Narices frías Capítulo 45: Ojos dorados




Dante había manejado armas un par de veces en su vida, cuando un amigo que era guardia de seguridad lo dejó practicar; tenía buena puntería, aunque no tanta como para romper la rueda de ese camión en movimiento.
Pero lo había retrasado.
Tomó el control del otro auto y presionó el acelerador, manteniendo la vista fija al frente para no tener que mirar a Matías; ese muchacho se había ganado su respeto por arriesgarse a ayudarlo, y de acuerdo con eso, tenía que hacer todo lo que fuera posible por ayudarlo a salir de esa ciudad maldita. Le estaba costando mantener el vehículo recto, pero no le importó, y se dijo que con llegar hasta la barrera de vehículos era suficiente.
Encendió los faros cuando estaba muy cerca, esperando que eso sirviera como distractor; había visto a una persona por cada uno de los cuatro vehículos que estaban obstaculizando el paso, y aunque se habían mantenido inmóviles, era claro que podían hacer cualquier cosa de un momento a otro.

Cuando los disparos surcaron el cielo nocturno, Matías sintió que se quedaba sin aire en los pulmones ¿Por qué el policía había dejado que Dante se alejara? Sabía que la vía estaba bloqueada, pero no podía aceptar que todo terminara de ese modo; con el sonido metálico de fondo, el auto en donde iban seguía su curso por esa carretera, que a la vez era desolada, y el escenario central de un espectáculo con un público de ojos silenciosos y fijos a pesar del movimiento.

—¿Cómo se llaman? —preguntó el policía.
—Me llamo Carlos —replicó el muchacho—, y él es Tobías. Es mi hermano.
—Soy Román, y él es Matías.
—¿Por qué él se subió al otro auto?

Faltaban solo un par de decenas de metros para llegar al bloqueo, a ese punto en donde las luces se habían encendido y los disparos, quebrado el aire; en ese momento, el instinto corrió frío por la espina dorsal del policía, diciéndole que no lo iban a lograr.

—Nos está ayudando —repuso, luchando por sonar confiable—, para que podamos salir de aquí.

De pronto, algo cambió, aunque en la oscuridad y desde el asiento del conductor no supo bien qué. Uno de los vehículos arrancó, al mismo tiempo que los animales empezaban a emitir todo tipo de sonidos; los aullidos, gañidos y demás ruidos parecieron sincronizarse en un tono de alarma, aunque no de tristeza. Por un terrible momento, Román tuvo la descabellada idea de que esos sonidos iban a subir hasta un volumen tal que destrozarían los vidrios pero, aunque se hicieron más agudos, ese pensamiento no se hizo realidad.

—¿Por qué están tan alegres? —gritó Tobías, loco de horror— ¿Por qué están felices?

Carlos lo abrazó contra su cuerpo, incapaz de responder; el sonido a coro de los animales estaba taladrando su cabeza, y a cada metro que avanzaban parecía crecer en volumen y en amplitud, amenazando con cubrir todo, incluso sus pensamientos.
Román presionó el acelerador a fondo y pasó entre un estrecho espacio, rompiendo los retrovisores y sacando chispas de metal por ambos costados; presionó el acelerador con locura, intentando alcanzar una velocidad imposible, una que lo sacara de esa pesadilla para siempre. Con el corazón oprimido, sintió que una de las llantas pasaba sobre algo, pero no se detuvo, sujetó el volante hasta que le dolieron los brazos y siguió sin parar, deseando escapar más que cualquier otra cosa.
El horizonte apareció ante la luz de los faros, y quiso gritar, aullar de emoción, pero estaba atrapado en el estado de histeria sin poder librarse; sintió terror y alegría, deseó una luz de esperanza y que todo se apagara, y trató de forma inconsciente de llorar o reír, pero nada de eso pasó. La salida del distrito apareció ante sus ojos como una visión demasiado ansiada, y quiso acelerar más, pero el motor no daba más de la presión; le pareció escuchar las voces de los muchachos, pero su vista estaba fija en el objetivo y los otros sentidos estaban en un segundo plano. Estaba dirigiendo toda su fuerza a lograr escapar, pero cuando llegó hasta el punto en donde la carretera urbana conectaba con una de las calles laterales del distrito vecino, todo se puso oscuro.

Dante no supo si había logrado acertar alguno de los disparos hasta que estuvo casi encima de los vehículos; no iba a poder quitarlos del camino conduciendo, por lo que decidió bajar y entrar en la cabina del que estaba más cerca. Ignoró el cuerpo tendido junto a la rueda delantera y subió, mientras escuchaba el sonido del motor del vehículo en donde se acercaban los demás, con los sonidos de los animales como fondo. Maniobró con algo de dificultad, y cuando sintió el chirrido metálico del paso de la otra máquina, quiso creer que lo había logrado.
El pecho le dolía horriblemente, y había tenido que dejar el arma en el regazo para controlar el volante con ambas manos, pero experimentó una sensación interna cercana a la alegría; había conseguido ayudarlos a salir, y a partir de ese momento el policía podría encontrar un lugar seguro para ellos.
Aún podía lograrlo, al menos alejarse lo suficiente, y con eso en mente puso reversa y sacó el vehículo de la barrera formada por los otros; no se preguntó por qué los demás conductores no habían ido a por él, pero quizás se tratase solo de que las cosas habían pasado demasiado rápido. Giró el vehículo y enfiló hacia la vía de salida, pensando en que tal vez no era demasiado tarde, que si se concentraba lo suficiente quizás podría salir de esa; intentó reírse de la situación de haber podido pasar por su departamento para tomar algunas cosas y luego haberlas dejado en el auto del policía, pero realmente eso no le hacía gracia.
Algo estaba obstaculizando la vía de salida; frenó bruscamente al ver que se trataba del auto del que había bajado unos momentos antes, estrellado contra la barrera de contención. Román estaba con el torso caído hacia el asiento del copiloto, y los chicos habían bajado y abierto la puerta, tratando de sacarlo.

