Narices frías Capítulo 36: Perseguido




Román tuvo ganas de gritar de horror al ver lo que había sucedido, pero su entrenamiento prevaleció, y se mantuvo firme sobre sus pies, aunque sus manos apenas pudieron sostener el revólver.
Era imposible negar que ese animal había sido el causante de la muerte de esa mujer y las heridas del hombre; a pesar de estar muerto, aún conservaba la fiera expresión, y sus ojos tan abiertos fijos en lo que debe haber sido su potencial segunda víctima. Lo que no tenía sentido era por qué se había detenido, por qué su actuar había quedado congelado momentos antes.
Al mismo tiempo que se apagaron las luces.
Era una idea absurda, pero al mismo tiempo agregaba algo de sentido a todo lo que había visto hasta ese momento; ese chico con el cuerpo destrozado por meterse en ese sitio de peligro mortal, la ausencia de aves y perros callejeros, el inexplicable silencio del distrito en medio de ese corte de luz, y luego ese animal.
O tal vez solo tenía hambre y cansancio.
Pero por otro lado, no se había sacado de la cabeza las terribles imágenes de lo que había pasado antes; no era casual, no podía ser casual que todo eso estuviera ocurriendo en secuencia. De pronto, gritos en el exterior lo sacaron de sus atropelladas cavilaciones y lo obligaron a salir.
Con el corazón aún oprimido por la escena que ocurría en la casa, vio que el anciano estaba siendo atacado por un grupo de perros; sin esperar más hizo un disparo al aire, pero se quedó helado al ver que los animales no parecieron prestar atención, como si el potente sonido del arma no hubiese llegado hasta sus oídos.
Puso el seguro en el arma y corrió hacia el lugar. Cinco perros grandes estaban mordiendo al anciano, que gemía lastimero entre ellos, apenas pudiendo defenderse; Román se acercó y lanzó una patada a uno de los animales, mientras con el revolver hizo amplios movimientos para alejar al resto. Durante unos tensos segundos los cinco se mantuvieron a distancia, rodeando, y el policía pudo ver con asombro que en todos ellos estaba la misma mirada feroz y la actitud salvaje que en el de la casa.
No iba a poder lidiar con los cinco y rescatar al anciano al mismo tiempo; en una milésima de segundo supo que eso sería imposible, ya que el hombre tenía heridas en los brazos y piernas, lo que junto a su estado de shock lo convertiría en una carga. La única opción que tenía era matar a los perros.
Quitó el seguro y apuntó, pero en ese mismo momento, uno de ellos se lanzó en carrera hacia él, y eso pareció activar en los otros el mismo instinto; el policía descerrajó un tiro que dio en el blanco y derribó al animal, sin embargo le quitó tiempo para reaccionar ante los otros. Sintió los colmillos de uno presionando el muslo izquierdo, mientras otro se arrojaba enloquecido contra su cuerpo; tenía que evitar distraerse y aprovechar la adrenalina para moverse lo más rápido que pudiera, de modo que ignoró el dolor y los desquiciados gruñidos y se concentró en el movimiento.
Rodeado por los cuatro, solo era cosa de segundos para que algún mordisco lo lesionara de forma grave; hizo caso omiso de todo y se movió hacia uno, disparando en la cabeza.
El segundo disparo dio en el costado del que le había clavado los colmillos en el muslo, el tercero en el cuello, y cuando se disponía a hacer el cuarto disparo, el perro se impulsó con gran fuerza y logró derribarlo. Román sintió el impacto del peso del animal en el pecho y trató de apuntar, pero no fue lo suficientemente rápido y la enloquecida bestia consiguió capturar entre sus fauces su muñeca y el arma; durante eternos segundos resistió el agarre de la mandíbula contra los huesos de la mano, hasta que logró asestar un puñetazo con la que tenía libre y disparar, aprovechando la momentánea distracción. El perro soltó un par de gruñidos ahogados que lo salpicaron de sangre, hasta que se derrumbó hacia un costado.
Román empujó al perro a un lado y se incorporó, exhausto; el panorama a su alrededor era devastador, con cinco animales baleados alrededor y un anciano y él heridos. Se dio cuenta de que dos de los perros aún vivían, y por un instante eterno no supo si tenía que hacer algo para terminar o no; acababa de luchar con todo en contra de un grupo de animales probablemente rabiosos, y sus pensamientos estaban atravesados por el velo de la adrenalina y la incertidumbre, y no tuvo el valor de actuar sobre seguro.
Cuando se puso de pie, sintió todo el peso de los golpes y las mordidas en el cuerpo, pero algo más causó un impacto en él; al mirar en dirección al anciano, vio que este estaba inmóvil sobre el suelo, demasiado inmóvil como para no hacer una relación directa. Cojeando se acercó a él, y comprobó que estaba muerto.
Había fallado; había actuado creyendo que era lo correcto, pero se trataba de un error imperdonable dejar al anciano a su suerte mientras él iba en persecución de algo desconocido. El cuerpo del hombre estaba tendido de espalda, congelado para siempre en una mueca de horror que la sangre en su cuello evidenciaba con la misma claridad que sus desorbitados ojos; había cometido un error que le costó la vida a una persona, y contra eso no había solución.
Pero no tuvo tiempo de lamentarse, porque algo se removió y llamó su atención; volteó a la izquierda, y dio un paso atrás cuando un gato saltó desde la pared más
cercana y se acercó hacia él. Tenía la misma expresión salvaje que los perros ¿Acaso toda esa locura era por causa de alguna especie de brote de rabia en el distrito? ¿Podía ser que una cosa así llegara al límite de infectar a las personas o a todos los animales a su paso? La pregunta quedó vagando, porque al mismo tiempo algo lo atacó; sintió los colmillos clavándose en su tobillo derecho, y cuando por instinto trató de retirar la pierna, la brutal presión hizo que soltara un grito de dolor.
El perro que había sobrevivido estaba aún preparado, y desde el suelo forcejeó con él; Román apuntó con la pistola pero se topó con que estaba sin balas, y eso le hizo perder un tiempo demasiado importante. El gato se arrojó contra él y clavó en su brazo sus garras afiladas como agujas, al mismo tiempo que otro perro aparecía en el lugar.
Se trataba de una emboscada, y si no lograba soltarse, correría el mismo destino que el anciano; Román no supo cómo, pero descubrió que eso era así, y supo también que de un momento a otro se había quedado sin tiempo.
Dio un mal paso, cayó y pudo sentir cómo su cuerpo chocaba contra la masa inerte de uno de los animales; se forzó a mantener la escasa concentración que le quedaba, y con el arma golpeó al perro que lo estaba mordiendo. Lo soltó lo suficiente como para liberar la pierna, y lo hizo con un movimiento que desgarró la piel, esparciendo sangre en todas direcciones.
Haciendo caso omiso al gato aferrado a su brazo se contorneó y pudo ponerse de pie; se liberó de él con un golpe que dejó largos cortes en el antebrazo izquierdo, y con espanto vio que había dos gatos y tres perros más acercándose. Avanzó rengueando hacia el auto y consiguió abrir la puerta y entrar, tras lo cual procuró mirar en el asiento trasero y confirmar que ninguna de esas bestias estaba en el interior. No había podido salvar a ese anciano, y en medio de una calle que parecía por completo ignorante a todo lo que estaba pasando, no tuvo más opción que abandonar todo aquello en lo que creía hasta unas horas atrás; lo que estaba pasando no podía ser controlado por él, y si sus temores eran acertados, esa especie de cólera imposible en los animales estaba causando estragos en muchos sitios al mismo tiempo.
Presionó el acelerador y se alejó, elaborando una nueva idea en su mente.


