Narices frías Capítulo 09: A través del cristal



Darío se había esforzado mucho para conseguir lo que quería; no se trataba de un problema de inteligencia, habían dicho los médicos, sino de la forma de expresar y comunicar con el mundo.
Lo hicieron ir a muchos especialistas durante un largo tiempo; todos eran personas muy entendidas, de larga experiencia en aquello que hacían, y todos eran muy gentiles con él.
Pero, de todos modos, durante esos años había sido un experimento, un animal de laboratorio; estaba lleno de diminutas marcas de los pinchazos de agujas, de todas esas veces que le extrajeron sangre para hacer pruebas, y de las otras ocasiones en que realizaron infiltraciones de distintos líquidos para verificar ciertas reacciones.
Pasaron años en los que investigaban si su problema era de origen neuronal, físico, o una mezcla de ambos; años de llegar a la oficina de un doctor y dejar que hicieran análisis, que lo pesaran, midieran, que comprobaran su musculatura, índice de grasa, el estado de sus ojos, la salivación, la capacidad de sus oídos, e incontables otros conteos y muestras; desde que lo "descubrieron" en el centro para niños sin hogar a los catorce, creció con docenas de manos sobre su cuerpo, decenas de ojos sobre su fisonomía y cientos de voces que opinaban acerca de él, pero ningún oído que supiera escucharlo de la forma correcta.
Cuando cumplió diecinueve y el interés de los profesionales estaba decayendo, apareció un nuevo doctor que se especializaba en trastornos de conducta conoció su caso, bastante habitual entre la comunidad médica del distrito, y dijo que su problema era acerca de comunicarse con otros individuos, pero que esa dificultad no era a la inversa. Darío siempre había sabido eso, pero no podía decirlo de un modo en que los demás pudieran comprender; podía decir algunas palabras, frases cortas, pero las ideas complejas siempre quedaban atrapadas en el interior de su mente, girando como un carrusel de tiro al blanco al él nunca podía disparar con éxito.
No era mudo, no era hablante, no era retasado, no era super dotado, era solo una cáscara con una pequeña abertura que no permitía salir casi todo, pero que sí podía recibir; al final, esa revelación médica hizo que todos perdieran interés en su caso, porque en general los médicos buscaban soluciones, y en particular los asuntos del comportamiento y el cerebro eran fuente de investigación para alcanzar un resultado que les valiera un mérito, un diploma o una serie de seminarios a los que mucha gente quisiera asistir.
Pero el caso de Darío era algo extraño por sumar algunas características de diferentes trastornos, no era algo realmente novedoso, y por lo que todos decían, no había forma de curarlo, por lo que lo único que podían hacer por él era buscar un lugar en donde pudiera vivir, y otro en donde pudiera trabajar. Necesitaba un trabajo en donde tuviera que hacer siempre lo mismo, con el mismo horario, sin interactuar con otras personas, pero al mismo tiempo, sin estar aislado.
Necesitaban dejarlo en un lugar donde sirviera de algo, y donde no molestara a la gente.
Consiguieron localizar una opción válida para él; le dijeron que tendría un contrato de trabajo, con un sueldo acorde, y que podía vivir en un departamento en un modesto edificio a unas cuantas cuadras de ese sitio. Que no tendría que preocuparse por hacer el pago de los gastos, porque había un acuerdo entre la dueña del edificio y el dueño de la empresa, y descontarían eso del salario.
Le enseñaron a usar la tarjeta para el cajero automático, y le dijeron que sería muy seguro usarla, porque así, no tendría que estar cargando con dinero, que podría ser muy peligroso.
Todos estaban preocupados de proporcionarle las mejores condiciones, por supuesto, y por eso fue que hicieron todas esas cosas sin preguntarle: para crear un espacio seguro en él que pudiera vivir y trabajar, ser útil a la sociedad y no depender de los demás.
Tenía veinte años cuando todo eso sucedió, y para asegurarse de que todo funcionaría bien según sus planes, los médicos y terapeutas que habían estado trabajando con él le dijeron que lo estarían observando, pero sin entrometerse; tenía que cumplir su horario de entrada y salida del trabajo, llegar todos los días a casa y completar un cuestionario que le enviaban impreso una vez al mes. Le dieron un teléfono celular básico, en donde estaba indicado el número de su jefe en la empresa, el del conserje del edificio, el de la terapeuta que revisaría los cuestionarios, y un número al que llamar en caso de alguna emergencia.
Al cabo de un mes, le dijeron que todo estaba muy bien y que podría vivir solo y trabajar como un hombre adulto y productivo, y que estarían siempre pendientes al teléfono por si el necesitaba algo, pero que confiaban en su gran capacidad.
En realidad, él siempre entendió tobo lo que estaba sucediendo; entendía las ansias de algunos de esos profesionales por encontrar una revolucionaria cura para su enfermedad, así como entendió el aburrimiento de la mayoría cuando pasaba el tiempo y no había avance. Entendió que el proceso para insertarlo en la sociedad era una forma elegante de deshacerse de él, y que con el tiempo, nadie iría a verlo o a preguntar cómo estaba. Al final, ser un adulto normal era estar solo en el mundo.

Su vida había sido programada por otros para ser de una cierta forma, y era muy difícil que él pudiera hacer algo al respecto; en ocasiones, como en otras tantas, se sentaba ante la mesa con un cuaderno, tomaba el lápiz y trataba de escribir algo, o hacer un dibujo, pero una y otra vez las ideas chocaban con un muro invisible y nunca llegaban a salir. Al igual que su voz no podía transmitir el sonido completo de las palabras, las manos parecían atrofiadas ante cualquier intento de comunicar: su vida era la de un conejillo de indias, roto y fallado, que observaba el mundo detrás de una ventana sin bisagras, un muro cristalino, sin reflejo.
Si dependiera de él, haría muchísimas cosas, pero esa incapacidad de expresarse como el resto de las personas obstaculizaba todo.
Eso había sido dos años atrás.
Descubrió que la tecnología podía ayudarlo; en el mundo social, decir algunas palabras sueltas lo convertiría en un anormal, pero la red no tenía tiempo, y lo más importante, no podía verlo. Necesitaba un teléfono celular con acceso a internet, pero no podía conseguir uno con facilidad, porque en una tienda le harían preguntas como en los anuncios de televisión y eso le pondría de manifiesto, lo que era justo lo opuesto a lo que quería.
Empezó a hacer algunas caminatas cuando salía del trabajo, acercándose a las tiendas con actitud de normalidad, quedándose en un costado, observando. La mayoría de las personas pagaba con una tarjeta como la suya, lo que supondría una facilidad, pero para llegar a pagar, primero se acercaban a un vendedor, le explicaban lo que querían, y después de algunas confirmaciones, se llevaban su producto; esto suponía demasiados pasos para realizar, un riesgo de arruinarlo, y peor, la posibilidad de exponerse, que era justo lo que no quería.
Tuvo que buscar algunas alternativas, hasta que encontró una tienda que funcionaba como autoservicio; tenía un catálogo impreso, en donde podía ver los detalles de los productos. No vendían teléfonos avanzados, pero sí tenían uno básico con conexión a internet; nunca había navegado en internet, sólo sabía lo que escuchaba de los médicos, que tenían la costumbre de hablar como si él no estuviera presente, y lo que había visto en los ordenadores al pasar. De todos modos, algo era mejor que nada, de modo que hizo el intento y lo logró, lo que le dio su primer triunfo como independiente.
Una vez con el móvil en su poder, inició el navegador, sorprendiéndose de ver que este cargaba de forma inmediata un buscador; tras algún tiempo de adaptación, descubrió que buscar cosas en internet era sencillo y difícil a partes iguales, porque había mucha información y no toda era útil.
Pero tenía tiempo y poco que hacer excepto trabajar; así, fue pasando el tiempo, y descubrió un sitio en donde se podía comprar y solicitar que enviaran a domicilio. Esa lucía como una buena opción, excepto que no quería que el conserje se enterara; decidió seguir buscando, hasta que localizó otro sitio, en donde podía comprar y luego tomar el producto en la tienda. Y era en una calle céntrica del distrito.
Había pasado menos de un año desde que tuvo el móvil cuando diseñó un plan para conseguir otro; tomó una mascarilla para enfermos que había robado tiempo atrás de uno de los tantos laboratorios en que estuvo, hizo la compra a través del móvil y fue a buscar el producto a la tienda con el rostro cubierto. Funcionó a la perfección, ya que el vendedor interpretó su dificultad para hablar como un resfriado, y solo le pidió que le enseñara un número en el móvil, que había recibido como un mensaje.
El nuevo teléfono era un universo completo en sí mismo, y aunque lo había comprado para un motivo muy específico, le gustó mucho; su pantalla era grande, y funcionaba sin botones, como los de los médicos o la gente común, aunque no era tan costoso. No solo tenía un navegador más rápido, sino que tenía otras cosas; descubrió que los íconos eran las aplicaciones de las que la gente hablaba todo el tiempo, aunque eso realmente no le importaba. Ese móvil era el acceso al mundo y como tal, era su tesoro.
Con el tiempo, hizo otras compras a través de una aplicación que servía para eso, entre ellas un adorno que siempre había querido: un cubo de cristal.
No era realmente de cristal como decía en el anuncio, pero eso no importaba; era de acrílico transparente, con una base gris. En su interior tenía una esfera metálica plateada, que destellaba solitaria contra las paredes invisibles; esa esfera era él, una estructura sólida que no podía salir, un prisionero libre que podría estar toda la eternidad rodando desde una esquina a otra, nada más que un objeto, el sordo sonido del otro lado del cristal.


Próximo capítulo: Una equivocación

Narices frías Capítulo 08: Invisible




—Buenos días, hijo.
—Buenos días papá.

Carlos se sentó ante la mesa del comedor, en donde su padre ya estaba ocupando la cabecera; el joven llevaba jeans y una remera blanca, algo sencillo y nada llamativo, especial para estar en casa un domingo.

—Cariño ¿Quieres jugo de naranja?
—Sí, gracias mamá.

Su madre llegó hasta la mesa con un jarrón con el colorido líquido para completar el nutrido desayuno; un día como ese era una especie de evento dentro de la familia, porque como decía ella "no siempre era sencillo reunirse"
Siempre era igual: ella hacía un desayuno fastuoso, igual a los de los comerciales de televenta, y llenaba la mesa del todo lo que se le ocurriera para que fuera decorativo y al mismo tiempo pareciera variado, como si en algún momento fuera a aparecer de sorpresa un vecino que pudiera impresionarse ante esa demostración.
Carlos había tomado algo ligero la noche anterior para poder comer de acuerdo con las expectativas de ella para esa mañana, porque si no lo hacía, ella se molestaría y estaría hablando todo el día de lo mucho que se esforzaba por conservar las tradiciones, y sobre lo desatendidos que eran los jóvenes. Toda esa pantomima a él le parecía patética y falsa, pero al menos esa mañana tenía hambre y podría distraerse de todo lo que significaba ser parte de esa familia.

—Este pan está delicioso, querida.

