Narices frías Capítulo 40: Cosas ajenas





Después de salir del departamento donde había tenido la mala idea de entrar, Carlos tuvo que asumir que no sería posible salir del distrito por medios habituales; resultaba evidente que no estaban pasando vehículos de ningún tipo, lo que significaba que para salir tendría que robar un auto.
Sabía conducir lo mínimo, pero con las calles vacías no debería ser un problema demasiado grande; el asunto era robar uno. No se le ocurrió tomar el de su padre, y de ninguna forma volvería a la casa, ya que no estaba seguro de poder soportarlo.
Después de varios minutos de caminata y búsqueda, un auto gris no demasiado llamativo apareció ante sus ojos, en las condiciones que esperaba: con la llave encendido, y decidió que al menos tenía que intentarlo.

—Tobías, voy a hacer ruido, tendrás que taparte los oídos.

Dejó al niño a una cierta distancia y tomó de cerca de un árbol una piedra que le preció lo suficientemente grande y pesada. Sin pensar más, la arrojó con toda su fuerza contra la ventana trasera, del lado del conductor. El vidrio se hizo añicos y de inmediato el sonido de la alarma cortó el silencio que hasta entonces los había rodeado.
Intentando no pensar en lo que podía pasar, metió el brazo por la ventana, quitó el seguro y abrió la puerta delantera, del lado del conductor. Una vez en el asiento tomó la llave desde el encendido y con ella apagó la alarma que estaba taladrando sus oídos.
Con el corazón en la mano salió del auto y volvió donde Tobías, que lo esperaba con los oídos tapados como él había indicado que hiciera; el pequeño parecía preocupado por el sonido que seguramente había percibido de todos modos.

—¿Estás bien?
—Sí —replicó pequeño.
—Bien, vamos. Espero que todo salga bien.

Después de mirar en todas direcciones, guió al pequeño hasta el vehículo y lo dejó junto para despejar de vidrios el asiento trasero; dejó la mochila que llevaba a la espalda junto con la otra más pequeña en ese lugar, y abrió manualmente la del copiloto. Se tardó algunos segundos más en buscar en su mochila una toalla y la aseguró en la ventana que había roto, esperando que esa débil barrera fuese suficiente para evitar que algún animal intentase entrar mientras avanzaban.

—Haremos el viaje en auto.
—Bueno.

¿Qué tanto recordaba de cómo conducir? Su padre le había enseñado lo mínimo, y no fue una situación exactamente de tiempo de calidad conduciendo; la razón por la que había sucedido era por imagen ante los demás, y duró lo mínimo para que en las casas vecinas supieran que él estaba tomando ese tipo de aprendizaje. Una vez ambos estuvieron sentados puso la llave en el encendido y esperó a que el suave ronroneo del motor lo tranquilizara un poco.

«Puedes hacerlo»

Al momento de poner las manos en el volante, no pudo menos que notar que sus nudillos estaban blancos por la tensión; recordó los pasos, y se obligó a seguirlos al pie de la letra. El arranque fue un poco brusco y sintió que podía perder el control, pero no fue así y pudo mantener el vehículo derecho, a poca distancia de la vereda, avanzando hacia el norte.

—¿Te gusta viajar en auto?
—Sí, un poco.

Era evidente que los dos estaban nerviosos; Carlos no quiso mencionar el asunto para no hacerlo más complicado para ambos, pero resultaba inquietante que al estar a bordo de un vehículo no se sintiera realmente más seguro que mientras estaban en la calle. Se dijo que al menos con un auto era más rápido moverse y escapar de cualquier cosa que apareciera en su camino; esa idea tendría que ser suficiente para darse fuerzas suficientes para avanzar y no perder el control.

«Iremos hacia la ciudad más cercana, eso será lo más seguro.»

Quiso decirlo en voz alta, pero se detuvo; hasta el momento habían tenido algo parecido a la suerte, pero no estaba en condiciones de aseverar que la seguridad estaría garantizada.

—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Qué había dentro de ese departamento?

No era algo inesperado, pero en el fondo esperaba que Tobías no se hubiese dado cuenta de ello; o al menos que decidiera pasarlo por alto.