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Narices frías Capítulo 35: Camino a ninguna parte




De pronto, Tobías abrió los ojos, y eso hizo que Carlos sintiera un escalofrío, e inmediatamente, pánico.
La reacción instintiva fue brutal, porque al mismo tiempo una parte de él le dijo que tenía que salir de ahí y desprenderse de la responsabilidad, y la otra le dijo que no podía dejarlo, que si después de lo que había visto lo abandonaba, se convertiría en lo mismo de lo que estaba tratando de huir.

—¿Puedes escucharme?

El pequeño, aún recostado de espalda en la cama, volteó lentamente la cabeza en su dirección.

—Carlos. Reconocí tu voz.

Sonaba algo débil, pero que pudiera hablar era señal de que estaba menos mal de lo que se había imaginado desde un principio; se arrodilló junto a la cama, mirándolo con una combinación de sorpresa y emoción.

—Sí, soy yo. ¿Te duele mucho la cabeza?
—No —replicó el pequeño—, un poco, creo. Debe ser un traumatismo.
—Sí, probablemente —dijo Carlos—, estaba tan...

No terminó la frase. ¿Qué le iba a decir? ¿Lo enfrentaría con la terrible realidad cuando ni siquiera sabía si tenía heridas graves?

—Carlos.

El pequeño se incorporó en la cama y se enfocó en él; resultaba increíble que pudiera estar bien después de lo que había sucedido.

—Esa cosa ¿los mató?

