Narices frías Capítulo 23: Un extraño visitante




Para cuando el equipo policial y de emergencias había terminado su trabajo, ya había bastante gente en el lugar y Greta se había regresado a su casa; no le gustaba ser parte de la aglomeración morbosa que esperaba ver los detalles de la sangre como si fuera un espectáculo circense.
Además, ya sabía lo suficiente.
Era alguien de distrito. Greta se dijo que la única razón por la que había tal hermetismo en torno a ese hecho era que quien trató de matar a ese hombre era alguien de ahí. Por eso habían cercado el lugar y había tanta gente de la policía, y esas otras que vestían uniformes con una sigla.
Había pasado poco más de una hora desde que descubrió ese asunto, y estaba con una idea en la mente que no la dejaba en paz, la misma que se había hecho mientras hablaba con ese joven policía después del ruido en la calle que la llevó a salir de la seguridad de su casa.
Era uno de ahí, alguien que sabía la rutina de los demás, que quizás sabía que ese hombre estaría solo en la noche y por lo tanto era vulnerable.
Ella no era nacida ahí, pero desde que se casó, vivió en esa zona, en esa misma casa por los años; siempre pensó que el distrito era un lugar tranquilo, en donde la gente se respetaba, y ahora todo eso estaba manchado por el asesinato. Se sirvió un café solo, su doctor iba a morirse por eso, pero no le importaba, cuando no podía estar tranquila se tomaba un café para animarse.
Pero también estaba la pregunta no formulada que Sebastián había puesto de manifiesto mientras ambos estaban fuera de la casa ¿Por qué estaba tan interesada ella en ese caso?
Desde luego que le importaba el crimen, a cualquier persona le importaría, pero la verdad era que había algo relacionado con ese hombre que la inquietaba: estaba solo, y que alguien se escabullera en su casa para tratar de matarlo resultaba chocante y horrible ¿Qué impedía que ella hubiese tomado su lugar? No estaba segura de si le temía a la muerte, pero la idea de estar agonizando por minutos u horas se le hacía intolerable.
¿Quién era ella para culpar a nadie o decidir quién era o no responsable? El único hijo que tuvieron con Jonás había muerto antes del alumbramiento, y con ese dolor a cuestas y las esperanzas de ambos destruidas, ninguno se sintió con fuerzas para intentarlo nuevamente, de modo que enfocaron su amor en ellos mismos. Desde entonces, fue mucho lo que hablaron de la vida y sus planes, mucho lo que reflexionaron juntos, y la muerte no estuvo exenta de eso; a menudo hablaban acerca de la diferencia entre morir en una casa u hospital a tener un accidente y no poder ser visitado por nadie, pero un caso como ese no se les había pasado por la mente.
Ese hombre quizás no tuviera familia ¿Lo visitaría alguien en la urgencia? Se dijo que muy probablemente los vecinos se mantuvieran aislados, algo que podía entenderse por miedo o algún tipo de egoísmo ante una desgracia ajena, pero también había otra razón, aquella en la que pensaba desde el principio: el culpable estaba entre ellos, y esa era una idea que no podía habérsele ocurrido solo a ella.
Salió al patio de atrás pensando en estas cosas, tratando de idear de qué manera ella podría hacer algo útil; ese patio había albergado en su momento la camioneta, ahora el sitio techado se hacía un poco grande para los muebles y cajas que tenía allí. Seguramente debería hacer algo con ese patio, pero en todo ese tiempo no se le había ocurrido nada en qué utilizarlo, así que era una especie de bodega.

—Ay, mi espalda.

Y de pronto el techo se le vino encima.
Cuando se recuperó del impacto, Greta se dio cuenta que estaba subida en una silla de mimbre tejido, a más de un metro de donde recordaba estar un momento antes, encogida en sí misma, con las manos llevadas al pecho; jadeaba, aunque no sabía si era por el esfuerzo de retroceder casi a la carrera o por el susto. Se tocó el pecho, su corazón latía con fuerza, pero no lo suficiente como para preocuparse por un ataque.
Después creyó que sí iba a darle un ataque: entre los escombros que cayeron había una persona. Y no supo si aliviarse o no cuando vio que se movía.
Un instante después se incorporó.

—Maldición.