—Algo malo.
—¿Otro animal como el que entró a mi casa?

Resultó sorpresivo escucharlo hablar con esa resolución; solo entonces Carlos entendió que el pequeño estaba mucho más asustado que él en todos los aspectos, y esto no era por su dificultad para ver, sino porque a su edad aún no entendía en toda su magnitud lo absoluto de la muerte. En el fondo él tampoco lo entendía, pero ya había tenido la oportunidad de ver esa mirada vacía y sin vida en sus padres, y ese golpe de realidad era suficiente para entender que lo que fuera que estuviese pasando en el distrito, tenía consecuencias que eran imposibles de revertir.

—No, no era eso exactamente.
—¿Qué era?
—No sé describirlo, pero es mejor que no pienses en eso. No pensemos en eso.

Por otro lado, en su mente seguía dando vueltas la idea que antes había surgido ¿Existía la posibilidad de que Tobías pudiese ver a los animales o percibir a los humanos vivos de un modo mucho más detallado de lo que él había supuesto en un principio? Esa cosa que causó la violencia en los animales y esa especie de vacío de vida en las personas era visible para sus ojos por lo que estaba en la superficie, pero quizás el cambio era mucho más profundo, algo que no era posible ver por otro que no fuera él.
Pero pensar en utilizar al pequeño como un radar para detectar peligros le resultaba horrible de solo pensarlo; se suponía que era él quien tenía que protegerlo y no al revés, y si traicionaba eso, no sabía qué le quedaría. Porque en el fondo, después de lo que había visto y vivido, Tobías era lo único que lo mantenía siendo humano, y necesitaba sentir que era capaz de sentir miedo o preocupación por alguien, o de lo contrario abandonaría cualquier intento.

—Me gustan los chocolates blancos.

Carlos mantenía la vista fija en la pista, pero se tomó un instante para desplazar la mirada hacia el asiento del copiloto; Tobías estaba sentado muy derecho, se había puesto el cinturón de seguridad y tenía la vista fija al frente. Iban a cincuenta y parecía que todo estaba en idéntica calma calle tras calle, mientras dentro del vehículo los miedos susurraban en sus oídos.

—A mí me gustan con almendras —replicó intentando sonar casual—, deberíamos comer unos chocolates después ¿No crees?
—Sí. Eso me gustaría.

No lo había dicho con especial emoción, pero Carlos quiso convencerse de que podría estar bien. Que cuando lograran salir del distrito y se le ocurriera qué hacer, y a Tobías la realidad de la muerte de sus padres le cayera encima, pudiera resistirlo y sobreponerse; también quiso creer que él se sobrepondría.


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Narices frías Capítulo 39: Susurros



Después de algunos minutos se hizo evidente que las calles del distrito estaban vacías, y eso hizo que la sensación de adrenalina subiera otra vez en su cuerpo.
Le dolía más la pierna en donde uno de los perros lo había mordido, y podía sentir algo de sangre contra la pierna del pantalón, pero no podía detenerse a pensar en eso; Román tenía un destino claro en su mente y no se detendría hasta llegar.
El edificio central de Narices frías estaba casi en el centro del distrito, y le había tomado menos de diez minutos llegar hasta allí a la velocidad que iba;
hasta ese momento no lo había pensado, pero el edificio parecía estar aislado, ya que ocupaba una manzana completa y todas las construcciones de las calles contiguas bloqueaban la vista, impidiendo verlo desde la calle hasta que fuese demasiado tarde. Y cuando estacionó el auto en la esquina, se quedó sin palabras.
La edificación parecía una isla en medio del distrito, recortada de todo lo que la rodeaba por un halo de luz que parecía irreal; todas las luces del lugar estaban encendidas, y después de lo que había visto esa noche, las ventanas aparecieron ante los ojos del hombre como enormes ojos que lo podían ver todo, en todas direcciones.
No era una fantasía, ni algo fruto de su imaginación; de hecho, ni siquiera resultaba tétrico a la vista, pero después de lo que había visto y vivido, le resultaba horrible porque contrastaba con todo lo demás. Era como si en ese sitio el horror de la muerte y la violencia salvaje estuviesen apartados por una muralla invisible, pero poderosa.
Una vez fuera del vehículo no supo qué pensar ¿Qué esperaba encontrar ahí, en cualquier caso? La degradante perspectiva de una especie de caos animal en el centro principal de venta de mascotas del distrito no ayudaba a su percepción de las cosas, pero al menos habría tenido sentido con lo que estaba sucediendo.
Se acercó a la entrada principal: un gran par de puertas de vidrio estaban cerradas y protegidas apenas por una reja que podía enrollarse, y tras ellas se podía ver el descomunal mesón de atención que recibía al público.
Román se acercó a la caseta del vigilante nocturno, de donde salió un hombre de unos cuarenta y cinco años, que lo miró con expresión de preocupación.