Esa pregunta era algo que un niño tan pequeño nunca debería pronunciar; Carlos sintió que el estómago se contraía, pero la náusea no alcanzó a llegar. Estaba demasiado conmocionado como para sentir algo así.

—Sí. Lo siento.

El silencio que siguió no fue interrumpido más que por las respiraciones de ambos; en la penumbra de su habitación, en el interior de una casa que nunca podría pertenecerle, Carlos había comprendido que existía una sola forma de evitar que el horror que estaba vedado a los ojos de Tobías llegara hasta su mente.

—Entonces ellos me protegieron.
—Hicieron todo lo que pudieron.
—Eso no es justo —exclamó el pequeño, con mas fuerza en la voz—, porque ellos eran buenos, y me compraban cosas y nunca se quejaron porque yo no era como los otros niños, no es justo.

Carlos no supo qué decir, y solo atinó a acercarse a él y abrazarlo; y el pequeño se abrazó a él y sollozó, mientras temblaba de miedo y de soledad. El adolescente quiso llorar, pero no podía, al menos no hasta que consiguiera realizar el débil plan que tenía en mente.

—¿Está ahí afuera?

Carlos se separó de él y lo miró a la cara; ese pequeño era prácticamente un desconocido, pero al mismo tiempo era la persona más importante en su vida, y tenía que hacer por él lo que estuviera a su alcance.

—Escúchame; tenemos que irnos.
—¿Está aquí?
—Creo que sí —repuso, con voz entrecortada—, no hay luz, y no sé si hay más en alguna parte, pero creo que sí.
—¿Le hicieron daño a tus papás también?
—Ellos van a estar bien —Carlos sabia que eso era una mentira, pero no quiso focalizarse en la horrible imagen de ellos en la sala—, pero tendremos que irnos; es la única forma.

Tobías asintió en silencio; otra vez en la mente de Carlos apareció el miedo y la incertidumbre, pero desterró esos sentimientos y se obligó a ser fuerte.

—Tengo que sacarnos del distrito.
—Estoy asustado.
—Yo también —admitió, bajando la vista—, pero tenemos una oportunidad. Sé que todo es muy difícil de entender ahora, pero las cosas no se van a poner mejor; hay algo en el distrito, algo muy malo, y la única forma de escapar es irnos.
—Está bien —Tobías asintió con más energía, aunque su voz seguía siendo débil—, entiendo. Eso es lo que mis papás querían, siempre dijeron que querían lo mejor para mí; y yo confío en ti porque fuiste a salvarme cuando esa cosa entró en nuestra casa.

Carlos quiso decirle que estaba depositando su confianza en la persona equivocada, pero no lo hizo; en cambio, se puso de pie y abrió el armario para buscar algunas cosas.

—No puedes quedarte en pijama; tengo algunas cosas de antes que te podrían servir ¿Te parece?

Encontró una remera, unos pantalones y una chamarra y lo ayudó a vestirse; se sorprendió de ver que la ropa y zapatillas le quedaban bastante bien. En seguida sacó una mochila que supuestamente era para salir de campamento, aunque nunca la había usado; puso ropa y algunas otras cosas, y de inmediato corrió al cuarto de sus padres mientras se ponía unos guantes. Sin detenerse a mirar, buscó en el armario hasta que encontró las billeteras de ambos y se hizo con las tarjetas para el cajero, procurando dejar todo lo más ordenado posible. De vuelta en la habitación, se quedó un momento detenido, mirando alrededor, al lugar que creyó era su sitio para refugiarse.

—Nos iremos ahora.
—¿Qué pasa?

Era tan pequeño, y sin embargo entendía tan bien los cambios en la voz; Carlos se acercó a él y lo tomó de la mano.

—No pasa nada. Vamos.

¿Qué podía hacer? Por un momento pensó en desordenar su cuarto o romper las cosas, pero al final de cuentas, nada de eso tendría importancia; él no era esos objetos.

—Saldremos en silencio ¿Bien?
—Está bien.

Bajaron las escaleras, y salieron por la puerta principal, dejando abierta la reja del jardín; Carlos no quería acercarse a la casa de Tobías por motivo alguno, pero pensó que tal vez era justo mencionarlo.

—¿Hay algo que necesites de tu cuarto?
—No —el niño le apretó la mano—, no importa.