Fue más un gruñido que una palabra. Era un muchacho, tendría quince años o así, no estaba segura porque era muy flaco. A pesar de haber atravesado el techo, no parecía herido, ya que se miraba el polvo sobre su ropa; estaba vestido con harapos que los jóvenes identificaban como ropa, con las costuras para afuera, colores discordantes como fucsia, verde y cuadrillé, y zapatillas. Llevaba el cabello negro artificial, corto y completamente desordenado, como si estuviera recién despertando. Cuando la vio, más que asustado pareció fastidiado.

—Cielos.

Greta no lo conocía, no recordaba haber visto ese espectáculo humano por ahí, aunque como no salía mucho, no podía estar segura. Tenía un aspecto que a ella le pareció un desastre, aunque no era como esos punks que mostraban en televisión, más parecía peleado con su ropa.

—¿Quién eres tú y qué haces en mi patio?

No sonaba ni de lejos amenazadora, incluso pudo notar que estaba casi chillando, pero el muchacho seguía viéndose extraño. Se preguntó si quizás se había golpeado la cabeza.

—De acuerdo, esto es incómodo.

Era lo menos cortés que alguien pudiera decirle a una persona a quien había estado a punto de matar de un susto ¿Por qué la única preocupada era ella?

—¿Qué estás haciendo aquí?
—Escuche, no quiero molestar —replicó el joven, como si eso respondiera de algún modo la pregunta—, esto no debería haber pasado.
—¿Esto? —exclamó ella mucho más alto de lo que esperaba—. Acabas de caer en mi patio, casi me matas de un susto ¿Qué hacías en mi techo?

El muchacho seguía sin prestarle atención. Se sacudió las mangas como si el polvo fuera más importante que la persona que tenía delante.

—Técnicamente no estaba en "su" techo —replicó después de un momento—, iba por los techos, que no es lo mismo.

Se miraron unos instantes sin hablar; parecía que el jovencito estaba tomándole el pelo, aunque no se reía ni nada.

—¿No te parece que por lo menos deberías pedirme disculpas? ¡Casi me matas de un susto, muchacho indolente!
—Ah, eso, lo siento —dijo él de un modo un poco mecánico— lamento haber caído por su techo.

Greta enarcó una ceja casi sin darse cuenta; definitivamente estaba bromeando con ella.

—¿Lamento haber caído de su techo? —exclamó ella, casi a los gritos— Esto es... es insólito.
—Lo que pasa es que no soy muy bueno hablando con las personas —dijo el muchacho seriamente— así que...

Se quedó sin palabras, probablemente esperando que con eso bastara. Greta se acomodó en la silla para quedar sentada de algún modo un poco más normal.

—¿Eres de aquí?
—Ajá.

No le parecía para nada familiar. Su pulso seguía agitado, pero estaba bastante segura de no desmayarse; debería estar furiosa, pero más que otra cosa estaba intrigada, porque esa situación era probablemente lo más insólito que le había pasado en décadas.

—¿Cómo te llamas?
—Matías.

Matías. Entonces recordó a un niño, hijo de un matrimonio a una o dos calles de allí; ambos trabajaban en algo itinerante o parecido, el hijo nunca se veía fuera del colegio, tanto que ella pensó en algún momento que lo habrían mandado a la ciudad. Pero de eso bastante tiempo.

—¿Matías, el hijo de los Cavieres?
—Claro —respondió él de mala gana—, sí.
—¿Y qué es lo que hacías en mi techo?
—Me iba —dijo el jovencito como si fuera lo más normal del mundo—, siempre salgo por los techos, es más fácil.

Pero no vivía de ese lado de la calle. La mujer pudo localizar en su mente la que creía que era la ubicación de esa casa, que era casi detrás de la suya, lo recordó porque cerca había, más de una década atrás, una casa en donde una chica reparaba zapatos y ella se los llevaba.

—¿Te estás escapando de tu casa?

Estaba sentada en la silla de mimbre, sujetando los brazos de ésta como si se fuera a caer, el jovencito de pie entre restos de techo, sucio y representando cero amenaza para nadie excepto quizás para sí mismo. Se le antojó todo eso como una extraña escena.

—Eso quisiera, pero no tendría mucho sentido ¿O no?

Efectivamente le pareció que ese jovencito tenía problemas para expresarse. Estaba hablando con ella como si creyera que una persona desconocida tuviera que saber a qué se refería. De todos modos, todo el mundo decía que los jóvenes hablaban como en código entre ellos y por eso los adultos no entendían.