—Por favor, reacciona —gritó Matías.
—No puedo abrir el cinturón —gritó Carlos a su vez.

Dante miró hacia atrás, y vio que los otros tres vehículos estaban avanzando hacia ellos, seguidos a no mucha distancia por el camión que vieron en un principio. En el borde de la carretera, los animales se habían detenido por completo, observando todos en su dirección con ojos como pequeñas luces que no titilaban, ahora en un total silencio; lo que fuese que los hiciera comportarse de ese modo estaba contenido dentro de los límites del distrito, lo que significaba que estaban a unos cuantos pasos de librarse de ellos.
Tomó energías y volvió a descender, con el arma fuertemente sujeta.

—¡Dante!
—Apártense de él.

Tenía la vista nublada y no estaba seguro de poder conducir, pero no tenía tiempo para quitar del camino ese auto y hacer que todos subieran al otro; desabrochó el cinturón del policía y se inclinó sobre él, dispuesto a empujarlo y ocupar el lugar, pero vio algo que los muchachos seguramente no habían notado por estar tan asustados. Román estaba muerto.

—¡Vuelvan a subir!

Se le desgarró la garganta al decirlo; consiguió mover el cuerpo lo suficiente para sentarse y tomar el volante, mientras los chicos se sentaban atrás junto con el pequeño, que sollozaba de miedo. El automóvil luchó entre crujidos metálicos por moverse y finalmente lo logró; Dante sintió las manos frías, y al tiempo que presionaba el acelerador, vio con total claridad el rojo reluciente de la sangre escurriendo por su pecho, destellando en la noche como un faro para los perseguidores.
Los vehículos aún los seguían, cada vez con menos distancia, y se sintió más y más débil mientras conducía, sumergiéndose en una oscuridad que no tenía retorno.

—Escuchen, cuando…

No pudo terminar de hablar; un crujido de metal rompió todo a su alrededor, y el silencio desapareció para siempre.


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Narices frías Capítulo 44: Hacia el norte





En cuanto vio el camión entrando en la carretera urbana, Román sintió que algo distinto estaba pasando; iba a una velocidad un poco mayor de la esperada para un vehículo de esa envergadura, y llevaba todas las luces apagadas. Era la primera máquina que veía en movimiento, y pese a que eso debería alegrarlo, no lo hizo en absoluto.

—Va un auto delante.

El policía no replicó a ello, ya que Dante estaba en el asiento del copiloto y tenía mejor vista que él. Algo iba demasiado mal en todo eso.

—¿Junto al camión?
—Vas a decir que estoy loco, pero yo diría que está huyendo.

La posibilidad no era descabellada, aunque sí poco oportuna; Román estaba muy cansado y no sabía si podría hacerse cargo de más personas.

—¿Por qué lo piensas?
—Porque no conduce bien —respondió el otro—, parece como si apenas supiera cómo tomar el volante.
¿Ves algo más?
—No, está demasiado oscuro.
Miren afuera.

La gélida voz de Matías hizo que ambos hicieran caso de la instrucción. Y lo que vio Dante hizo que se le helara la sangre; los animales estaban a los costados de la vía, mirando fijo al interior de esta, inmóviles como si aguardaran una instrucción de algún tipo.

—Están por todas partes.
—¿Y si el camión es de ellos y el auto es gente que está tratando de escapar? —Matías sonaba frío y aterrado a partes iguales— Tal vez no somos los únicos que estamos intentando escapar.

Román presionó a fondo el acelerador, y el efecto de la velocidad hizo que el hombre sintiera el cansancio en su cuerpo, por todas las experiencias vividas ¿Cómo podría hacerse cargo de más personas? El camión se percató de su presencia y comenzó a avanzar en zigzag, lo que reforzaba la sugerencia de Matías acerca de qué ocurría con el auto que precedía al vehículo de gran tamaño. Con las luces apagadas, no resultaba difícil imaginar que el que conducía pretendía pasar desapercibido en la noche, pero ¿Por qué? Atacar a alguien en medio de la vía de salida del distrito podía significar solo una cosa para él: el vehículo era enviado por Narices frías para evitar que alguien saliera.
Sorpresivamente el camión frenó, cortando el relativo silencio de la carretera, y Román tuvo que presionar el pedal del freno para evitar ir directo hacia el gran armatoste; mientras profería una maldición, intentó maniobrar para pasar adelante, pero el otro volvió a moverse y avanzó en diagonal por la pista, bloqueando por completo el paso. Durante un terrible segundo, el policía tuvo punto de vista con el automóvil que iba más adelante, y las luces de los faros le permitieron ver con suficiente claridad que ahí había un muchacho.

—Maldita sea.
—Disparate a las ruedas —exclamó Dante.
—No es tan sencillo, no es como en las películas.

El otro hombre extendió la mano derecha hacia él, mientras con la izquierda se cubría el pecho; en su rostro estaba marcada una fría decisión que le hizo entender por anticipado lo que iba a decirle.

—No tienes que hacerlo tú.

Lo estaba exculpando de un potencial crimen ¿Qué importaba, después de todo, su escala de valores en un lugar infernal como ese? Nada era como debería, pero incluso en el fin de todo, tenía que reconocer que había cosas de las que no lograba librarse.

—¿Sabes usarla?
—Descuida —respondió con voz ronca.