Carlos miró a su padre, no sin sorprenderse de nuevo de su imagen tan correcta y perfecta, incluso un fin de semana. Un domingo como ese usaba una de sus remeras de estilo clásico, con cuello similar a las camisas, que tenía un bordado con el símbolo que representaba mundialmente a los médicos, con pantalones semiformales a juego y pantuflas especiales para estar en casa.
Era de piel más bien blanca, y siempre estaba muy bien afeitado, con el cabello corto y peinado hacia atrás.
El muchacho se había preguntado en ocasiones cómo lograba su padre estar siempre igual; era como esos muñecos de acción que eran idénticos pero vendían muchos con atuendos o armaduras diferentes. Jamás lo había visto sucio, o con ojeras, o con un vestuario que no fuera exactamente el apropiado para la ocasión.
Los fines de semana con esa ropa, en la semana, de traje y corbata; él ni siquiera lo había visto alguna vez sin camisa, y una o dos veces en que por casualidad se topó con él saliendo del baño luego de ducharse, llevaba una bata de toalla blanca impoluta, muy bien cerrada y aún así, perfectamente ordenado y peinado. Ahora que era un adolescente, se había hecho preguntas de todo tipo con respecto a él, pero la que más se repetía era cómo podía ser que una persona así fuera real; le gustaría hablar con él de cosas de hombres, pero al ver su aspecto, su forma de comportarse y esa actitud perfecta, le resultaba imposible, era intentar hablar con un completo extraño.
Ninguno de sus padres le provocaba el sentimiento de confianza que debería, y sin embargo, ahí estaba, sentado ante la mesa del comedor, desayunando con ellos.

—Querido, esta semana recibí una llamada de la secundaria.

Supuestamente, eso debería generar algún tipo de alarma, pero él, seguro y calmado como siempre, solo volteó hacia ella y miró con mucha atención.

—Me dijeron que el comportamiento de Carlos ha mejorado mucho en los últimos días —explicó ella ante la pregunta no planteada—, está siempre atento, tomando notas en el cuaderno y haciendo las preguntas necesarias.
—Eso es una muy buena noticia —replicó su padre, esbozando una leve sonrisa de aceptación—, quiere decir que hay un buen diagnóstico de los maestros.

Él siempre asociaba todo con la medicina, y a ella siempre le parecía muy ingenioso. Pero, por sobre todo, cada vez que hablaban de su comportamiento o calificaciones, de forma automática lo ignoraban, volviéndolo parte de la ambientación; él no tenía derecho a opinar ni  cuestionar, ya que como decían ellos, se trataba de asuntos importantes que solo podían atender los adultos responsables.
Había sido muy duro para él estar fingiendo todo el tiempo, tanto en casa como en la secundaria, pero era la única forma de mantenerse a salvo; decidió no mencionar palabra al respecto ni hacer promesas de ningún tipo, y dejar que las cosas fueran evidentes por sí solas. Silencioso, comenzó a llegar muy puntual a las clases después de los descansos, y estaba siempre disponible para hacer alguna pregunta o comentario que fuera apropiado a la clase, incluso si no tenía interés en ello o ya lo sabía.
Llegaba de la secundaria, se cambiaba ropa y salía a pasear al perro, procurando hacer el circuito completo y pasar por aparente coincidencia por la puerta de la vecina que era amiga de su madre; regresaba, dejaba al can en su sitio, se daba una ducha y tras quedar en ropa de estar en casa, se quedaba estudiando en el cuarto, con la puerta abierta, para asegurarse de que su madre lo vería ocupado en actividades provechosas cuando pasara por fuera, por una programada casualidad.
Dentro de todo, podía agradecer que su padre estuviera tantas horas ocupado con sus análisis y cirugías, y que su madre siempre tuviera algo que hacer en la casa, porque en ningún momento intentaban conversar con él, salvo para algo muy concreto; podía estar ahí, desayunando con ellos por una hora sir decir una palabra, y ellos no lo considerarían extraño o llamativo.

—Estoy bastante satisfecha —estaba diciendo ella—, lo que me pregunto es si esto podría considerarse una etapa.

Muy bien, habían pasado de las probabilidad de enviarlo a la academia militar a preguntarse si “eso” era una etapa, en tan solo algunos días transcurridos.

—Es un muchacho joven, puede que sí lo sea —reflexionó él—, aunque hay que ser cautos, y siempre estar muy pendientes. En ocasiones los jóvenes pasan por una etapa en que quieren probar el mundo en el que están, pero no se trata de salirse con la suya, no es sólo eso.

Inspiración, y un tono pausado eran el momento previo a un discurso, y por supuesto, su madre reaccionaba atendiendo con mucha concentración, pues era algo de gran importancia.

—Los jóvenes a veces necesitan una dirección, una mano que les indique qué es lo que tienen que hacer, hacia dónde tienen que ir, pero desde luego, no van a decirlo, no lo pedirán de una manera directa, muchas veces porque no lo saben de forma concreta. Y ahí es donde tenemos que estar, atentos.

Sonaba como estuvieran rectificando el motor de un automóvil o algo parecido; Carlos se detuvo a esparcir la mermelada de fresa con suma delicadeza, como si quisiera pintar con ella la rebanada de pan de centeno, aparentando ignorancia, siempre en silencio, siempre con la cara de normalidad, como si fuera un niño pequeño que no entendiera las conversaciones de los mayores.

—Sucedió algo.

El tono de su madre tenía un leve toque de ligereza, como si fuera a contar una anécdota, y eso preocupó a Carlos ¿Se le había pasado algo? Había procurado mantener un comportamiento de autómata todo el tiempo ¿Había sido así?

—Fue hace unos días, la verdad —comentó ella—, no quise comentarte en ese momento para no preocuparte.
—Pero, querida —intervino él—, lo que sea, debiste decírmelo y no cargar con eso tú sola.
—Lo sé, pero fue ese día ¿Te acuerdas cuando tuviste esa cirugía tan compleja, que se extendió por horas?

Su padre hizo un gesto que reflejaba el cansancio que había vivido ese día, y Carlos se preocupó más; había dado por sentado que su madre le contó todo lo que pasó cuando lo regañó por no sacar al perro, y que habían llegado a alguna clase de acuerdo de no mencionarlo, en ningún caso que el tema había pasado a un segundo plano. Pero por supuesto, cuando él llegó por la tarde y todo el fin de la jornada fue hablar sobre esa cirugía tan difícil, cualquier otro tema quedó olvidado.

—Esa chica, tuvo mucha suerte de que su familia tomara la decisión rápida de llevarla para que la atendiéramos. ¿Qué sucedió?
—Bueno, pasó que Carlos no estaba muy motivado en ese momento para sacar a Kor —replicó ella—, y durante un instante pensé en dejar las cosas así. Pero después lo pensé mejor y dije que eso no era lo correcto, porque si dejas pasar una oportunidad, después todo puede salirse de control; así que le dije muy firmemente que debía hacerlo, porque es su responsabilidad.
—Hiciste lo correcto, por supuesto —concluyó él—, pero ¿Qué sucedió después?

Ella suspiró profundo; de momento, Carlos pensaba que toda esa situación podía ir en cualquier dirección, por lo que solo le quedaba esperar.

—Bueno, la verdad, una se queda preocupada cuando sucede algo como esto —comentó, con tono reflexivo—, sabía que me iba a obedecer, porque fui muy firme ¿Sabes? Pero de todos modos estaba un poco preocupada por su actitud afuera, y no quería que algo afectara a Kor, porque él siente las cosas que suceden.
—Eso es cierto —apuntó su padre—, es muy listo y puede notar esos cambios de ánimo.
—Así que al día siguiente estaba un poco preocupada, aunque Kor se veía como de costumbre cuando volvieron; pero hablé con Leonor ¿Y sabes lo que me dijo? Que los vio en la plaza, paseando juntos, y esto es lo mejor. ¡Le estaba enseñando un truco a Kor!

Por el tono, sonaba a que no tendría problemas; sólo en ese momento, pareció como si ambos hubieran notado que Carlos estaba sentado a la mesa junto con ellos, y lo miraron a un tiempo.

—Así que han estado aprendiendo a hacer trucos —comentó su padre, con cierto tono de agrado.
—Creo que así es —dijo su madre.

Ella sonaba como si estuviera hablando de la travesura de un niño pequeño; Carlos luchó contra el verdadero sentimiento que eso hacía aflorar en él, y respondió con calma, sin querer explayarse en el asunto.

—No es nada, solo fueron algunos intentos.
—Tal vez está esperando el momento indicado para enseñarnos lo que han aprendido —dijo su madre—, eso es lo que creo.
—Parece que sí —añadió su padre—. Pero está bien, es un gran paso y es bueno que fortalezcan esas actitudes, es muy sano ¿Por qué no lo traes un momento? Será un segundo, nada más.

Al decirlo, hizo un ligero encogimiento de hombros, como disculpándose por pasar por alto la norma de la familia de mantener a la mascota en el sitio apropiado y no en el interior. Sin decir palabra, Carlos se puso de pie y fue hasta la puerta que conectaba el corredor con el patio trasero, y abrió lentamente; no le pareció extraño que el can estuviera sentado del otro lado, muy atento, casi como si hubiera estado escuchando esa conversación.
Como si supiera que lo iban a llamar.

—Venga, Kor, venga, bonito.

Dando sus habituales pasos largos, el gran danés se acercó al matrimonio y se sentó entre ellos, mientras ambos le hablaban en murmullos y acariciaban su gris pelaje. Como si se tratara de una imagen publicitaria, quedaron los tres en esa actitud, perdidos en la perfección de su actuar, regocijados en su comprensión y entendimiento recíproco; había en ellos un lenguaje propio que iba más allá de las palabras, un sonido mudo que solo ellos podían comprender, una forma de verse que solo ellos entendían.


Próximo capítulo: A través del cristal

Narices frías Capítulo 07: Entre hojas y piedras




Gabriel estaba sentado en la reposadera del patio de su casa; era sábado por la mañana, y casi a mediados de octubre el clima era propicio para descansar un poco desde temprano, olvidándose de las obligaciones.
Aunque sí había hecho algunas cosas al despertarse.
Fue al cuarto de Antonio, y después de darle los buenos días, dejó en el televisor de su habitación un programa que a él le gustaba mucho, diciendo que podría verlo durante un rato antes de levantarse; después fue al patio y abrió la bolsa en donde había estado reuniendo hojas durante el invierno, y la volcó en medio del jardín.
Las hojas pardas cayeron como una lluvia de colores oscuros y secos sobre el pasto fresco de la mañana; cada una de ellas era un mundo en sí misma, pintada y descolorida como un lienzo único e irrepetible, hijos desterrados de la vena materna que los mantenía con vida, abandonados al viento y al silencio, condenados a deshacerse en trozos. Nadie, ni siquiera el tiempo podría contar su historia al final.
Antonio y él habían visto un video informativo de Narices frías un tiempo atrás, en el que decía que algunas mascotas disfrutaban mucho de un tiempo jugando al aire libre, o en un ambiente que fuera similar; en el caso de los felinos, escalar un árbol real o jugar entre ramas y hojas era suficiente, y ayudaba mucho con su tranquilidad y buen estado emocional.
Después de terminar con esa labor, y dejar apropiadamente ordenada la montaña de hojas en medio del patio, fue por el maletín en donde guardaba los elementos de limpieza necesarios, ya que luego del tiempo de juego, sería menester cepillar a Dina para que estuviera en las mejores condiciones. A ella le gustaba mucho que la cepillaran, y cuando ambos lo hacían, se quedaba tendida, con una gran expresión de calma y paz.
En cierto momento, desvió la vista hacia la pared que separaba su patio con el de la casa vecina; se trataba de un muro de un metro y medio de alto, coronado por las copas de plantas frondosas de jardín, que generalmente pasaban la altura de una persona y cubrían la vista en verano con su tupida malla de hojas. En invierno, él ponía una capa malla que cubría el patio por completo, por lo que, en ausencia de hojas, seguía siendo ciego a lo que ocurría del otro lado.
Sin embargo, en ese momento quedaba un espacio entre las ramas, un discreto túnel de luz que conectaba ambos sitios de forma impropia, aunque casual.
Lo que llamó su atención fue ver a una persona del otro lado; se incorporó un poco para ver con un poco más de claridad, y casi de forma automática volteó hacia el interior de la casa, angustiado de que su hijo pudiera estar viendo aquello en ese momento.
Pero la ventana de la habitación de su hijo no daba en esa dirección, y en ese momento lo agradeció; el hombre en la casa vecina estaba desudo al completo, en ese instante dando la espalda al muro, mientras colgaba una hamaca con toda tranquilidad. Ese hombre vivía en la casa de junto desde aproximadamente seis meses, aunque él no lo había visto mucho, más que cuando le dio la bienvenida protocolar a su llegada. Se trataba de un sujeto de unos treinta años, que lucía un aspecto un tanto desarreglado en el vestuario, y dijo que trabajaba en algo relacionado con la televisión; el hombre tenía una estructura física fuerte, y aunque era del todo fuera de lugar, Gabriel se sorprendió de no ver tatuajes en su cuerpo, ya que su aspecto y su modo de actuar le habían hecho pensar que sería esa clase de persona.
Le pareció violento que ese hombre estuviera exhibiéndose de esa forma; en un ambiente privado, o en un lugar apropiado como las duchas de un gimnasio no sería problema, pero en el patio de una casa había una gran posibilidad de estar a la vista de un niño o una persona mayor.
Recordaba su nombre, se llamaba Dante, un nombre que en su momento le pareció más un seudónimo que algo real. ¿Que podía hacer? No era viable hablarle y reprenderlo por sorpresa, ya que estricto rigor, él estaba mirando sin autorización, pero ¿Y si hubiera sido su hijo, o el hijo o hija de alguien más? Los niños no debían estar expuestos a ese tipo de comportamientos bajo ningún punto de vista.
Pero, estando en esa situación compleja, de todos modos, no podía quedarse de brazos cruzados. En silencio caminó hasta la escalera desplegable que usaba para recortar las ramas del árbol del patio, y siguiendo una idea que estaba elaborando durante la marcha, la ubicó junto al tronco de este, distante tan solo un metro del muro divisor, y subió con lentitud, preparándose para aparentar que todo se trataba de una situación casual.
Y ahí, al borde del escalón bajo la aromática copa de su árbol, pudo ver al hombre en la misma actitud, aún atando la cuerda de un extremo mientras lucía indiferente al mundo a su alrededor; ninguna ventana de las otras casas cercanas estaba orientada en esa dirección, como si todos los ojos por decisión propia hubieran evitado mirar.

