Narices frías Capítulo 39: Susurros



Después de algunos minutos se hizo evidente que las calles del distrito estaban vacías, y eso hizo que la sensación de adrenalina subiera otra vez en su cuerpo.
Le dolía más la pierna en donde uno de los perros lo había mordido, y podía sentir algo de sangre contra la pierna del pantalón, pero no podía detenerse a pensar en eso; Román tenía un destino claro en su mente y no se detendría hasta llegar.
El edificio central de Narices frías estaba casi en el centro del distrito, y le había tomado menos de diez minutos llegar hasta allí a la velocidad que iba;
hasta ese momento no lo había pensado, pero el edificio parecía estar aislado, ya que ocupaba una manzana completa y todas las construcciones de las calles contiguas bloqueaban la vista, impidiendo verlo desde la calle hasta que fuese demasiado tarde. Y cuando estacionó el auto en la esquina, se quedó sin palabras.
La edificación parecía una isla en medio del distrito, recortada de todo lo que la rodeaba por un halo de luz que parecía irreal; todas las luces del lugar estaban encendidas, y después de lo que había visto esa noche, las ventanas aparecieron ante los ojos del hombre como enormes ojos que lo podían ver todo, en todas direcciones.
No era una fantasía, ni algo fruto de su imaginación; de hecho, ni siquiera resultaba tétrico a la vista, pero después de lo que había visto y vivido, le resultaba horrible porque contrastaba con todo lo demás. Era como si en ese sitio el horror de la muerte y la violencia salvaje estuviesen apartados por una muralla invisible, pero poderosa.
Una vez fuera del vehículo no supo qué pensar ¿Qué esperaba encontrar ahí, en cualquier caso? La degradante perspectiva de una especie de caos animal en el centro principal de venta de mascotas del distrito no ayudaba a su percepción de las cosas, pero al menos habría tenido sentido con lo que estaba sucediendo.
Se acercó a la entrada principal: un gran par de puertas de vidrio estaban cerradas y protegidas apenas por una reja que podía enrollarse, y tras ellas se podía ver el descomunal mesón de atención que recibía al público.
Román se acercó a la caseta del vigilante nocturno, de donde salió un hombre de unos cuarenta y cinco años, que lo miró con expresión de preocupación.

—Santo cielo ¿Se encuentra bien?
—¿Hay gente en el interior? —preguntó mientras le enseñaba la placa— Soy policía.

El hombre pareció entender la urgencia imperativa en su voz, y recompuso su expresión de inmediato.

—Sí, señor, siempre hay personal para cuidar de los hijos.

Hijos era una expresión que en esas circunstancias se le hacía violenta y sucia, pero no dijo palabra al respecto.

—Necesito hablar con la persona que está a cargo ahora mismo; es un asunto urgente.

El hombre asintió con gravedad y le indicó que lo siguiera; caminaron por uno de los costados del edificio hasta llegar al estacionamiento privado; el lugar estaba cercado por una tupida malla metálica que impedía ver el interior con claridad, excepto por las sombras de vehículos que se delineaban como bloques. Al entrar, le pareció extraño ver una furgoneta con las puertas traseras abiertas y una camilla vacía tras ella, pero decidió no desperdiciar energías en eso; entraron al edificio por una puerta protegida por contraseña y una vez dentro, se encontró con una instalación completamente funcional, muy distinto a lo que suponía en medio de un apagón.

—¿Tienen generadores propios?
—Sí, es necesario para poder cuidar de todos —explicó el hombre—, no podemos dejarlos sin calefacción o cuidado de los suministros.
—¿Cómo se llama la persona que está a cargo?
—Luciana Velásquez, su oficina está por aquí. Disculpe por preguntar, pero ¿Necesita algún tipo de ayuda para esas lastimaduras? Tenemos un muy buen botiquín de primeros auxilios.

Lo necesitaba, pero no de un sitio como ese; debería haber ido a la urgencia, distante algunas calles de allí, pero no podía perder tiempo, y además de eso, de seguro estarían ocupados con otros casos más urgentes como el de ese muchacho de la empresa de electricidad. Los rasguños y mordidas no lo matarían.

—Es aquí.

El hombre tocó muy quedamente a la puerta de una oficina, y una voz dijo que entrara; Román miró alrededor y no pudo evitar distraerse un instante al ver las enormes jaulas con puertas transparentes en donde multitud de animales reposaban en cómodas condiciones. Tenían espacio, camas, soportes, recipientes para agua y comida, y todo lo imaginable para su tranquilidad.
Parecía mejor que esos hoteles para mascotas, y eso le hizo pensar en el coste enorme de todo eso ¿financiado solo con el dinero aportado por las personas al momento de adquirir una mascota? Al entrar en la oficina, vio a una mujer de poco más de treinta años, de cabello rubio, que hablaba por teléfono con un meloso tono.

—Darío es un nombre muy bonito, desde luego; me gusta mucho la música que siento al decirlo.

En ese momento lo miró, y su expresión se tensó lo suficiente como para hacerse visible; recorrió a Román de abajo a arriba, y su mirada se quedó detenida en la herida de su pierna.