—Santo cielo ¿Se encuentra bien?
—¿Hay gente en el interior? —preguntó mientras le enseñaba la placa— Soy policía.

El hombre pareció entender la urgencia imperativa en su voz, y recompuso su expresión de inmediato.

—Sí, señor, siempre hay personal para cuidar de los hijos.

Hijos era una expresión que en esas circunstancias se le hacía violenta y sucia, pero no dijo palabra al respecto.

—Necesito hablar con la persona que está a cargo ahora mismo; es un asunto urgente.

El hombre asintió con gravedad y le indicó que lo siguiera; caminaron por uno de los costados del edificio hasta llegar al estacionamiento privado; el lugar estaba cercado por una tupida malla metálica que impedía ver el interior con claridad, excepto por las sombras de vehículos que se delineaban como bloques. Al entrar, le pareció extraño ver una furgoneta con las puertas traseras abiertas y una camilla vacía tras ella, pero decidió no desperdiciar energías en eso; entraron al edificio por una puerta protegida por contraseña y una vez dentro, se encontró con una instalación completamente funcional, muy distinto a lo que suponía en medio de un apagón.

—¿Tienen generadores propios?
—Sí, es necesario para poder cuidar de todos —explicó el hombre—, no podemos dejarlos sin calefacción o cuidado de los suministros.
—¿Cómo se llama la persona que está a cargo?
—Luciana Velásquez, su oficina está por aquí. Disculpe por preguntar, pero ¿Necesita algún tipo de ayuda para esas lastimaduras? Tenemos un muy buen botiquín de primeros auxilios.

Lo necesitaba, pero no de un sitio como ese; debería haber ido a la urgencia, distante algunas calles de allí, pero no podía perder tiempo, y además de eso, de seguro estarían ocupados con otros casos más urgentes como el de ese muchacho de la empresa de electricidad. Los rasguños y mordidas no lo matarían.

—Es aquí.

El hombre tocó muy quedamente a la puerta de una oficina, y una voz dijo que entrara; Román miró alrededor y no pudo evitar distraerse un instante al ver las enormes jaulas con puertas transparentes en donde multitud de animales reposaban en cómodas condiciones. Tenían espacio, camas, soportes, recipientes para agua y comida, y todo lo imaginable para su tranquilidad.
Parecía mejor que esos hoteles para mascotas, y eso le hizo pensar en el coste enorme de todo eso ¿financiado solo con el dinero aportado por las personas al momento de adquirir una mascota? Al entrar en la oficina, vio a una mujer de poco más de treinta años, de cabello rubio, que hablaba por teléfono con un meloso tono.

—Darío es un nombre muy bonito, desde luego; me gusta mucho la música que siento al decirlo.

En ese momento lo miró, y su expresión se tensó lo suficiente como para hacerse visible; recorrió a Román de abajo a arriba, y su mirada se quedó detenida en la herida de su pierna.

—Señorita, el oficial dice que lo trae un asunto muy importante.
—Ya veo —repuso ella, dejando el móvil sobre su escritorio—, estoy segura de que se trata de algo de suma urgencia.

Darío. Para el momento en que el guardia hubo cerrado la puerta y Román hizo la conexión mental, sintió que había pasado demasiado tiempo; la mujer lo miraba con una expresión complaciente y amigable en el rostro.

