Narices frías Capítulo 20: Soledad




El fin de semana había transcurrido con una tranquilidad que resultaba aterradora; Carlos había hecho el paseo del perro del domingo e intentado estar oculto en su habitación, mientras sus padres discutían sus asuntos tradicionales, pero atento para bajar por aparente casualidad cuando fuese necesario. Llegó el lunes y salió hacia la secundaria, sin dejar de dar una mirada rápida a la casa de Tobías, aunque a esa hora de la mañana no lo vio; desde luego, no había motivo para que estuviera fuera, por lo que no se preocupó mayormente.
Debería haber algún resultado pronto, de eso estaba convencido, aunque en realidad ese convencimiento obedecía mas a sus intenciones que a un hecho concreto ¿Cómo saberlo? Su plan era endeble, pero al menos tenía algo entre manos y eso lo ayudaba a concentrarse en sus quehaceres, para evitar que sus padres se entrometieran otra vez en sus estudios, lo que le causaría problemas otra vez.
Durante la mañana, las cosas en la secundaria siguieron el rumbo que esperaba, con un sentimiento general de celebración y sorpresa por su cambio; se dijo que, en el fondo, a todos les gustaba la mentira, porque permitía quedarse con la parte sencilla de la vida, esa en donde todo encajaba con un molde preestablecido.
Sin pensar, sin analizar, solo viviendo en un teatro constante, preguntas políticamente correctas, respuestas predecibles.
Cerca de las dos de la tarde recibió un alarmado mensaje de su madre, en donde le decía que había tenido que llevar a su amado perro con el veterinario, ya que aparentemente estaba enfermo; tendría que quedarse con él hasta que lo revisaran. Suspiró, aliviado de lo que acababa de leer; lo estaba consiguiendo, estaba avanzando un paso en la dirección correcta, aunque por desgracia no podía creer que fuese lo suficiente.
¿Sospecharían algo?
Había tenido poco tiempo para confirmarlo, pero estaba casi seguro de haber encontrado la semilla perfecta, y no era difícil de encontrar en alguno de los poblados jardines de casas cercanas; era necesario que el narciso estuviera lo suficientemente cerca para que todo sonara accidental, tal como esperaba que sucediera. Casi daban las tres y media cuando estaba llegando a su calle y recibió una llamada de su madre.

—Cariño, recién vamos a salir de aquí.

Su tono era angustiado pero triunfante, lo que quería decir que se había recuperado; decepcionado, pero no sorprendido, respiró profundo para no demostrar lo que de verdad estaba sucediendo en su mente.

—¿Sí? —dijo Con voz neutra.
—Sí, el pobre de Kor estaba casi intoxicado ¿Puedes creerlo? Y con todo lo que nos preocupamos por él, es increíble.
—Sí, increíble, —repitió él.
—Pero ya está mejor.

Lo siguiente era lo importante: saber cómo habían identificado el agente que le hizo daño.

—Estaba con el alma en un hilo —estaba diciendo ella—, desde la mañana me pareció que estaba un poco decaído, pero me dije que quizás solo era un poco de sueño, ya sabes.
—Claro.
—Pero al medio día estaba mal, podías verlo —agregó con aflicción—, así que llamé a la veterinaria de Narices frías y me dijeron que enviarían de inmediato el transporte para llevarlo. Son tan amables, ellos se hacen cargo de todo y son tan profesionales, te hacen sentir que todo estará bajo control. Tu padre estaba tan preocupado cuando lo llamé para decirle.
—Me imagino.

Realmente podría estar horas respondiendo en modo automático, pero en ese caso necesitaba saber lo que había pasado; necesitaba saber que todo iba a quedar como un accidente.

—El veterinario me dijo que todo era por culpa de una planta ¿Puedes creerlo? Bueno, dijo que el narciso, que es una planta con unas flores amarillas puede ser tóxico, y que seguramente era eso.
—¿Y cómo lo supo? —preguntó él, lívido.
—Porque lo revisó y le encontró un resto de unos pétalos entre los dientes ¿Cómo puede haber pasado?