Román se sintió un poco desnudo al entregarle el arma, pero concentró la vista en la carretera urbana y en el escaso rango de visión que le permitía la luz de los faros; avanzando a alta velocidad tras un camión errático, intentó pensar en que lo que estaba sucediendo no terminaría en tragedia, y dejó que Dante se habituara al arma.

Carlos estaba sudando, e intentando por todos los medios no pensar en el amenazador avance del camión que estaba persiguiéndolos; la distancia era cada vez menor, y algo en su interior le decía que no alcanzaría a alejarse lo suficiente. Le dolían las manos aferradas al volante, pero aún con la velocidad extra que habían ganado era algo que todavía podía controlar. Tobías no decía palabra, pero se había mantenido estoico mirando al frente, obedeciendo a su arriesgada petición de ser sus ojos en esa noche.
Cuando el camión frenó, sintió un ápice de alivio, que de inmediato se convirtió en pánico, al ver que retomó la marcha en una nueva carrera, que ahora iba en un zigzag de ruido de motor y neumáticos. De pronto, un aterrador sonido de trueno cortó el aire, haciendo que el muchacho perdiera el control del vehículo por un momento, mientras Tobías se acurrucaba en el asiento del copiloto, tapándose los oídos.

—¡Tengo miedo!

Su grito agudo hizo que Carlos volteara hacia él, y no pudo evitar estremecerse al verlo hecho un ovillo, temblando de miedo; logró recuperar el control del vehículo, y presionó más el acelerador, incapaz de articular palabra. Ese sonido había sido un disparo ¿Vendría del segundo vehículo? Entre toda la confusión había visto las luces de unos faros, pero no podía fijar la vista en tantos objetivos a la vez, y por poco había chocado contra el borde unos segundos antes.
El camino seguía ante ellos de forma que parecía interminable, y el vehículo que se acercaba parecía a cada segundo más y más cerca, a pesar de sus esfuerzos por evadirlo; unos momentos después, dos nuevos truenos rompieron la oscuridad, y le arrancaron un grito de espanto que sonó rasgado y roto.

—¡Agachate!

Tobías se encogió más en sí mismo, mientras un estruendo de metales estalló justo detrás de ellos; enloquecido, Carlos presionó el acelerador a fondo al mismo tiempo que miraba por el retrovisor, clavando el pie en el pedal con la intención inconsciente de cargar más velocidad al vehículo y escapar del desastre. A sus espaldas, el camión había perdido el control por algún motivo, y se estrelló contra la barrera metálica del lado izquierdo de la vía, arrancando chispas y un crujido de metales que no cesaba; con horror vio que un automóvil aparecía desde atrás y se les acercaba a gran velocidad.

—¿Están bien? Soy policía ¡Soy policía!

El otro vehículo igualó su velocidad y se ubicó a la derecha: el hombre que conducía sacó el brazo por la ventanilla y enseñó algo que parecía una placa ¿Podía ser un policía de verdad?

—Quiero ayudarlos —gritó contra el viento—, díganme si están heridos.

Carlos no sabía qué hacer. Después de todo lo ocurrido, sonaba demasiado imposible que alguien hubiese llegado a salvarlos en esa ciudad dormida.

—Está diciendo la verdad —murmuró Tobías—, no está mintiendo.

Seguía acurrucado en el asiento, pero después de dejar un poco atrás el horrible sonido del camión, parecía haber recuperado algo de fuerzas. El camión sin embargo, aún pugnaba por alcanzarlos.

—Tengo que detenerme; tendré que hablar con él.

Sabía que era una medida arriesgada en extremo, primero porque el camión aún estaba intentando avanzar en su dirección, pero mucho más que eso, porque no sabía si una vez que detuviera el auto tendría fuerzas para volver a arrancar. Al final tomó la decisión de bajar la velocidad, y el policía pareció comprender porque hizo lo mismo y acercó su auto lo más posible.

—¿Están heridos?
—No.
—Sé que están asustados; si están intentando salir del distrito, iré con ustedes; lo haremos juntos ¿De acuerdo?

Román estaba espantado de lo que había visto al acercarse: el que conducía tenía la edad de Matías, probablemente, y a su lado iba un pequeño que cuando mucho tendría ocho años; cómo habían logrado escapar del hipnótico efecto de los animales y sobrevivir hasta ese momento era algo que escapaba a entendimiento, pero al menos lo podía hacer creer que algo de esperanza quedaba.

—El camión sigue acercándose.
—Maldición, estoy seguro de que le di en un neumático.
—No importa, Dante, con que se retrase basta por ahora.

Aunque la imagen del camión acercándose por el retrovisor le decía con mucha claridad que sí era importante; un vehículo de esa envergadura podía ser muy resistente en manos de un buen conductor, y por lo visto, ese lo era. Lo que le preocupaba era que ese muchacho no parecía ser capaz de resistir mucho tiempo más, y era evidente que estaba demasiado asustado como para detener el auto.
Y no podía culparlo; los animales a los costados de la pista seguían ahí, mirando fijo a todo en el interior, y parecía como si en cualquier momento pudiesen ingresar y atacarlos, como esos perros y gatos, como esos roedores sobre el techo de su auto poco antes.

—Voy a detener el auto ¿De acuerdo? —gritó hacia el otro vehículo— Me detendré y podrán subir ¿Está bien?

El jovencito lo miró con pánico por un segundo, y luego murmuró algo hacia el asiento del copiloto; necesitaban volver a ganar velocidad, antes que el camión con la rueda pinchada volviera a alcanzarlos.

—Vamos, debemos darnos prisa.

El joven finalmente asintió, y con eso el policía se sintió un poco más seguro; aceleró un poco, se detuvo y le dijo a Matías que abriera la puerta trasera, pero el muchacho indicó en sentido contrario, hacia donde se dirigían.

—Son camionetas de Narices frías.

