Román no se podía creer que le hubieran
dado libre la noche y el día siguiente después de todo lo que había pasado; en
regla era la noche desde las ocho hasta las tres del martes, pero de todos
modos era algo muy extraño.
No había hecho algo especial, ni rescatado
a alguien en una situación extrema; en ambos casos llegó demasiado tarde para
poder hacer algo al respecto, y solo se hizo cargo de la misma forma que lo
habría hecho otro oficial en su lugar. Pero su jefe no quiso escucharlo y lo
envió fuera de la unidad de inmediato.
El asunto es que Román no tenía ganas de
estar fuera del trabajo.
Pasó a comprar una cena preparada y tras
asegurarse de cerrar muy bien la bolsa para que no dejara olor en el asiento
trasero, subió al auto y emprendió rumbo hacia su departamento, pero se detuvo
en el primer semáforo. Daban las ocho treinta, y el distrito parecía mucho más
silencioso y tranquilo que un par de horas antes, e ignorante por completo de
los horrores vividos en el interior de sus calles; alrededor, algunas personas
paseaban con sus mascotas, dedicados y alegres de dedicarles tiempo y atención
en sus ratos libres. Él nunca había tenido mascotas ni pensaba tenerlas, ya que
su experiencia con los animales había sido lo su suficientemente traumática
como para no querer tener algo que ver con las mascotas de un modo tan cercano.
Recordaba de un modo bastarte vago lo que sentía con
respecto a los animales cuando era pequeño, pero nunca había
olvidado cuando tenía ocho años y tuvo la mala
fortuna de encontrar un perro en la calle, y llevarlo a casa; al
verlo en retrospectiva era bastante lógico que
fuese imposible tenerlo
en el hogar, ya que la casa en el pueblo en el que vivían era pobre, pero eso de
ninguna forma justificaba lo que había sucedido después. Su padre le arrebató el
cachorro y lo arrojó a la calle, dándose la casualidad cósmica de que el
indefenso animal se estrelló de cabeza contra el suelo, muriendo
casi al instante; Román había soñado por muchos años con la patética
imagen del pequeño animal sobre el suelo, despojado de vida y dignidad,
convertido en sangre y tendones. Por supuesto que le dieron una tunda y ni padre ni
madre se compadecieron de él, pero el dolor por los golpes había terminado por
pasar, de igual modo que las palabras que le dijeron terminaron por convertirse
en borrones a medida que pasaba el tiempo, pero esa imagen nunca se fue.
Esa
imagen era culpa. A lo largo de los años y con mayor fuerza desde que se
convirtió en policía, aprendió a entender el mundo y las consecuencias de su
labor, y a separar la causalidad de los daños. Un oficial de la ley debía
aprender que era imposible conseguir una labor prefecta, y que muchas cosas
saldrían mal durante el ejercicio, sin importar cuánto se esforzara por
evitarlo; morían inocentes a manos de delincuentes, y estos mismos en algún
atraco, o un accidente causaba lesionados de todo tipo. Si no podía ser
perfecto, al menos tenía el firme propósito de hacer todo lo que estuviera en
su poder, y en el fondo sabía que cuando se saltó las reglas o hizo algo más
allá de su cargo, siempre fue para ayudar o salvar a alguien, sin importarle si
eso lo perjudicaba.
Pero la
muerte de ese cachorro había sido su culpa. Desde siempre había tenido esa
imagen, y sabía que lo perseguiría sin terminar, porque no existía
justificación posible para haber cometido ese acto, sin importar que fuese un
niño cuando ocurrió; porque tenía ocho años, pero sus padres siempre fueron
violentos y desatendidos con él, por lo que ya sabía que pasaría algo malo si
desobedecía cualquiera de sus reglas, entre las que estaba no llevar visitas ni
animales. Él no había sido la mano, pero sin duda fue el artífice de esa
muerte, y sin importar cuánto luchara o a cuánta gente salvara, nunca podría ser
lo bastante bueno como para retroceder el tiempo y salvar una vida que fue
destruida por su causa.
Ya no
podía seguir negándolo: no le gustaba el distrito. Había algo indefinible con
lo que no se había sentido cómodo desde un principio, y haber encontrado tres
cadáveres en su primera semana no había ayudado a mejorar su percepción del
lugar. Aparcó después de avanzar escasas dos cuadras, sintiendo que no iba a
querer comer en cuanto llegara al departamento; había algo en todo ese sitio, y
él no había sido capaz de encontrar cuál era la razón que le causaba esa
incomodidad. Pero, cuando estaba sentado al volante de su auto, detenido y con
el suave ronroneo del motor como única compañía, todas las piezas encajaron, y
la pregunta formulada de forma inconsciente se volvió una oscura y dura
realidad ante sus sentidos, con tal fuerza que se vio en la obligación de salir
del vehículo y quedarse de pie a su lado, para confirmarlo.