Por un lado tenía algo que celebrar, pero por otro, no podría estar tranquilo hasta que supiera cada detalle.

—¿Lo habrá tirado alguien?
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, confundida.
—A veces hay niños que juegan a tirar semillas a los techos —replicó él, controlando la pronunciación para sonar escéptico ante su propia declaración—, porque cuando sale, tú sabes que no puede morder cosas al pasar.

Con eso se aseguraba de no quedar expuesto a que le dijeran que podía ser responsable de eso pero, ¿Sería suficiente?

—Oh, en ocasiones he sentido algunos golpes en el techo ¿Será eso? Ay, pero cómo fue a tomar justo algo que le hiciera daño, es una coincidencia terrible.
—Es cierto.
—Pero en fin —declaró ella—, lo importante es que se actuó a tiempo y no pasó de un susto.
—Eso es lo importante.
—Sí. Bueno, el caso es que ya vamos de regreso, el muchacho que nos ayudó es tan encantador; tiene que descansar, y hay que estar pendiente, aunque el veterinario de Narices frías dijo que todo estaría bien sin duda. Solo me dijo que por precaución revisara el cuenco del agua para descartar cualquier cosa.

El cuenco del agua. Carlos apuró el paso hacia la casa al escuchar eso; por suerte su madre terminó la conversación y pudo guardar el móvil en el bolsillo y entrar rápido ¿Por qué no le había preguntado cuánto le faltaba para llegar? Después de entrar a la casa y dejar la mochila, corrió hacia espacio donde estaba el cuenco de agua, pero se detuvo.

«¿Qué hago?»

Había aprovechado un instante de descuido para bajar y aparentar entrar en la cocina mientras sus padres reían y jugueteaban con el perro al interior de la sala; era una jugada arriesgada, pero la única forma de hacerlo sin llamar la atención sobre él.
Con el corazón en la mano y casi aguantando la respiración, entró apenas en el lugar, sin dejar de mirar en dirección a la puerta cristalera que podía delatarlo, y dejó en el cuenco de agua el líquido que había extraído de las flores que consiguió antes. Pudo salir y disimular a la perfección, pero no había tenido oportunidad de retirar los restos que pudiesen delatarlo en el agua; se suponía que no había intervenido, por lo que no tenía que dejar evidencia y el tiempo se estaba agotando.
Procuró calmarse, tomó unos guantes, volcó el agua en el fregadero, limpió el cuenco con una toalla desechable y se dispuso a dejarlo con agua nueva, pero entonces se dio cuenta de que no debería estar fría, sino a temperatura ambiente.

«Rayos»

Por suerte había tenido la precaución de tomar una foto del cuenco al entrar, de modo que calentó un poco de agua, la mezcló con agua fría y dejó el cuenco con la cantidad exacta de agua en el mismo lugar y corrió al segundo piso para dejar sus cosas en el cuarto y meterse a la ducha, aparentando que había llegado directo a eso. Sin atreverse a abrir la ventana para confirmar, tuvo que conformarse con el sonido del motor del vehículo que se estacionó segundos después, y la voz de su madre hablando con él, pero con ese usual tono cariñoso.

—Ya estamos de regreso ¿Ves? Debes estar cansado, vas a recostarte un momento o toda la tarde ¿Bien?