Dante volteó hacia donde Matías indicó, y supo qué era lo que tenía que hacer; era el momento de tomar esa parte del destino en sus manos.

—¿Tienes otra pistola?
—¿Qué?
—Nos están acorralando. Me quedaré en el otro auto y les daré tiempo.
—Espera, no puedes hacer eso —exclamó Matías—, estamos juntos en esto.

Dante esbozó una sonrisa y levantó la mano izquierda, manchada de sangre.

—Lo siento, pero creo que eso no va a ser posible.

Matías miró incrédulo la sangre y no supo qué decir; había fallado en salvar a Greta, y estaba viendo a Dante desvanecerse casi frente a sus ojos. Miró con expresión de súplica a Román.

—No, si estás herido, tienes que quedarte —replicó el policía.
—Es la única forma, alguien tiene que hacerlo. Además, eres policía, tú sabrás mejor qué hacer.
—No, no.

Dante sintió una punzada de angustia al ver que el chico lo miraba con desesperación; un desconocido casi lo había asesinado, y ahora sentía por otro una conexión emocional inesperada, pero que lo forzaba a hacer lo correcto.

—Está bien, no te preocupes. Tienes mucho por delante, no lo desperdicies ¿Vale? Solo no me olvides.

Sujetó con fuerza el arma y se bajó al mismo tiempo que Carlos bajaba con Tobías y unas mochilas.

—¡Suban rápido!

Los chicos subieron al auto del policía, mientras Dante caminaba con determinación hacia el otro vehículo. Los animales habían empezado a moverse hacia el norte, hacia un horizonte que se extendía bloqueado y aún silencioso.


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Narices frías Capítulo 43: Un camino amable





El vehículo se sentía pesado en movimiento, pero Carlos se esforzaba por mantener el ritmo; la noche seguía avanzando mientras se desplazaban por un desierto de cemento oscuro y solitario. De pronto, tuvo que reconocer que el miedo lo estaba superando, y que ante el futuro incierto tenía que hacer algo que antes había visto como imposible.

—Tobías, hay algo que necesito preguntarte.
—Sí.

No podía hablar del perro, o al menos no desde el punto de vista de lo que había pasado con la muerte de los padres del pequeño, pero necesitaba saber si realmente podía ser aquello que estaba pensando era posible.

—¿Que piensas de los animales que había en las otras casas?
—Nada.

Carlos desvió la mirada un momento hacia el chico; no lucia nervioso o angustiado por la pregunta.

—¿Por qué nada?
—Bueno, no pensé que fueran animales en realidad ¿Sabes? Sé que todos se comportaban como si lo fueran, pero no lo eran realmente.

Carlos presionó con más fuerza el volante ¿Cómo era posible que un niño pequeño se hubiera dado cuenta de eso y toda la población del distrito no? Quizás porque para todos ellos los ojos eran el primer filtro, que validaba todo y se imponía ante lo demás; incluso él, luego de comenzar a tener sospechas graves con respecto al animal que sus padres habían adquirido, nunca se planteó la posibilidad de que no fuera un perro. Sus temores estaban enfocados en las intenciones de este, no en su naturaleza, y ese probablemente fue el error que cometieron también otras personas; pero Narices frías era un complejo que funcionaba en todo el distrito ¿Podían ser ellos los responsables de eso? Se dijo que se trataba de algo que no tenía sentido, pero que de todas formas explicaría algo de lo que estaba pasando; las personas se comportaban como si los animales fuesen perfectos, y muy probablemente sus padres no eran los únicos dispuestos a darles mayor importancia que a sus propios hijos.

—Carlos.             
—Sí.
—Esa cosa que me atacó ¿era uno de ellos?

No lo estaba preguntando realmente; Carlos pensó que quizás ya había supuesto que el perro de su casa era el responsable, pero no lo decía porque no sabía cómo enfrentar esa realidad. Pues tanto mejor, ya que él mismo no sabía cómo hablar de eso.

—Sí. Por alguna razón se volvieron violentos, y además eso también afectó a las personas.
—Tú no querías al que había en tu casa.
—No —admitió en voz baja—, lo odiaba porque me daba miedo, pero nadie me hizo caso; parece que tú eres el único que pudo darse cuenta de todo.

Se sumieron en el silencio por largos segundos; la vía por la que iban se haría parte de la carretera urbana dentro de poco, y a partir de ese punto seguirían en línea recta hacia el norte, para poder salir del distrito. Pensó que si todo salía bien estarían en otra ciudad, en donde hubiese electricidad y un lugar en donde descansar, lejos de todo el horror que ambos habían vivido.

—En ese departamento también había una de esas cosas ¿Cierto?

No solo supo que la mujer ya no estaba viva, también que había peces en ese acuario; rendido, Carlos hizo la pregunta que había estado vagando en su mente.

—¿Cómo lo supiste?
—Porque los seres vivos tienen color —repuso el pequeño, con sencillez—, todo lo que está vivo tiene color, pero esos no. Le dije a papá una vez, y él me dijo que las personas tenían sus propias costumbres y había que dejarlos con eso. Que si querían tener ese tipo de mascotas estaba bien por ellos.
—Y estos ¿No tienen color?
—Sí tienen, pero no es como si estuvieran ahí —repuso Tobías, reflexionando—, es como si estuvieran en otra parte, como ver a una persona en un video. Sabes que está, pero no está junto a ti como tú ahora. Es como un fantasma.

Entonces sí podía detectarlo. Carlos sintió un estremecimiento ante esa revelación, porque le hizo creer que tendrían alguna posibilidad de escapar si es que otra vez se presentaba un peligro como ese.
Tuvo un poco de dificultad con la diferencia de nivel entre la calle y la carretera urbana, pero pudo maniobrar y dirigir el vehículo por el carril derecho; rodeados de cemento y metal, estaban yendo solos bajo la noche, aparentemente sin interrupciones, hasta que Carlos notó que en el muro de separación de la vía, cada tanto, había ojos mirándolos.