—Vecino, buenos días.

Procuró que el saludo sonara informal y relajado, aunque su intención era reprenderlo por esa actitud tan desvergonzada; el otro hombre reaccionó y volteó en su dirección, aunque para su sorpresa, no hizo el más mínimo intento por cubrirse.

—Hola, buen día.

Al saludar, levantó la mano en señal acorde; Gabriel no había pensado en esa posibilidad, y dio por sentado que el otro se taparía al saberse expuesto.

—¿Descansando? —preguntó intentando mantener la apariencia de calma.
—Sí —señaló vagamente la hamaca tras él—, tengo algunos días de vacaciones ahora y como no tengo dinero, la mejor opción es descansar en casa.

Mientras hablaba, había avanzado un par de pasos hacia el muro, quedando separados por un par de metros y la distancia de la escalera, a lo sumo; Gabriel no podía dejar de preguntarse cómo el otro hombre podía actuar con tal naturalidad, como si no pudiera comprender el significado de esa escena.

—Así que tiene vacaciones.
—Trátame de tú —replicó el otro, con tranquilidad—, no es necesario ser tan formal, solo dime Dante.
—Sí, claro —dijo en respuesta.
—Y tú, Gabriel —continuó—, cuidando el jardín o descansando.

Eso no estaba saliendo como lo imaginaba; la actitud tan natural de ese hombre y su nulo entendimiento de la situación bloquearon sus perspectivas. No podía decirle que no era correcto andar desnudo por el patio de ese modo, porque ya lo había saludado sin hablar al respecto y comportándose como si no le importara.

—Un poco de las dos cosas; mi hijo todavía está en el cuarto, está durmiendo o viendo televisión.

Esperó que la mención de su hijo hiciera algún efecto, pero se equivocó de nuevo; Dante asintió sin más mientras hablaba.

—Entonces tienes un poco de paz y soledad mientras se levanta.
—Claro —observó— ¿Tienes hijos, niños pequeños?
—No —replicó Dante, encogiéndose de hombros—, los niños son muy difíciles, hay que tener mucha fuerza y paciencia; ya sabes, si uno se hace cargo, no hay vuelta atrás.

La única opción era seguir por la vía de los niños, e intentar llegar al punto desde ahí. Sí, esa sería la forma apropiada de enfrentar esa contrariedad.

—Sí, es un trabajo largo y cansador —explicó intentando poner bastante determinación en sus palabras—, siempre hay que estar muy pendiente de todo, uno nunca descansa cuando se trata de los hijos.
—Estoy seguro de eso, pero debes hacerlo muy bien —observó Dante—, te ves muy orgulloso cuando hablas de él.
—Sí, lo estoy, y también me preocupo —sintió que se estaba apresurando, pero ya no toleraba esperar para decirlo—, por eso es…

No pudo terminar la frase, porque el sonido de un tono de llamada los interrumpió; Dante le hizo un gesto hacia el interior de su casa.

—Lo siento, tengo que contestar. ¿Bebes cerveza?
—¿Qué? —Respondió Gabriel, confundido—, sí, sí tomo.
—Tal vez podrías pasar un día y bebemos una o dos, cuando puedas —se encogió de hombros—, si tienes tanta presión, te haría bien ¿De acuerdo?

Gabriel, tomado por sorpresa, no supo qué responder; el otro hombre le hizo un gesto a modo de despedida y entró en su casa, dejando perplejo a su interlocutor.
¿Qué clase de hombre andaba desnudo por su patio, a vista y paciencia de cualquier persona, y además tenía la osadía de invitar a beber a un vecino de buen comportamiento como él, mientras estaba en esa facha?
Gabriel bajó de la escalera sin saber muy bien qué pensar al respecto; esperaba que su sola presencia fuese suficiente para hacerlo entrar en razón, o que, llegado el momento, pudiera dirigir la conversación hacia un punto en que fuera natural llamarlo al recato, en pro de preocuparse de su entorno.
Silenciosamente se acercó otra vez al lugar en donde había visto por accidente la primera vez; Dante había vuelto al exterior y estaba terminando de amarrar la hamaca. Fascinado por el sentimiento de supremacía que le otorgaba el secreto, y al mismo tiempo preocupado por las implicaciones de la escena que estaba presenciando, el hombre siguió los movimientos de su vecino con especial atención, hasta que lo vio tenderse sobre la red de cuerdas, quedando inmóvil, ignorante de posibles miradas.
Si actuaba con tanta naturalidad, desde luego que era porque era una costumbre ir por la vida de esa manera. De pronto, Gabriel se sintió angustiado de lo que pudiera suceder en un futuro cercano; era un hombre joven y fuerte ¿Podría saltar a un jardín vecino con alguna mala intención, algo que él no se atrevía a imaginar?
Miró hacia su casa y pensó en cuanto podría resistir la puerta que daba a ese patio, y un segundo después se descubrió preguntando si sería posible que alguien escalara hasta la ventana del cuarto de su hijo, que estaba en el costado, en el segundo piso.
Antonio aún veía televisión; probablemente, le daría hambre en unos treinta minutos, lo que le daría tiempo para tranquilizarse. No podía mostrarse así ante el pequeño, o él, o probablemente Dina, notarían su malestar, y eso haría resentir su estado de ánimo.
Él debía ser el guardián de su casa; desde que todo dependía de él, resultaba de vital importancia actuar con mesura, pero siendo firme ante cualquier eventualidad que amenazara el orden correcto de las cosas. Después de un momento, se dijo que quizás podría tomar todo con un poco más de calma, que tal vez estaba precipitándose acerca de todo ese asunto.
No todas las personas eran asesinos o pervertidos en potencia.
Quizás ese hombre venía de una zona mucho más calurosa, tal vez vivía cerca de la playa, y al trasladarse al distrito, aún conservaba algunas costumbres que podrían ser más adecuadas en otro sitio; se dijo que, una forma apropiada de actuar como un adulto responsable era moverse a través de un ejemplo, incluso si este no era visible para su hijo.
Lo correcto sería actuar con madurez y calma, controlando la situación en vez de dejar que los hechos lo apabullaran; tendría que conocer a ese hombre, saber de dónde venía, y en último caso, descubrir por qué tenía ese comportamiento tan extraño. Podía ser, simplemente, alguien extravagante que había pasado un tiempo en el extranjero o algo parecido, alguien que solo necesitaba que un vecino que fuera una buena persona y un hombre de bien le explicara ciertas normas de comportamiento básicas en una comunidad como esa.
Al pensarlo con detenimiento, se dijo que debería haber hecho eso desde un principio, cuando él llegó a la casa de junto; debió ser más proactivo y no quedarse en el saludo formal, sino invitarlo a una charla distendida entre adultos, donde, de seguro, ese asunto habría salido a la luz y él habría tenido la oportunidad de controlarlo sin mayores dificultades.
Aún era tiempo de enmendar esa mala decisión. No todas las personas eran peligrosas.