—No debería haber estado despierto a esta hora. Todos en el distrito duermen, usted debió hacer lo mismo.

Ella lo sabía; el policía no entendía cómo, pero ella sabía todo lo que estaba pasando con los animales, y sabía también que él estaba en las calles hasta hace unos momentos atrás. De pronto, cualquier idea que hubiese tenido antes se esfumó porque descubrió que estaba en el peor lugar del mundo; en una sangrienta noche donde la vida estaba en peligro, él había decidido ir a un sitio en donde ese concepto era demasiado relativo.

—Ustedes son responsables de lo que les está pasando a los animales.

Se sorprendió de descubrir que su voz sonaba tan entera y fría, y se alegró de eso; probablemente no vería la luz del día otra vez, y ese entendimiento hizo que se sintiera seguro y confiado. Ya nada podía perder.

—Lo estamos solucionando, se lo aseguro —replicó ella—, solo es cuestión de unos minutos.

Román retrocedió hasta la puerta; no existía forma de salir de ahí, pero aún tenía el arma cargada y dos cartuchos más en el bolsillo. Eso era todo lo que lo separaba de un destino incierto.

—Y entonces ¿Lo están solucionando? Me pregunto si eso va a servir para los animales que están muertos.

El rostro de la mujer se contrajo en una expresión que era mezcla de incredulidad y sorpresa; entonces así era, lo que fuera que estuviese sucediendo, tenía relación con Narices frías, y de algún modo eso encajaba con el accidente de la planta eléctrica. El nombre retumbaba en su mente como una campana sonando demasiado fuerte.

—Usted no puede...
—¿Qué le hace pensar que fui yo? —repuso él— Hay muertes por todas partes mientras usted está en esta oficina ¿De verdad cree que puede controlar todo? Esos animales pueden ser suyos, pero lo que está pasando en el exterior está fuera de su control. Y toda la sangre y la locura que han causado crecerá hasta que los ahogue.

No esperó más y salió, pero se topó con una sorpresa: un guardia estaba bloqueando la puerta por donde él había entrado, y lo miraba con el rostro desencajado mientras sostenía un móvil en las manos. Entonces escuchó todo porque ella nunca cortó la llamada en la oficina.

—Abre la puerta.

Lo dijo con determinación, mientras extraía el arma y apuntaba, seguro y decidido. Quizás su auto ya no estaba, pero si conseguía salir de ese edificio, tendría alguna posibilidad.
Pero el hombre no pareció reaccionar ante el arma; las otras personas en el lugar se habían detenido en sus acciones y miraban entre confundidas y asustadas, pero nadie parecía realmente atemorizado ante la visión de un desconocido con un arma en las manos. Contaba con muy pocos segundos antes de que alguien reaccionara en su contra, o ese aséptico y opresivo lugar lo volviera loco.

—¡Abre la puerta!

La mujer en la puerta de la oficina dijo algo en voz baja, pero no lo pudo escuchar; de pronto se dio cuenta de lo único que encajaba en todo eso, o quizás era algo tan desquiciado como todo, pero en su mente hizo sentido. El hombre apuñalado por el vecino homicida no tenía mascotas, el matrimonio muerto no tenía elementos que señalaran que ese perro fuese suyo, y él tampoco las tenía. Las mascotas agresivas, el inmenso número de personas en el distrito que tenía animales, la inexplicable quietud de las calles durante un corte de luz, todo estaba conectado con Narices frías y ese irreal comportamiento de las personas que tenía a su alrededor. Tan extraño como la frialdad de un perro que había visto a sus dueños muertos en la sala, o la de un gato que acababa de presenciar un asesinato.
Apuntó hacia una de las enormes jaulas y quitó el seguro.

—Abre la puerta —dijo la voz de la mujer.