—Maldición.

No pudo evitar murmurar la conjura, al tiempo que se ponía tenso y perdía ligeramente el control del vehículo. Tobías lo notó, y volteó hacia él con la preocupación pintada en el rostro.

—¿Qué sucedió?

Nada, pero eso no podía ser bueno; Carlos dudó en responder, pero de nada serviría callar, ya que tarde o temprano el pequeño terminaría por descubrirlo por sí mismo. Además, si la presencia de esos animales significaba lo que temía iba a necesitar de la capacidad sensitiva de Tobías para que ambos pudieran salir de allí.

—Lo siento. Tobías, escucha con mucha atención, hay algo que tengo que preguntar.
—Sí.
—Necesito saber si puedes ver a esas cosas al lado de la vía.

El pequeño volteó hacia su derecha y miró por la ventana hacia el exterior; un momento después, fue demasiado evidente que los había visto, ya que sufrió un estremecimiento.

—Carlos.
—Voltea hacia acá; no los miras más.
—Carlos, son muchos.
—Lo sé, no los mires.
—Pero son muchos —exclamó el pequeño, con una voz más aguda que antes—, son muchos, y nos están mirando ¿Por qué nos miran?
—No lo sé, no sé por qué nos están mirando —admitió, con voz ronca—, tal vez es porque nos estamos moviendo ahora mismo y nadie más se mueve. Creo que de alguna forma saben lo que está pasando.
—¿Son fantasmas?

Carlos desearía que lo fueran, porque eso significaría que podrían pasar a través de ellos sin que los tocaran; no habría mordiscos ni rasguños, solo miradas de hielo, frías y agresivas, pero lejanas e impalpables. Pero no tenían esa suerte.

—No, no son fantasmas; no sé lo que son, pero ahora no importa eso, nada es importante. Tobías, perdóname, tengo que pedirte algo.

El niño no respondió, y por un momento Carlos no supo si atreverse a seguir hablando; no supo si iba a ser capaz de sostener el nexo que existía entre ellos, y el pánico ante la posibilidad de ver todo eso quebrarse fue casi tan grande como el que le producía el futuro inmediato.

—Tenemos que salir del distrito, pero creo que esas cosas van a tratar de impedirlo. Tú eres el único que puede verlas por completo y no te pueden engañar; necesito que estés mirando a esas cosas para que podamos escapar.

Tobías no respondió pero era obvio que había entendido la pregunta; Carlos lo necesitaba como un radar para anticipar la aparición de esos seres, que cuando no estaban mirando desde una distancia prudente eran capaces de acercarse sin hacer ruido hasta estar demasiado cerca como para evitarlos.

—¿Y si me equivoco?
—No lo harás, lo sé. Tú tienes un poder que nadie más tiene, algo que ellos no conocen; tú puedes ver la verdad tal como es.

El pequeño bajó la cabeza, y permaneció así por unos segundos; luego respiró un poco más fuerte y habló con algo más de seguridad.

—Está bien, lo haré. Pero tengo mucho miedo.
—Yo también tengo miedo —repuso Carlos—, estoy muy asustado; pero supongo que si lo hacemos juntos, será menos difícil.

Sostuvo el volante con la mano izquierda, y extendió la derecha hacia el niño; el tacto de sus manos sujetando la suya hizo que se sintiera reconfortado, y pudo permitirse creer que podrían hacerlo, que incluso con esos cientos de ojos observándolos, era posible salir de esa ciudad y encontrar el otro lado del camino.
Presionó el acelerador un poco más, y nuevamente con ambas manos sobre el volante pudo ver cómo el marcador subía poco a poco; no sabía cuánto tiempo se tardarían en salir de del distrito, pero creyó que tal vez estaban a mitad de camino para llegar hasta las afueras. De pronto, una silueta se dibujó en el espejo retrovisor, avanzando hacia ellos a una mayor velocidad.
El camión se acercaba por la misma vía, y era llevado con mejor control que el que él podía poner en el auto; si los estaban siguiendo, habían escogido el instante perfecto para atraparlos, ya que estaban lejos de una salida.

—Carlos.

La voz de Tobías volvió a teñirse del miedo de hace un momento atrás, y Carlos pudo ver que había volteado hacia atrás.

—Están mirando hacia acá.

No tuvo que preguntar qué era lo que estaba tratando de decir: Tobías había descubierto que en el vehículo que se acercaba había animales, los mismos que amenazaban todo lo que le quedaba en la vida. Presionó el acelerador.

—Mira hacia adelante y sujétate —exclamó con voz apretada—, tengo que acelerar.

Así lo hizo, y sintió en el cuerpo la presión de la velocidad; se concentró en la pista frente a él y se repitió que podía hacerlo, que si iba lo suficientemente rápido podía escapar de todo. La vía pasaba en reversa con rapidez, convirtiendo poco a poco en borrones las imágenes sólidas, y en esculturas desconocidas las luminarias apagadas.
Poco a poco las figuras adelante se materializaron, y el horizonte se tiñó de dorados a pares, repartidos a lo ancho del único horizonte que existía frente a ellos; y Carlos supo que los animales estaban ahí para detenerlos.
¿Cómo iban impedir que entraran por la ventana sin vidrio? No iba a poder evitarlo desde el asiento del conductor, y Tobías no tenía la fuerza ni la estatura para contener algún objeto como la mochila grande como barrera. las centenas de metros pronto se convertirían en decenas, y quedaría atrapados entre seres pequeños que podían ser mortales, y un camión que los acechaba segundo a segundo.