Próximo capítulo: Invisible

Narices frías Capítulo 06: Burbujas




Nelly siempre había querido un pez.
Pero su vida nunca había estado regida por sus decisiones, sino por las de los demás; recién cuando enviudó a los setenta y ocho años se dio cuenta de eso y pensó que ya era tarde, que los sueños y las esperanzas estaban atrapados en el pasado, conectados con una persona inexistente en el presente que vivía.
Sus padres, en otro tiempo y en otra ciudad, decidieron que lo mejor para ella era estar en un internado hasta terminar sus estudios formales, y después decidieron que era bueno que conociera un hombre trabajador, correcto y de buena familia. Ernesto era un buen hombre, y dijo que ella le interesaba mucho, así que como sus padres estaban de acuerdo, en determinado momento se casaron y empezaron una vida de matrimonio.
Décadas después, él ya no estaba, sus dos hijos ya eran adultos, y ella estaba sola en el departamento; antes de morir, Ernesto dejó encargado que sus hijos vendieran la casa matrimonial y compraran ese departamento en una zona muy bonita en el distrito, para que ella pudiera estar en un lugar cómodo, pero no tan excesivamente grande, bien ubicado y a solo cuarenta minutos por la carretera urbana de las casas de sus hijos, quienes ya no vivían ahí desde que formaron sus propias familias.
Desde luego que sus hijos no iban a visitarla; estaban ocupados con sus trabajos, familia e hijos, y todas esas cosas consumían su tiempo. Nelly sabía que estaban muy ocupados, así que en ningún caso los presionaba, porque eso sería incorrecto.
Sus dos hijos llamaban ocasionalmente para saber cómo estaba; Olga llamaba un domingo por la mañana mientras la familia desayunaba, y Felipe, un sábado en la tarde. Todos los meses llamaban, preguntaban por su salud y le contaban alguna cosa del trabajo o de los niños; siempre eran llamadas bastante breves, porque tenían mucho que hacer.
Su esposo había muerto dos años atrás, después de vivir una corta enfermedad; el médico y sus hijos dijeron que había sido mejor que no sufriera durante un largo tiempo, y que su consuelo estaría en que él fue un hombre próspero y que se ocupó de su familia y sus responsabilidades. Que su vida había sido plena.
Ella lo había querido, por supuesto; era un muy buen hombre, y juntos llevaron a cabo la tarea sostener una familia y criar hijos como personas de bien. Pero Nelly nunca había tomado sus decisiones pensando solo en ella, e incluso al estar ahí viviendo sola, seguía haciendo las mismas cosas que cuando estaba en su casa matrimonial.
Y quería un pez.
No sonaba como algo demasiado complejo de hacer, y así se lo dijo una tarde; algunas personas tenían una mascota, pero ellos nunca lo hicieron porque Ernesto decía que no era correcto. Quizás estaba demasiado vieja para tener un perro o un gato, porque eso la obligaría a hacer cosas como salir a pasearlo o cargarlo en algún caso, y no quería hacerse daño en la espalda; pero no significaba que no hubiera otras opciones, y eso la hizo pensar en el pez.
Tenía una aplicación para ver internet en el móvil, pero nunca la ocupaba; solo veía televisión, pero cuando comenzó a pensar en el pez, se dijo que ahí podría encontrar alguna información porque la internet era como una gran biblioteca.
Encontró un sitio en donde decía que lo mejor era tener uno o dos peces de agua dulce; solo había que alimentarlos una vez al día, y necesitaba una pecera de ciertas dimensiones. Decía que para dos peces de tres centímetros necesitaría un acuario de capacidad de quince litros, pero ella no sabía de qué porte eran los peces ni cuánto espacio ocupaba un acuario que pudiera contener quince litros de agua, y se le hizo muy complicado buscar eso en la internet porque no sabía cómo hacerlo.
Entonces, como si fuese una coincidencia magnífica, en la televisión pasó el anuncio de Narices frías en donde aparecía Elías Restrepo; ella lo había visto en películas muchos años atrás, y cuando lo vio, Reconoció sus gestos y su voz tan particular, aunque le pareció que él estaba mucho más joven que en el pasado; decía que cualquier persona podía tener una mascota, y que sólo había que ir a uno de los centros, sin ningún tipo de compromiso.
Nelly había aprendido a buscar en el mapa en la internet; escribió el nombre de la institución y vio que había un centro muy cerca de su dirección, decía que en un taxi tardaría solo diez minutos. Así las cosas, se dijo que iría al día siguiente, y así lo hizo.
Esa mañana de octubre era muy bonita y luminosa, y eso la animó a sentir que estaba tomando una buena decisión; además, sólo iba a hacer unas preguntas, y si no estaba segura, no había ninguna clase de compromiso, Elías Restrepo lo había informado con toda claridad y él no mentiría.
El edificio al que llegó ese miércoles era muy elegante; tenía una entrada amplia con puertas automáticas, y en el mesón de recepción había un joven muy amable que le dio la bienvenida, y le dijo que desde luego que tenían peces, y que, si quería verlos, sin duda una persona la acompañaría y le entregaría toda información que necesitara.
Una jovencita la acompañó hacia una sección especial del edificio, y le explicó que los peces eran sensibles, así que lo más indicado era tenerlos en un lugar silencioso y tranquilo, en donde no entrara luz de sol. Nelly se dijo que eso no sería complicado en su departamento; allí no entraba la luz del sol, porque todas las ventanas quedaban cubiertas por las sombras de edificios cercanos. Cada día que había sol en el exterior, ella era ciega a su luz, solo una espectadora lejana de un espectáculo dorado.
La chica que la estaba atendiendo le mostró las peceras, y le explicó que, si decidía adquirir uno, en ese lugar podían proporcionarle la pecera adecuada y todos los implementos que iba a necesitar para darle el mejor cuidado; necesitaría un aparato que limpiaba el agua, un termómetro para mantener la temperatura apropiada, y un alimento correcto para la especie que escogiera.
Nelly sintió un poco de vergüenza por hacer cierta pregunta, pero de todos modos se animó, y preguntó si sería apropiado que alguien de su edad adquiriera una mascota; la chica le dijo que era algo muy común, y que ella podía hacerlo sin ninguna clase de problema. Además, en ese lugar estaban preparados para asistirla en todo lo que necesitara, y por supuesto, ella no debía preocuparse por el traslado e instalación de todo lo necesario, porque ellos se encargarían de eso para que fuera una grata experiencia.
Los que llamaron su atención fueron unos de un color dorado intenso; parecían de la forma de cualquier pez según ella, pero la cola y la aleta dorsal terminaba en un extremo alargado y casi transparente, que como una cinta ondeaba de forma elegante al compás de sus movimientos. La joven le dijo que esos pequeños peces se llamaban carpines dorados, y que sin duda sería una grandiosa elección, si es que ella estaba segura; se quedó de pie frente al acuario, siguiendo con la vista el movimiento que como una danza los hacía desplazarse por el agua sin oposición.
Y de pronto, uno de ellos nadó en su dirección, o eso le pareció a ella; se desplazó hasta quedar frente a su rostro, y en seguida otro se ubicó a su lado; quizás fuese una tontería, pero ella pensó que eso era una señal o algo por el estilo, y llamó a la joven, diciendo que quería esos dos, si era posible.
Sí, desde luego que era posible, y al confirmarlo, la joven trajo un artefacto parecido a una red cuadrada, con el que tomó a esos dos peces con una gran cantidad de agua, para que estuvieran cómodos. Le pidió que la acompañara, y juntas fueron hacia una sala especial en donde otras personas estaban listas para completar el proceso de traslado; pusieron a esa pareja de peces en un acuario especial, y prepararon todo lo indispensable para hacer la instalación en su departamento, ya que ella dijo que estaba bien si lo realizaban esa misma jornada.
Después de despedirse de la amable joven y del recepcionista, Nelly llegó a su departamento en muy poco tiempo y se encontró con el equipo que iba a instalar el acuario; buscaron el lugar más indicado, en la sala, justo al lado del cuadro clásico que colgaba en la pared, y con gran facilidad y pulcritud depositaron el acuario, poniendo todo en funcionamiento. El joven le explicó cómo verificar el termostato y le dejó un colorido folletín en donde se explicaban todos los cuidados que era necesario aplicar, pero tuvo especial interés en recordarle que, ante cualquier duda, existía un número de teléfono al que podía contactar en cualquier momento del día, todos los días, en donde una persona especializada resolvería cualquier inconveniente. También le dijo que existía un servicio técnico preparado para cualquier eventualidad, no tenía costo y vendrían en un instante si es que era necesario.
A Nelly le pareció que todo eso era muy correcto, ya que tener mascotas era un asunto serio y no podía tomarse a la ligera; más aún para alguien como ella, que no sabía nada de esos indefensos animalitos.
Eventualmente el silencio volvió a su departamento, y pudo quedarse a solas con sus nuevos inquilinos; se preguntó si sería apropiado darles algún nombre, porque no estaba segura de poder distinguirlos. Acercó una silla al acuario, que en su opinión lucía muy bonito y elegante con sus bordes de color bronceado metálico, y se sentó frente a ellos, buscándolos con la mirada.
Entre piedras diminutas surgía la luz, como ojos multiplicados que observaban todo lo que ocurría alrededor; su mirada se difuminaba por el agua, en ondas calmas y constantes, a través de las cuales la vida se sostenía de forma indefinida. A través del agua nada moría, todo permanecía hasta la eternidad.
Estuvo estudiándolos durante un largo rato; se desplazaban de un punto a otro como si estuvieran flotando en el aire, ignorantes del peso del agua sobre sus cuerpos; eran muy similares, pero después de un rato, se dio cuenta de que no eran exactamente iguales: uno de ellos tenía una especie de sombreado un poco más oscuro sobre las aletas, lo que le permitió diferenciarlos con facilidad; uno era dorado brillante, el otro, dorado sombra. Decidió que cuando tuviera la vista acostumbraba a ellos les daría algún nombre.
En determinado momento, vio que ambos nadaban hacia el punto en donde el artefacto lanzaba burbujas a un ritmo constante; le pareció que ambos se quedaban suspendidos alrededor, como si cada pequeña burbuja fuera un espectáculo único, una nueva y novedosa mezcla mágica de aire y luz que pujaba por llegar hasta la superficie. Ignorantes de la conjugación de vida y muerte que subsistía en cada una de esas esferas insignificantes, seguían el movimiento de unas y otras, hipnotizados por su ritmo y el tenue reflejo de la luz que desde el fondo se multiplicaba por miles.
Parecía que podrían estar así, flotando en la pequeña inmensidad de su océano, mirando el ciclo de nacimiento y muerte, hasta el fin de los tiempos.


Próximo capítulo: Entre hojas y piedras

Narices frías Capítulo 05: Solo cinco minutos




Cuando Sofía abrió los ojos el día sábado, lo primero que se preguntó fue por qué no había sonado su despertador; volteó en la cama, restregando sus ojos, y se quedó mirando el cerdito de color rosa sobre el velador.
Marcaba las diez menos cinco ¿Se había quedado dormida por tanto tiempo? Entonces recordó que era sábado, y se dijo que era por eso que no había sonado esa mañana, porque los fines de semana tenía permiso para dormir hasta más tarde.

—¡El calendario!

Se acordó de su misión y se levantó muy animada; alisó la tela del pantalón de su pijama de color rosa pálido, y caminó hacia la pared junto a la ventana.
Cuando adoptaron a Terry, Sofía le pidió a mamá un calendario, porque quería marcar en él los días desde que estaba con ellos; así que mamá compró un calendario muy bonito, y papá usó cinta mágica para pegarlo en la pared sin dañar el tapizado. El calendario tenía una pinza con forma de perrito en la parte superior, para que cuando pasara el tiempo, pudiera sostener los meses anteriores sin que le estorbaran para marcar los nuevos días.

—Sábado 21.

Dijo las palabras con alegría mientras tomaba el lápiz destacador desde su soporte al costado derecho del calendario; le pareció que la hoja del mes anterior, sujeta con la pinza, no estaba derecha, y se tomó un momento para enderezarla.
El lápiz destacador era de color violeta, su favorito, y tenía perfume, aunque estaba muy suave en ese momento; retiró la tapa y marcó, con mucho cuidado, la casilla correspondiente a ese día, teniendo atención en no salirse de los bordes. Marcaba un día con el color violeta y el siguiente con el color anaranjado que estaba del otro lado, así quedaba muy bien hecho, y siempre tenía que prestar atención para no repetir color. Era muy importante seguir la costumbre y no equivocarse, porque el calendario no se podía corregir.
Después de cumplir con esa importante tarea, se quedó un momento pensando en si debería vestirse o no; pero cuando lo meditó un instante, se dijo que quizás sería mejor quedarse con pijama por más tiempo, ya que mamá decía que el sábado era un día muy especial y se podía descansar y hacer cosas distintas.
Ya se había levantado y marcado ese nuevo día en el calendario, así que no tenía que preocuparse por nada.
Se puso unas zapatillas de estar en casa y se miró en el espejo de la puerta de su armario; su cabello, largo hasta más abajo de los hombros, era de un color castaño muy claro, liso, aunque en ese momento estaba un poco enredado. Lo arregló con las manos y decidió que estaba lista, así que salió de su cuarto y cerró la puerta.
La casa siempre le había parecido muy bonita e iluminada, muy parecida a la de Lola en la serie de televisión que veía todas las tardes; claro que en su casa no había un sótano secreto con muchos vestidos y trajes de todo tipo, pero sí era muy espaciosa y su cuarto estaba en el segundo piso.
La escalera era un medio círculo y tenía una baranda de un color que ella siempre olvidaba el nombre, pero que era un poco parecido a las joyas doradas de mamá; tal como le habían enseñado, se tomó del pasamanos y bajó los escalones, uno a uno, con calma, porque lo primero era la seguridad y no podía estar corriendo en la escalera.
Samanta había contado en la escuela que una vez había caído en una escalera, durante las vacaciones; se había golpeado en la cabeza y tuvo un chichón bastante grande con un corte, justo encima de la ceja izquierda. Cuando regresó, ya no tenía el chichón en la frente, pero le había quedado una marca de donde estuvo el corte, y Sofía no quería tener cortes ni nada por el estilo.
Cuando estuvo en el primer piso, caminó a través de la sala y fue directo hacia el cuarto que papá había preparado para Terry. Estaba al lado de la puerta de la cocina, y tenía una puerta del otro extremo que conectaba con el jardín; por supuesto, a Terry le gustó mucho, y aprendió en seguida que esa entrada era con una puerta especial que podía empujar con mucha facilidad, para que fuera a jugar o lo que quisiera, pero al mismo tiempo pudiera volver en cualquier momento.