Carlos cerró el paso del agua y se secó distraídamente. Ya estaba hecho, ya había dado el primer paso, con miedo y prisas, pero lo había conseguido y sabía del efecto que eso causaría en el perro a partir de ese momento; era obvio para él que lo entendería, que sabría que todo eso no era casual, sino una acción por parte de él.
Era una curiosa paradoja que a Carlos no le sirviera hablar, pero al mismo tiempo esa fuera un arma en su favor, porque el enemigo que estaba instalado en su casa tampoco podía hacerlo, y desde aquel suceso en la calle se estaba comportando con cautela.
Era un enfrentamiento silencioso, una lucha de intenciones que tenía dos caras; no lo diría, ya que eso molestaría a sus padres, pero había empezado a echar el pestillo en la puerta antes de irse a dormir, esperando que en las noches siguientes solo la oscuridad se colara por las hendijas.


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Narices frías Capítulo 19: Encerrada




Esa mañana de lunes Greta se sentía apática y agotada; el sol no hacía en ella el mismo efecto que antes, por mucho que estuviera iluminado el interior de su casa, seguía sintiéndose como si fuera estuviera lloviendo a cántaros.

—Ahora vamos con nuestro consultorio de medicina, el día de hoy conversaremos acerca de cómo prevenir las alergias.

La televisión al menos agregaba algo de vida a su casa; no veía noticias, pero en la televisión por cable daban programas de distintos temas y eso era mejor que nada. Greta no salía mucho en general, más que otra cosa para hacer la compra o si debía hacer algún trámite, los que eran pocos ya que por suerte un par de meses antes habían instalado uno de esos sistemas automáticos de pago, se le descontaba de la mensualidad de su pensión y le quitaba problemas.
Siempre tomaba desayuno temprano, antes de las ocho, como costumbre arraigada por todos los años en que se levantaba al alba junto a su marido antes que él saliera a trabajar. De alguna manera sabía que podía dejarlo cuando quisiera, pero no quería romper ese vínculo generado a lo largo de toda la vida, pues sería como perderlo por completo.
Una vez desayunada en la pequeña cocina de su casa, encendía el televisor para tener algo de ruido, y sacudía un poco los muebles y las repisas, por mucho que Marta le dijera una vez a la semana al hacer aseo que eso no era necesario; sí que lo era, pero aunque tuviera que delegar el aseo pesado por ya no poder hacerlo, no iba a ser como esas mujeres mayores que usan su dinero para pagar por que hagan todo por ella, no mientras pudiera hacerse cargo en persona.
Las salidas a comprar o hacer algún trámite las dejaba justo para el día en que iba Marta a hacer el aseo de su casa, por lo tanto su nivel de sociabilidad era bajo, como decía su doctor. Pero no le importaba; no era maleducada, saludaba si la saludaban, pero era escueta en sus comentarios y nunca invitaba a nadie, eso la mantenía con la salud de una persona treinta años menor y evitaba los chismes que solo provocaban problemas falsos e innecesarios.
Se sentó ante la mesa que había en la sala y abrió la caja de reliquias, como le decía ella.

—¿Qué voy a hacer hoy?

La caja de reliquias era una de varias "herencias" que tenía en su poder desde la muerte de su esposo; en particular esta era su principal actividad a diario, además de una fuente de ingresos extra: contenía una serie de figurillas de plomo representando soldados y armas antiguos, y tenían un valor importante para las casas de anticuarios y coleccionistas.
Cuando enviudó decidió vender cosas que no iba a usar nunca más y que no contaban como recuerdos como la camioneta y algunas otras cosas, pero por casualidad del destino, cuando se disponía a vender todas aquellas figuras, se enteró por un programa que tenían mucho más valor del que estimaba desde antes, ya que Jonás nunca mencionó detalles de dinero de ese tipo de cosas. Nunca hablaron de dinero en muchos aspectos.

—Creo que hoy voy a trabajar contigo.