El hombre obedeció, y salió de inmediato; un momento después abrió la puerta de la reja del exterior, y sin esperar más corrió hacia su automóvil; había cometido un error crítico ¿Cuánto tiempo se tardarían en intentar callarlo, cuántos animales podrían aparecer en su camino para intentar matarlo? Todo estaba fuera de control, la gente en ese distrito estaba completamente loca y él era un solo hombre, que no sabía en quién confiar, si es que había alguien en quien pudiera.
Una vez estuvo dentro del auto pensó en la urgencia, y en ese hombre apuñalado; quizás sí tenía que ir a ese lugar, y no al cuartel de policía en donde un gato recibía más atención que la noticia de un niño asesinado. Las prioridades y las lealtades no existían, se habían esfumado con la luz y la seguridad.


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Narices frías Capítulo 38: Peces





Pronto se hizo evidente que no podrían salir del distrito caminando, y por alguna razón no había movimiento alguno; parecía que las calles se hubiesen convertido en parte de un pueblo fantasma en donde nada excepto ellos deambulaban, solos al amparo de la luna.

—No hay vehículos pasando.
—No.

Carlos supo que lo que Tobías estaba diciendo no tenía tanto que ver con el hecho concreto del que hablaba, sino con el silencio y soledad alrededor; al no haber luz en el distrito, todo se hacía demasiado evidente y al mismo tiempo, amenazante.
En ese momento estaban caminando por una calle de edificios de departamentos, y el muchacho se preguntó si tal vez podrían hacer una parada.

—¿Necesitas ir al baño?

Tobías tardó un instante en responder, y cuando lo hizo, sonó suficientemente seguro de decir que no, pero Carlos comprendió que estaba intentando no causar problemas; eligió un edificio al azar y se acercó con cautela, esperando no encontrarse con algún animal en la puerta.

—Vamos a parar un poco ¿De acuerdo?
—Está bien.

La puerta del edificio era de doble hoja de vidrio; tuvo ganas de usar la linterna de su móvil, pero descartó la idea de inmediato. Había decidido que lo más sensato era no poner en peligro la batería de el único objeto que podía comunicarlo con el resto del mundo, incluso aunque en ese momento no le servía para más que para hacer peso en el bolsillo del pantalón. Había llamado a la policía mientras caminaban, pero no comunicaba, lo que podía significar que la red no estaba operativa, o algo mucho peor que no se atrevía a imaginar.
Al mirar de cerca vio que la recepción estaba vacía; al empujar una de las hojas de vidrio comprobó que estaba sin seguro, y se atrevió a entrar junto con Tobías. El silencio del interior del lugar era más frío que el del exterior porque no había viento, pero luchó por ignorar la sensación de inseguridad que lo estaba embargando y pensar que todo estaría bien, al menos de momento.
Se acercó al mesón de recepción y miró el panel de la pared; había sólo una llave y correspondía a un departamento en el segundo piso, de modo que era la única opción para entrar. No estaba seguro de que fuera una buena idea, pero ante el caso de encontrarse con alguien en el lugar, podía decir que estaban perdidos o algo por el estilo.
Subieron las escaleras de piedra en silencio, y ubicó el sentido de los departamentos para localizar el indicado; estaba nervioso de haber tomado esa decisión, y recién se le pasó por la mente que estaban en un sitio con una sola vía de salida.

—No hagas ruido.

Tobías asintió en silencio. Carlos acercó la llave a la cerradura y la introdujo, sintiendo que los dientes pasaban por cada uno de los topes indicados con un tintineo que sonaba a campanadas en sus oídos. Por supuesto, las luces en el interior también estaban apagadas, y no se escuchaban voces o ruidos que alertaran de alguna presencia; empujó la puerta con mucho cuidado, intentando descifrar las formas en el interior.

—No hay nadie.

El susurro de Tobías fue casi inaudible, pero hizo que el muchacho se sobresaltara; no desvió la vista del interior, intentando decidir si realmente estaba vacío. El destello cristalino del agua hizo que fijara la vista en cierto punto, en donde unas tenues luces metalizadas desafiaban a la negrura de la noche.

—No hay nadie.
—Espera.