—Y si no estás escapando ¿por qué andas por los techos?
—Porque es más fácil.
—Claro —dijo ella frunciendo el ceño— ¿Adónde ibas?
—Adonde sea —dijo él, encogiéndose de hombros.
—¿Y no vas al colegio?
—Tengo dieciocho —explicó con tono de obviedad.
—A la universidad, al trabajo, a donde sea muchacho.
—¿Por qué? No estoy haciendo nada malo.

La conversación no estaba llegando a ninguna parte; el muchacho no solo era extraño de apariencia.

—Sí hiciste algo, destruiste mi techo.
—Puedo arreglarlo.
—Claro que vas a arreglarlo —repuso ella poniéndose de pie. Quería sonar enojada, pero estaba sintiendo cansancio por el susto pasado y resultaba difícil—, faltaba más. Le diré a tus padres.
—Tengo dieciocho.

Ese argumento no tenía ningún sentido; Greta se dijo que quizás estaba demasiado vieja para intentar razonar con un muchacho de su edad, y ese sentimiento de agotamiento no hizo buen juego con la obvia molestia que sentía con él por haberla asustado.

—Eso no te ayudó a la hora de evitar romper techos ajenos, ya es bastante raro andar de esa manera por las casas, como los gatos.
—Dije que puedo arreglarlo.

Greta se estaba dando por vencida.

—¿Estás bien, te rompiste algo?

El muchacho la miró unos momentos sin comprender ¿Estaría drogado o algo así?

—No me rompí nada.
—Eso es bueno. Yo estoy bien, gracias.

El chico se encogió de hombros.
Ya de pie, le dijo que entrara a la casa, aunque no estaba segura de por qué hacía eso ¿Por qué no gritó por ayuda ni llamó a la policía? Estaba pensando en esa clase de asuntos un momento antes.
Hacía años que no tenía algún tipo de visita en su casa, y si es por hablar de alguien desconocido menos aún. Y estaba en la sala de su casa, sentada a su mesa con un muchachito de Marte que había pasado por su techo hasta caer en su patio.

—Así que te llamas Matías.
—Ajá.

No iba a ser fácil. Pero por alguna extraña razón no sentía rabia en esos momentos, lo que tenía era intriga, y antes de mandarlo a limpiar y martillear quería saber algunas cosas.

—Y me decías que te escapas de casa por los techos para irte por ahí.
—Sí.
—¿Te vas a juntar con tus amigos o a hacer algo?
—No tengo amigos.

Genial. Por fin tenían algo en común.

—¿Por qué te escapas de tu casa, tus padres no quieren que salgas?
—No pueden saberlo, nunca están.

Greta se alegró de su memoria; entonces sí tenían algún tipo de trabajo que los mantenía en movimiento.

—¿Y por qué no sales por la puerta entonces?
—Porque los vecinos hablarían de mí y ellos harían un escándalo.
—¿Les preocupa lo que dicen los demás —preguntó ella, algo confundida por la explicación—, de su familia?
—Lo que dicen de ellos.

O ella estaba muy vieja o él hablaba en código. Pero seguía intrigada ¿Por qué hacía algo como salir escondido por los techos de las casas?

—¿Y qué haces?
—Estoy aquí sentado porque me dijo que entrara.

En ese momento Greta estuvo a punto de tener un ataque de risa, aunque no supo si por nervios o por la respuesta tan literal e inocente que estaba escuchando. Pero se contuvo.

—Eres un chico muy extraño.


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Narices frías Capítulo 22: Certezas poco probables




