Narices frías Capítulo 33: No digas nada



El distrito dormía. Entre sombras absolutas y silencio extendido como un manto, las personas estaban siendo arrulladas por un canto que era imposible de escuchar, y flotaban en sueños tibios y acogedores de los que no podrían salir hasta que un gran designio lo decidiera. Un manto de negro terciopelo y seda de canto nocturno, sin silbido ni aleteo en las copas de los árboles, solo unas hojas cayendo de cuando en cuando.
Apenas habían encontrado al hombre muy pocos minutos atrás; la llamada que lo reportaba provenía de la empresa en donde trabajaba y llegaba con bastante retraso. Cuando la unidad recibió el aviso, el jefe dijo que no se había dado cuenta de su ausencia porque asumió que había realizado sus funciones como todos los días; se trataba de un hombre que  padecía un trastorno mental sumamente poco común que Román no pudo memorizar ni entender bien, pero que en resumen le impedía comunicarse por cualquier medio. En teoría él no debería haber estado metido en ese caso, pero estando atenazado por la preocupación que le causó el descubrimiento que hizo con respecto a los animales, decidió inmiscuirse de todos modos en el asunto.
Cuando llegaron al edificio en donde vivía no consiguieron avance alguno: la dueña, quien también vivía ahí, les dijo que nunca se comunicaba con nadie por razones obvias, y que todos los asuntos de dinero habían sido resueltos con la intermediación de los doctores del centro de estudios y tratamiento de enfermedades mentales Osman Buenaventura, quieres habían hecho los diagnósticos y el seguimiento de ese joven llamado Darío. Solo sabía que entraba y salía regularmente, que nunca rompía nada y parecía alguien muy correcto; palabras de buena crianza para decir que no tenían la más remota idea de su vida y no querían inmiscuirse en eso.
Mientras un grupo se comunicaba con el representante de ese centro de estudios, con la baja posibilidad de que fuese posible siendo tan tarde, el equipo en el que estaba Román fue hacia el trabajo en donde el desaparecido se desempeñaba: una central de control de electricidad.
Eso era algo que Román también desconocía: en el distrito, no muy lejos del centro, un edificio que parecía ser una simple industria albergaba una central de control eléctrico, de la que dependía casi todo el suministro; en pocas palabra, y según el encargado, tenía que funcionar bien porque cualquier desperfecto podía afectar a todo el lugar.
Y justo cuando estaban en las instalaciones, revisando la ruta de trabajo que Darío realizaba todos los días, la luz se fue. En pocos segundos se activaron las luces de emergencia, y por altavoz se dio un mensaje en clave que hizo que el encargado, quien hasta ese momento estaba bastante desinteresado, palideciera.
Lo siguieron a toda velocidad por pasillos hasta el subterráneo, y en ese momento quedó a la vista la terrible realidad; el joven nunca había salido de ese edificio, había conseguido la llave que daba acceso a unos paneles de control altos como paredes, y ahí había ocurrido la tragedia. Román se sintió sobrecogido al verlo en el suelo, tendido de espalda en medio de un charco de sangre. Aparentemente había introducido un cuchillo en un peligroso sitio, y el golpe eléctrico sobre el metal lo hizo rebotar, arrancándole casi de cuajo la mano izquierda, que parecía conectada con el brazo apenas por tendones y el hueso, dejando todo lo demás a la vista. La otra mano también tenía una herida, aunque parecía ser una quemadura o algo parecido, y en ella había sangre igual que la que manaba de su boca; increíblemente estaba vivo, de modo que solicitaron un vehículo de emergencia de inmediato mientras hacían lo necesario para contener el derramamiento de sangre y mantener despejada la vía aérea. Tuvieron que usar la radio del auto porque al no haber luz, tampoco había señal en los móviles.
El vehículo de emergencia no tardó en llegar, y mientras los profesionales se hacían cargo de ese difícil caso, el encargado de la central estaba a manos llenas con el corte de energía; explicó, con un tono que iba desde la frustración a la sorpresa, que el punto que había sido atacado no era uno cualquiera, sino una conexión vital para la reposición del servicio. Entre una serie de términos técnicos que el policía no entendió, explicó que no era posible restablecer la electricidad antes de una hora, ya que era necesario convocar al personal entendido y conseguir una serie de dispositivos de reemplazo que no estaban en ese edificio, y probablemente no en el distrito. Dado que Román no estaba oficialmente en ese caso y no era necesario después de encontrar al infortunado joven, se dijo que podría dedicar su atención a otro asunto, pero nuevamente las cosas cambiaron por completo.
Al volver al exterior parecía que el mundo se había puesto de cabeza en tan solo unos minutos; todo estaba en una oscuridad absoluta, y el silencio en todas partes era total, como si de pronto alguna fuerza misteriosa congelara todo. El sonido de las ruedas de la ambulancia y del otro vehículo policial rasgaron el aire vacío y se alejaron con demasiada prontitud, haciendo que el silencio volviera a extenderse; Román se quedó de pie junto a su auto, envuelto en la noche y en las dudas, viendo una ciudad que parecía desierta pero que latía segundo a segundo en cada calle, en cada esquina por donde nadie pasaba.
Decidió no volver a la unidad ni ir a su departamento; la comida se había enfriado en el asiento trasero del vehículo, y él en vez de apetito tenía un mar de incertidumbres que no podía soslayar. Una persona casi había muerto en ese lugar, por una acción que era evidentemente premeditada, y eso había dejado al descubierto algo que era desconcertante y fascinante a partes iguales: él había encontrado la ausencia de animales, y con el corte de energía resultaba claro que todos parecían seguir durmiendo sin interrupciones ¿Nadie se despertó, nadie estaba hasta tarde en ese distrito?
Entonces se le ocurrió una idea macabra, que apareció en su mente representada por un par de ojos dorados que lo miraban en la unidad; y recordó la fría escultura viva entre cadáveres, y todo eso cobró un sentido que lo asustó. Él no era de ahí, no llevaba más de unos cuantos días en el distrito, y quizás por eso podía ver algo que los otros no. Él había podido ver cómo ese perro permanecía frío y sereno mientras dos personas estaban muertas en medio de la sala de la casa, y frente a una niña que lloraba sin parar, desgarrada por el horror de una visión que nunca debió haber presenciado. Él pudo ver la actitud de absoluta tranquilidad del gato en la unidad luego de presenciar el asesinato de un niño y la demencial actitud de su padre, mientras que los demás no.
Algo había en ese distrito que cambiaba a las personas y hacía que perdieran el sentido de la realidad, poniendo en primer lugar la estabilidad de los animales que un caso de asesinato; él entendía con absoluta claridad cómo sentirse ante un animal indefenso, pero al mirar en retrospectiva, tanto la gente de los alrededores de ambas casas como sus propios compañeros de unidad consideraban esas muertes como algo normal dentro de todo, pero estaban mucho más preocupados del estado de salud y cuidado de mascotas que no estaban heridas o en problemas, e incluso que se mostraban excepcionalmente tranquilas para haber estado en presencia de muertes violentas.
No entendía lo que pasaba, intuía el centro de todo eso y le asustaba, pero no podía dejar de intentar encontrar un punto de lógica en lo que estaba pasando; no importaba qué fuese, tenía que haber una base sólida, algo que tuviera sentido y explicara lo que estaba sucediendo. Podía haber llegado a ese punto por medio de una intuición, pero de todos modos tenía que encontrar qué era lo que se encontraba bajo todo eso.
Se animó a subir a su automóvil e inició un viaje rumbo a las dependencias centrales de Narices Frías, esperando que en ese lugar pudiese hallar algo que completara el mapa que hasta ese momento era un puzle sin forma ni final.
Algunas cuadras después tuvo que detenerse abruptamente cuando una persona se atravesó en la calle; frenó con precisión, a tiempo para evitar una desgracia, y bajó de inmediato, intentando no pensar en la cantidad de cosas extrañas que estaban sucediendo una tras otra. La persona era un hombre de poco más de cincuenta años que estaba descalzo y en pijama, con evidentes heridas en la cara y antebrazos; tropezó al cruzar la calle y cayó de bruces, quedando en suelo, gimiendo mientras el policía se acercaba.