—Buenos días, Terry.

Mamá decía que no era necesario dar un toque a la puerta en la mañana para entrar en el cuarto de Terry, pero que, si quería hacerlo, tampoco estaba mal; así que dio un golpe suave, y luego giró el pomo para poder entrar.
El cuarto de Terry tenía un par de metros cuadrados de espacio interior; las paredes eran lisas, y papá había puesto en el suelo una alfombra de color verde, de pelo muy grueso, y dijo que era especial para él, porque podía rascar en ella sin problema, y que le gustaría para frotar la espalda también. La cama, circular, estaba en una esquina, justo del lado opuesto a donde estaba su plato para la comida y el otro donde tomaba su agua.

—Vaya vaya —dijo, poniendo manos en las caderas—, así que estás durmiendo todavía.

Sonrió al decir esa frase, porque la decía mucho la mamá de Lola, y siempre había querido decirla; Terry estaba enrollado sobre la blanda superficie de la cama, y apenas abrió los ojos al verla.

—De acuerdo, cinco minutos más —dijo Sofía, encogiéndose de hombros—. Iré a la cocina para tomar un vaso de agua y volveré ¿De acuerdo?

Sin moverse, el pastor alemán olisqueó y la miró, con expresión soñolienta. Sofía salió del cuarto y entró en seguida a la cocina, que como todos los días tenía el suave aroma a lavanda y mucha luz gracias a la iluminación del techo. La pequeña abrió la puerta del refrigerador, y se quedó por un momento mirando el jarrón transparente en donde siempre había un poco de agua fresca para beber; el cristal exudaba gotas de agua muy pequeñas, que, como diminutas esferas espejo, eran universos en miniatura que replicaban la imagen alrededor.
Una y otra vez las gotas, pequeñas constelaciones de luces y destellos, se alejaban del borde suave, cayendo por una pendiente curva, como si fuesen arrastrados por una fuerza invisible que contaba el tiempo en unidades infinitas, mínimas, siempre constantes como el serpenteo de una aurora.
Tomó el jarrón, sintiendo en la piel el frío de la superficie como un cosquilleo en las palmas, y lo depositó con cuidado sobre la mesada junto al refrigerador; después fue por un vaso, para lo que acercó el banquito con escalera al mesón y subió los dos escalones necesarios. Papá le decía que siempre tenía que usar esa pequeña escalera cuando necesitara algo, hasta que pudiera ver lo que había dentro con claridad; de ese modo, no habría peligro de tirar algo o hacerse algún daño.
Papá y mamá siempre se preocupaban por ella y le daban consejos; mamá le había explicado que eso era porque querían lo mejor para ella, igual que desde algunas semanas atrás, para Terry. Él era parte de la familia como tal, todos querían cuidarlo para que estuviera en las mejores condiciones; de ese modo, ella también tenía una responsabilidad en todo eso.
Tenía que acompañarlo y jugar con él, y estar pendiente de que se sintiera cómodo; en las tardes la recibía muy contento después de no haberla visto por la escuela, pero los fines de semana dormía hasta un poco más tarde, al igual que ellos.
Después de beber una cantidad de agua hasta sentirse a gusto, tomó el jarrón y lo devolvió a su lugar en el refrigerador, sin recordar si mamá le había enseñado que debía volver a poner agua cuando se hubiese terminado, o, por el contrario, cuando quedara poco. Casi estaba saliendo de la cocina cuando recordó el vaso ¿Debería lavarlo con la esponja y espuma, o bastaría con hacerlo con agua?
Decidió que estaba bien sólo con agua, de modo que acercó la pequeña escalera al lavamanos y abrió el grifo; estaba en eso cuando sintió un movimiento a su espalda y volteó, un poco confundida.

—Buenos días —saludó con tono alegre—, ya te levantaste.

Terry estaba sentado en el umbral de la puerta, mirándola con suma atención; movía la cola de un lado a otro, pendiente de lo que fuera que ella decidiera hacer.

—¿Ya pasaron los cinco minutos? —dijo mientras cerraba la llave—, Te ves muy bien hoy, Terry.

Después de dejar el vaso en el escurridor y secarse las manos, la niña dejó la pequeña escalera en el espacio que había entre el refrigerador y el mueble, porque papá decía que cuando no se usara, era importante dejarla ahí para que él o mamá no tropezaran al pasar.
Se sentía contenta esa mañana, y pensó que quizás debería salir al jardín de atrás.

—¿Ya fuiste afuera? —preguntó con voz cantarina—, creo que hay sol y que podríamos ir un momento, sería divertido.

El perro la seguía mirando con mucha atención; mamá le había dicho que Terry no haría expresiones igual que los personas, pero que cuando una niña muy inteligente como ella lo conociera bien, podría reconocer todos sus gestos.
Y mamá nunca se equivocaba, porque poco a poco aprendió y ya lo entendía todo con mucha facilidad; podía ver que Terry estaba de acuerdo, que él también quería ir al patio trasero.

—Muy bien, entonces vamos —declaró con alegría—. Me gustaría que no estuviera corriendo viento, todo es mucho mejor cuando no hay ruido ¿No lo crees?


Próximo capítulo: Burbujas



Narices frías Capítulo 04: Visión borrosa




Carlos despertó a medianoche, atenazado por el terror; sentado en su cama, no pudo evitar mirar en todas direcciones, como si de algún modo su agresor estuviera ahí, esperando.
Estaba basado en sudor frío; la pesadilla había sido tan viva, que casi pudo sentir el cuerpo de Marcos sobre el suyo, su respiración jadeante en su oído, igual que algún tiempo atrás. Cansado y agobiado, se quitó la ropa para dormir y salió del cuarto con una toalla entre las manos; sus padres no aceptarían que deambulara desnudo por la casa, pero ellos a esa hora dormían, y no podrían saber de sus acciones.
Después de sacar el extremo extensible de la ducha, lo puso en la tina y dejó que el agua corriera, perdiendo su vista por momentos en las burbujas que cada tanto salían, breves, entre remolinos de agua.
Cuando la tina estuvo con la cantidad de agua suficiente, se metió y dejó que el tibio líquido cubriera su cuerpo, repitiéndose que eso tenía que servir para relajarse.
El palpitar de su corazón mecía la superficie, en donde el pálido reflejo de las luces en el techo bailaba al compás de una melodía silenciosa e inexistente, un cántico líquido que nadie podía escuchar.
Después de varios minutos, decidió que ya era suficiente, y dejó correr el agua, tapando con la mano la salida del desagüe para evitar que hiciera ruido; para ahogar el sonido igual que ahogaba su voz. En ocasiones se preguntaba si eso que le pasaba duraría siempre, o si en algún momento terminaría por olvidarlo; no tenía alguien con quien hablar, nadie con quien sincerarse o explicarle cómo ese miedo vivía ahí dentro de las paredes, alrededor suyo, nunca tocándolo, pero siempre presente, siempre amenazando. Los chicos de su clase le parecían tontos ahora ¿Cómo podía pensar distinto? Quería tener quince años de verdad, como ellos, y pensar en tonterías, en chicas y en bromas, pero constantemente aparecía el temor y también el cansancio mental, esa maldita sensación que se comía todo de él.
Después de asegurarse de dejar todo como estaba, volvió a su cuarto, pero no se sentía con ganas de acostarse; además, cuando se despertaba le era difícil volver a dormirse. Se dijo que era raro nunca haber salido de la casa durante la noche, de modo que, animado por una suerte de sentimiento de desafío, se puso una remera y un pantalón deportivo, zapatillas y salió caminando con cuidado para no hacer ruido por las escaleras ni el pasillo.
La noche estaba curiosamente tibia para ser agosto; el cielo del jardín estaba iluminado por las estrellas y las luminarias blancas de la calle interior, y nada de viento se sentía, como si todos los sonidos al mismo tiempo se hubieran quedado dormidos.
Buscó la llave oculta bajo la maceta de la izquierda, y abrió en silencio; no había lugar donde ir ni podía alejarse demasiado sin correr el riesgo de que algún vecino lo viera, y eso era exactamente lo que no quería. Quería algo de privacidad, aunque estuviera en el exterior.

—Hola.
—Fue casi un susurro, pero lo hizo detenerse; estaba a una casa por medio de la suya, y nada parecía haber alrededor, hasta que su vista localizó en el jardín, sentado junto a la reja, a un niño.

Para él era parte del paisaje que no le importaba a su alrededor; un niño que saludaba a quien pasara, alguien a quien había ignorado en todas las ocasiones, una voz que nunca escuchaba en realidad.

—Hola —saludó en voz baja.
—Es raro que alguien esté afuera a esta hora.

Tenía ocho o nueve años; Carlos se sintió intrigado por su forma de hablar tan madura para su edad, y se acercó un paso más a la reja.

—Mira quién lo dice, tú deberías estar acostado.
—Mis papás me dejan salir al jardín si no tengo sueño —explicó el pequeño, sin disimular su orgullo—, es para que practique mis movimientos.

Algo no encajaba en todo eso; Carlos se acercó un paso más, quedando a dos cuartas de él, por primera vez interesado. El chico llevaba un buzo deportivo con un capuchón que le cubría la cabeza.

—Puedes verme —afirmó, en vez de preguntar.
—Sí —respondió el pequeño, con alegría.

No se notaba a simple vista, pero el niño tenía algo en los ojos; Carlos se dijo que no era posible que fuera ciego porque le había hablado con seguridad, pero de todos modos no era común.

—¿Y me ves bien?
—No veo como el resto de las personas —respondió el niño con tono de total naturalidad—, Tengo una cosa en los ojos, mamá sabe cómo se llama, y veo de otra manera. El oftalmólogo —se tardó en pronunciar la palabra—, dice que veo borroso, aunque yo siempre he visto así, entonces no sé cómo ve la otra gente, pero el doctor me explicó que es como cuando tocas las cosas, si las tocas por encima solo sientes una cosa, pero si tocas con cuidado sientes muchas formas.

Era muy listo, y hablaba bien para su edad; Carlos no recordaba que sus padres en algún momento hubieran mencionado a algún hijo de vecino con un problema a la vista, pero también era cierto que la mayoría de las veces no les prestaba atención.

—Sabes mucho.
—Sí, es que no voy a la escuela porque podría chocar con las cosas —explicó el pequeño, como si no fuera algo relevante—, papá contrató unos maestros que vienen y me enseñan cosas, y tengo un reproductor de música, pero para clases, es como una persona que me cuenta de todo.
—Entonces te gusta aprender —murmuró, ido—, qué bueno.
—¿Y tú qué haces? —preguntó con interés—. Eres más grande que yo, pero no suenas como un adulto.

Quizás se debía a que su mirada no podía intentar escudriñar en la suya, o que se expresaba más claramente que otros chicos de más edad, no lo supo, pero algo hizo que le agradara. Carlos se puso de cuclillas y lo miró a la cara.

—Tengo quince.
—Yo tengo ocho, voy a cumplir nueve en diciembre —explico con tono académico—, me llamo Tobías.
—Yo soy Carlos.

El pequeño extendió la diestra a través de los barrotes que separaban el jardín de su casa del mundo exterior; salvo por un leve desfase, había acercado el brazo en la dirección correcta.