El día domingo había sido tranquilo en la unidad, aunque Román había vivido cada hora como un auténtico suplicio; después de la experiencia con la niña y sus padres muertos estuvo durante horas resolviendo el papeleo y entregando toda la información correspondiente de ese caso, saliendo apenas por breves minutos para almorzar antes de volver al trabajo. El resto estaba poco ocupado, salvo por un caso del viernes que había sido reportado por un débil testigo: un hombre mayor dijo que un accidente no era tal, pero lo único que tenía en favor de esa teoría era su punto de vista; estaba diciendo que un hombre que tropezó y cayó bajo las ruedas de un vehículo había sido asesinado.
Nunca se había preguntado cual era el límite de esa expresión; como policía, había sido instruido para entender los crímenes como objetos dentro del trabajo, parte de un todo, elementos que podían ser medidos y listados de acuerdo con determinadas pautas. Pero luego de lo que había visto, de esa situación imposible pero cierta, le resultaba difícil establecer un margen específico; seguía entendiendo como muerte y asesinato lo mismo que siempre, pero después de esa escena, era más que meritorio cuestionar todo.
¿Era la niña una asesina? Estaba convencido de que un juez encontraría los argumentos necesarios para decir que no lo había hecho con una mala intención genuina, pero ¿solo por ser menor se le marginaba de toda sospecha? Y también había otro cuestionamiento ¿Había entrado en shock antes de la muerte de sus padres? Si se tratase de un adulto sería muy distinto, pero en ese caso el horror había sido causado por una niña que probablemente no comprendía ni lo que había hecho ni cómo eso influía en todo su entorno.
A menos que sí lo entendiera y no hubiese podido soportarlo.
El domingo no terminó bien; estaba en su casa, durmiendo algunas horas, cuando recibió el llamado de alerta de un suceso criminal y salió disparado en esa dirección.
Resultó ser que no era muy lejos de donde estaba viviendo: tras poco menos de cinco minutos llegó a la calle en cuestión, casi al mismo tiempo que el vehículo de emergencia que fue contactado en paralelo.
La escena era algo más habitual en comparación, aunque no dejaba de ser fuerte: en la sala de la casa, un hombre de aproximadamente su edad yacía en un charco de sangre; estaba desnudo y claramente se había arrastrado desde otro sitio, aunque para el momento en que entró no se movía. Mientras el equipo de emergencia se hacía cargo de él, Román revisó la casa, sin dar con otro ocupante ni el agresor, aunque pudo identificar con facilidad que el lugar del ataque había sido la habitación, en la cama. Los de emergencia no pudieron llevárselo de inmediato ya que estaba crítico, de modo que se abocaron a estabilizarlo mientras él y los demás se hacían cargo de investigar.
No fue difícil tampoco descubrir al culpable, aunque esto resultó de un modo por completo distinto a lo que se hubiese esperado; revisando el exterior de la casa, pudo localizar algunos rastros de sangre, y su primera reacción fue sentirse escéptico ante ese hecho ¿Podía ser que quien intentó cometer ese asesinato hubiese tenido el descuido de salir de ese lugar con un arma goteando sangre? Sin embargo, se trataba de sangre fresca, lo suficiente como para saber que podía ser la misma de la víctima; cuando continuó rastreando el lugar se encontró con otra pista, y por un segundo se dijo que no era posible, que no podía ser tan sencillo.
Pero lo era, y junto a la puerta de la casa contigua localizó otra muestra de sangre, ¿otra evidencia incontrarrestable? Nadie salió al momento de tocar la puerta, y por un instante se sintió en la misma situación que cuando descubrió el otro hecho, lo que lo congeló de un modo antinatural.
Pero quedarse quieto no estaba dentro de sus alternativas, ni por cargo ni por carácter, de modo que rodeó la casa y fue directo a la parte trasera, en donde una puerta sin llave no ofreció demasiada dificultad.
El interior de la casa parecía el anuncio de venta de propiedades de un canal de ese tipo: todo era perfecto, desde el aseo, hasta la posición de los objetos más intrascendentes en los muebles. A simple vista parecía que cada cosa había sido dispuesta a una distancia específica de la otra, para crear una simetría silenciosa, un coro de espectadores que aguardaban inmóviles a que los participantes del lugar descubrieran los secretos ocultos entre el aire que vagaba entre ellos. Esa limpieza extrema, ese orden imposible, todo era demasiado perfecto como para que una persona normal viviera ahí, como para que alguien se desplazara, comiera o viera la televisión.
En la sala no había nadie, y nadie respondió a sus llamadas; en una situación regular eso indicaría que estaba vacío; pero esa no era una situación regular: tres gotas de sangre en el suelo ya le habían indicado, a lo largo de la sala y camino a la escalera, que era muy probable que en el segundo piso encontrara una respuesta.
Con el arma en la izquierda y lista para disparar, Román puso un pie en el primer peldaño para comprobar si crujía, y de inmediato subió con sigilo hasta la segunda planta.
El cuchillo estaba sobre el suelo, y la puerta de una habitación a poca distancia estaba abierta. Quizás se debía a su reciente experiencia con otro caso de muerte, o tal vez solo un presentimiento, pero Román supo que en esa habitación había alguien, y que en ese lugar se encontraba la respuesta a las interrogantes que dejó ese hombre moribundo en la casa contigua.
Algunos policías viejos decían que la muerte tenía un olor; un aroma único que no tenía que ver con la sangre y el fuego, sino con algo que exudaba la persona que cometía ese acto. Independiente de si era de forma deliberada o no, en la estructura física de esa persona sucedía algo, una alquimia de hormonas, fluidos y secreciones internas que salía por los poros, en el aliento, incluso a través de la mirada; se trataba de algo inconsciente, pero que sucedía en cualquier persona. Era quizás debido a un cambio a lo salvaje, a regresar a ese instinto primario de muerte y caza, o tal vez solo porque al destruir otra vida, también se destruía parte de la propia. Román conocía estas historias, pero nunca les había prestado la suficiente atención, hasta que llegó a los últimos peldaños de esa escalera.
No era por la sangre impregnada en el cuchillo, ni por el maniático orden de todo en la casa, sino por algo que quizás no podría explicar. Así como en una morgue había un olor que ni todos los desinfectantes y aromatizantes del mundo podían quitar, del interior de ese cuarto salía un aroma que hizo que se le erizara el vello de la nuca; y el sonido de la respiración que llegó a sus oídos un momento después fue como una anticipación a lo que iba a suceder, el boceto de una imagen que todavía estaba vedada a sus ojos.
La persona estaba allí; no se había escondido, solo regresó a la casa después de intentar asesinar al vecino. Román reguló su propia respiración para no hacerla sonora, y obligando a sus sentidos a mantenerse al máximo, finalmente entró al cuarto y lo vio: se trataba de un hombre de poco más de treinta años, que estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas flectadas; sus brazos caían a los costados del cuerpo sin fuerza, con las manos reposando sobre la superficie, sangradas por fuera, pintadas de rojo. El pecho subía y bajaba a un ritmo regular, mientras el rostro mostraba una expresión de autosatisfacción y calma imposible para ese momento.
Román guardó el arma en la cartuchera bajo el brazo derecho y avanzó un paso, momento en el que el hombre volteó la cara hacia él, solo un poco para que sus ojos muy abiertos lo miraran de forma directa.