No tenía muchas ganas de hacerlo, pero tenía el firme propósito de hacer al menos cinco a la semana y no quería faltar, una buena disciplina la había llevado por bastante buen camino en general.
Cuando vendió la primera figura, ya varios años atrás, pagó por ser inocente e inexperta, ya que le informaron que una figura como esa, al ser objeto de coleccionistas, tenía más valor si estaba bien conservada, es decir brillante y lustrosa, y desde luego que con los años de guardado en una bodega estaban a mal traer.
Ya no era una jovencita y limpiar manualmente una sola figura, dejando brillantes los recovecos y esos pequeños pliegues le tomaba días y la dejaba exhausta, así que fue a una tienda departamental y compró un aparato que hacía girar un rodillo, a juego con varias brochas de distinto tipo: el resultado fue excederse en la primera y arruinarla por borrar algunas marcas características y sellos, pero le sirvió de aprendizaje y después fue perfeccionando la técnica; ahora dejaba una figura polvorienta y opaca en perfectas condiciones en dos días, incluso en uno si era de las más sencillas.
Iba a conectar la maquinita para trabajar con ella cuando escuchó voces y algo como una algarabía afuera ¿Qué estarían celebrando? Por un momento pensó en ignorarlo como lo hacía a menudo con los juegos de los niños en la calle o los vehículos pesados que no eran muchos en el distrito, pero después algo le dijo que no era una celebración; además era lunes por la mañana, y en la semana esas calles eran silenciosas. Oído de vieja, se dijo.
Titubeó un momento, ya que detestaba salir a husmear cuando pasaba algo, pero el ruido era constante y parecía estar cerca, por lo que su persistencia la inquietó. No tenía ninguna excusa para salir, pero a su juicio vendría mejor salir que asomarse simplemente, de modo que dejó el trabajo y salió decidida, procurando aparentar normalidad.

—Señora Greta.

La sorprendió una voz joven en la calle cuando salió. Era uno de los vecinos de la cuadra, pero no recordaba su nombre, aunque sí podía decir que habitualmente no se veía tan excitado como en ese momento.

—Disculpe, pero creo que sería mejor que se entrara.

Eso se escuchó realmente extraño.

—¿Por qué lo haría, qué es ese ruido?

El hombre se debatió un momento entre decirle y no hacerlo. De acuerdo, sí estaba pasando algo.

—Mire...
—Vamos muchacho —dijo intentando sonar agradable—, no me va a dar un infarto, no puede ser tan grave.
—Si usted lo dice —replicó él mirándola lentamente—, pero de todos modos es probable que no se sienta muy bien. Parece que murió alguien.

Con la edad que ella tenía había visto suficientes muertes en su vida, pensó en decirle, pero de todos modos no podía sonar descortés, al fin que se suponía que la gente mayor era más impresionable. Asintió.

—¿Quién fue?
—No sé como se llama, es el sujeto de la calle siguiente, llegó hace poco por estos lados.

Greta hizo un poco de memoria; recordaba vagamente a un hombre joven vestido de negro, que por alguna razón le recordó a James Dean.

—¿El que estaba en la casa donde vivían los Rovira?
—Sí, él. Parece que alguien entró en la noche y lo atacaron.

Esforzando un poco la vista, notó que en la cuadra siguiente había autos de policía y de emergencias ¿Alguien entrando a robar en una de esas casas? Parecía algo muy extraño porque en los últimos años la seguridad en el distrito era buena, o eso le parecía.

—Es una pena.

Realmente lo era, pero se le hizo extraño decirlo frente a alguien que parecía más interesado en el chisme que en la vida de alguien; iba a devolverse a la casa cuando se le ocurrió una idea, y sorprendiéndose a sí misma, decidió seguir ese impulso y caminar en esa dirección.
El último funeral al que había ido y por lo tanto la ultima conexión con la muerte era el de su esposo, y de eso bastantes años atrás; el cementerio no dejaba de ser el mismo, pero ahora se usaban los prados verdes y las lozas más que las grandes tumbas o los mausoleos familiares, efecto de las necesidades económicas y de la modernidad. Parecía un parque, quizás para que la gente no se sintiera intimidada; que manera de engañarse, porque a la hora de la verdad, el final era siempre el mismo para todos.
Poco después llegó al lugar. Dos autos de policía, un vehículo de emergencias y una camioneta negra rodeaban la entrada de la casa, y en ese momento unos enfermeros sacaban a alguien en una camilla; estaba pálido, con un respirador artificial, pero no parecía muerto. Miró en derredor, sin estar muy segura de lo que estaba haciendo ahí; había un par de curiosos en el lugar y entre ellos reconoció a alguien que había visto antes.