Se trataba de un acuario; reposaba sobre un mueble junto a la pared que estaba en el extremo opuesto a la entrada, bajo un cuadro de bordes también metalizados cuya imagen no podía descifrar. Enfrentando al gran recipiente había una silla de respaldo alto, y estuvo casi seguro de que en ella había alguien sentado; contuvo la respiración sin moverse del umbral, y sin recordar a ciencia cierta había hecho mucho ruido al entrar. Pero ¿Por qué esa persona no se habría movido al sentir que alguien entraba? Incluso si se tratara de alguien a quien esperaba, debería tener alguna reacción.

—Espera aquí.

Susurró en voz baja, y se aventuró a soltarle la mano para entrar al lugar; avanzó con paso lento, muy suave, midiendo la distancia y procurando no tocar algo por accidente; en la oscuridad del departamento apenas se filtraba un poco de la claridad del exterior, que vagaba sobre la superficie traslúcida del agua, y emitía tenues reflejos que se desvanecían en el silencio. Cuando estuvo a dos pasos de la silla, pudo ver que el acuario no estaba vacío; en su interior había dos peces dorados, casi inmóviles, apenas moviendo un poco las aletas, mientras se mantenían sumergidos a un centímetro del cristal. Al momento de despegar la vista de los peces, Carlos tuvo que taparse la boca para no soltar un grito de horror; en la silla permanecía una persona, aunque no lo parecía en ese instante.
Se trataba de una mujer anciana, que estaba sentada erguida de un modo muy antinatural, con la vista fija en el acuario; sus ojos estaban abiertos, desorbitados, sin moverse ni pestañear, dirigidos hacia los peces como si hubiese una línea indisoluble entre ambos extremos. Pero su rostro no era el de una persona tranquila, y la oscuridad incrementaba la sensación de estar viendo algo fantástico e irreal, ya que hacía que las arrugas en su piel tuviesen un aspecto más profundo, y las ojeras parecían hundir los globos oculares más y más en las cuencas.
No estaba viva, no podía estarlo, porque sus ojos se veían desorbitados y secos, y de su boca ligeramente abierta no salía aire alguno.

—¿Carlos?

Petrificado, volteó el rostro hacia el umbral, en donde Tobías aún esperaba por él, de pie en el mismo sitio. Entonces la idea de que la anciana estaba muerta cobró más fuerza, cuando las palabras del pequeño resonaron en su mente.
Tobías tenía un problema a la vista, y no podía ver de la misma forma que las otras personas; sus ojos percibían colores, mientras que sus otros sentidos estaban mucho más desarrollados. Había dicho, en el momento exacto de abrir la puerta, que nadie había en ese lugar ¿Había tenido razón desde el principio? Pudo saber que el departamento estaba vacío, quizás porque de forma inconsciente detectó que no se sentían respiraciones en el interior, pero Carlos lo ignoró por estar confiando en sus propios sentidos.
La anciana en un lado, con una terrible expresión en el rostro, como una fantasmal aparición que había perdido la vida; del otro, dos peces mirando en su dirección, con los dorados ojos fijos en ella, reposando en el agua como si flotaran, demasiado atentos, absortos en su objetivo. Ignorantes de la verdad, o quizás no tanto.
Por fin tuvo la fuerza para reaccionar, y regresó sobre sus pasos hasta llegar a la puerta; estuvo a punto de decirle a Tobías que salieran de ahí, pero tuvo que admitir que, incluso con ese horrible panorama por delante, tenían la opción de usar el lugar, al menos por un momento.

—Tenías razón, no hay nadie aquí.
—¿Qué pasa?

Se había dado cuenta de su nerviosismo; de nada servía intentar ocultarlo, pero si sus sentidos le habían privado de ese horrible espectáculo, no tenía necesidad de decirle la verdad.

—Nada, no importa. Escucha, vamos a usar el baño y saldremos rápido ¿De acuerdo?
—Está bien.

Había pensado en pasar unas horas ahí, pero ese plan no podría fructificar; sin gente y sin vehículos moviéndose, la presencia de otros animales peligrosos era demasiado grande, y luego de ver el estado en el que estaba la anciana, temía que algo pudiese pasarles si se quedaban más tiempo ahí. Debía encontrar el modo de sacarlos del distrito antes del amanecer.


