Cuando escuchó el crujido, Carlos sintió
que algo se quebraba dentro de su ser; era algo desconocido y oculto, muy
oculto en su interior, que desconocía o no recordaba, y que causó una terrible
sensación. No supo qué fue, pero sucedió y eso nubló su vista y sus sentidos;
desesperado, volteó en todas direcciones, hasta que vio en el suelo una pequeña
pala para hacer trabajos en el jardín, que tomó entre sus manos con asombrosa
precisión, sin que temblaran los dedos. Ahogando un grito, se lanzó en contra
del animal, que por un momento pareció dudar, como si no creyera que él podía
hacerlo.
Pero claro que podía; ya no le importaba
nada, encontraría la forma de detenerlo, o ninguno de los dos saldría de ese
lugar. Empuñó la pala como un cuchillo, e ignorando el movimiento con el que el
animal sacudió al pequeño, lanzó un golpe que consiguió rasgar la piel del
cuello, arrancándole un gemido y logrando que soltara su presa; mientras el
pequeño caía a peso muerto sobre el concreto, el perro, con una herida en el
costado izquierdo del cuello, tensó los músculos del cuerpo y gruñó con furia,
preparando todo el cuerpo para atacar y al fin mostrando su verdadera cara.
No pensó en que una vez, no mucho tiempo
atrás, ese animal lo había arrastrado sin dificultad por la calle, ni en la
fuerza que había demostrado al saltar la reja del jardín en dos ocasiones,
mucho menos en el poder de esos colmillos que por primera vez lo amenazaban de
forma evidente. Su mente estaba en blanco, y solo sintió rabia y rencor por
todo lo que le había pasado, y porque ese monstruo era la representación de
todo lo que lo había torturado, un poder invisible e invencible que le quitó
cualquier cosa que pudiese haber querido antes.
El animal se lanzó contra él con decisión,
y en ese momento Carlos atacó de vuelta, intentando asestar el golpe en el
mismo punto en donde había herido antes; la noche había desaparecido, y en esa
oscuridad nada había más que él y aquello que quería destruir antes que lo
extinguiera en réplica. Falló en el golpe, sintiendo el choque de la mandíbula
contra el metal; los dientes capturaron su improvisada arma, y el joven trató
de moverla, pero el
movimiento del otro torció su muñeca y lo hizo perder el equilibrio.
Pero el
perro no tenía dos brazos libres para pelear.
Sin
soltar la pala, Carlos lanzó un golpe a la cabeza del animal y alcanzó a
golpearlo en la oreja; aprovechando la sorpresa tiró de la
pala y consiguió arrebatársela, con un horrible sonido metálico de por medio. El animal, encolerizado,
apenas perdió unas milésimas de segundo y se recuperó, arrojándose contra él con una dentellada espantosa que lo hizo retroceder; era tan rápido y
fuerte, tan feroz que parecía imposible detenerlo. Carlos lo esquivó por
milímetros, hizo un rodeo tan rápido como pudo y lo vio revolverse para atacar
otra vez, y supo que no iba a tener muchas opciones más; el perro lograría
alcanzarlo en algún momento, y si capturaba su brazo o su pierna, se la
rompería sin duda.
Como si
le hubiese leído la mente, el animal corrió hacia él lanzando mordiscos con toda
su fuerza, directo a las piernas; Carlos intentó esquivarlo de nuevo pero
perdió el equilibrio y cayó hacia adelante. Sintió cómo su cuerpo chocaba con
el del animal, y por un segundo la mirada colérica estuvo demasiado cerca,
demasiado furiosa como para poder evadirla, abarcándolo todo y consumiendo su
fuerza y determinación; por un instante pareció perderse en esos ojos
llameantes a los que nunca debió mirar, pero logró girar sobre sí mismo en el
suelo, sujetó la pala con ambas manos y atacó, casi a ciegas, rogando que el
golpe fuera efectivo.