Muy
pocas cosas buenas habían salido de su niñez, pero sin duda una de ellas era
tener los sentidos agudos hasta niveles sorprendentes; había aprendido a no oír
y no ver en situaciones cotidianas, pero en el fondo de su ser esa
característica siempre estaba activa. De seguro, si no hubiese estado recién
llegado y con dos casos tan fuertes a cuestas lo habría notado antes, pero no
tuvo oportunidad, y además se trataba de algo tan evidente que resultaba
inverosímil ¿Podía estar en un error?
Volvió a
subir al auto y condujo a mayor velocidad, pero en vez de ir a su casa, localizó
una plaza cercana, en donde aún paseaba algún rezagado o una pareja romántica
no se percataba del tiempo; indiferente de ellos, miró en una y otra dirección,
sin querer convencerse de la idea que se estaba formando en su cabeza, porque
sonaba demasiado espantosa para ser posible. Volvió a avanzar, y por largos
minutos estuvo deambulando por unas calles y otras, entendiendo que cada
momento en que no se sintió a gusto y soslayó los pensamientos, su parte
instintiva había hecho una conexión, diciéndole a su mente que a su alrededor
existía algo, un espacio en blanco que no debería.
Las
calles se sucedían como estructuras inertes; Román miró cornisas, techos, copas
de árboles y plantas, y a medida que se desplazaba unió cada pieza que ignoró
antes, armando un rompecabezas del cual anticipaba la imagen, pero no el motivo
de su creación. No era un hombre supersticioso, pero entendía el funcionamiento
de las cosas del mundo como una cadena de la cual los seres humanos formaban
parte, no central sino como eslabones; la humanidad generalmente pretendía
cosas demasiado ambiciosas, que la naturaleza se encargaba de opacar con un
terremoto o una tormenta de rayos, y cada vez que se le torcía la mano al
orden, algo se obtenía en respuesta.
Pero el
algo en ese caso, en ese distrito en donde se encontraba, era la nada.
Volvió a
aparcar, detuvo el motor y se permitió subir las ventanas y encerrarse en el
silencio sordo del interior, queriendo gritar por lo que había descubierto,
presa de un temor absurdo e infantil que le hablaba al oído con la suavidad de
una pluma pero hería su conciencia como una espina de hielo. Luego, ese
instante desbocado de angustia pasó, y pudo respirar, volver a sentir los dedos
apretados en los puños y los músculos del cuerpo apretados, tensos e inmóviles;
ese miedo había sido solo un momento de debilidad al entender, pero después de
eso ya podía comprender, asociar las ideas y entender como un hombre adulto la
completa historia que se estaba desarrollando a su alrededor, y de la que él
era una parte insignificante.
No había
nidos de aves en los árboles. No había lagartijas en las enredaderas, ni
roedores escabulléndose por los contornos de las paredes de los edificios; no
había palomas en busca de migajas en una esquina, ni los astutos gorriones tomando
un botín para escapar con él. Tampoco había gatos vagando con su aspecto
salvaje y elegante a la vez, resplandeciendo sus ojos como lunas doradas en
contraste con las sombras que nunca los expulsaban. Ni perros rebeldes
persiguiendo los carros o durmiendo en cómicas poses en cualquier parte, o marcando
territorio para el poderoso olfato de los otros. Nada de esto había, pero lo
más fuerte, lo que había hecho la conexión final, fue el imposible viento sin
interrupciones que susurraba en esa incipiente noche; se desplazaba libre y sin
oposición, acariciando los muros y rozando los pétalos, desplazándose de un
punto a otro en campo traviesa.
Sin
oponentes en su permanente firmamento, se movía al compás de una melodía única
que nadie podía escuchar, sin que sus notas fuesen cortadas por un trino o el
aleteo de espada de un despegue. Nada había, porque no había animales alrededor
que pudieran interrumpir al viento, y su ausencia total de sonido fue para él
peor que cualquier grito en sus oídos, porque no había forma de combatirlo, no
se podía acallar, y desde ese momento ningún sonido sería tan alto o intenso
como para apartar su mente del silencio.
No
obstante, más allá de lo que estaba sintiendo, su mente tuvo que sobreponerse y
pensar en que todo eso significaba desde un punto de vista lógico. En el
distrito había muchos animales, sí, pero al parecer todos ellos provenían del
mismo lugar, y no existía rastro de otros abandonados o salvajes en las calles
o cerca de las casas, y para que eso fuese una realidad, solo se le ocurrían
dos alternativas; o fueron eliminados por mano humana, lo que hablaba de una
acción de destrucción de fauna de niveles estratosféricos, o había sucedido
algo que los hizo salir de allí. ¿Qué podía ser tan enorme como para espantar de
los rincones hasta el último par de ojos que pudiese ser testigo?
La radio
seguía conectada a la frecuencia de la policía, y su sonido consiguió filtrarse
por entre sus pensamientos; escuchó con actitud ajena, inmóvil e insensible
cómo la voz decía que se había reportado la desaparición de una persona con
problemas mentales. Un humano perdido en una selva sin animales.
Próximo
capitulo: Fuera del tiempo