—¡Qué
lindo!
Antonio
estaba maravillado por el nuevo juego que su padre había comprado; el pequeño
de nueve años era muy alegre y amaba las novedades, por lo que el anuncio de un
nuevo juego para Dina lo puso de muy buen humor.
—Parece
que te gusta.
—Sí, es
muy bonito.
Gabriel,
su padre, hacía todo lo posible por darle gustos y buenos momentos; en ese
instante, mientras terminaba de guardar las cápsulas de aislante protector en
la caja, se quedó mirando cómo su hijo admiraba el juego de niveles y túneles
para Dina. Podía decir, con bastante seguridad, que estaban pasando por un buen
momento.
—Vamos,
ve por ella, para que conozca su nuevo juguete.
—Sí
papá.
Mientras
el pequeño iba hacia la terraza trasera, sonó el timbre, anunciando la llegada
de Lorena, su novia.
—Hola
cariño.
—Hola —ella
le dio un suave beso en los labios—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Intenso,
tuve muchas solicitudes de gestión nuevas, estoy un poco cansado. Pasa.
Mientras
entraban, el niño de nueve años regresó, seguido de una gata blanca de
abundante pelaje; caminaba lento, aunque se trataba de un avance con paso
seguro. Conocía la casa a la perfección y se sentía a sus anchas.
—Hola
Lorena.
—Hola
cariño —replicó la mujer, sonriendo—, ¿Qué hay ahí?
—Es el
nuevo juego de trepar para Dina. Papá lo trajo.
La mujer
se sentó en el sofá, volteada hacia la ventana puerta contra la que resaltaba
la estructura.
—Es muy
bonito, y lo escogieron en blanco, como ella.
—¡Sí! —asintió
el pequeño—. Papá dijo que así se acostumbraría más rápido.
Antonio
se sentó en el suelo, mientras la gata llegaba hasta el punto indicado; mirando
con atención, olisqueó y caminó alrededor del artefacto, hasta que se dio por
satisfecha y trepó con suma habilidad por uno de los costados. Se recostó en una
de las pequeñas plataformas y clavó las garras en el borde acolchado, con una
evidente actitud de satisfacción.
—Parece
que le gusta —comentó Lorena—, se ve que se va a acostumbrar.
—Qué
bueno —repuso Gabriel—, ya estaba empezando a preocuparme por los muebles, el
rascador está muy desgatado.
El niño
se volteó hacia ambos al escuchar esas palabras; su expresión había cambiado y
lucía contrariado al momento de hablar.
—Dina es
una chica muy bien educada, ella nunca rompería los muebles.
—Lo sé
cariño —dijo su padre—, pero es algo que podría pasar en algunos casos.
—Dina no
lo haría.
Su padre
se puso de pie, se acercó a él y se sentó en el suelo, mirándolo con cariño.
—¿Qué
ocurre?
—Nada.
—Vamos —lo
animó el hombre, sonriendo—, no me digas eso, algo está pasando.
Él
pequeño se debatió unos momentos entre hablar y callar, hasta que finalmente
tomó la decisión.
—Lo que
ocurre es que el otro día cuando salimos, un chico me dijo que Dina era fea, y
que seguramente rompía todos los muebles.
Gabriel
entendió que su hijo se refería a la jornada de la semana pasada en que
salieron a pasear con la gata; la recomendación de Narices frías era sacarla
una vez al mes, de modo que lo hicieron el jueves quince. Habían ido a la plaza
para que estuviera en un ambiente natural y pudiera trepar, y en algún momento
dejó al pequeño rondar a gusto por entre los árboles junto a Dina. Los vio todo
el tiempo, por lo que no sintió que hubiera sucedido nada fuera de lo común, y
el hecho de verlo junto a otros niños no parecía raro.
—¿Por
qué no me lo dijiste?
El
pequeño se quedó en silencio unos momentos; Gabriel miró a Lorena, preocupado
de ver que su hijo había guardado esa información por varios días, sin que
hasta entonces se notara algo de eso en su comportamiento. Ella, sin embargo,
le dijo sin palabras que lo tomara con calma, de modo que él confió en su buen
juicio antes de hablar.
—Escucha,
campeón. No tienes que guardarte nada de lo que pase ¿Está bien?
—Es que
no te quería preocupar —replicó el pequeño.
—Nunca
me preocupas —repuso el hombre—, pero tengo que saber lo que sucede ¿De
acuerdo?
—Sí.
—¿Quién
era ese niño?
—No sé —se
encogió de hombros—. Nunca lo había visto.
Gabriel
pensó que en el último tiempo no había llegado gente nueva por los alrededores;
más o menos, en el distrito todos se conocían al menos de vista.
—Bien,
quiero que hablemos de esto. Para empezar, no puedes prestar atención a lo que
diga alguien desconocido ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Muy bien.
Ahora, otra cosa, los gatos necesitan rascar sus uñas en alguna zona ¿Recuerdas
por qué?
La
pregunta reanimó al pequeño; se había aprendido todas las normas de cuidado con
más rapidez que cualquier otra cosa en la escuela, y se sentía orgulloso de ello.
—Sí,
porque sus uñas crecen y si están largas no pueden caminar bien. No tenemos que
cortar sus uñas, solo tenerles algo apropiado para rascar, y les gusta mucho
hacerlo.
