habría podido pensar que se trataba de una figura embalsamaba, pero la sangre que goteaba de sus fauces hacía imposible esta idea ¿Por qué estaba inmóvil? Durante un momento que se le antojó muy largo no supo qué hacer, hasta que el animal hizo una especie de movimiento estertóreo, y eso lo hizo disparar.
A lo largo de extensos segundos, el animal siguió moviéndose, hasta que su estabilidad se quebró y cayó hacia un costado, babeando sangre que también se derramaba por el pecho. Sus ojos blancos y sin vida apuntaban a ninguna parte.


Próximo capitulo: Alguien en el interior