Las
garras rozaron su piel, las patas pasaron por encima de él, y perdió por
completo el control de la herramienta; sin saber lo que estaba pasando, se
revolvió en sí mismo y se arrastró hacia la pared lateral. De pronto solo
estaban sus jadeos nerviosos en medio de la noche, y el violento golpeteo de su
corazón en el pecho; pudo incorporarse a medias y miró en todas direcciones,
encontrándose con el animal inmóvil, detenido como si algo lo hubiese congelado
por completo. Vio la sangre sobre el pasto a su alrededor y se animó a
acercarse un poco, intentando ignorar la debilidad que sentía en las piernas;
el perro estaba inmóvil, de pie en actitud de ataque, con el hocico abierto y
la pala clavada en el cuello, goteando saliva roja mientras sus ojos
permanecían detenidos mirando a la nada.
No se
detuvo en eso y volteó hacia el pequeño, en quien por primera vez había podido
recaer en esos eternos segundos desde que comenzó toda esa pesadilla; recién en
ese momento supo qué era lo que había sentido crujir entre las fauces del animal,
y no era lo que pensaba: se trataba de unos audífonos que, destrozados ahora,
habían amortiguado el ataque y reducido las heridas en gran medida. Impactado e
incrédulo, se arrodilló junto a él, pero no supo qué hacer en un principio; no
había tenido tiempo de pensar ¿Estaba muerto? Muchas otras preguntas surgieron
en su mente, cómo por qué nadie había salido ante sus gritos o qué debería
hacer a continuación; intentó respirar profundo y el aire raspó sus vías
respiratorias, pero se obligó a hacerlo, se obligó a funcionar y ser quien
debía ser.
No sabía
si el animal estaba muerto, pero parecía improbable, ya que no tenía sentido
que estuviese de pie; quizás era un shock o algo por el estilo. Se había
cortado la luz y eso tampoco parecía haber despertado a la gente, como si por
un extraño arte todos se sintieran arrullados por el silencio y las sombras,
excepto él.
Por fin
se atrevió a tocarlo, y comprobó que estaba respirando ¡Estaba vivo! Sintió una
oleada de energía y alivio, que fue como un calor que llenó su pecho, pero al
mismo tiempo hizo que sintiera la urgencia de hacer algo al respecto. Tomó a
Tobías en sus brazos, y con él abrazado entró en la puerta lateral, que al
igual que en su casa daba a la cocina; lo que se encontró a pocos pasos en la
sala respondió sus preguntas acerca de por qué nadie había salido ante sus
gritos, y lo hizo decidir salir y regresar a su casa, apenas dándose un segundo
para mirar de reojo y comprobar que el animal seguía en el mismo sitio.
No le
resultó extraño ver que en su casa las cosas estaban en calma; por alguna razón
esperaba que sus padres no se hubiesen movido de su cuarto, y en cierto modo lo
agradecía, porque no tendría que dar explicaciones ni responder preguntas.
Pero
cuando estuvo en la sala, se dio cuenta de que no sería necesario dar
explicaciones, porque había nuevas preguntas en ese mismo lugar. Sus padres
estaban sentados en el sofá de la sala, ambos en pijama, muy cerca uno del otro
y con el cuerpo rígido, como si estuvieran mirando una inexistente pantalla
frente a ellos; con el corazón oprimido y casi aguantando la respiración, Carlos
abrazó más fuerte a Tobías y se acercó a ellos, contando cada paso y temiendo
encontrar algo que al mismo tiempo anticipaba por la rigidez antinatural de sus
cuerpos y su inmovilidad total. Sus ojos estaban fijos al frente, mirando sin
ver, muy abiertos mientras sus respiraciones parecían reducidas a un leve
susurro que apenas movía sus pechos; no había movimiento de sus cuerpos más que
la respiración, y al verlos en ese estado, creyó entender.
El corte
de luz, la repentina agresividad explícita del perro y el silencio absoluto en
el lugar; no supo por qué, pero entendió que todo eso estaba relacionado de
alguna forma. Luces y mentes apagadas, ojos abiertos y ciegos, y un niño en sus
brazos que tal vez no podría sobrevivir.
Retrocedió,
mirándolos por una última vez, y con Tobías apretado contra su pecho caminó
rápido hacia las escaleras; lo dejó con suavidad en medio de la cama, y al
arrodillarse junto a él sintió un enorme peso en el cuerpo, algo doloroso y
terrible que amenazó con derribarlo. Pero lo resistió y se puso de pie, mirando
en derredor, intentando decidir qué hacer a partir de ese momento, sabiendo que
Tobías y él estaban completamente solos en el mundo.
Próximo
capitulo: No digas nada