—Mi hijo tenía miedo.

Su voz era apenas un susurro, pero podía escucharse con claridad en el silencio del cuarto; Román quiso avanzar hacia él, pero en ese momento notó que la cama no solo estaba cubierta de cobijas revueltas.

—Un padre tiene que proteger a su hijo.

Sonaba orgulloso, mostrando la clase de satisfacción por hacer algo de forma perfecta; Román no se había detenido a averiguar su nombre, ni cuántas personas habían vivido en esa casa hasta ese día.

—Señor, póngase de pie.

Dio la orden con autoridad, pero el hombre no reaccionó; había seguido su movimiento mientras el oficial rodeaba la cama por el punto opuesto, conservando esa sonrisa satisfecha y orgullosa, los mismos ojos abiertos y sin pestañear que parecían estar vacíos.

—Había un monstruo, y mi hijo tenía miedo; un padre tiene que proteger a su hijo de los monstruos.

Román tuvo ese instante de terrorífica anticipación al momento de acercar la mano a la cobija, porque supo lo que iba a ver y no quería verlo. De pronto, todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando sintió algo rozando su pierna derecha; miró por el rabillo del ojo, y vio algo blanco que se desplazaba en el suelo y subía a la cama. Era un gato blanco, que dio un brinco casi como si flotara, para luego recostarse a los pies, enrollado en sí mismo mientras movía la cola quedamente.

—Todos estamos seguros.

Recién en ese momento el gato volteó hacia él, y el policía pudo ver su mirada atenta y reposada. Los ojos dorados parecieron evaluarlo por un instante, para luego perder la atención y voltear hacia el hombre, que seguía sonriendo impávido como antes.

—Todos estamos seguros –repitió.