Si para él era difícil salir, no se imaginaba cómo sería para el pequeño; estaba haciendo un enorme esfuerzo por mantenerse estable, mucho más de lo que él mismo hacía, porque las cosas que sabía estaban ocultas tras un velo. Procuró pasar caminando rápido, pero no pudo dejar de mirar al animal en el jardín de esa casa, aún congelado en la misma posición; decidió volver a mirar al frente y sacar de su mente esa imagen, al menos de momento, pero antes de llegar a la esquina vio a otro perro en un jardín, también congelado en la misma posición.
Una vez fuera del perímetro, caminó hasta la estación de servicio y entró en el cubículo de cristal, agradeciendo que la tienda estuviera cerrada. Temía que el cajero no estuviera funcionando por el apagón, pero aparentemente la estación tenía algún tipo de batería de emergencia para casos como ese; fue una experiencia extraña tener tanto dinero en las manos y que no le importara, ya que en ese momento se trataba de un elemento necesario, no un lujo. Tras guardar el dinero en la mochila, miró cómo todo estaba a oscuras y en silencio, y se preguntó cuánto debería alejarse para encontrar un modo de salir del distrito.

—¿Tienes frío?
—No.

Quiso decir algo más, pero no pudo; por primera vez ese silencio le resultó estremecedor, y creyó tener una idea clara de qué tanto estaba sucediendo a su alrededor. No era solo ese perro, ni lo que ocurrió a sus padres; se trataba de algo que estaba por todas partes, y a menos que salieran de ahí lo más pronto posible, todo eso terminaría por alcanzarlos.
Caminaron largos minutos por desiertas calles, bajo el silencioso manto de la noche; Carlos pensó que debería haber llevado una linterna, pero ya era tarde para devolverse. Al menos, la noche estaba lo suficientemente iluminada para ver sin mayor dificultad, aunque al mismo tiempo, las calles vacías bajo un cielo igualmente desierto aumentaban la sensación de abandono.
Poco después, los dos siguieron por una calle en donde había edificios de varios pisos, dejando de lado las casas como en el lugar en donde vivía; Carlos se dio cuenta de que su idea original de salir del distrito topaba con obstáculos, como pedirle a un niño pequeño que se desplazara una gran distancia a pie. Pero tampoco podía quedarse, era demasiado peligroso para los dos.
Ambos aparentaron ignorar unos gritos a cierta distancia, pero Tobías se sujetó con más fuerza a su mano, caminando desde entonces mucho más cerca de él.
Quería saber qué había sido de la gente ¿Podía ser que todos estuvieran en la misma situación que sus padres? Aunque lo intentaba, no podía sacarse de la cabeza esa terrible imagen, la que inequívocamente sería la última de ellos: sentados en la sala, congelados por obra de un poder que no alcanzaba a comprender, con los ojos desorbitados y esa expresión vacía y sin vida que sin duda explicaba lo que había sucedido con ellos. Desde hacía mucho tiempo se sentía desconectado de ellos, en un estado donde no lo comprendían ni querían escucharlo, pero de todos modos eran sus padres; lo que había sucedido es que ellos eligieron mal a quien dedicarle su atención, y él los había perdido para siempre desde ese momento.
La noche se extendía amplia y abandonada frente a ellos.


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Narices frías Capítulo 34: Alguien en el interior





Greta no se había percatado del corte de luz hasta que sintió el sonido de una alarma cercana y esto la sacó del sueño; por instinto extendió el brazo hasta el velador y oprimió el interruptor, pero nada sucedió. Un poco más despierta, buscó el teléfono móvil y miró la hora: era más de medianoche.
La luz azulina de la pantalla le permitió ver lo suficiente para ponerse de pie y llegar hasta el interruptor en la pared, pero al oprimirlo sucedió lo mismo.

-Qué raro.