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Narices frías Capítulo 37: Pasos en el tejado





En cuanto su teléfono móvil dio el tono de notificación, Matías dio un salto de la cama y tocó la pared junto a su velador para presionar el interruptor de la luz, pero esta no se encendió.
El móvil había dado la señal de haber sido desconectado aún cuando él no lo había hecho.
Casi al mismo tiempo sintió gritos en el exterior de la casa, y se asomó a la ventana del cuarto, encontrándose con una escena que parecía sacada de una película de horror: unos perros perseguían a una mujer que huía despavorida de ellos. Los gritos se perdieron entre las sombras de una noche sin estrellas ni luna, al mismo tiempo que el silencio amenazaba con extenderse de forma absoluta.
Entonces la imagen de Greta apareció en su mente.
Miró en la pantalla del móvil y comprobó que solo había señal para mensajes de texto, lo que significaba que el apagón era general en el distrito; la electricidad se había ido al completo, y ella estaba sola al igual que él, pero con la diferencia de ser una persona mayor. Nunca le habían preocupado las personas, pero ella había generado algo en él, un movimiento que era inesperado, pero cálido al mismo tiempo; se puso un suéter y después de echar el móvil al bolsillo, salió corriendo de la casa.
No tenía tiempo para dar el rodeo hasta llegar a la otra calle, de modo que escogió hacer la ruta habitual y avanzar a través de los tejados; jamás lo había hecho de noche y menos sin otra luz que la natural a esa hora, pero confió en que sus recuerdos fuesen suficiente.
Avanzó de manera sigilosa, calculando cada paso conforme las formas y los relieves aparecían ante sus pies; fue más ligero en donde era necesario, más firme en donde el techo estaba inclinado, y tuvo la precaución de no dar pasos en falso. Cuando estuvo sobre el techo que había reparado escuchó un grito, y con la sangre helada bajó a toda velocidad; ver al perro enorme sobre el pecho de Greta quebró algo en su interior, y no supo cómo, pero alcanzó el cuchillo desde la mesada y corrió hacia él, sin respirar ni parpadear, con un solo objetivo en mente. Cortó el aire con un movimiento de abanico, y aunque no pudo dar en el blanco, su gesto hizo que el animal retrocediera.
La expresión en su rostro era por completo distinta a algo que hubiese visto alguna vez, y esa ferocidad le aterró, pero no dejó de blandir el cuchillo hacia la bestia, con Greta a solo unos centímetros de él, inmóvil en el suelo. El animal, por alguna razón, se quedó quieto observándolo, y después de unos segundos corrió, pero no hacia él, sino hacia la parte por donde él mismo había entrado momentos antes; escaló con facilidad por la pared y desapareció de vista mientras el muchacho se arrodillaba junto a ella, horrorizado. Apenas tuvo mente para marcar el número de emergencias, aunque no sabía si le contestarían.

—Greta.

Ella estaba tendida de espalda en el suelo, a muy poca distancia de uno de los sillones; el albornoz con el que cubría la pijama llegaba hasta su cuello, y el borde blanco estaba manchado de la sangre que brotaba de su boca.

—Matías.

No supo si escuchó su nombre o solo lo imaginó al ver que intentaba articular algo; sus ojos estaban vidriosos, y su respiración era muy débil e irregular, tanto que al escucharla sintió miedo incluso de tocarla.

—Greta… lo siento, lo siento.

Durante largos momentos ella no se movió, pero luego hizo un esfuerzo y trató de decir algo; el chico estaba arrodillado junto con ella, mirando impotente.

—Matías.

En esa ocasión sí pudo escuchar su nombre; en un agónico respiro, ella había conseguido murmurar unas palabras, y pareció entender que él estaba ahí. Matías tomó su mano derecha entre las suyas, sintiéndola lánguida y fría, con un pulso casi imposible de percibir.

—Le marqué a la ambulancia, ellos van a venir a ayudarte.

El rostro de ella se contrajo en una expresión de dolor; su pecho subió y bajó con dificultad, mientras intentaba pronunciar algunas palabras.