Román retiró con lentitud la cobija de color celeste, hasta descubrir lo que desde un principio se había ocultado bajo ella. Sintió su mandíbula tensarse, y los tendones del cuello rígidos como cuerdas mientras su vista no podía despegarse.
Había llegado tarde, porque eso había sucedido justo después del intento de asesinato en la casa contigua, o quizás antes.
El niño estaba rígido sobre la cama, tendido de espalda en una posición que en vida pudo ser cómoda, pero que en la muerte resultaba chocante y grotesca; su cabeza estaba levemente torcida hacia el hombro izquierdo, y mantenía los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, dirigidas las dilatadas pupilas eternamente hacia el techo mientras lágrimas secas surcaban su rostro.
Producto del ahogamiento del que había sido víctima, la boca estaba abierta en un inútil gesto de intentar captar algo de aire, y la lengua estaba hinchada, cubriendo todo el espacio, rodeada por los labios amoratados y restos de espuma que había salido al momento de producirse el paro cardíaco. Las manos reposaban a los costados, con los dedos engarfiados, enredada en uno de ellos la sábana blanca, que como un último trozo de la realidad había quedado sujeto a su mano mientras una fuerza para él imposible de contrarrestar se encargaba de destruir todas sus opciones.

—Todos estamos a salvo.

Román levantó la vista hacia él, descompuesto, incapaz por un segundo de controlar lo que estaba sintiendo ante un acto de esa clase; era un niño de aproximadamente diez años, que nada podía hacer para evitar que un hombre adulto decidiera su destino.

—¿Qué hiciste?
—Un padre protege a su hijo —respondió el hombre mientras meneaba ligeramente la cabeza , sus ojos sin pestañear—, tenía miedo, y yo le dije que no debía temer. Le dije que no hiciera ruido, que si se quedaba muy quieto y muy callado yo podría hacerme cargo de todo. Y lo hice, yo terminé con todos los problemas.

Se quedó en silencio y su mandíbula se desencajó un poco hacia la derecha, mientras sus ojos parecían moverse en direcciones opuestas, como si de pronto su cuerpo ya no pudiera resistir más. Luego se quedó inmóvil .


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Narices frías Capítulo 21: Manos de luz