No podía recordar la última vez que se había cortado la luz. Una de las cosas que siempre valoró del distrito era su excelente sistema de alcantarillado y electricidad, por lo que no era algo común tener ese tipo de inconvenientes.
Recordó entonces que el refrigerador tenía un sistema de algún tipo que conservaba el frio durante más tiempo, y ya que estaba despierta, quiso ir a comprobarlo.
Las formas al interior de la casa eran distintas entre sombras absolutas; los ángulos se volvían antojadizos, y los colores se multiplicaban en infinitas combinaciones de gris, grafito y negro terciopelo, que danzaban por rincones inexistentes, creando figuras imposibles que merodeaban en las esquinas. El sonido, cómplice de la noche, deslizaba el sonido de garras raspando los contornos, voces ahogadas que sonaban como ecos distantes, y el susurro del viento entre los pliegues de una cortina jamás movida.
Telas colgantes en las paredes, ojos de tinta violácea y una respiración queda, atenta, vigilante.
La mujer llegó a la cocina caminando despacio y a tientas, iluminando a su paso con el débil brillo de la pantalla del móvil. Había pensado en usar la linterna de este, pero tenía poca carga y no quería gastarla; además, no sabía si el corte de luz duraría mucho tiempo o no.
Al abrir la puerta del refrigerador, una tenue luz blanca surgió y la iluminó; en efecto, estaba funcionando con ese sistema de respaldo, de modo que no tendría que preocuparse por ese asunto de forma inmediata. Por un instante palpó la escarcha en la nevera, y sus dedos sintieron el frío refrescante con un leve cosquilleo en las yemas.
Después de cerrar, la oscuridad volvió a llenar todo, y la mujer caminó de regreso a la sala, sintiéndose algo inquieta y sin sueño, a pesar de haber despertado bastante adormilada; cuando saliera el sol por la mañana, podría averiguar qué era lo que había pasado.
Siempre le pareció que su casa era un lugar muy agradable por la noche; conocía los pasillos y la distancia entre los muebles y las paredes, así como ese ambiente general de familiaridad que se había construido con los años. Después de vivir acompañada por mucho tiempo, y del dolor de la pérdida, había aprendido a sentirse en su hogar de nuevo, a conocer sus rincones y sentirse acogida, en un sitio que podría reconocer incluso con los ojos cerrados.
Pero todo ese sentimiento de normalidad se destrozó en mil pedazos cuando descubrió que había alguien allí.
Se quedó inmóvil en la sala, a dos pasos de lo más cercano a lo que pudiera sujetarse, una distancia enorme que la dejó completamente sola; de un momento a otro, había pasado a estar parada en una isla, un sitio inhóspito donde nada podía sujetarla, excepto sus débiles piernas que por azar no habían cedido. ¿O era tal el miedo que sus articulaciones estaban congeladas? Ya no estaba en su casa, estaba atrapada en un sitio que no conocía y que no podía darle cobijo ni apoyo.
No supo en qué momento el teléfono móvil cayó de sus manos, y ni siquiera escuchó el sonido del aparato contra el suelo; otro sonido había eclipsado todos los demás, incluso cualquier otro que pudiese ser más intenso. La respiración estaba ahí, escondida detrás de uno de los muebles, en un punto que no podía determinar con claridad pero que era tras el sofá o uno de los sillones; había estado siempre ahí, mientras ella se acercaba al refrigerador, ignorante todavía del intruso que había cambiado para siempre su percepción de las cosas.
De pronto le costó entender que su corazón seguía latiendo, pues no podía oírlo por el efecto hipnótico de esa respiración presente y atenta; estaba capturada por el horror de no saberse sola, y por el terrible sentimiento de anticipación que se formó en su interior al momento de descubrirlo. Sabía que esa respiración era a ritmo constante, y que esa constancia era la de la espera, la de alguien o algo que está ahí por una razón concreta, esperando; ella era la única a quien se podía acechar, y estaba sola por completo.
Fue así como, cual una débil presa, solo pudo quedarse inmóvil mientras emergía de entre las sombras otra de distinta naturaleza, una que podía moverse a voluntad, a diferencia de ella.