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Narices frías Capítulo 42: Alianza o traición





Para el momento en que vieron al policía salir por la puerta trasera de la urgencia, Matías y Dante estaban ocultos tras los matorrales de la construcción vecina; el adolescente sostenía al hombre, que reposaba su peso en él, cansado y tembloroso.

—¿Se fue?
—No, pero se está alejando.

Matías había corrido a la urgencia en cuanto fue capaz de reaccionar; de todos modos, no estaba intacto, ya que perros y aves lo acechaban al exterior de la casa de Greta y sufrió ataques de los que solo pudo escapar corriendo con toda su fuerza.

—Lo hiciste muy bien, me salvaste.

Dante sentía que el suelo se hundía bajo sus pies, pero la adrenalina estaba haciendo un buen trabajo en esos momentos y esperaba que siguiera así, para anular el dolor del pecho y permitirle seguir despierto. Cuando llegaron esas personas con el rostro cubierto y dejaron a los animales dentro de la urgencia, fingió estar dormido, guiado por un sentimiento de supervivencia que estaba al máximo desde el momento en que fue atacado en su casa. Esperó inmóvil, con los ojos cerrados y manteniendo el ritmo de la respiración parejo, esperando que nadie se acercara demasiado hasta su camilla.
Luego vino el silencio, y se animó a mirar otra vez, encontrándose con que el enfermero que había entrado a esa habitación estaba sentado en el suelo con un loro en los brazos, con el que hablaba cariñosamente. Se dijo que era su oportunidad de salir a investigar, con la excusa preparada de decir que necesitaba ayuda; pero cuando se encontró con el mismo panorama en los pasillos, su instinto de supervivencia le dijo que tenía en sus manos el momento indicado para salir de ahí, antes que lo que fuese que estuviera pasando lo afectara.
Estaba en eso cuando se encontró con Matías, que llegó a toda carrera al lugar; Dante no recordaba haberlo visto alguna vez, pero el chico lo reconoció y le dijo que tenían que irse porque los animales se habían vuelto locos. Enfrentado a una situación que amenazaba con exceder sus capacidades, Dante no tuvo opción más que confiar en él y decirle que se unieran ante esa dificultad; entraron al cuarto de suministros, desde donde el hombre tomó un uniforme, medicamentos y un bisturí, y se dispusieron a escapar de la urgencia. Fue en ese momento que Matías se acercó a la entrada y vio el auto del policía llegando.

—Llámalo.
—¿Qué?

Matías no sabía conducir, y Dante no estaba seguro de tener la fuerza suficiente para hacerlo; por eso, decidió que tenían que recurrir a él, confiar en que querría ayudarlos, y a partir de ahí improvisar.

—Hazlo. Necesitamos su auto y lo necesitamos a él. Escucha, estaré atento, y si pasa cualquier cosa, yo me haré cargo.

Matías miró en dirección al policía y no pudo evitar sentir pánico; había hecho eso por Greta, porque ella estuvo preocupada por Dante, y después de perderla a ella, la única luz que quedaba era salvarlo a él. Tenía miedo de ese sentimiento, pero era mejor que el vacío absoluto de quedarse en la nada.

—Está bien.

Dejó a Dante y se animó a salir a la vista, pero no fue capaz de hablar; Román se percató de movimiento cerca y volteó hacia la instalación vecina mientras se llevaba la mano al arma, pero lo descartó al ver que se trataba de un adolescente.

—¿Te encuentras bien?
—Necesitamos ayuda.

Román se acercó a paso decidido; poco después vio al hombre reclinado contra la pared y reconoció al herido del atentado.

—Eres tú.
—Escucha, todo esto es una locura —lo interrumpió Dante—, vi a unas personas traer esos animales para acá, y ahora todos parecen zombis; mi amigo y yo necesitamos ayuda.

Era casi un milagro que ese hombre pudiera estar moviéndose después de la herida que había sufrido, pero eso no era importante en comparación con la información que tenía; si había personas encargadas de dejar esas mascotas por el distrito, significaba que estaban hipnotizando a la gente. Después de la violencia, el olvido, por eso la mujer permitió que él se fuera, porque ya tenía todo bajo control.

—¿Puedes moverte?
—Sí. Tenemos que salir de aquí, en cualquier momento puede aparecer esa gente de nuevo.
—¿Pudiste ver cómo eran o cómo estaban vestidos?
—No, solo los escuché ¿Vas a ayudarnos?

Román no sabía si eso era lo correcto, pero encontrar a alguien que no estuviera completamente demente era un enorme paso adelante; además, aunque ya hubiese abandonado todos los principios que tenía en pos de su supervivencia, no podía dejar de ayudar a alguien que lo necesitara.

—Mi auto está en la parte de adelante, puedo sacarlos del distrito.
—Tenemos que llevar cosas, no podemos ir así —apuntó Dante—, si tienes un auto, podemos pasar rápido a recoger algo y nos iremos; será más seguro si estamos todos juntos.

Román había pensado en ir a su casa, pero la urgencia por ponerse a salvo y escapar de un peligro inimaginable habían hecho que bloqueara esa posibilidad. Sin embargo, en su casa tenía más municiones, algo que era básico en un momento como ese.

—Está bien, pero tendremos que ser muy precisos. No hay electricidad ni redes para comunicarse y no sabemos si esa gente va a tratar de hacer algo o no. ¿entienden? —Chico ¿Qué le sucedió a tus padres?
—Ellos no están —replicó Matías—, no están en el distrito. No quiero ir a casa, no tengo nada que salvar.

Román asintió con gravedad.

—Lo lamento.
—No estamos demasiado lejos de mi casa —acotó Dante—, debes recordarlo. No tardaremos.