—Buenos días, Sebastián.

El policía se volteó claramente sorprendido; estaba de civil y en un lugar en donde nadie sabía quién era, ni siquiera los oficiales que trabajaban en la casa, de seguro. Al verla sonrió, entre incómodo y confuso; era nieto de una conocida del distrito, y ella lo había visto de niño y adolescente, quedando siempre marcada su imagen en su mente por ese cabello rojo encendido y las pecas en sus mejillas.

—Señora Greta.
—Pensé que te ibas a sorprender —dijo ella acercándose—, a lo mejor pensabas que ya me había muerto.

Estaba más musculoso que antes; ya era un hombre de más de treinta años, con esos rasgos endurecidos y los ojos con la típica mirada de policía.

—No es eso, es solo que no estoy acostumbrado a que me llamen por mi nombre, menos en un lugar que no es habitual. ¿Como está?
—Vieja —respondió ella simplemente—, y fijona, me parece extraño que estés aquí. ¿Te mandaron a investigar?

Señaló la casa, pero él negó con gentileza.

—No estoy de servicio en este momento; estaba pasando cuanto vi lo que pasó y me bajé a ver si podía ayudar, pero los oficiales tienen todo bajo control.
—¿Y qué fue lo que pasó?

El hombre le dedicó una mirada de duda, pero ella lo miró con expresión que intentó ser de complicidad; a fin de cuentas, él acababa de decir que no estaba de servicio.

—Alguien entró a su casa y lo atacó con un cuchillo mientras dormía; logró resistir y se arrastró hasta un teléfono y pidió ayuda. Lo encontraron hace casi dos horas, pero tuvieron que estabilizarlo aquí antes de llevarlo a un centro asistencial.

Ella asistió.

—Me pregunto quién lo habrá hecho.
—Eso tendrá que investigarlo la fiscalía.
—Es curioso, no recuerdo algo como esto en estos lados, todos estos barrios parecen tan tranquilos como siempre —reflexionó ella—, es como si todo cambiara de repente.

El policía no respondió, y eso le hizo entender que estaba equivocada en su juicio; las cosas sí habían cambiado, solo que ella no lo sabía porque estaba demasiado aislada para saberlo. Veía algunos programas de televisión extranjera, pero no frecuentaba los noticieros; desde la muerte de su esposo se había quedado sola en más de una forma, sin darse cuenta del cambio que eso había hecho en ella misma.
Como cuando alguien lanza una piedra a tu ventana y los vidrios no se pueden arreglar; tienes que poner otro vidrio. Y los pedazos que recoges del suelo, tratando de no pincharte los dedos nunca arman toda la estructura, siempre hay un trozo muy pequeño que jamás encuentras.

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Narices frías Capítulo 18: Eslabones




