Narices frías Capítulo 36: Perseguido




Román tuvo ganas de gritar de horror al ver lo que había sucedido, pero su entrenamiento prevaleció, y se mantuvo firme sobre sus pies, aunque sus manos apenas pudieron sostener el revólver.
Era imposible negar que ese animal había sido el causante de la muerte de esa mujer y las heridas del hombre; a pesar de estar muerto, aún conservaba la fiera expresión, y sus ojos tan abiertos fijos en lo que debe haber sido su potencial segunda víctima. Lo que no tenía sentido era por qué se había detenido, por qué su actuar había quedado congelado momentos antes.
Al mismo tiempo que se apagaron las luces.
Era una idea absurda, pero al mismo tiempo agregaba algo de sentido a todo lo que había visto hasta ese momento; ese chico con el cuerpo destrozado por meterse en ese sitio de peligro mortal, la ausencia de aves y perros callejeros, el inexplicable silencio del distrito en medio de ese corte de luz, y luego ese animal.
O tal vez solo tenía hambre y cansancio.
Pero por otro lado, no se había sacado de la cabeza las terribles imágenes de lo que había pasado antes; no era casual, no podía ser casual que todo eso estuviera ocurriendo en secuencia. De pronto, gritos en el exterior lo sacaron de sus atropelladas cavilaciones y lo obligaron a salir.
Con el corazón aún oprimido por la escena que ocurría en la casa, vio que el anciano estaba siendo atacado por un grupo de perros; sin esperar más hizo un disparo al aire, pero se quedó helado al ver que los animales no parecieron prestar atención, como si el potente sonido del arma no hubiese llegado hasta sus oídos.
Puso el seguro en el arma y corrió hacia el lugar. Cinco perros grandes estaban mordiendo al anciano, que gemía lastimero entre ellos, apenas pudiendo defenderse; Román se acercó y lanzó una patada a uno de los animales, mientras con el revolver hizo amplios movimientos para alejar al resto. Durante unos tensos segundos los cinco se mantuvieron a distancia, rodeando, y el policía pudo ver con asombro que en todos ellos estaba la misma mirada feroz y la actitud salvaje que en el de la casa.
No iba a poder lidiar con los cinco y rescatar al anciano al mismo tiempo; en una milésima de segundo supo que eso sería imposible, ya que el hombre tenía heridas en los brazos y piernas, lo que junto a su estado de shock lo convertiría en una carga. La única opción que tenía era matar a los perros.
Quitó el seguro y apuntó, pero en ese mismo momento, uno de ellos se lanzó en carrera hacia él, y eso pareció activar en los otros el mismo instinto; el policía descerrajó un tiro que dio en el blanco y derribó al animal, sin embargo le quitó tiempo para reaccionar ante los otros. Sintió los colmillos de uno presionando el muslo izquierdo, mientras otro se arrojaba enloquecido contra su cuerpo; tenía que evitar distraerse y aprovechar la adrenalina para moverse lo más rápido que pudiera, de modo que ignoró el dolor y los desquiciados gruñidos y se concentró en el movimiento.
Rodeado por los cuatro, solo era cosa de segundos para que algún mordisco lo lesionara de forma grave; hizo caso omiso de todo y se movió hacia uno, disparando en la cabeza.
El segundo disparo dio en el costado del que le había clavado los colmillos en el muslo, el tercero en el cuello, y cuando se disponía a hacer el cuarto disparo, el perro se impulsó con gran fuerza y logró derribarlo. Román sintió el impacto del peso del animal en el pecho y trató de apuntar, pero no fue lo suficientemente rápido y la enloquecida bestia consiguió capturar entre sus fauces su muñeca y el arma; durante eternos segundos resistió el agarre de la mandíbula contra los huesos de la mano, hasta que logró asestar un puñetazo con la que tenía libre y disparar, aprovechando la momentánea distracción. El perro soltó un par de gruñidos ahogados que lo salpicaron de sangre, hasta que se derrumbó hacia un costado.
