Narices frías Capítulo 40: Cosas ajenas





Después de salir del departamento donde había tenido la mala idea de entrar, Carlos tuvo que asumir que no sería posible salir del distrito por medios habituales; resultaba evidente que no estaban pasando vehículos de ningún tipo, lo que significaba que para salir tendría que robar un auto.
Sabía conducir lo mínimo, pero con las calles vacías no debería ser un problema demasiado grande; el asunto era robar uno. No se le ocurrió tomar el de su padre, y de ninguna forma volvería a la casa, ya que no estaba seguro de poder soportarlo.
Después de varios minutos de caminata y búsqueda, un auto gris no demasiado llamativo apareció ante sus ojos, en las condiciones que esperaba: con la llave encendido, y decidió que al menos tenía que intentarlo.

—Tobías, voy a hacer ruido, tendrás que taparte los oídos.

Dejó al niño a una cierta distancia y tomó de cerca de un árbol una piedra que le preció lo suficientemente grande y pesada. Sin pensar más, la arrojó con toda su fuerza contra la ventana trasera, del lado del conductor. El vidrio se hizo añicos y de inmediato el sonido de la alarma cortó el silencio que hasta entonces los había rodeado.
Intentando no pensar en lo que podía pasar, metió el brazo por la ventana, quitó el seguro y abrió la puerta delantera, del lado del conductor. Una vez en el asiento tomó la llave desde el encendido y con ella apagó la alarma que estaba taladrando sus oídos.
Con el corazón en la mano salió del auto y volvió donde Tobías, que lo esperaba con los oídos tapados como él había indicado que hiciera; el pequeño parecía preocupado por el sonido que seguramente había percibido de todos modos.

—¿Estás bien?
—Sí —replicó pequeño.
—Bien, vamos. Espero que todo salga bien.

Después de mirar en todas direcciones, guió al pequeño hasta el vehículo y lo dejó junto para despejar de vidrios el asiento trasero; dejó la mochila que llevaba a la espalda junto con la otra más pequeña en ese lugar, y abrió manualmente la del copiloto. Se tardó algunos segundos más en buscar en su mochila una toalla y la aseguró en la ventana que había roto, esperando que esa débil barrera fuese suficiente para evitar que algún animal intentase entrar mientras avanzaban.

—Haremos el viaje en auto.
—Bueno.

¿Qué tanto recordaba de cómo conducir? Su padre le había enseñado lo mínimo, y no fue una situación exactamente de tiempo de calidad conduciendo; la razón por la que había sucedido era por imagen ante los demás, y duró lo mínimo para que en las casas vecinas supieran que él estaba tomando ese tipo de aprendizaje. Una vez ambos estuvieron sentados puso la llave en el encendido y esperó a que el suave ronroneo del motor lo tranquilizara un poco.

«Puedes hacerlo»

Al momento de poner las manos en el volante, no pudo menos que notar que sus nudillos estaban blancos por la tensión; recordó los pasos, y se obligó a seguirlos al pie de la letra. El arranque fue un poco brusco y sintió que podía perder el control, pero no fue así y pudo mantener el vehículo derecho, a poca distancia de la vereda, avanzando hacia el norte.

—¿Te gusta viajar en auto?
—Sí, un poco.

Era evidente que los dos estaban nerviosos; Carlos no quiso mencionar el asunto para no hacerlo más complicado para ambos, pero resultaba inquietante que al estar a bordo de un vehículo no se sintiera realmente más seguro que mientras estaban en la calle. Se dijo que al menos con un auto era más rápido moverse y escapar de cualquier cosa que apareciera en su camino; esa idea tendría que ser suficiente para darse fuerzas suficientes para avanzar y no perder el control.

«Iremos hacia la ciudad más cercana, eso será lo más seguro.»

Quiso decirlo en voz alta, pero se detuvo; hasta el momento habían tenido algo parecido a la suerte, pero no estaba en condiciones de aseverar que la seguridad estaría garantizada.

—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Qué había dentro de ese departamento?

No era algo inesperado, pero en el fondo esperaba que Tobías no se hubiese dado cuenta de ello; o al menos que decidiera pasarlo por alto.

—Algo malo.
—¿Otro animal como el que entró a mi casa?

Resultó sorpresivo escucharlo hablar con esa resolución; solo entonces Carlos entendió que el pequeño estaba mucho más asustado que él en todos los aspectos, y esto no era por su dificultad para ver, sino porque a su edad aún no entendía en toda su magnitud lo absoluto de la muerte. En el fondo él tampoco lo entendía, pero ya había tenido la oportunidad de ver esa mirada vacía y sin vida en sus padres, y ese golpe de realidad era suficiente para entender que lo que fuera que estuviese pasando en el distrito, tenía consecuencias que eran imposibles de revertir.

—No, no era eso exactamente.
—¿Qué era?
—No sé describirlo, pero es mejor que no pienses en eso. No pensemos en eso.

Por otro lado, en su mente seguía dando vueltas la idea que antes había surgido ¿Existía la posibilidad de que Tobías pudiese ver a los animales o percibir a los humanos vivos de un modo mucho más detallado de lo que él había supuesto en un principio? Esa cosa que causó la violencia en los animales y esa especie de vacío de vida en las personas era visible para sus ojos por lo que estaba en la superficie, pero quizás el cambio era mucho más profundo, algo que no era posible ver por otro que no fuera él.
Pero pensar en utilizar al pequeño como un radar para detectar peligros le resultaba horrible de solo pensarlo; se suponía que era él quien tenía que protegerlo y no al revés, y si traicionaba eso, no sabía qué le quedaría. Porque en el fondo, después de lo que había visto y vivido, Tobías era lo único que lo mantenía siendo humano, y necesitaba sentir que era capaz de sentir miedo o preocupación por alguien, o de lo contrario abandonaría cualquier intento.

—Me gustan los chocolates blancos.

Carlos mantenía la vista fija en la pista, pero se tomó un instante para desplazar la mirada hacia el asiento del copiloto; Tobías estaba sentado muy derecho, se había puesto el cinturón de seguridad y tenía la vista fija al frente. Iban a cincuenta y parecía que todo estaba en idéntica calma calle tras calle, mientras dentro del vehículo los miedos susurraban en sus oídos.

—A mí me gustan con almendras —replicó intentando sonar casual—, deberíamos comer unos chocolates después ¿No crees?
—Sí. Eso me gustaría.

No lo había dicho con especial emoción, pero Carlos quiso convencerse de que podría estar bien. Que cuando lograran salir del distrito y se le ocurriera qué hacer, y a Tobías la realidad de la muerte de sus padres le cayera encima, pudiera resistirlo y sobreponerse; también quiso creer que él se sobrepondría.


Próximo capítulo: Secuestro




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