—Señor ¿Puede oírme?

Se arrodilló junto a él preparado para auxiliarlo o hacer las preguntas pertinentes, pero el hombre se percató de su presencia y se giró en su dirección, mirándolo con desesperación.

—¡No deje que se acerque!
—Señor, voy a ayudarlo, pero tiene que decirme quién le hizo esto.
—¡La mató, la mató! —repitió, con voz chillona, llorando y resoplando a la vez— No la pude salvar, yo no sabía ¡Por favor!

¿Qué estaba sucediendo en esa ocasión? Por un instante, el policía miró en todas direcciones, buscando un indicio, pero todas las casas lucían iguales con las luces apagadas.

—Dígame que sucedió.
—La mató, lo siento.
—¿Dónde sucedió?

El hombre levantó una temblorosa mano e indicó una casa del lado opuesto.

—Ayúdeme ¡Tuve que correr! Él ya la había matado, no podía hacer nada ¡No podía!

Román no tenía tiempo para devolverse al auto y pedir ayuda por radio; decidió dejar al hombre en el suelo, desenfundó el arma y corrió hacia la casa, encontrando la puerta abierta. No esperó más y entró, apuntando con la linterna y esperando no encontrarse con otra horrible escena; pero sucedió, y lo que vio estaba demasiado relacionado con lo que había estado rondando su mente en las últimas horas. El cuerpo de la mujer estaba tendido boca abajo en el suelo, sobre muchísima sangre que evidenciaba la gravedad de los mordiscos que habían hecho brotar el rojo líquido desde el rostro y cuello, hasta terminar con su vida; no podía ver su cara desde la entrada, y en el fondo lo agradeció, porque no necesitaba ver la expresión de terror y agonía, ni el contraste de esta con la extraña satisfacción en el muchacho unos minutos atrás. Los mordiscos en los antebrazos, que de seguro había sufrido intentando defenderse, eran inequívocamente los causantes de su muerte, lo que significaba que un perro grande y peligroso andaba suelto.
Cuando hizo un paneo con la luz de la linterna, un rostro lo hizo retroceder. Reaccionó con rapidez y apuntó, pero se dio cuenta de que la figura no se estaba moviendo; era un perro muy grande, congelado en una posición que parecía de carrera, con los ojos desorbitados y el hocico abierto. Habría podido pensar que se trataba de una figura embalsamaba, pero la sangre que goteaba de sus fauces hacía imposible esta idea ¿Por qué estaba inmóvil? Durante un momento que se le antojó muy largo no supo qué hacer, hasta que el animal hizo una especie de movimiento estertóreo, y eso lo hizo disparar.
A lo largo de extensos segundos, el animal siguió moviéndose, hasta que su estabilidad se quebró y cayó hacia un costado, babeando sangre que también se derramaba por el pecho. Sus ojos blancos y sin vida apuntaban a ninguna parte.


Próximo capitulo: Alguien en el interior

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