Narices frías Capítulo 03: Trucos y tratos




—¡Qué lindo!

Antonio estaba maravillado por el nuevo juego que su padre había comprado; el pequeño de nueve años era muy alegre y amaba las novedades, por lo que el anuncio de un nuevo juego para Dina lo puso de muy buen humor.

—Parece que te gusta.
—Sí, es muy bonito.

Gabriel, su padre, hacía todo lo posible por darle gustos y buenos momentos; en ese instante, mientras terminaba de guardar las cápsulas de aislante protector en la caja, se quedó mirando cómo su hijo admiraba el juego de niveles y túneles para Dina. Podía decir, con bastante seguridad, que estaban pasando por un buen momento.

—Vamos, ve por ella, para que conozca su nuevo juguete.
—Sí papá.

Mientras el pequeño iba hacia la terraza trasera, sonó el timbre, anunciando la llegada de Lorena, su novia.

—Hola cariño.
—Hola —ella le dio un suave beso en los labios—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Intenso, tuve muchas solicitudes de gestión nuevas, estoy un poco cansado. Pasa.

Mientras entraban, el niño de nueve años regresó, seguido de una gata blanca de abundante pelaje; caminaba lento, aunque se trataba de un avance con paso seguro. Conocía la casa a la perfección y se sentía a sus anchas.

—Hola Lorena.
—Hola cariño —replicó la mujer, sonriendo—, ¿Qué hay ahí?
—Es el nuevo juego de trepar para Dina. Papá lo trajo.

La mujer se sentó en el sofá, volteada hacia la ventana puerta contra la que resaltaba la estructura.

—Es muy bonito, y lo escogieron en blanco, como ella.
—¡Sí! —asintió el pequeño—. Papá dijo que así se acostumbraría más rápido.

Antonio se sentó en el suelo, mientras la gata llegaba hasta el punto indicado; mirando con atención, olisqueó y caminó alrededor del artefacto, hasta que se dio por satisfecha y trepó con suma habilidad por uno de los costados. Se recostó en una de las pequeñas plataformas y clavó las garras en el borde acolchado, con una evidente actitud de satisfacción.

—Parece que le gusta —comentó Lorena—, se ve que se va a acostumbrar.
—Qué bueno —repuso Gabriel—, ya estaba empezando a preocuparme por los muebles, el rascador está muy desgatado.

El niño se volteó hacia ambos al escuchar esas palabras; su expresión había cambiado y lucía contrariado al momento de hablar.

—Dina es una chica muy bien educada, ella nunca rompería los muebles.
—Lo sé cariño —dijo su padre—, pero es algo que podría pasar en algunos casos.
—Dina no lo haría.

Su padre se puso de pie, se acercó a él y se sentó en el suelo, mirándolo con cariño.

—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Vamos —lo animó el hombre, sonriendo—, no me digas eso, algo está pasando.

Él pequeño se debatió unos momentos entre hablar y callar, hasta que finalmente tomó la decisión.

—Lo que ocurre es que el otro día cuando salimos, un chico me dijo que Dina era fea, y que seguramente rompía todos los muebles.

Gabriel entendió que su hijo se refería a la jornada de la semana pasada en que salieron a pasear con la gata; la recomendación de Narices frías era sacarla una vez al mes, de modo que lo hicieron el jueves quince. Habían ido a la plaza para que estuviera en un ambiente natural y pudiera trepar, y en algún momento dejó al pequeño rondar a gusto por entre los árboles junto a Dina. Los vio todo el tiempo, por lo que no sintió que hubiera sucedido nada fuera de lo común, y el hecho de verlo junto a otros niños no parecía raro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

El pequeño se quedó en silencio unos momentos; Gabriel miró a Lorena, preocupado de ver que su hijo había guardado esa información por varios días, sin que hasta entonces se notara algo de eso en su comportamiento. Ella, sin embargo, le dijo sin palabras que lo tomara con calma, de modo que él confió en su buen juicio antes de hablar.

—Escucha, campeón. No tienes que guardarte nada de lo que pase ¿Está bien?
—Es que no te quería preocupar —replicó el pequeño.
—Nunca me preocupas —repuso el hombre—, pero tengo que saber lo que sucede ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Quién era ese niño?
—No sé —se encogió de hombros—. Nunca lo había visto.

Gabriel pensó que en el último tiempo no había llegado gente nueva por los alrededores; más o menos, en el distrito todos se conocían al menos de vista.

—Bien, quiero que hablemos de esto. Para empezar, no puedes prestar atención a lo que diga alguien desconocido ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Muy bien. Ahora, otra cosa, los gatos necesitan rascar sus uñas en alguna zona ¿Recuerdas por qué?

La pregunta reanimó al pequeño; se había aprendido todas las normas de cuidado con más rapidez que cualquier otra cosa en la escuela, y se sentía orgulloso de ello.

—Sí, porque sus uñas crecen y si están largas no pueden caminar bien. No tenemos que cortar sus uñas, solo tenerles algo apropiado para rascar, y les gusta mucho hacerlo.
—Exacto —su padre sonrió ante la completa respuesta—, así es. Pero si no tiene un lugar apropiado o algo así, intentarán buscar otra cosa. No está mal.
—Sí.
—Bien, ahora, tú conoces a Dina, son grandes amigos ¿No es así?
—Sí.