—Tenías razón. Vete. Son los animales, son ellos…

Un terrible dolor azotó su cuerpo, y la palpable sensación lo traspasó. No fue capaz de reconocérselo a sí mismo, pero supo que ella estaba muriendo, y nada podría salvarla de esa situación; ningún servicio de atención médica de urgencia tenía el poder de restaurar las heridas que ese animal le había hecho.

—Lo siento.
—Vete… —repitió ella—, sálvate.

El muchacho la acunó en su regazo, y la abrazó con el cuerpo atravesado por un dolor que nunca había sentido; Greta estaba muriendo en ese momento, y él no podía encontrar las palabras apropiadas para mitigar su sufrimiento o ayudarla con lo que estaba pasando. Hizo lo único que se le ocurrió, entrelazó ambas manos, comenzando a silbar a través de ellas; sintió el sonido débil y entrecortado, pero hizo un esfuerzo y pudo hacer que el sonido fuera estable, que sonara cercano a un arrullo, al viento sobre el mar para que pudiera oírlo antes de no volver a escuchar.
Por primera vez en su vida quiso ponerse en el lugar de alguien mas, para darle parte de la vida que el tenía de sobra, y que a ella le faltaba con desesperación; no le importó la sangre, ni el frío respirar de ella, solo la abrazó intentando hacer que sintiera su presencia, y se quedó quieto hasta que el corazón de Greta se hubo detenido.
Todavía se mantuvo así por unos instantes más, hasta que lo invadió una terrible sensación de desamparo ¿Qué debía hacer? ¿Dejarla ahí? ¿Intentar darle algún tipo de cobijo? No lo sabía, nunca había hablado de eso con sus padres, y en realidad ellos nunca hablaban con él de asunto alguno.
Se quedó arrodillado en el suelo junto a ella, aterrorizado de lo que acababa de suceder, sin saber cómo reaccionar o que hacer. Ese animal estaba ahí afuera, y aunque se había ido, de todos modos seguía en el exterior, y esa amenaza era tan palpable como el horror de saber que había visto la vida de Greta escurrirse entre sus dedos.

—Lo siento.

Sabía que no era su culpa, pero lo dijo de todos modos; rodeado por la oscuridad de la sala y una soledad tan inmensa y opresiva como nunca había creído posible, se puso de pie con miembros temblorosos, pero tuvo que afirmarse en la pared más cercana. Desde siempre había sentido de un modo distinto a las otras personas; sus padres estuvieron muy interesados en desentrañar los misterios de su forma de pensar y comunicarse, pero cuando tuvo cerca de nueve años y los médicos dijeron que en resumen no había algo malo en él, perdieron ese interés y lo dejaron por su cuenta, algo que el agradeció porque le permitía estar en su propia frecuencia. Creció solo y se acostumbró a ser tratado como un fenómeno por todos, hasta que Greta lo trató como si no le importara que él no fuera como los demás.
Se dio cuenta de que estaba llorando, y se sintió solo como nunca antes, porque esa soledad lo estaba hiriendo con una realidad que siempre le había parecido muy lejana a él. No supo qué hacer, y al mismo tiempo tuvo ganas de gritar y de correr, pero no hizo cosa alguna excepto quedarse en donde estaba, derramando lágrimas en silencio por algo que no era su culpa, pero que habría preferido que lo fuera, porque de ese modo quizás lo habría podido evitar.
Luego sintió sonidos en el techo, y las agónicas palabras de ella se hicieron más fuertes en su recuerdo; había dicho que eran los animales, y que él tenía razón ¿se refería a lo que estuvieron hablando antes? Cuando sucedió lo del hombre que trató de asesinar al vecino y mató a su hijo, Matías dijo que creía que había algo malo en algunas personas, y seguía pensando lo mismo. ¿Cómo era que eso se conectaba con los animales? Ese perro había entrado a su casa y la había atacado mientras todo estaba a oscuras luego de ese sorpresivo corte de luz.
¿Podía ser que aquello que él sospechó de las personas estuviese también en los animales? ¿Que, de alguna forma que no imaginaba, algo violento estuviese infectando a las personas? El sonido en el tejado de la casa se hizo más intenso, pero él no se pudo mover.


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