Dante no había tenido el sueño pesado toda la vida; de niño, vivió acostumbrado a despertar sobresaltado en cualquier momento de la noche, cualquier noche.
Toda la infancia la vivió dormitando y durmiendo apenas, pero cuando llegó a la adultez, aprendió a dormir en tranquilidad cuando era posible, y ese cambio fue muy bien recibido por su cuerpo. La sensación de arrojarse a la cama, cerrar los ojos y despertar hasta el día siguiente era como un regalo de incalculable valor, por lo que nunca se negó a dormir y desconectarse de todo, al menos por unas horas.
Pero las cosas que se han aprendido siendo niño nunca se van realmente, y él lo sabía; aquellas experiencias estaban marcadas a fuego, solo que a diferencia de otros, él había podido dejarlas guardadas en un lugar de su memoria.
Las noches eternas; los chillidos de su madre, y agresiones de su padre, entrando en el cuarto para golpearlo mientras gruñía. Aprendió, primero, a recibir golpes sin llorar, luego a esquivarlos, y finalmente, a defenderse; aquella noche maldita en que lo tomó por sorpresa y lo lanzó hacia el pasillo fue la última de todas, aquella en que supo que solo uno de los dos podía ganar.
Su madre, golpeada, humillada y débil, nunca lo defendió, y él decidió, en el momento en que su padre lo estaba arrastrando por el suelo, que iba a morir ahí, o devolver el golpe hasta que nunca se atreviera a golpear a alguien otra vez; corrió por el pasillo como poseído, logró tomar un martillo y con él le quebró ambos antebrazos. Habría dado un torcer golpe para terminar con todo eso, pero su madre se interpuso, defendiéndolo una vez más.
Fue necesario que las cosas llegaran hasta ese nivel para que las autoridades locales hicieran algo. Al padre maltratador lo enviaron a una urgencia y luego a la cárcel, a la madre agredida a un centro de ayuda a víctimas de violencia al interior de la familia, y él eligió emanciparse a los dieciséis, para dejar atrás todo el horror de esa vida.
Todo aquello había permanecido en un lugar apropiado de su recuerdo, sin pertenecer al presente ni interferir con su vida, hasta que sintió que alguien estaba en su cuarto.
No fue necesario siquiera abrir los ojos; tal vez estaba muy dormido y no pudo advertirlo antes, pero al momento de saberlo, todos los reflejos adquiridos durante años volvieron a estar en primer lugar, activando los músculos y los sentidos al máximo. Para el momento en que abrió los ojos, dio lo mismo la oscuridad, porque lo importante fue el hecho, la figura que se abalanzó sobre él y el metal incrustándose en su piel.
Se quedó inmóvil, estando en una posición de completa desventaja física; el arma con que lo hirieron no era grande, pero el filo del metal en el pecho le hizo perder la respiración; por una milésima de segundo entró en pánico y trató de forcejear, pero sintió el peso del cuerpo de esa persona, y el instinto se antepuso a la razón. Iba volver a hacerlo si luchaba, retiraría el brazo y volvería a embatir con todo el peso del cuerpo; quería pelear, pero se obligó a quedar quieto, a soltar el agarre de los brazos y mantener la respiración cortada.
Muerto, inmóvil, indefenso, a merced de su atacante. La sangre brotaba, se filtraba hacia la vía respiratoria, impidiéndole contener el aire por demasiado tiempo, mientras la silueta se elevaba por sobre él, apenas dibujado su contorno por un tenue rayo de luz que se filtraba desde el exterior.
Sintió que aguardaba minutos, horas y eternidades a que esa figura se moviera. La sangre continuaba manando, y Dante sintió el respiro de horror del final, como si esos segundos de inmovilidad y de dolor fueran la antesala del inesperado término. Pero el atacante estaba de pie, a un paso de la cama, evaluando sus acciones; no cerca como para atacarlo de vuelta, no lejos como para huir de él, lo que lo dejaba sin opciones más que esperar.
Y esperó por lo que le pareció un tiempo muy largo, hasta que la figura volteó y caminó hacia la puerta, lenta pero decididamente.
¿Había logrado engañarlo?
Se obligó a esperar segundos valiosos, hasta que creyó que estaba lo suficientemente lejos; intentando controlar la desesperación instintiva que recorría su cuerpo, se obligó a algo más y se llevó las manos al pecho.
La herida no era en el pecho, sino en el cuello, y estaba desangrándose.
Jaló la sabana y la enrolló en torno al cuello; estaba entrando en pánico, pero no podía permitirlo, tenían que mantener la cordura para salvarse. Invocó a todos esos recuerdos que había dejado atrás, a sus silenciosos llantos de niño y a la férrea resistencia de adolescente, porque en esos recuerdos de momentos dolorosos estaba la energía que necesitaba.
Necesitaba aguantar. Necesitaba oprimir la sábana contra el cuello, ignorar el dolor, la sensación de vacío y la sangre que escurría, y moverse con tranquilidad por su casa.
En ese momento, las sombras estaban jugándole una mala pasada, o a lo mejor fuese la fiebre que sin duda estaba llenándolo; pero se repitió que podía hacerlo que, si había resistido golpizas siendo un niño, podía soportar esa herida siendo un adulto. Con algo más de frialdad, comprendió que era una herida grave, pero no mortal ya que de ser en una arteria en el cuello, ya estaría muerto; pero estaba perdiendo mucha sangre y quedarse dentro no lo ayudaría ¿Dónde estaba su teléfono móvil?
Luchando por mantenerse tranquilo y no hacer ruido, llegó hasta la sala y recordó que el dispositivo estaba en el sofá, como casi todas las noches; sintiendo las piernas débiles e intentando no derrumbarse, logró encontrarlo, y marcó en él el número de emergencias, mientras la pantalla le devolvía el tétrico rostro pálido y manchado de rojo, que miraba con ojos muy abiertos y desesperados, en busca de la salvación.