Greta quiso moverse, quiso gritar o protegerse, pero cualquier esfuerzo fue inútil; estaba congelada por el terror, paralizada por su presencia y esos ojos dorados que eran absolutos. No importaba si era un perro u otro animal, porque en realidad era una bestia pura, un ser sir ser que tenía un objetivo demasiado claro como para que algún nombre fuese capaz de asimilarlo. Era un monstruo puro, la salvaje expresión física de lo que no puede ser explicado, porque solo quien le mira a los ojos puede comprenderlo; pasaron segundos, o quizás años mientras se acercaba a ella, y luego un instante ínfimo para que se lanzara con toda su fuerza en contra de su débil cuerpo. Greta quiso gritar, pero solo escuchó de sí un leve jadeo, antes que sus garras y el poder de sus extremidades impactara contra su torso; se sintió arrancada de lo sólido del suelo, y por un horrible momento fue como si hubiese sido levantada, como si el monstruo tuviese alas que le permitieran elevarla hasta un cielo donde nunca más brillarían las estrellas. Pero entonces cayó, y el golpe fue múltiple a un mismo tiempo; sintió cómo su espalda se azotaba contra la superficie, y cómo retumbaba el impacto dentro de su cabeza, al tiempo que la bestia caía sobre ella y algo en su interior se rompía de forma inevitable. Ese crujido le produjo un dolor que opacó los otros, y sacó de ella un gemido lastimero de dolor, que a la vez cortó el aire como una lanza atravesando su costado; sus ojos habían visto todo revolverse por causa del violento movimiento, pero al impactar contra el suelo las sombras dejaron de moverse y otra vez se concentraron en aquella figura que la había destruido. Y mirada y respiración se unieron en un solo foco, dos globos dorados a milímetros de su rostro, el aliento gélido llegando a ella como una bruma que le impedía respirar; se quedó así, observando, hasta que algo distrajo su atención y se retiró, volviendo a fundirse con las sombras con las que se había mezclado en un principio.
Greta sintió el tibio surco de las lágrimas brotando desde sus ojos y yendo a mezclarse con sus canos cabellos; todo el dolor se había concentrado en la terrible puntada en el costado, que volvió su respiración rasposa e hizo que los latidos de su corazón lucharan por sostener un ritmo que parecía imposible.
Todo se estaba apagando con lentitud, con un miedo que se volvió negro y frío, y una ausencia de todo que la oprimió dolorosamente; sus miembros no respondían, o quizás era el golpe en la cabeza lo que había dejado su mente inútil para dar esas ordenes. Hizo un intento por hablar, pero la exhalación se convirtió en rojo, y percibió el tibio líquido brotando y escurriendo por las comisuras.
Todo era nieblas y la oscuridad del techo sobre ella; ya los ojos dorados se habían ido, ya no podía oír esa respiración que antes se apoderó de su voluntad, o quizás era que ya no podía escuchar otra cosa más que a su corazón debatiéndose, manteniendo la batalla a pesar de todo. Pero todo estaba perdido; supo qué significaba esa horrenda sensación lacerante al respirar, y aunque las palabras específicas no aparecieron en su mente por causa de un absurdo miedo a formularlas, la realidad era demasiado clara como para ignorarla: su cuerpo, viejo y cansado, no podría resistir un ataque como ese, y lo que estaba viviendo solo era la extensión más allá de lo razonable de una línea que había sido cortada quizás en el mismo momento en que las luces se esfumaron. Pensó en su Jonás, y en cómo lo había llorado cuando él se apagó tras esa fulminante enfermedad; él le había dicho que la quería, y sus ojos perdieron la luz un momento antes de cerrarse para siempre. Pensó muchas veces en la idea de reunirse con él, de pasar a formar parte del mismo estado en el que él se encontraba, y aunque nunca lo vio como un acto de incitación a destruir la vida, desde el momento de perderlo abrió la puerta a ese entendimiento sutil del dejar de estar. Comprendió que ella también dejaría de estar, eventualmente.
Eso ya daba lo mismo; las consideraciones al respecto eran inútiles, y solo le quedaba esperar a que el colapso fuera definitivo para ella. Pero de pronto apareció en su mente la imagen de Matías, y eso hizo que aumentara el dolor en el costado y la presión en el pecho; ese chico estaba solo al igual que ella, y quizás rodeado por el mismo tipo de peligro ¿Cómo podría librarse? Quiso hacer algo y rogó por un poco de movimiento, pero su cuerpo estaba cada vez más adormecido y no pudo hacer gesto alguno; se iba a sumergir definitivamente en las sombras.