Hicieron un silencioso choque de palmas; Gabriel tomó la decisión de ir a Narices frías poco tiempo después de la muerte de la madre de Antonio, a causa de una grave enfermedad tres años atrás, y ahí le dijeron que, para enfrentar la tristeza y el sentimiento de pérdida, tener a una mascota como Dina ayudaría mucho.
Después del tiempo transcurrido, podía confirmar que había sido la decisión correcta, ya que no solo se había acostumbrado a ella, sino que además había una relación de empatía sorprendente entre ambos. En alguna ocasión se había dicho que parecía que podían entenderse sin palabras, usando un misterioso lenguaje propio.

—Entonces sabes cómo es ella, por supuesto. No te preocupes por lo que alguien desconocido pueda decir ¿Trato?
—Trato.
—¿Hay algo más que quieras contarme?

Por suerte, el pequeño ya estaba más tranquilo; al parecer, lo que había sucedido unos días antes no lo afectó en lo personal, sino en su relación con Dina, ya que sentía que alguien la atacaba y no sabía cómo defenderla. Gabriel se dijo que era bueno que quisiera protegerla, ya que eso demostraba que sus sentimientos eran honestos y fuertes.

—Rachel me dio un chocolate hoy en la escuela, porque se me cayó el mío.
—Ese es un gesto muy bonito de su parte —apuntó su padre—, y para agradecérselo, mañana vas a llevar un chocolate y se lo regalarás ¿Bien?
—Sí.
—Ahora diviértete, parece que Dina quiere jugar contigo.

Más tranquilo, el pequeño se acercó al artefacto, en donde la gata continuaba rasgando la superficie; Gabriel volvió a sentarse junto a Lorena, quien lo miró con cariño.

—Dijiste lo correcto, eso estuvo muy bien.
—Gracias.

Estaban hablando en voz más baja para no interrumpir el juego del pequeño; desde que oficializaron su noviazgo, hicieron todo paso a paso, asegurándose de un proceso bien estructurado en donde ella no sería una reemplazante sino una nueva integrante de la familia. En eso, la participación de Dina había sido muy relevante, ya que al sentirse cómoda y mostrarse amigable con Antonio, el niño sintió su presencia en la casa como algo natural. En el presente ya hablaba de Lorena como la novia de su padre y estaba a gusto con eso.

—Qué gusto que se lleven tan bien —observó ella.
—Sí, se complementan de una manera excelente —repuso él—, a veces pienso que se entiende mejor con ella que conmigo.
—¿Estás celoso?
—No —negó con la cabeza—, es solo un decir; es como si Dina siempre estuviera en sintonía con él.
Hace unos días Antonio llegó con una tarea de la escuela, y no estaba saliendo bien; entonces ella simplemente apareció, se acomodó junto a él, y fue como si le estuviera diciendo que todo iba a estar bien. Después todo funcionó, fue muy curioso; es increíble cómo me ha ayudado que esté aquí, porque sirve como compañía y al mismo tiempo le da algo que hacer y una responsabilidad a mi hijo.

En esos momentos el pequeño estaba sentado en el suelo, moviendo distraídamente el cordel que sostenía una pelota de lana, la que era mecida por la gata, con un gesto quedo, aunque atento; por un momento, a Lorena le pareció que esa escena de entendimiento silencioso podría durar toda la vida.

—Me alegro mucho.
—Una vez me preguntó —siguió él en voz más baja—, si era posible que a Dina le pasara algo malo; creo que estaba asociándolo con la muerte de su madre. Le dije que solo tenía que cuidarla mucho, quererla y preocuparse de ella, y que con eso todo estaría bien.
—¿Estaba angustiado?
—Para nada —respondió el hombre—, aunque reconozco que yo me preocupé un poco; nunca habla demasiado del tema, está tranquilo con que mamá está en el cielo, pero como está creciendo, nunca puedo saber si sucede algo o se está haciendo preguntas que antes no. Bueno, lo que sucedió es que después vio el anuncio de Narices frías, y se puso muy contento, dijo que era muy bueno que el señor supiera cómo hacer que las mascotas vivieran; fue lindo, es tan sencillo pero es eso, es todo lo que quiere, que su Dina nunca le haga falta.

Ambos se quedaron mirando el juego, hasta que un momento después, el niño volteó hacia ellos, con la alegría pintada en la cara.

—Papá, Lorena, miren ¡Dina y yo estamos haciendo un truco!

Los dorados ojos de la felina los miraban con serena atención; los adultos animaron al pequeño a mostrar lo que había descubierto, quedando atentos a lo que iba a suceder. El niño extendió la mano hacia su compañera de juegos, con la palma hacia arriba, y ella levantó la pata delantera derecha con un gesto sumamente delicado y elegante, bajándola hasta posar palma contra palma. Al hacerlo, el niño la miró con complicidad, a lo que ella le devolvió una mirada brillante, profunda, y sin pestañear.



Próximo capítulo: Visión borrosa

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