Rodearon la urgencia y se acercaron al automóvil. En ese momento vieron que estaba cubierto de roedores.

—Maldición.

Las personas que estaban en la entrada parecían ignorantes por completo a lo que estaba sucediendo a tan solo unos metros de ellas; continuaban jugando o hablando en cuchicheos con los animales que tenían en sus regazos, como si a pasos no hubiera otros animales con una actitud amenazante.

—¿Qué haces?
—No se muevan.

Decidió que estaba cansado de todo eso, y que no iba a permitir que le quitaran su auto, que en ese momento era casi lo único que tenía; después de unos segundos de espera, apuntó y realizó un tiro directo al techo, que voló por los aires a tres o cuatro roedores y detonó la alarma del vehículo. Los pequeños animales entraron en pánico, pero Román supo que no era seguro acercarse y abrir la puerta, porque al hacerlo cualquiera podría colarse en el interior.

—Toma.

Matías había vuelto a entrar en la urgencia, y le alcanzó una toalla empapada por un lado en alcohol; sorprendido por la rapidez de su reacción, el policía le prendió fuego por el extremo y la agitó cerca del auto. A pesar de la actitud violenta de los roedores, que estaban a la espera de atacar, el fuego y el calor fue suficiente para obligarlos a alejarse del techo del vehículo.

—¡Ahora, suban!

Matías ayudo a Dante a llegar hasta el auto y sentarse en el asiento del copiloto; un segundo después ya estaban los tres arriba, y el policía buscó frenéticamente en la guantera mientras arrancaba.

—¿Qué haces?
—Toma, revisen el auto —replicó mientras le pasaba una linterna—, creo que no se metió ninguno, pero es mejor que revisen bien. Chico ¿Estás seguro de que no tienes algo que ir a buscar a tu casa? No sé cuando se pueda volver a este lugar.

Matías negó con la cabeza mientras encendía la linterna; la idea de pasar tan cerca del lugar de donde huyó y perdió a Greta se le hacía insoportable.

—Tenemos que ser prácticos —continuó el policía hacia Dante—; piensa en qué puede servir de tu casa, no tenemos tiempo para sentimentalismos.
—No importa, no estoy pensando en sentimientos.

Román aceleró a fondo, y en cosa de minutos estuvieron de regreso en su casa; no pudo evitar sentir una ola de angustia por lo último que recordaba haber vivido ahí. Nunca había sido alguien especialmente sentimental, y por eso no tenía una gran cantidad de objetos que fueran importantes; pero algo de eso había, lo suficiente para que fuera necesario pasar por ahí, mientras en su interior tenía la sensación de que nunca volvería. como si en ese momento el distrito se estuviera convulsionando antes de su destrucción total.
Entró solo, y procurando mantenerse firme fue hasta su cuarto, en donde casi había muerto; ignorando las huellas de sangre que aún estaban en el suelo, se acercó al armario y sacó de él una mochila, en donde guardó rápido algo de ropa, sus documentos, la cadena de oro que era una de sus pertenencias más preciadas, y la navaja con la que aprendió a defenderse con maestría. Hasta el momento, el policía parecía alguien confiable, pero no se iba a quedar con esa idea sin estar prevenido; de momento les servía para salir del distrito, pero si era necesario eliminarlo, lo haría.

—Así que es tu amigo le dijo Román a Matías, mirándolo por el retrovisor.
—Sí.

No parecía ser de muchas palabras, y no parecía tener mucho que ver con ese hombre, pero no era su labor meterse en eso; Román estaba cada vez más cansado, y necesitaba ponerse en movimiento otra vez para que su organismo pudiese reactivarse y seguir funcionando. Necesitaba seguir despierto, al menos hasta el amanecer, y después podría pensar en descansar.

—¿Estás herido?
—No.
—Entonces esa sangre es de alguien que estaba contigo —concluyó el oficial, volteando hacia él—, no importa si no quieres hablar de eso. Solo quiero que sepas que lo lamento.

Matías asintió, pero no respondió. No sabía qué hacer con ese dolor sordo por Greta, de modo que lo único que podía era ponerse a salvo a sí mismo; ella se preocupó por él, le dijo que huyera, y era el único deseo que podía intentar cumplir.
Dante regresó caminando con algo de dificultad, y cuando estuvo arriba, el vehículo emprendió veloz marcha hacia la casa de Román.

—Saldremos por el extremo norte del distrito, es lo más rápido.
—Como quieras. Solo espero que no haya alguien bloqueando las vías de salida.

Román no replicó a eso, pero Dante tenía razón; las principales vías de salida del distrito eran solo cuatro, y en el extremo al que se dirigían podía pasar cualquier cosa. Se maldijo por no haber pensado en eso antes.


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Narices frías Capítulo 41: Secuestro