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Narices frías Capítulo 33: No digas nada



El distrito dormía. Entre sombras absolutas y silencio extendido como un manto, las personas estaban siendo arrulladas por un canto que era imposible de escuchar, y flotaban en sueños tibios y acogedores de los que no podrían salir hasta que un gran designio lo decidiera. Un manto de negro terciopelo y seda de canto nocturno, sin silbido ni aleteo en las copas de los árboles, solo unas hojas cayendo de cuando en cuando.
Apenas habían encontrado al hombre muy pocos minutos atrás; la llamada que lo reportaba provenía de la empresa en donde trabajaba y llegaba con bastante retraso. Cuando la unidad recibió el aviso, el jefe dijo que no se había dado cuenta de su ausencia porque asumió que había realizado sus funciones como todos los días; se trataba de un hombre que  padecía un trastorno mental sumamente poco común que Román no pudo memorizar ni entender bien, pero que en resumen le impedía comunicarse por cualquier medio. En teoría él no debería haber estado metido en ese caso, pero estando atenazado por la preocupación que le causó el descubrimiento que hizo con respecto a los animales, decidió inmiscuirse de todos modos en el asunto.
Cuando llegaron al edificio en donde vivía no consiguieron avance alguno: la dueña, quien también vivía ahí, les dijo que nunca se comunicaba con nadie por razones obvias, y que todos los asuntos de dinero habían sido resueltos con la intermediación de los doctores del centro de estudios y tratamiento de enfermedades mentales Osman Buenaventura, quieres habían hecho los diagnósticos y el seguimiento de ese joven llamado Darío. Solo sabía que entraba y salía regularmente, que nunca rompía nada y parecía alguien muy correcto; palabras de buena crianza para decir que no tenían la más remota idea de su vida y no querían inmiscuirse en eso.
Mientras un grupo se comunicaba con el representante de ese centro de estudios, con la baja posibilidad de que fuese posible siendo tan tarde, el equipo en el que estaba Román fue hacia el trabajo en donde el desaparecido se desempeñaba: una central de control de electricidad.
Eso era algo que Román también desconocía: en el distrito, no muy lejos del centro, un edificio que parecía ser una simple industria albergaba una central de control eléctrico, de la que dependía casi todo el suministro; en pocas palabra, y según el encargado, tenía que funcionar bien porque cualquier desperfecto podía afectar a todo el lugar.
Y justo cuando estaban en las instalaciones, revisando la ruta de trabajo que Darío realizaba todos los días, la luz se fue. En pocos segundos se activaron las luces de emergencia, y por altavoz se dio un mensaje en clave que hizo que el encargado, quien hasta ese momento estaba bastante desinteresado, palideciera.
Lo siguieron a toda velocidad por pasillos hasta el subterráneo, y en ese momento quedó a la vista la terrible realidad; el joven nunca había salido de ese edificio, había conseguido la llave que daba acceso a unos paneles de control altos como paredes, y ahí había ocurrido la tragedia. Román se sintió sobrecogido al verlo en el suelo, tendido de espalda en medio de un charco de sangre. Aparentemente había introducido un cuchillo en un peligroso sitio, y el golpe eléctrico sobre el metal lo hizo rebotar, arrancándole casi de cuajo la mano izquierda, que parecía conectada con el brazo apenas por tendones y el hueso, dejando todo lo demás a la vista. La otra mano también tenía una herida, aunque parecía ser una quemadura o algo parecido, y en ella había sangre igual que la que manaba de su boca; increíblemente estaba vivo, de modo que solicitaron un vehículo de emergencia de inmediato mientras hacían lo necesario para contener el derramamiento de sangre y mantener despejada la vía aérea. Tuvieron que usar la radio del auto porque al no haber luz, tampoco había señal en los móviles.
El vehículo de emergencia no tardó en llegar, y mientras los profesionales se hacían cargo de ese difícil caso, el encargado de la central estaba a manos llenas con el corte de energía; explicó, con un tono que iba desde la frustración a la sorpresa, que el punto que había sido atacado no era uno cualquiera, sino una conexión vital para la reposición del servicio. Entre una serie de términos técnicos que el policía no entendió, explicó que no era posible restablecer la electricidad antes de una hora, ya que era necesario convocar al personal entendido y conseguir una serie de dispositivos de reemplazo que no estaban en ese edificio, y probablemente no en el distrito. Dado que Román no estaba oficialmente en ese caso y no era necesario después de encontrar al infortunado joven, se dijo que podría dedicar su atención a otro asunto, pero nuevamente las cosas cambiaron por completo.
Al volver al exterior parecía que el mundo se había puesto de cabeza en tan solo unos minutos; todo estaba en una oscuridad absoluta, y el silencio en todas partes era total, como si de pronto alguna fuerza misteriosa congelara todo. El sonido de las ruedas de la ambulancia y del otro vehículo policial rasgaron el aire vacío y se alejaron con demasiada prontitud, haciendo que el silencio volviera a extenderse; Román se quedó de pie junto a su auto, envuelto en la noche y en las dudas, viendo una ciudad que parecía desierta pero que latía segundo a segundo en cada calle, en cada esquina por donde nadie pasaba.
Decidió no volver a la unidad ni ir a su departamento; la comida se había enfriado en el asiento trasero del vehículo, y él en vez de apetito tenía un mar de incertidumbres que no podía soslayar. Una persona casi había muerto en ese lugar, por una acción que era evidentemente premeditada, y eso había dejado al descubierto algo que era desconcertante y fascinante a partes iguales: él había encontrado la ausencia de animales, y con el corte de energía resultaba claro que todos parecían seguir durmiendo sin interrupciones ¿Nadie se despertó, nadie estaba hasta tarde en ese distrito?
Entonces se le ocurrió una idea macabra, que apareció en su mente representada por un par de ojos dorados que lo miraban en la unidad; y recordó la fría escultura viva entre cadáveres, y todo eso cobró un sentido que lo asustó. Él no era de ahí, no llevaba más de unos cuantos días en el distrito, y quizás por eso podía ver algo que los otros no. Él había podido ver cómo ese perro permanecía frío y sereno mientras dos personas estaban muertas en medio de la sala de la casa, y frente a una niña que lloraba sin parar, desgarrada por el horror de una visión que nunca debió haber presenciado. Él pudo ver la actitud de absoluta tranquilidad del gato en la unidad luego de presenciar el asesinato de un niño y la demencial actitud de su padre, mientras que los demás no.
Algo había en ese distrito que cambiaba a las personas y hacía que perdieran el sentido de la realidad, poniendo en primer lugar la estabilidad de los animales que un caso de asesinato; él entendía con absoluta claridad cómo sentirse ante un animal indefenso, pero al mirar en retrospectiva, tanto la gente de los alrededores de ambas casas como sus propios compañeros de unidad consideraban esas muertes como algo normal dentro de todo, pero estaban mucho más preocupados del estado de salud y cuidado de mascotas que no estaban heridas o en problemas, e incluso que se mostraban excepcionalmente tranquilas para haber estado en presencia de muertes violentas.
No entendía lo que pasaba, intuía el centro de todo eso y le asustaba, pero no podía dejar de intentar encontrar un punto de lógica en lo que estaba pasando; no importaba qué fuese, tenía que haber una base sólida, algo que tuviera sentido y explicara lo que estaba sucediendo. Podía haber llegado a ese punto por medio de una intuición, pero de todos modos tenía que encontrar qué era lo que se encontraba bajo todo eso.
Se animó a subir a su automóvil e inició un viaje rumbo a las dependencias centrales de Narices Frías, esperando que en ese lugar pudiese hallar algo que completara el mapa que hasta ese momento era un puzle sin forma ni final.
Algunas cuadras después tuvo que detenerse abruptamente cuando una persona se atravesó en la calle; frenó con precisión, a tiempo para evitar una desgracia, y bajó de inmediato, intentando no pensar en la cantidad de cosas extrañas que estaban sucediendo una tras otra. La persona era un hombre de poco más de cincuenta años que estaba descalzo y en pijama, con evidentes heridas en la cara y antebrazos; tropezó al cruzar la calle y cayó de bruces, quedando en suelo, gimiendo mientras el policía se acercaba.