—Señorita, el oficial dice que lo trae un asunto muy importante.
—Ya veo —repuso ella, dejando el móvil sobre su escritorio—, estoy segura de que se trata de algo de suma urgencia.

Darío. Para el momento en que el guardia hubo cerrado la puerta y Román hizo la conexión mental, sintió que había pasado demasiado tiempo; la mujer lo miraba con una expresión complaciente y amigable en el rostro.

—No debería haber estado despierto a esta hora. Todos en el distrito duermen, usted debió hacer lo mismo.

Ella lo sabía; el policía no entendía cómo, pero ella sabía todo lo que estaba pasando con los animales, y sabía también que él estaba en las calles hasta hace unos momentos atrás. De pronto, cualquier idea que hubiese tenido antes se esfumó porque descubrió que estaba en el peor lugar del mundo; en una sangrienta noche donde la vida estaba en peligro, él había decidido ir a un sitio en donde ese concepto era demasiado relativo.

—Ustedes son responsables de lo que les está pasando a los animales.

Se sorprendió de descubrir que su voz sonaba tan entera y fría, y se alegró de eso; probablemente no vería la luz del día otra vez, y ese entendimiento hizo que se sintiera seguro y confiado. Ya nada podía perder.

—Lo estamos solucionando, se lo aseguro —replicó ella—, solo es cuestión de unos minutos.

Román retrocedió hasta la puerta; no existía forma de salir de ahí, pero aún tenía el arma cargada y dos cartuchos más en el bolsillo. Eso era todo lo que lo separaba de un destino incierto.

—Y entonces ¿Lo están solucionando? Me pregunto si eso va a servir para los animales que están muertos.

El rostro de la mujer se contrajo en una expresión que era mezcla de incredulidad y sorpresa; entonces así era, lo que fuera que estuviese sucediendo, tenía relación con Narices frías, y de algún modo eso encajaba con el accidente de la planta eléctrica. El nombre retumbaba en su mente como una campana sonando demasiado fuerte.

—Usted no puede...
—¿Qué le hace pensar que fui yo? —repuso él— Hay muertes por todas partes mientras usted está en esta oficina ¿De verdad cree que puede controlar todo? Esos animales pueden ser suyos, pero lo que está pasando en el exterior está fuera de su control. Y toda la sangre y la locura que han causado crecerá hasta que los ahogue.

No esperó más y salió, pero se topó con una sorpresa: un guardia estaba bloqueando la puerta por donde él había entrado, y lo miraba con el rostro desencajado mientras sostenía un móvil en las manos. Entonces escuchó todo porque ella nunca cortó la llamada en la oficina.

—Abre la puerta.

Lo dijo con determinación, mientras extraía el arma y apuntaba, seguro y decidido. Quizás su auto ya no estaba, pero si conseguía salir de ese edificio, tendría alguna posibilidad.
Pero el hombre no pareció reaccionar ante el arma; las otras personas en el lugar se habían detenido en sus acciones y miraban entre confundidas y asustadas, pero nadie parecía realmente atemorizado ante la visión de un desconocido con un arma en las manos. Contaba con muy pocos segundos antes de que alguien reaccionara en su contra, o ese aséptico y opresivo lugar lo volviera loco.

—¡Abre la puerta!

La mujer en la puerta de la oficina dijo algo en voz baja, pero no lo pudo escuchar; de pronto se dio cuenta de lo único que encajaba en todo eso, o quizás era algo tan desquiciado como todo, pero en su mente hizo sentido. El hombre apuñalado por el vecino homicida no tenía mascotas, el matrimonio muerto no tenía elementos que señalaran que ese perro fuese suyo, y él tampoco las tenía. Las mascotas agresivas, el inmenso número de personas en el distrito que tenía animales, la inexplicable quietud de las calles durante un corte de luz, todo estaba conectado con Narices frías y ese irreal comportamiento de las personas que tenía a su alrededor. Tan extraño como la frialdad de un perro que había visto a sus dueños muertos en la sala, o la de un gato que acababa de presenciar un asesinato.
Apuntó hacia una de las enormes jaulas y quitó el seguro.

—Abre la puerta —dijo la voz de la mujer.

El hombre obedeció, y salió de inmediato; un momento después abrió la puerta de la reja del exterior, y sin esperar más corrió hacia su automóvil; había cometido un error crítico ¿Cuánto tiempo se tardarían en intentar callarlo, cuántos animales podrían aparecer en su camino para intentar matarlo? Todo estaba fuera de control, la gente en ese distrito estaba completamente loca y él era un solo hombre, que no sabía en quién confiar, si es que había alguien en quien pudiera.
Una vez estuvo dentro del auto pensó en la urgencia, y en ese hombre apuñalado; quizás sí tenía que ir a ese lugar, y no al cuartel de policía en donde un gato recibía más atención que la noticia de un niño asesinado. Las prioridades y las lealtades no existían, se habían esfumado con la luz y la seguridad.


Próximo capítulo: Cosas ajenas

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