—Un gusto conocerte, Carlos.

El joven estrechó su mano con amabilidad. Le resultó extraño pensar que en un par de minutos de conversación trivial con un niño desconocido se había sentido más cómodo que en lo habitual con sus compañeros en clase.

—¿Y tienes amigos en la escuela?

Era una pregunta justa para un niño de su edad, aunque también se trataba de una interrogante que iba en reversa. Fue extraño para Carlos pensar que no había razón para mentirle.

—No muchos, no me llevo muy bien con ellos.
—Mamá dice que es difícil entenderse con las personas —replicó el pequeño—. Yo no hablo con muchas personas, es decir que no sean los maestros, y no puedo jugar con otros niños de mi edad porque podría caerme o darme un golpe. Eres simpático ¿De dónde eres?

De ninguna parte ¿Puedo quedarme en tu casa? Yo jugaré contigo si me dejas esconder ahí, solo no le digas a nadie; las palabras aparecieron en su mente en ese mismo instante, y como tantas otras veces, se obligó a callarlas. Al menos en compañía de un niño que no conocía hasta entonces se había sentido en confianza y casi a gusto, y después de las pesadillas, era lo mejor a lo que podía aspirar.

—Mi casa esta una por medio de aquí.
—¿Para allá? —indicó en la dirección correcta, sin titubear—, eres de la casa del señor que sale todos los días en su auto y lo deja con el motor encendido ¿Cierto?

No estaba haciendo una pregunta. Carlos se dijo que era muy curioso, pero a diferencia de otros niños adelantados, este no se escuchaba pedante.

—Sí, vivo en esa casa.
—Entonces puede que te vea en alguna otra ocasión —declaró, con mucha seguridad—, me caes bien.
—Tú también. Tengo que ir a dormir.
—Sí, yo igual —se puso de pie—, buenas noches.

La familiaridad con la que hablaba era sorprendente, pero se sintió bien; protegido por las sombras, Carlos esperó hasta que el chico entró en su casa, y se devolvió con pasos lentos y silenciosos. A metro y medio de la puerta del jardín se quedó quieto, en apariencia mirando al suelo, pero en realidad, buscando de reojo la presencia que lo estaba observando.
El gran danés estaba del otro lado de la puerta de vaivén que separaba el pasillo lateral de la casa con el jardín, sentado mirando al exterior con su clásica actitud serena.
Tranquilo y sin ladrar, pero mirando.
Continuó su camino y entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado luego de hacerlo. Después, se quedó de pie en medio del jardín, dudando por un instante sobre qué hacer; quizás era descabellado pensarlo, pero sintió que no tenía que dejar que el perro viera en dónde estaba la llave, acaso cuando estuviera en el jardín con su madre se acercara y la sacara, dejando al descubierto que alguien le había enseñado el lugar.
Con la llave guardada en el bolsillo, siguió hasta el interior de la casa, ignorando por completo al perro. Esperaba que no se le ocurriera ladrar antes que él llegara hasta su cuarto, porque eso despertaría a sus padres de inmediato, como si de una acusación se tratase.
Quería encontrar algo de tranquilidad fuera de su casa, y la había hallado sin quererlo en el jardín de un vecino; pero se trataba de un evento pasajero, algo que no era muy probable repetir en otras circunstancias. Además, no sabía si tal vez los padres de Tobías verían con malos ojos que un adolescente se hiciera amigo de su hijo de la mitad de su edad.
Se recostó sobre la cama pensando en cómo podía enfrentar el tiempo que venía por delante; su padre no le había dicho algo sobre el incidente de la salida, lo que significaba que estaba dándole una oportunidad. Estaba descartado creer que ella no le diría, porque en los asuntos que ellos llamaban familiares nunca se guardaban la información. Pero de verdad estaba muy cansado cuando sucedió eso, no se trataba de una mentira; sin embargo, ellos habían decidido tiempo atrás que su hijo estaba deambulando por el mal camino y la única forma de salvarlo de la ruina y la degradación era rodearlo de reglas rígidas y que no admitieran preguntas, hasta que se olvidara de su horrible mal comportamiento.
No hables, no discutas, no pienses, sólo obedece.
Sintió ganas de reír de forma escandalosa; de golpear los vidrios y paredes y aullar como un loco, un poseso fuera de control, pero no lo hizo.
Sus padres querían que fuera como una de las mascotas de Narices frías: siempre callado, silencioso y obediente.
Un animal sin jaula era lo que querían. Pues muy bien, que ganaran la guerra.


Próximo capítulo: Solo cinco minutos


Narices frías Capítulo 03: Trucos y tratos




—¡Qué lindo!

Antonio estaba maravillado por el nuevo juego que su padre había comprado; el pequeño de nueve años era muy alegre y amaba las novedades, por lo que el anuncio de un nuevo juego para Dina lo puso de muy buen humor.

—Parece que te gusta.
—Sí, es muy bonito.

Gabriel, su padre, hacía todo lo posible por darle gustos y buenos momentos; en ese instante, mientras terminaba de guardar las cápsulas de aislante protector en la caja, se quedó mirando cómo su hijo admiraba el juego de niveles y túneles para Dina. Podía decir, con bastante seguridad, que estaban pasando por un buen momento.

—Vamos, ve por ella, para que conozca su nuevo juguete.
—Sí papá.

Mientras el pequeño iba hacia la terraza trasera, sonó el timbre, anunciando la llegada de Lorena, su novia.

—Hola cariño.
—Hola —ella le dio un suave beso en los labios—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Intenso, tuve muchas solicitudes de gestión nuevas, estoy un poco cansado. Pasa.

Mientras entraban, el niño de nueve años regresó, seguido de una gata blanca de abundante pelaje; caminaba lento, aunque se trataba de un avance con paso seguro. Conocía la casa a la perfección y se sentía a sus anchas.

—Hola Lorena.
—Hola cariño —replicó la mujer, sonriendo—, ¿Qué hay ahí?
—Es el nuevo juego de trepar para Dina. Papá lo trajo.

La mujer se sentó en el sofá, volteada hacia la ventana puerta contra la que resaltaba la estructura.

—Es muy bonito, y lo escogieron en blanco, como ella.
—¡Sí! —asintió el pequeño—. Papá dijo que así se acostumbraría más rápido.

Antonio se sentó en el suelo, mientras la gata llegaba hasta el punto indicado; mirando con atención, olisqueó y caminó alrededor del artefacto, hasta que se dio por satisfecha y trepó con suma habilidad por uno de los costados. Se recostó en una de las pequeñas plataformas y clavó las garras en el borde acolchado, con una evidente actitud de satisfacción.

—Parece que le gusta —comentó Lorena—, se ve que se va a acostumbrar.
—Qué bueno —repuso Gabriel—, ya estaba empezando a preocuparme por los muebles, el rascador está muy desgatado.

El niño se volteó hacia ambos al escuchar esas palabras; su expresión había cambiado y lucía contrariado al momento de hablar.

—Dina es una chica muy bien educada, ella nunca rompería los muebles.
—Lo sé cariño —dijo su padre—, pero es algo que podría pasar en algunos casos.
—Dina no lo haría.

Su padre se puso de pie, se acercó a él y se sentó en el suelo, mirándolo con cariño.

—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Vamos —lo animó el hombre, sonriendo—, no me digas eso, algo está pasando.

Él pequeño se debatió unos momentos entre hablar y callar, hasta que finalmente tomó la decisión.

—Lo que ocurre es que el otro día cuando salimos, un chico me dijo que Dina era fea, y que seguramente rompía todos los muebles.

Gabriel entendió que su hijo se refería a la jornada de la semana pasada en que salieron a pasear con la gata; la recomendación de Narices frías era sacarla una vez al mes, de modo que lo hicieron el jueves quince. Habían ido a la plaza para que estuviera en un ambiente natural y pudiera trepar, y en algún momento dejó al pequeño rondar a gusto por entre los árboles junto a Dina. Los vio todo el tiempo, por lo que no sintió que hubiera sucedido nada fuera de lo común, y el hecho de verlo junto a otros niños no parecía raro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

El pequeño se quedó en silencio unos momentos; Gabriel miró a Lorena, preocupado de ver que su hijo había guardado esa información por varios días, sin que hasta entonces se notara algo de eso en su comportamiento. Ella, sin embargo, le dijo sin palabras que lo tomara con calma, de modo que él confió en su buen juicio antes de hablar.

—Escucha, campeón. No tienes que guardarte nada de lo que pase ¿Está bien?
—Es que no te quería preocupar —replicó el pequeño.
—Nunca me preocupas —repuso el hombre—, pero tengo que saber lo que sucede ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Quién era ese niño?
—No sé —se encogió de hombros—. Nunca lo había visto.

Gabriel pensó que en el último tiempo no había llegado gente nueva por los alrededores; más o menos, en el distrito todos se conocían al menos de vista.

—Bien, quiero que hablemos de esto. Para empezar, no puedes prestar atención a lo que diga alguien desconocido ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Muy bien. Ahora, otra cosa, los gatos necesitan rascar sus uñas en alguna zona ¿Recuerdas por qué?

La pregunta reanimó al pequeño; se había aprendido todas las normas de cuidado con más rapidez que cualquier otra cosa en la escuela, y se sentía orgulloso de ello.

—Sí, porque sus uñas crecen y si están largas no pueden caminar bien. No tenemos que cortar sus uñas, solo tenerles algo apropiado para rascar, y les gusta mucho hacerlo.
—Exacto —su padre sonrió ante la completa respuesta—, así es. Pero si no tiene un lugar apropiado o algo así, intentarán buscar otra cosa. No está mal.
—Sí.
—Bien, ahora, tú conoces a Dina, son grandes amigos ¿No es así?
—Sí.

Hicieron un silencioso choque de palmas; Gabriel tomó la decisión de ir a Narices frías poco tiempo después de la muerte de la madre de Antonio, a causa de una grave enfermedad tres años atrás, y ahí le dijeron que, para enfrentar la tristeza y el sentimiento de pérdida, tener a una mascota como Dina ayudaría mucho.
Después del tiempo transcurrido, podía confirmar que había sido la decisión correcta, ya que no solo se había acostumbrado a ella, sino que además había una relación de empatía sorprendente entre ambos. En alguna ocasión se había dicho que parecía que podían entenderse sin palabras, usando un misterioso lenguaje propio.

—Entonces sabes cómo es ella, por supuesto. No te preocupes por lo que alguien desconocido pueda decir ¿Trato?
—Trato.
—¿Hay algo más que quieras contarme?

Por suerte, el pequeño ya estaba más tranquilo; al parecer, lo que había sucedido unos días antes no lo afectó en lo personal, sino en su relación con Dina, ya que sentía que alguien la atacaba y no sabía cómo defenderla. Gabriel se dijo que era bueno que quisiera protegerla, ya que eso demostraba que sus sentimientos eran honestos y fuertes.

—Rachel me dio un chocolate hoy en la escuela, porque se me cayó el mío.
—Ese es un gesto muy bonito de su parte —apuntó su padre—, y para agradecérselo, mañana vas a llevar un chocolate y se lo regalarás ¿Bien?
—Sí.
—Ahora diviértete, parece que Dina quiere jugar contigo.

Más tranquilo, el pequeño se acercó al artefacto, en donde la gata continuaba rasgando la superficie; Gabriel volvió a sentarse junto a Lorena, quien lo miró con cariño.

—Dijiste lo correcto, eso estuvo muy bien.
—Gracias.