—Señor ¿Puede oírme?

Se arrodilló junto a él preparado para auxiliarlo o hacer las preguntas pertinentes, pero el hombre se percató de su presencia y se giró en su dirección, mirándolo con desesperación.

—¡No deje que se acerque!
—Señor, voy a ayudarlo, pero tiene que decirme quién le hizo esto.
—¡La mató, la mató! —repitió, con voz chillona, llorando y resoplando a la vez— No la pude salvar, yo no sabía ¡Por favor!

¿Qué estaba sucediendo en esa ocasión? Por un instante, el policía miró en todas direcciones, buscando un indicio, pero todas las casas lucían iguales con las luces apagadas.

—Dígame que sucedió.
—La mató, lo siento.
—¿Dónde sucedió?

El hombre levantó una temblorosa mano e indicó una casa del lado opuesto.

—Ayúdeme ¡Tuve que correr! Él ya la había matado, no podía hacer nada ¡No podía!

Román no tenía tiempo para devolverse al auto y pedir ayuda por radio; decidió dejar al hombre en el suelo, desenfundó el arma y corrió hacia la casa, encontrando la puerta abierta. No esperó más y entró, apuntando con la linterna y esperando no encontrarse con otra horrible escena; pero sucedió, y lo que vio estaba demasiado relacionado con lo que había estado rondando su mente en las últimas horas. El cuerpo de la mujer estaba tendido boca abajo en el suelo, sobre muchísima sangre que evidenciaba la gravedad de los mordiscos que habían hecho brotar el rojo líquido desde el rostro y cuello, hasta terminar con su vida; no podía ver su cara desde la entrada, y en el fondo lo agradeció, porque no necesitaba ver la expresión de terror y agonía, ni el contraste de esta con la extraña satisfacción en el muchacho unos minutos atrás. Los mordiscos en los antebrazos, que de seguro había sufrido intentando defenderse, eran inequívocamente los causantes de su muerte, lo que significaba que un perro grande y peligroso andaba suelto.
Cuando hizo un paneo con la luz de la linterna, un rostro lo hizo retroceder. Reaccionó con rapidez y apuntó, pero se dio cuenta de que la figura no se estaba moviendo; era un perro muy grande, congelado en una posición que parecía de carrera, con los ojos desorbitados y el hocico abierto. Habría podido pensar que se trataba de una figura embalsamaba, pero la sangre que goteaba de sus fauces hacía imposible esta idea ¿Por qué estaba inmóvil? Durante un momento que se le antojó muy largo no supo qué hacer, hasta que el animal hizo una especie de movimiento estertóreo, y eso lo hizo disparar.
A lo largo de extensos segundos, el animal siguió moviéndose, hasta que su estabilidad se quebró y cayó hacia un costado, babeando sangre que también se derramaba por el pecho. Sus ojos blancos y sin vida apuntaban a ninguna parte.


Próximo capitulo: Alguien en el interior