Después
de algunos minutos se hizo evidente que las calles del distrito estaban vacías,
y eso hizo que la sensación de adrenalina subiera otra vez en su cuerpo.
Le
dolía más la pierna en donde uno de los perros lo había mordido, y podía sentir
algo de sangre contra la pierna del pantalón, pero no podía detenerse a pensar
en eso; Román tenía un destino claro en su mente y no se detendría hasta
llegar.
El
edificio central de Narices frías estaba casi en el centro del distrito, y le
había tomado menos de diez minutos llegar hasta allí a la velocidad que iba;
hasta
ese momento no lo había pensado, pero el edificio parecía estar aislado, ya que
ocupaba una manzana completa y todas las construcciones de las calles contiguas
bloqueaban la vista, impidiendo verlo desde la calle hasta que fuese demasiado tarde.
Y cuando estacionó el auto en la esquina, se quedó sin palabras.
La
edificación parecía una isla en medio del distrito, recortada de todo lo que la
rodeaba por un halo de luz que parecía irreal; todas las luces del lugar
estaban encendidas, y después de lo que había visto esa noche, las ventanas
aparecieron ante los ojos del hombre como enormes ojos que lo podían ver todo,
en todas direcciones.
No
era una fantasía, ni algo fruto de su imaginación; de hecho, ni siquiera
resultaba tétrico a la vista, pero después de lo que había visto y vivido, le
resultaba horrible porque contrastaba con todo lo demás. Era como si en ese
sitio el horror de la muerte y la violencia salvaje estuviesen apartados por
una muralla invisible, pero poderosa.
Una
vez fuera del vehículo no supo qué pensar ¿Qué esperaba encontrar ahí, en
cualquier caso? La degradante perspectiva de una especie de caos animal en el
centro principal de venta de mascotas del distrito no ayudaba a su percepción
de las cosas, pero al menos habría tenido sentido con lo que estaba sucediendo.
Se
acercó a la entrada principal: un gran par de puertas de vidrio estaban
cerradas y protegidas apenas por una reja que podía enrollarse, y tras ellas se
podía ver el descomunal mesón de atención que recibía al público.
Román
se acercó a la caseta del vigilante nocturno, de donde salió un hombre de unos
cuarenta y cinco años, que lo miró con expresión de preocupación.
—Santo
cielo ¿Se encuentra bien?
—¿Hay
gente en el interior? —preguntó mientras le enseñaba la placa— Soy policía.
El
hombre pareció entender la urgencia imperativa en su voz, y recompuso su
expresión de inmediato.
—Sí,
señor, siempre hay personal para cuidar de los hijos.
Hijos
era una expresión que en esas circunstancias se le hacía violenta y sucia, pero
no dijo palabra al respecto.
—Necesito
hablar con la persona que está a cargo ahora mismo; es un asunto urgente.
El
hombre asintió con gravedad y le indicó que lo siguiera; caminaron por uno de
los costados del edificio hasta llegar al estacionamiento privado; el lugar
estaba cercado por una tupida malla metálica que impedía ver el interior con
claridad, excepto por las sombras de vehículos que se delineaban como bloques.
Al entrar, le pareció extraño ver una furgoneta con las puertas traseras
abiertas y una camilla vacía tras ella, pero decidió no desperdiciar energías
en eso; entraron al edificio por una puerta protegida por contraseña y una vez
dentro, se encontró con una instalación completamente funcional, muy distinto a
lo que suponía en medio de un apagón.
—¿Tienen
generadores propios?
—Sí,
es necesario para poder cuidar de todos —explicó el hombre—, no podemos
dejarlos sin calefacción o cuidado de los suministros.
—¿Cómo
se llama la persona que está a cargo?
—Luciana
Velásquez, su oficina está por aquí. Disculpe por preguntar, pero ¿Necesita
algún tipo de ayuda para esas lastimaduras? Tenemos un muy buen botiquín de
primeros auxilios.
Lo
necesitaba, pero no de un sitio como ese; debería haber ido a la urgencia,
distante algunas calles de allí, pero no podía perder tiempo, y además de eso,
de seguro estarían ocupados con otros casos más urgentes como el de ese
muchacho de la empresa de electricidad. Los rasguños y mordidas no lo matarían.
—Es
aquí.
El
hombre tocó muy quedamente a la puerta de una oficina, y una voz dijo que
entrara; Román miró alrededor y no pudo evitar distraerse un instante al ver
las enormes jaulas con puertas transparentes en donde multitud de animales
reposaban en cómodas condiciones. Tenían espacio, camas, soportes, recipientes
para agua y comida, y todo lo imaginable para su tranquilidad.
Parecía
mejor que esos hoteles para mascotas, y eso le hizo pensar en el coste enorme
de todo eso ¿financiado solo con el dinero aportado por las personas al momento
de adquirir una mascota? Al entrar en la oficina, vio a una mujer de poco más
de treinta años, de cabello rubio, que hablaba por teléfono con un meloso tono.
—Darío
es un nombre muy bonito, desde luego; me gusta mucho la música que siento al
decirlo.
En
ese momento lo miró, y su expresión se tensó lo suficiente como para hacerse
visible; recorrió a Román de abajo a arriba, y su mirada se quedó detenida en
la herida de su pierna.