«No te duermas»

Intentó decirlo en voz alta, pero no estuvo seguro de haberlo hecho. Tenía que rechazar el pánico, concentrarse y tener fuerzas; después de lo que le pareció un tiempo muy largo, la voz de una mujer preguntó cuál era su emergencia.

—Alguien entró a mi casa.
—¿Señor?

No le entendía, pero escuchaba; luchó por aclarar la voz, y se dijo que no importaba sonar débil mientras pudiera transmitir el mensaje.

—Alguien entró…

Estaba de rodillas en el suelo, sin haber notado inclinarse. estaba perdiendo los sentidos, y supo que el tiempo que le quedaba era muy poco.

—Me hirieron —se esforzó por decir—, estoy sangrando… el cuello.

Necesitaba desesperadamente que esa mujer lo entendiera; se dio cuenta de que el móvil aparecía ya como algo borroso ante sus ojos, y que lentamente estaba dejando de importar. No lo hagas, se dijo, no aflojes, no permitas que gane.
La mujer le preguntó dónde vivía, y él pronunció el nombre de la calle y el número.
Se había desplomado sobre el suelo, apenas sosteniendo el teléfono en las manos; el suelo estaba tibio y parecía líquido, suave en contacto con la mejilla, haciendo resonar sordamente el sonido de su corazón.
Tal vez estaba bien, tal vez no era tan malo después de todo; la vida era como una larga cadena que tenía un final, pero que podía tener eslabones trizados que, con el tiempo, podían quebrarse en cualquier momento. Algunas cadenas eran sólidas, y otras como la de el estaban llenas de grietas y espacios, por lo que era más factible de romperse; estaba tendido boca abajo en el mullido suelo, sin fuerzas, sin poder encontrar en sus cuerdas vocales su voz o en su corazón los latidos, sabiendo que había sido suficientemente fuerte para resistir, pero incapaz de vislumbrar el resultado de esa acción.
Tal vez ya era el momento de que todos los golpes que había recibido de niño hicieran efecto, como si a lo largo de su vida se hubiesen quedado ahí, aguardando bajo la piel a que algún nuevo golpe desde el exterior trizara la cubierta y pudiera hacer colapso definitivo. Quizás el hierro del que se dijo estar hecho era delgado, casi transparente, y con un embate en el lugar correcto era suficiente para derribar toda la estructura. Quiso llorar y no pudo, quiso moverse y sus extremidades no le respondieron, quiso cerrar los ojos y no supo si lo hizo, porque todo se volvió negro.


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