Cuando Darío entendió que todo lo que necesitaba estaba al alcance de sus manos, tuvo ganas de reír, aunque no pudo hacerlo; sin embargo, se quedó quieto en el lugar en donde estaba, riendo en su interior, haciendo un escándalo de risas y gritos más allá de toda imaginación, celebrando haber descubierto lo que iba a suceder.
Su trabajo era la clave de todo. ¿Cuánto había pasado desde que había eliminado al monstruo? Dos días completos, y no lo olvidaba, todo seguía frente a sus ojos como en el primer momento: el leve empujón con la pierna, la forma en que perdía el equilibrio y su cuerpo se inclinaba hacia adelante, guiado por una fuerza inesperada y que no podía controlar; el maletín cayendo al suelo, el monstruo intentando con desesperación recuperar el agarre del suelo.
El vehículo demasiado cerca como para detenerse, la bocina atronando en la calle, y ese instante, ínfimo pero inolvidable, en que todo el mundo se quedó congelado. Habría querido ver su expresión de horror cuando sucedió, pero no fue posible, solo pudo quedarse ahí, viendo cómo el vehículo embestía y el monstruo desaparecía bajo las ruedas con un sonido similar a un crujido. Gritos entre la multitud.
Pero a pesar de estar feliz con su logro, descubrió que en realidad eso sería por causa de la suerte, que en esa ocasión había estado de su lado; no podía creer que el resto de las oportunidades aparecieran por si solas ante él en un corto plazo. Así que pensó y pensó, y ese día lo descubrió, claro como las constelaciones doradas sobre su cama; su trabajo era la solución a todos los problemas, y era el sitio en donde podría encontrar esa clave tan necesaria.  Estaba ahí, la conexión entre sus deseos y la forma de conseguirlos se escondía tras los pasillos de la prisión diaria, el sitio en donde pasaba tan desapercibido como siempre.
Su situación era ventajosa, se dijo esa mañana, porque le permitiría llegar hasta donde era necesario; desde un principio le explicaron con detalle sus ocupaciones, las que él había entendido, pero no podía replicar haberlo hecho. Tenía que llegar por el acceso posterior, cuya puerta estaba custodiada por un guardia que lo dejaría entrar al ver la tarjeta de identificación colgada de su cuello, y luego caminar por el pasillo hasta el pequeño baño en donde se cambiaría de ropa; él sabía que todos lo hacían en un recinto común, pero no le importaba que lo dejaran aparte, incluso se sentía recompensado, aunque ese lugar fuera algo incómodo. En el otro lugar tendría imágenes demasiado claras que podrían hacerlo recordar el pasado, y esa exposición sería innecesaria y dolorosa.
En cambio, lo que hacia todos los días era llegar y entrar a ese baño, en donde había un casillero metálico pequeño que contenía su ropa de trabajo: un pantalón de una tela gruesa, zapatos resistentes, una camisa y chamarra del mismo material que el pantalón. Se colgaba la tarjeta al cuello otra vez, guardaba su ropa y salía, para recorrer un par de pasillos más y llegar hasta un gabinete grande en donde se guardaba útiles de aseo de todo tipo.
Su ocupación iniciaba cuando tomaba el carrito de color amarillo y la escoba, y ponía una cantidad apropiada de un líquido para limpiar pisos que tenía olor a vainilla. No sabía si le gustaba el olor a vainilla, solo sabía que duraba muy poco en el aire y le parecía que era un desperdicio, pero no podía decirlo y en realidad tampoco quería hacerlo; con el carro, el escobillón y el trapo para limpiar el piso iba hasta la escalera del fondo, y bajaba por el largo declive hecho para ese tipo de objetos. En realidad él podría cargarlo y llevarlo por las escaleras, pero le dijeron que era un asunto de seguridad no hacerlo, y con el tiempo se sintió agradecido de esa decisión, ya que le permitía sentir que el inicio y el fin de la jornada como la llegada y salida de una mazmorra: al llegar se hundía en el subterráneo, al irse podía emerger por fin y regresar a la luz, el aire y lo que fuera que hubiese en el exterior.
El subterráneo de la estación era grande, mucho más grande que lo que parecía el edificio desde el exterior; había poco movimiento y muchas máquinas, siempre ronroneando al ritmo del trabajo que realizaban. Ocasionalmente pasaba alguien por ahí, siempre personas ocupadas, eficientes y capacitadas para realizar su labor y que hablaban en términos complejos, o bromeaban acera de sus vidas y amistades. Todos pasaban a su lado sin prestarle atención, sin mirarlo, como si su presencia fuera lo mismo que un mueble en medio del camino; era posible que les hubiesen dicho desde un principio que no le hablaran para importunarlo, pero a menudo él pensaba que era porque era invisible para ellos. No en el sentido práctico, sino de un modo mental, algo parecido a lo que le pasaba a él, pero en el caso de ellos era algo voluntario, que hacían por gusto o por desinterés; ellos decidían ignorar a una persona y lo hacían así sin más, convirtiendo a aquel en aquello y, por lo tanto, indigno de la suficiente atención.
Pero la invisibilidad, así como su mascarilla, era un tipo de poder, una cualidad especial que le permitía conseguir cosas, aunque con cierta dificultad; tenía que ser cuidadoso, moverse con la misma velocidad, manteniendo el paso y los gestos, y la mirada baja como si siguiera concentrado solo en la acción monótona que realizaba durante horas cada día.
Pero Darío sabía que ser invisible ante las mentes de las personas no lo hacía invisible a sus ojos; aunque estuviera siempre ahí como un mueble, la realidad era que, si hacía algo inapropiado, todos lo verían. Por lo tanto, tenía que ser cuidadoso y actuar de un modo sigiloso; como los gatos cuando caminaban sin hacer ruido, debía ser insonoro y no llamar la atención, para poder desplazarse a voluntad.
Su cuerpo era un arma, sus manos eran luces distantes convertidas en una herramienta del presente, e iluminaban el camino que era necesario recorrer para llegar a su destino; desde esa jornada el tiempo ya no existía, solo tenía que encontrar el momento apropiado. ¿Y si el momento era ese mismo día? Desplazaba con movimientos quedos el escobillón, sin prestar atención a lo que estaba haciendo, absorto en sus pensamientos; toda su vida había sido decidida por otros, pero no se trataba solo de eso, porque también, sus intereses o sueños habían sido pospuestos.
El mismo había dejado de lado sus intenciones por fuerza de las circunstancias; había crecido siempre esperando, siempre dejando todo a merced del tiempo una y otra vez, aguardando a que las gotas rellenaran el espacio disponible como granos de arena atrapados en un reloj. Pero, enfrentado a esa situación, a esa red de pasillos subterráneos que eran parte de una estructura enorme que controlaba toda la ciudad, se dijo que tal vez no tenía que esperar, que sus manos, ahora iluminadas, eternas e indestructibles le habían proveído de una capacidad superior, la de adelantarse al paso de los días y las horas y lograr lo que quería.
Nunca más esperar, nunca más quedarse detrás de otros o de las decisiones de otros, solo caminar y llegar a la meta.


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