Si todo lo que había vivido antes no hubiese sido suficiente para convencer a Román de que todo estaba fuera de control, su llegada hasta el servicio de urgencia habría bastado para terminar de hacerlo creer.
Pero en su mente ya no estaban estas dudas; se sentía como una persona por completo diferente, alguien a quien desconocía, y estaba en un mundo tan caótico y falto de sentido que nada de lo que conocía desde antes tenía importancia. Toda su vida había estado condicionada por la muerte de un cachorro por consecuencia de un acto suyo, pero momentos antes tuvo que matar a varios animales intentando defender a una persona, una paradoja que era imposible de resolver de forma satisfactoria. Había fallado como policía y como hombre, intentando representar una especie de ideal humano en contra de una organización cuyos fines no le eran claros, pero eran evidentemente criminales.
La radio de la policía, que con el corte de luz en el distrito se mantuvo operativa, solo emitía el murmullo de la red, pero nadie comunicaba, y eso era reflejo de que la amenaza invisible se extendía en todas direcciones.
¿Y la urgencia?
Él lugar se había convertido en un escenario digno de una película del más alocado director; había vehículos estacionados en zonas incorrectas, y tanto los paramédicos como el personal estaba por completo ocupado con unas visitas que no deberían estar ahí.
Había roedores, gatos, perros y aves en el lugar, y todas las personas de uniforme estaban ocupados de ellos, cuidándolos, acariciándolos o jugando con cada uno, como si fuese todo a lo que pudieran prestar atención. Las luces de emergencia del lugar iluminaban de forma tenue sus acciones, pero no podían disimular el significado enfermizo de todo eso; los animales, que minutos atrás le habían parecido seres violentos y poseídos por una fuerza misteriosa, ahora eran la viva imagen de la ternura y amabilidad, símbolo de quien merece respeto, cariño y atención.
Pero todo eso estaba mal. Era imposible pensar que pudiese ser correcto, porque en principio se trataba de una situación anómala por sí misma, pero con mucha mayor razón considerando lo que estaba pasando; había un corte de luz generalizado, y de seguro pacientes muy graves a la espera. Entró en el lugar con una creciente sensación de incomodidad, ya que en la recepción todas las personas parecían ignorantes a cualquier cosa que sucediera, incluyéndolo a él pasando junto a ellos; buscó en los ojos de los animales algún rastro de la violencia salvaje que vio poco tiempo atrás, pero esta parecía reemplazada por la inocente ternura típica de los animales domésticos.
Debería sentirse tranquilo de encontrar algo similar a la normalidad, pero su reacción fue opuesta a esto: sintió ganas de vomitar, o de gritar, o de hacer cualquier cosa violenta que lo remeciera, lo que fuese que impidiera que esa aparente tranquilidad se colara entre sus pensamientos como una posibilidad concreta.
No estaba bien, nada de eso era correcto, se trataba de una especie de hechizo vertido en ese lugar, por completo opuesto a lo que sucedía en los puntos por donde había pasado tan solo minutos antes. Tuvo que exigirse conservar la calma y seguir adentrándose, buscando algo que ya no estaba tan claro en su mente, que poco a poco se desvanecía entre las nieblas del agotamiento y las heridas sufridas.
Las heridas.
No había tenido oportunidad para pensar en eso después de su paso por las instalaciones de Narices frías, pero al considerarlo, creyó que era demasiado probable que los animales tuviesen algún mal, provocado o no, que generara esos cambios. No era rabia, se trataba de algo mucho más fuerte e impredecible, que por un lado podía transformarlos en bestias mortíferas, y por otro en criaturas capaces de hipnotizar a quienes estuvieran a su paso.
Dado que la gente a su alrededor no le hacía caso, entró tras el mesón de recepción y buscó en él algo de información que pudiera serle de utilidad, intentando ignorar a la mujer que, sentada a dos pasos de él, hablaba en susurros con un hámster blanco que tenía en las manos.
Encontró en el escritorio un mapa del lugar, agradeciendo que incluyera la localización del depósito de medicamentos; satisfecho de poder estar encontrando algo, revisó en la pantalla del ordenador la ubicación de los pacientes ingresados, y entre ellos al único que conocía, al menos de vista.
Con el número de la habitación 203 en mente caminó por esos pasillos imposibles, y no le fue difícil dar con el depósito de medicamentos; sin alguien que se opusiera o siquiera le prestara atención, entró en el cuarto abarrotado de productos y se detuvo a buscar en ellos lo que necesitaba. Había tomado un entrenamiento básico y sabía que, en caso de haber sido mordido por un animal con rabia, necesitaría una vacuna anti rábica e inmunoglobulina para activar su sistema inmune, además de antibióticos. Después de conseguir lo que necesitaba, puso las dosis y los elementos necesarios en una bolsa plástica, y se dispuso a lavarse las heridas; pero solo en ese momento notó que tenía una mordedura en el abdomen, lo que aumentaba el número de zonas que atender.
Mientras se quitaba la camisa y lavaba las heridas del torso y brazos en el lavamanos del depósito, se preguntó con seriedad qué era lo que iba a hacer luego de salir de ahí; todo estaba perdido, y de seguro no mejoraría desde que tuvo la mala idea de ir a presentarse ante la gente que controlaba a los animales. Creyó que podía descubrir algo o incluso hacer algún tipo de amenaza, pero ellos ya sabían todo y estaban cinco pasos por delante.
Después de aplicarse la vacuna contra la rabia y la inmunoglobulina, fue hasta el cuarto en donde estaba el hombre que había sido atacado por el parricida, pero no lo encontró ahí. A juzgar por el estado del cableado, y las manchas de sangre en la camilla y en el suelo, no era difícil pensar que ese hombre había salido de allí por sus propios medios; se le hizo curioso de un modo enfermizo que esa perspectiva lo alegrara, pero de hecho fue así, ya que significaba que él no era el único en todo ese lugar que sabía que las cosas estaban terriblemente mal. Avanzó a paso rápido por los pasillos, hasta que encontró la salida trasera, y cerca de ella más manchas de sangre.
Era una locura, pero dejaría a todas esas personas enfermas o heridas a su suerte, a la espera de que los demás reaccionaran y se ocuparan de ellos; tenía que encontrar a Dante y sacar de ahí a quien quizás era la única persona en todo el distrito a quien podía salvar. No podía haber ido muy lejos, ya que las manchas de rojo vivo en la puerta eran muy recientes; de seguro estaba arriesgando todo con tal de salvarse de algo que ya había enfrentado antes, con apenas suerte para respirar.
Mientras rastreaba, no vio que alguien lo observaba desde cierta distancia.


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