Román empujó al perro a un lado y se incorporó, exhausto; el panorama a su alrededor era devastador, con cinco animales baleados alrededor y un anciano y él heridos. Se dio cuenta de que dos de los perros aún vivían, y por un instante eterno no supo si tenía que hacer algo para terminar o no; acababa de luchar con todo en contra de un grupo de animales probablemente rabiosos, y sus pensamientos estaban atravesados por el velo de la adrenalina y la incertidumbre, y no tuvo el valor de actuar sobre seguro.
Cuando se puso de pie, sintió todo el peso de los golpes y las mordidas en el cuerpo, pero algo más causó un impacto en él; al mirar en dirección al anciano, vio que este estaba inmóvil sobre el suelo, demasiado inmóvil como para no hacer una relación directa. Cojeando se acercó a él, y comprobó que estaba muerto.
Había fallado; había actuado creyendo que era lo correcto, pero se trataba de un error imperdonable dejar al anciano a su suerte mientras él iba en persecución de algo desconocido. El cuerpo del hombre estaba tendido de espalda, congelado para siempre en una mueca de horror que la sangre en su cuello evidenciaba con la misma claridad que sus desorbitados ojos; había cometido un error que le costó la vida a una persona, y contra eso no había solución.
Pero no tuvo tiempo de lamentarse, porque algo se removió y llamó su atención; volteó a la izquierda, y dio un paso atrás cuando un gato saltó desde la pared más
cercana y se acercó hacia él. Tenía la misma expresión salvaje que los perros ¿Acaso toda esa locura era por causa de alguna especie de brote de rabia en el distrito? ¿Podía ser que una cosa así llegara al límite de infectar a las personas o a todos los animales a su paso? La pregunta quedó vagando, porque al mismo tiempo algo lo atacó; sintió los colmillos clavándose en su tobillo derecho, y cuando por instinto trató de retirar la pierna, la brutal presión hizo que soltara un grito de dolor.
El perro que había sobrevivido estaba aún preparado, y desde el suelo forcejeó con él; Román apuntó con la pistola pero se topó con que estaba sin balas, y eso le hizo perder un tiempo demasiado importante. El gato se arrojó contra él y clavó en su brazo sus garras afiladas como agujas, al mismo tiempo que otro perro aparecía en el lugar.
Se trataba de una emboscada, y si no lograba soltarse, correría el mismo destino que el anciano; Román no supo cómo, pero descubrió que eso era así, y supo también que de un momento a otro se había quedado sin tiempo.
Dio un mal paso, cayó y pudo sentir cómo su cuerpo chocaba contra la masa inerte de uno de los animales; se forzó a mantener la escasa concentración que le quedaba, y con el arma golpeó al perro que lo estaba mordiendo. Lo soltó lo suficiente como para liberar la pierna, y lo hizo con un movimiento que desgarró la piel, esparciendo sangre en todas direcciones.
Haciendo caso omiso al gato aferrado a su brazo se contorneó y pudo ponerse de pie; se liberó de él con un golpe que dejó largos cortes en el antebrazo izquierdo, y con espanto vio que había dos gatos y tres perros más acercándose. Avanzó rengueando hacia el auto y consiguió abrir la puerta y entrar, tras lo cual procuró mirar en el asiento trasero y confirmar que ninguna de esas bestias estaba en el interior. No había podido salvar a ese anciano, y en medio de una calle que parecía por completo ignorante a todo lo que estaba pasando, no tuvo más opción que abandonar todo aquello en lo que creía hasta unas horas atrás; lo que estaba pasando no podía ser controlado por él, y si sus temores eran acertados, esa especie de cólera imposible en los animales estaba causando estragos en muchos sitios al mismo tiempo.
Presionó el acelerador y se alejó, elaborando una nueva idea en su mente.


Próximo capitulo: Pasos en el tejado

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