Estaban hablando en voz más baja para no interrumpir el juego del pequeño; desde que oficializaron su noviazgo, hicieron todo paso a paso, asegurándose de un proceso bien estructurado en donde ella no sería una reemplazante sino una nueva integrante de la familia. En eso, la participación de Dina había sido muy relevante, ya que al sentirse cómoda y mostrarse amigable con Antonio, el niño sintió su presencia en la casa como algo natural. En el presente ya hablaba de Lorena como la novia de su padre y estaba a gusto con eso.

—Qué gusto que se lleven tan bien —observó ella.
—Sí, se complementan de una manera excelente —repuso él—, a veces pienso que se entiende mejor con ella que conmigo.
—¿Estás celoso?
—No —negó con la cabeza—, es solo un decir; es como si Dina siempre estuviera en sintonía con él.
Hace unos días Antonio llegó con una tarea de la escuela, y no estaba saliendo bien; entonces ella simplemente apareció, se acomodó junto a él, y fue como si le estuviera diciendo que todo iba a estar bien. Después todo funcionó, fue muy curioso; es increíble cómo me ha ayudado que esté aquí, porque sirve como compañía y al mismo tiempo le da algo que hacer y una responsabilidad a mi hijo.

En esos momentos el pequeño estaba sentado en el suelo, moviendo distraídamente el cordel que sostenía una pelota de lana, la que era mecida por la gata, con un gesto quedo, aunque atento; por un momento, a Lorena le pareció que esa escena de entendimiento silencioso podría durar toda la vida.

—Me alegro mucho.
—Una vez me preguntó —siguió él en voz más baja—, si era posible que a Dina le pasara algo malo; creo que estaba asociándolo con la muerte de su madre. Le dije que solo tenía que cuidarla mucho, quererla y preocuparse de ella, y que con eso todo estaría bien.
—¿Estaba angustiado?
—Para nada —respondió el hombre—, aunque reconozco que yo me preocupé un poco; nunca habla demasiado del tema, está tranquilo con que mamá está en el cielo, pero como está creciendo, nunca puedo saber si sucede algo o se está haciendo preguntas que antes no. Bueno, lo que sucedió es que después vio el anuncio de Narices frías, y se puso muy contento, dijo que era muy bueno que el señor supiera cómo hacer que las mascotas vivieran; fue lindo, es tan sencillo pero es eso, es todo lo que quiere, que su Dina nunca le haga falta.

Ambos se quedaron mirando el juego, hasta que un momento después, el niño volteó hacia ellos, con la alegría pintada en la cara.

—Papá, Lorena, miren ¡Dina y yo estamos haciendo un truco!

Los dorados ojos de la felina los miraban con serena atención; los adultos animaron al pequeño a mostrar lo que había descubierto, quedando atentos a lo que iba a suceder. El niño extendió la mano hacia su compañera de juegos, con la palma hacia arriba, y ella levantó la pata delantera derecha con un gesto sumamente delicado y elegante, bajándola hasta posar palma contra palma. Al hacerlo, el niño la miró con complicidad, a lo que ella le devolvió una mirada brillante, profunda, y sin pestañear.



Próximo capítulo: Visión borrosa

Narices frías Capítulo 02: Un juego con la pelota




Cada tarde el llegar de la escuela, Carlos sabía que tenía que dejar la mochila en su cuarto y cambiarse para salir, pero ese día no estaba de humor para hacerlo, de modo que subió a su cuarto y se quedó ahí, sabiendo lo que iba a pasar.

—Carlos, baja por favor.

No contestó; en el primer piso, su madre estaba terminando de ordenar algunas verduras en el refrigerador, por lo que no se dio cuenta del paso de los minutos; un poco después notó que su hijo aún no bajaba.

—Carlos.

Ante la nula respuesta, dejó lo que estaba haciendo y subió hasta su cuarto; el joven de catorce años estaba sentado en su cama, sin moverse.

—Carlos, te he llamado dos veces.
—Estoy cansado, mamá.

La mujer puso los brazos en jarras ante esa respuesta.

—Yo también estoy cansada, y soy mayor que tú. Así que por favor, cámbiate y cumple con tu obligación.

Carlos le dedicó una larga mirada; de verdad se sentía muy cansado ese día, y no era algo que ocurriera en esos momentos, venía desde la noche.

—¿No puede quedarse aquí hoy?
—No, no puede —sentenció ella—, Kor está todo el día en casa y sabe que lo sacas a pasear a las cinco de la tarde ¿lo escuchas? Ya está paseando nervioso por el patio de atrás, porque sabe que es la hora.
—Mamá, de verdad estoy muy cansado —insistió él.

La mujer caminó por el cuarto y lo enfrentó, molesta.

—Ponte de pie.

Lo siguió mirando con dureza, hasta que el muchacho lo hizo; se mantuvo firme, reprendiéndolo sin palabras antes de continuar, expresando su molestia por ese acto que consideraba infantil y por completo inadecuado.

—Solo tienes dos responsabilidades: ir a la secundaria, y cumplir con tus obligaciones en la casa. Solo tienes dos obligaciones, que son ordenar tu cuarto y sacar a Kor todos los días a pasear ¿No es mucho pedir que lo cumplas?
—¿Y no puedo sentirme mal un día?

La mujer entrecerró los ojos ante esa réplica, que se le antojó una total falta de respeto.

—No cuando se trata de Kor. Es tu responsabilidad.
—Yo no lo pedí —replicó el adolescente, con voz seca—, ustedes lo compraron.
—Lo hicimos porque tu comportamiento estaba saliéndose de control —enumeró ella—, no estabas obedeciendo las órdenes, no estabas teniendo buenas calificaciones en la escuela ¡incluso pudiste perder el año!

Carlos mantuvo la vista, haciendo un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Cuando se trataba de ese asunto, sus sentimientos no importaban.

—Tengo buenas calificaciones, no puedes decir que no es así.
—Entonces cumple con tu deber —replicó ella, indicando hacia la puerta—, llevas diez minutos de atraso, jovencito, así que irás con la ropa de la escuela, ya no te queda tiempo.

Ante la expresión que no admitía réplicas, Carlos bajó la cabeza y salió del cuarto sin decir palabra.

Cuando llegó al patio trasero de la casa, Kor estaba sentado del otro lado de la puerta, esperando impaciente y atento a quien apareciera.

—Vamos.

El muchacho dio una única instrucción y caminó hacia la puerta lateral, ya que en la casa estaba prohibido entrar con mascotas; el gran danés lo siguió, atento y a cierta distancia, sin ladrar ni hacer ruido.

—Da la vuelta completa, te voy a estar vigilando.

Carlos no atendió a la advertencia de su madre y siguió caminando sin ganas hacia el jardín delantero; ella se refería a que saliera de la casa, fuera hasta la plaza, distante una cuadra de allí, y la rodeara por el borde, para permitir que el perro pudiera olisquear, mirar y hurgar por todas partes, en vez de simplemente atravesar en diagonal. Por supuesto que ella no estaría ahí viéndolo, pero tenía una amiga que estaba todas las tardes bordando en su jardín delantero, y esa mujer de seguro le informaría de todo lo que sucediera.

—Quédate quieto.

Sabía que era innecesario, porque Kor obedecía todas y cada una de las órdenes que le daban, siempre.
Nunca hacía desorden ni lloraba, ni labraba en momentos inapropiados; sólo estaba ahí, como una estatua de color gris oscuro, con su cara seria y mirada sumisa. Siempre era exactamente igual; no era necesario ponerle la correa al cuello, porque siempre que estaba cerca de él se mantenía a un brazo de distancia, mientras que con sus padres marcaba el paso casi rozándolos, aunque nunca demasiado cerca como para interrumpir el avance.

Después de enganchar la cadena al collar, siguió caminando, pero en el último tramo se detuvo, al tener una idea.

—Tal vez deberías aprender un nuevo truco.

Desde que lo compraron, no le habían enseñado ningún truco, y a él en realidad eso no le interesaba; no quería estar ahí ni tener esa responsabilidad, pero aparentemente eso lo perseguiría toda la secundaria.
Dos años atrás, Marcos lo había golpeado en la primaria, y lo dejó sangrando; era alto, tres años mayor que él y más fuerte en ese entonces, y desde ese momento tuvo problemas de rendimiento en la escuela primaria y de comportamiento en la casa. Su padre dijo que estaba bien si se sentía molesto por lo que había sucedido, pero que esa situación no justificaba su comportamiento.
Lo que nadie sabía era que Marcos no solo lo había golpeado; nadie sabía que cuando lo atacó en el patio trasero de la escuela, había tratado de violarlo. Se había montado sobre él, presionándolo contra el suelo, y le metió los dedos en la ropa, ejerciendo presión hasta hacer daño y al mismo tiempo sobajeándose y jadeando, diciendo lo que pretendía hacerle. Fue cuando, en un arranque de furia y miedo, Carlos logró golpearlo, lo que le permitió liberarse y correr, tan rápido como pudo.
Aún recordaba, en momentos de debilidad nocturna antes de dormir, el dolor de esa presión injustificada y no permitida contra su cuerpo, como si de alguna forma él hubiese dejado una cicatriz que aún no sanaba.
Nunca podría decírselo a sus padres, eso lo sabía; su padre, el pulcro médico de familia de renombre en el distrito, era recto como una barra de acero, y no haría concesiones al respecto: lo culparía, diría que todo era su responsabilidad, y eso solo aumentaría las llagas que arrastraba desde entonces. Si hablaba, ninguno de los dos lo apoyaría, y lo que era peor, se comportarían frente a la directora como si de verdad les importara, puniendo una cara muy seria, pero despreciándolo cuando estuvieran en casa.
Así que cuando las cosas se empezaron a salir de control, tuvo que masticar y tragar su rabia y frustración, y tratar por todos los medios de volver a comportarse como antes, aunque fuera solo en apariencia. A tiempo para que no se les ocurriera mandarlo a una academia militar, pero tarde para evitar que compraran el perro; su madre no paraba de decir que era una fantástica mascota y la mejor idea que habían tenido, y su padre, siempre con poco tiempo por estar haciendo cirugías, accedió y dijo que esa responsabilidad lo haría madurar.
Caminó a paso lento por la calle, ignorando a un niño pequeño que desde una casa vecina saludaba a todo quien pasara, y poco después llegó a la plaza, un perfecto rectángulo de verde, color y ruido que quebraba la monotonía armónica de ese barrio.

—Vas a aprender un truco.

Se puso de pie frente al perro, que se mantuvo estático, mirándolo con atención; Carlos había llevado consigo una antigua pelota de tenis, que dejó en el jardín como un regalo forzado cuando sus padres le ordenaron hacerlo, pocos días de la llegada de la mascota.

—Cuando yo tire la pelota, vas a ir a buscarla. Hasta donde esté.

Había dado la orden con frialdad y la misma distancia con la que siempre se refería a él, porque ese no era su perro; no lo había pedido, no lo había querido y nunca lo haría sin importar lo que sucediera.
Sus padres nunca se habían fijado en que él jamás lo había llamado por su nombre. Si algún día llegaban a notarlo, se ganaría más regaños; casi podía imaginar a su padre diciendo que no era un mueble como para hacer eso, y su madre daría un largo discurso acerca de su falta de empatía con un ser inocente como ese.
Tampoco habían descubierto que él nunca lo miraba a los ojos, aunque en ese caso, se trataba de algo que había practicado a lo largo de mucho más tiempo, y que usaba con todo el mundo; miraba en dirección a los ojos de la persona, pero desenfocaba la vista, por lo que nunca estaba realmente viendo en su mirada. En su mente, esto era una forma de mantenerse a salvo, de no permitir jamás una conexión con los demás de ese modo; sus pensamientos eran lo único íntimo que tenía.
Soltó la correa del perro, arrojó la pelota a unos tres metros de distancia, y tal como lo suponía, el animal caminó dando sus habituales grandes zancadas, hasta recoger la pelota y devolverse con la misma actitud animada que de costumbre. Se quedó de pie, a un brazo de él, con la pelota en el hocico y esperando con atención. Carlos no había adelantado que la pelota estaría manchada de saliva, pero hizo como que no le importaba y la tomó, para volver a lanzarla.