—Señorita,
el oficial dice que lo trae un asunto muy importante.
—Ya
veo —repuso ella, dejando el móvil sobre su escritorio—, estoy segura de que se
trata de algo de suma urgencia.
Darío.
Para el momento en que el guardia hubo cerrado la puerta y Román hizo la
conexión mental, sintió que había pasado demasiado tiempo; la mujer lo miraba
con una expresión complaciente y amigable en el rostro.
—No
debería haber estado despierto a esta hora. Todos en el distrito duermen, usted
debió hacer lo mismo.
Ella
lo sabía; el policía no entendía cómo, pero ella sabía todo lo que estaba
pasando con los animales, y sabía también que él estaba en las calles hasta
hace unos momentos atrás. De pronto, cualquier idea que hubiese tenido antes se
esfumó porque descubrió que estaba en el peor lugar del mundo; en una
sangrienta noche donde la vida estaba en peligro, él había decidido ir a un
sitio en donde ese concepto era demasiado relativo.
—Ustedes
son responsables de lo que les está pasando a los animales.
Se
sorprendió de descubrir que su voz sonaba tan entera y fría, y se alegró de
eso; probablemente no vería la luz del día otra vez, y ese entendimiento hizo
que se sintiera seguro y confiado. Ya nada podía perder.
—Lo
estamos solucionando, se lo aseguro —replicó ella—, solo es cuestión de unos
minutos.
Román
retrocedió hasta la puerta; no existía forma de salir de ahí, pero aún tenía el
arma cargada y dos cartuchos más en el bolsillo. Eso era todo lo que lo
separaba de un destino incierto.
—Y
entonces ¿Lo están solucionando? Me pregunto si eso va a servir para los
animales que están muertos.
El
rostro de la mujer se contrajo en una expresión que era mezcla de incredulidad
y sorpresa; entonces así era, lo que fuera que estuviese sucediendo, tenía
relación con Narices frías, y de algún modo eso encajaba con el accidente de la
planta eléctrica. El nombre retumbaba en su mente como una campana sonando
demasiado fuerte.
—Usted
no puede...
—¿Qué
le hace pensar que fui yo? —repuso él— Hay muertes por todas partes mientras
usted está en esta oficina ¿De verdad cree que puede controlar todo? Esos
animales pueden ser suyos, pero lo que está pasando en el exterior está fuera
de su control. Y toda la sangre y la locura que han causado crecerá hasta que
los ahogue.
No
esperó más y salió, pero se topó con una sorpresa: un guardia estaba bloqueando
la puerta por donde él había entrado, y lo miraba con el rostro desencajado
mientras sostenía un móvil en las manos. Entonces escuchó todo porque ella
nunca cortó la llamada en la oficina.
—Abre
la puerta.
Lo
dijo con determinación, mientras extraía el arma y apuntaba, seguro y decidido.
Quizás su auto ya no estaba, pero si conseguía salir de ese edificio, tendría
alguna posibilidad.
Pero
el hombre no pareció reaccionar ante el arma; las otras personas en el lugar se
habían detenido en sus acciones y miraban entre confundidas y asustadas, pero
nadie parecía realmente atemorizado ante la visión de un desconocido con un
arma en las manos. Contaba con muy pocos segundos antes de que alguien
reaccionara en su contra, o ese aséptico y opresivo lugar lo volviera loco.
—¡Abre
la puerta!
La
mujer en la puerta de la oficina dijo algo en voz baja, pero no lo pudo
escuchar; de pronto se dio cuenta de lo único que encajaba en todo eso, o
quizás era algo tan desquiciado como todo, pero en su mente hizo sentido. El
hombre apuñalado por el vecino homicida no tenía mascotas, el matrimonio muerto
no tenía elementos que señalaran que ese perro fuese suyo, y él tampoco las
tenía. Las mascotas agresivas, el inmenso número de personas en el distrito que
tenía animales, la inexplicable quietud de las calles durante un corte de luz,
todo estaba conectado con Narices frías y ese irreal comportamiento de las
personas que tenía a su alrededor. Tan extraño como la frialdad de un perro que
había visto a sus dueños muertos en la sala, o la de un gato que acababa de
presenciar un asesinato.
Apuntó
hacia una de las enormes jaulas y quitó el seguro.
—Abre
la puerta —dijo la voz de la mujer.
El
hombre obedeció, y salió de inmediato; un momento después abrió la puerta de la
reja del exterior, y sin esperar más corrió hacia su automóvil; había cometido
un error crítico ¿Cuánto tiempo se tardarían en intentar callarlo, cuántos
animales podrían aparecer en su camino para intentar matarlo? Todo estaba fuera
de control, la gente en ese distrito estaba completamente loca y él era un solo
hombre, que no sabía en quién confiar, si es que había alguien en quien
pudiera.
Una
vez estuvo dentro del auto pensó en la urgencia, y en ese hombre apuñalado; quizás
sí tenía que ir a ese lugar, y no al cuartel de policía en donde un gato
recibía más atención que la noticia de un niño asesinado. Las prioridades y las
lealtades no existían, se habían esfumado con la luz y la seguridad.
Próximo
capítulo: Cosas ajenas
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