—Ve por ella.

En esa ocasión la lanzó un poco más lejos, viendo como se repetía exactamente la misma reacción; por un momento tuvo ganas de echarse a correr para desaparecer de ahí y que nadie lo viera, para tratar de descubrir si sus padres se preocupaban más por él o por el perro, pero no hizo nada. Solo se quedó esperando.


Próximo capítulo: Trucos y tratos











Narices frías Capítulo 01: Regalo para la pequeña Sofía



Victoria de Borou. Año 2019. Sábado 17 de agosto

—Mami, ¿Puede ser un gatito?
—Puede ser lo que tú quieras, cariño.

Esa mañana no había clases, pero Sofía se despertó temprano, incluso más que los días de semana, en que había escuela; poco antes de las siete, su despertador con forma de cerdito emitió la melodía que nunca en la semana lograba su objetivo, y dejó oir esa música alegre y un poco chillona de una de las canciones de “Trágame, mundo” un programa infantil que era su adoración todas las tardes, después de la escuela.
Lo que iba a pasar ese día, era un evento largamente esperado por ella, y para el cual sus padres ya estaban preparados; después de haber cumplido nueve años, y además teniendo calificaciones sobresalientes, todas las condiciones estuvieron presentes para que pudiera cumplir ese sueño. Esa mañana se levantó, fue al baño, se arregló, y escogió un atuendo compuesto por pantalones cargo y una blusa blanca, que era su preferida; era muy importante estar presentable para un evento importante, eso lo sabía porque cuando papá tenía una reunión importante en la oficina, mamá sacaba del  placard un traje distinto a los que usaba todos los días en la oficina, uno de tela más costosa y con las costuras muy bien planchadas, para que pareciera siempre nuevo. Para el momento en que los padres bajaron desde el dormitorio, la pequeña ya  estaba sentada a la mesa, dispuesta a desayunar con la mejor disposición del mundo, reflejada en una gran sonrisa.
Jugo de naranja con sólo dos gotas de endulzante natural, tostadas de pan blanco, brillante bajo la luz del comedor, y un damasco en miniatura como fin de desayuno.

—Mamá ¿Cómo sabré que es la indicada?
—No te preocupes, cariño —Respondió la mujer.
—Sí, pero —replicó la niña con un dejo de ansiedad— ¿Qué pasa si me equivoco?
—Todo va a estar bien, cariño. Cuando lleguemos a  ese lugar, y los veas, lo sentirás dentro de tu corazón.

Sofía no estaba muy segura de que eso fuera a pasar, pero mamá siempre tenía razón, así que eso la tranquilizó. Durante el viaje en automóvil, a lo largo de un rato, ambos comenzaron a hablar de cosas de adulto, por lo que Sofía se quedó mirando por la ventana, cómo pasaban en sentido contrario los otros autos y los edificios. En un momento, mamá le habló desde el asiento delantero.

—Estamos llegando ¿puedes verlo?

La niña quitó la vista de la ventana, y miró hacia adelante, donde el estacionamiento se extendía aún desierto a esa hora de la mañana, excepto por un par de carros de asistentes seguramente tan ansiosos como ella; de acuerdo a la costumbre, se estacionaron, y Sofía miró el número del espacio escogido en el aparcadero mientras papá ponía el seguro con el mando a distancia.

— ¿Listo? —Preguntó él, mientras abría los brazos, enseñando el lugar.
—Sí papá, es el 38, estamos estacionados en el 38.
—Excelente, no lo olvides —comentó el padre—, recuerda que tú eres la encargada de los números.
—No lo haré.

Caminaron por el estacionamiento, mientras frente a ellos, se veía la edificación a la que se dirigían, una construcción de dos pisos, con el letrero color celeste cielo, con las letras blancas justo en el centro "Narices Frías" y una tenue luz dando realce al nombre del lugar.

—Ahora cariño, sé que estás muy emocionada —Le dijo papá mientras caminaban—, pero no olvides que es importante mantener un tono de voz bajo y no hacer ruido, porque algunos pueden estar durmiendo.
—Sí, papá. 

El lugar era muy acogedor ; paredes blancas como la nieve, luces preparadas para dar calidez al lugar sin resultar molestas, y mucho espacio disponible. Tan pronto cruzaron el umbral de la puerta, una chica se acercó a ellos con una actitud muy gentil y la sonrisa brotando de forma espontánea.

—Muy buenos días.
—Buenos días.
—Hola —Saludó la niña.
—Hola —replicó la chica, sonriendole—, yo soy Mariana ¿Cuál es tu nombre?

La pequeña miró de reojo a su madre, quien hizo un asentimiento muy leve, como confirmación de que la muchacha era alguien en quien podía confiar.

—Me llamo Sofía.
—Sofía, es un gusto conocerte. Déjame adivinar ¿Vienes a adoptar?
—¡Sí!
—Eso es maravilloso —La chica le indicó una puerta de color anaranjado, mientras le guiñaba un ojo—, si quieres, puedes ir ahora mismo; Marcos te va a acompañar y te mostrará el lugar ¿Te parece?

La niña se quedó un momento inmóvil, y luego miró alternadamente a sus padres y a la puerta; su padre le sonrió dándole ánimos.

—Hazlo, lo vas a disfrutar.
—¿No vienen conmigo?
—Te vamos a esperar al final del recorrido —Explicó oportunamente su madre—, mientras tanto, tenemos que firmar algunos documentos ¿de acuerdo?
—Está bien.

Mientras Sofía desaparecía tras la puerta, la joven los acompañó hacia un mesón.

—Se veía muy ansiosa.
—Ha estado esperando este momento todo el año —Explicó su madre—; el año pasado le dijimos que si subía las calificaciones a partir de este semestre, podría tener una mascota.
—Al parecer la idea funcionó.
—Perfectamente —exclamó el padre—. No sé cómo no se nos ocurrió antes.
— ¿Cuántos años tiene? —Preguntó la dependienta.
—Nueve; en realidad siempre ha tenido buenas calificaciones en la escuela, pero el año pasado los bajó un poco. Pero es muy responsable, sabe comprometerse en algo cuando se lo pides.

La chica pasó detrás del mesón y les entregó una forma y un bolígrafo.

—Estoy segura de que ese buen comportamiento va a mejorar aun más ¿Vieron el reporte que fue lanzado al respecto?
—No aún ¿Lo tienes?
—Por supuesto.

Usó el mando a distancia para cambiar el clip ambiental por un video en lista; un instante después apareció en la pantalla empotrada en la pared la conocida figura de Elías Restrepo, portavoz de la organización Tiempo Futuro. El hombre lucía un impecable traje de color gris perlado, y el cabello blanco que enmarcaba su gentil rostro estaba peinado hacia atrás con pulcritud.

—Como saben —Explicó con voz reposada—, nuestra organización siempre está realizando estudios en la población, para comprobar la efectividad de nuestros métodos y obtener datos que nos ayuden a mejorar los procedimientos.
En esta ocasión quiero hablarles de un estudio realizado en dos mil voluntarios, que tienen una mascota y uno o dos hijos en casa. Como pueden ver en el gráfico a mi costado, la tenencia de una mascota en casa ayuda a aumentar los niveles de bienestar general en la familia, y en particular en los niños y adolescentes, promueven la estabilidad emocional, el control de las responsabilidades y la mejora en la sociabilidad, lo que definitivamente impulsó su rendimiento cotidiano.
Si usted aún no ha tomado la decisión de adoptar una mascota, le recuerdo que nuestros números de atención están disponibles las veinticuatro horas del día, todos los días, y nuestros agentes capacitados están listos para resolver cualquier duda. Asimismo, nuestros centros de adopción están disponibles para su visita, entre las nueve de la mañana y las ocho de la noche, y en cada uno de ellos tenemos personal destinado a acompañarlos en este proceso tan importante de adoptar una mascota.

El video terminaba con una imagen de Bobby, un hermoso pastor alemán de color negro, que se preparaba para cabecear una pelota que le había sido lanzada; en el distrito, Bobby era una auténtica celebridad, algo que tenía ganado por que era, en toda regla, el primer hijo adoptivo de Narices frías, y la muestra viviente de un sistema cuyos engranajes lo hacían funcionar a la perfección.

—Es precioso —comentó la chica, en relación al perro—, y es tan encantador, es una real ternura. Disculpen, por favor completen los datos en esta forma; además, les pido un método de pago por concepto de gastos asociados.
—De acuerdo, lo cargaremos a la cuenta de la familia.

Mientras él realizaba los cargos, ella reflexionaba acerca del paseo que estaba dando su hija en ese momento.

—Me pregunto qué mascota será la que elija.
—Siempre es una sorpresa —Observó la joven—, pero una positiva ; hay tantas opciones como personas.
— ¿Y alguna vez pasa que alguien no encuentre a la mascota que está buscando?
—Sí —replicó mientras archivaba la forma, ya completa—, aunque es un caso muy especial, sucede muy pocas veces. En ese caso, nos hacemos cargo de transportar a la persona a otro de nuestros centros, si es que lo desea en el momento, y se resuelve de inmediato. Todos tienen una mascota para ellos, todos la encuentran.

Mientras los padres hablaban, Sofía empujó la puerta y entró en el lugar indicado; del otro lado del salón de entada, las paredes eran de un color que se le hizo similar a un damasco, aunque no era igual. Mami tenía un vestido de ese color, y lo usaba a veces cuando tenía una cita con papá, y se veía muy bonita cuando lo usaba.

—Hola —Saludó un hombre joven.
—Hola —Respondió ella.
—Mi nombre es Marcos. Eres Sofía ¿verdad?
—Sí.
—Es un gusto conocerte —El hombre sonrió con gentileza— ¿Quieres comenzar ahora el camino?
—Sí.

Caminaron hasta otra puerta, que los condujo a un largo pasillo zigzagueante; de techo alto, el túnel tenía puertas de vidrio a ambos costados, las que permitían ver el interior de habitaciones, todas ellas adaptadas para dar las condiciones de descanso y cuidado necesario para cada uno de los habitantes.
Había hermosas reposaderas, túneles, cuerdas, juegos en altura, trapecios, barras y mucho más, cada cosa dispuesta para que quien estuviera ahí, disfrutara de la mejor vida.

—Voy a caminar junto contigo —Explicó el hombre—, pero puedes tomar todo el tiempo que necesites.
— ¿Pueden verme?
—Claro que sí —Respondió, con alegría—, pero ahora mismo algunos están dormidos todavía. —Mira ese gato —Señaló la niña a la izquierda—, está jugando con la cuerda.

Sofía se distrajo un momento en ver al felino, pero luego siguió avanzando, mirando una a una las puertas en donde los distintos animales jugaban o descansaban. De pronto lo vio, y recordó que mami le había dicho que cuando viera al indicado, lo sabría.

—Ese es.

Se acercó a una puerta, en donde un pastor alemán la miraba con mucha atención; sin decir palabra, el hombre activó un mando a distancia y abrió la puerta, que se deslizó dentro de la pared sin hacer ruido. El can, joven y vigoroso, se sentó frente a ella, mirándola con una atención que parecía una instantánea recíproca para la actitud de la niña.

—Parece que te gustó.

La pequeña no contestó; se sentó en el suelo frente a él, y sin moverse, se quedó mirando en sus ojos.
Se quedó perdida en su mirada, eternamente.


Próximo capítulo: Un juego con la pelota