—Exacto —su
padre sonrió ante la completa respuesta—, así es. Pero si no tiene un lugar
apropiado o algo así, intentarán buscar otra cosa. No está mal.
—Sí.
—Bien,
ahora, tú conoces a Dina, son grandes amigos ¿No es así?
—Sí.
Hicieron
un silencioso choque de palmas; Gabriel tomó la decisión de ir a Narices frías
poco tiempo después de la muerte de la madre de Antonio, a causa de una grave enfermedad
tres años atrás, y ahí le dijeron que, para enfrentar la tristeza y el
sentimiento de pérdida, tener a una mascota como Dina ayudaría mucho.
Después
del tiempo transcurrido, podía confirmar que había sido la decisión correcta,
ya que no solo se había acostumbrado a ella, sino que además había una relación
de empatía sorprendente entre ambos. En alguna ocasión se había dicho que
parecía que podían entenderse sin palabras, usando un misterioso lenguaje
propio.
—Entonces
sabes cómo es ella, por supuesto. No te preocupes por lo que alguien
desconocido pueda decir ¿Trato?
—Trato.
—¿Hay
algo más que quieras contarme?
Por
suerte, el pequeño ya estaba más tranquilo; al parecer, lo que había sucedido
unos días antes no lo afectó en lo personal, sino en su relación con Dina, ya
que sentía que alguien la atacaba y no sabía cómo defenderla. Gabriel se dijo
que era bueno que quisiera protegerla, ya que eso demostraba que sus
sentimientos eran honestos y fuertes.
—Rachel
me dio un chocolate hoy en la escuela, porque se me cayó el mío.
—Ese es
un gesto muy bonito de su parte —apuntó su padre—, y para agradecérselo, mañana
vas a llevar un chocolate y se lo regalarás ¿Bien?
—Sí.
—Ahora
diviértete, parece que Dina quiere jugar contigo.
Más
tranquilo, el pequeño se acercó al artefacto, en donde la gata continuaba
rasgando la superficie; Gabriel volvió a sentarse junto a Lorena, quien lo miró
con cariño.
—Dijiste
lo correcto, eso estuvo muy bien.
—Gracias.
Estaban
hablando en voz más baja para no interrumpir el juego del pequeño; desde que
oficializaron su noviazgo, hicieron todo paso a paso, asegurándose de un
proceso bien estructurado en donde ella no sería una reemplazante sino una
nueva integrante de la familia. En eso, la participación de Dina había sido muy
relevante, ya que al sentirse cómoda y mostrarse amigable con Antonio, el niño
sintió su presencia en la casa como algo natural. En el presente ya hablaba de
Lorena como la novia de su padre y estaba a gusto con eso.
—Qué
gusto que se lleven tan bien —observó ella.
—Sí, se
complementan de una manera excelente —repuso él—, a veces pienso que se
entiende mejor con ella que conmigo.
—¿Estás
celoso?
—No —negó
con la cabeza—, es solo un decir; es como si Dina siempre estuviera en sintonía
con él.
Hace
unos días Antonio llegó con una tarea de la escuela, y no estaba saliendo bien;
entonces ella simplemente apareció, se acomodó junto a él, y fue como si le
estuviera diciendo que todo iba a estar bien. Después todo funcionó, fue muy
curioso; es increíble cómo me ha ayudado que esté aquí, porque sirve como
compañía y al mismo tiempo le da algo que hacer y una responsabilidad a mi
hijo.
En esos
momentos el pequeño estaba sentado en el suelo, moviendo distraídamente el
cordel que sostenía una pelota de lana, la que era mecida por la gata, con un
gesto quedo, aunque atento; por un momento, a Lorena le pareció que esa escena
de entendimiento silencioso podría durar toda la vida.
—Me
alegro mucho.
—Una vez
me preguntó —siguió él en voz más baja—, si era posible que a Dina le pasara
algo malo; creo que estaba asociándolo con la muerte de su madre. Le dije que
solo tenía que cuidarla mucho, quererla y preocuparse de ella, y que con eso
todo estaría bien.
—¿Estaba
angustiado?
—Para
nada —respondió el hombre—, aunque reconozco que yo me preocupé un poco; nunca
habla demasiado del tema, está tranquilo con que mamá está en el cielo, pero
como está creciendo, nunca puedo saber si sucede algo o se está haciendo
preguntas que antes no. Bueno, lo que sucedió es que después vio el anuncio de
Narices frías, y se puso muy contento, dijo que era muy bueno que el señor
supiera cómo hacer que las mascotas vivieran; fue lindo, es tan sencillo pero
es eso, es todo lo que quiere, que su Dina nunca le haga falta.
Ambos se
quedaron mirando el juego, hasta que un momento después, el niño volteó hacia
ellos, con la alegría pintada en la cara.
—Papá,
Lorena, miren ¡Dina y yo estamos haciendo un truco!
Los
dorados ojos de la felina los miraban con serena atención; los adultos animaron
al pequeño a mostrar lo que había descubierto, quedando atentos a lo que iba a
suceder. El niño extendió la mano hacia su compañera de juegos, con la palma
hacia arriba, y ella levantó la pata delantera derecha con un gesto sumamente
delicado y elegante, bajándola hasta posar palma contra palma. Al hacerlo, el
niño la miró con complicidad, a lo que ella le devolvió una mirada brillante,
profunda, y sin pestañear.
Próximo
capítulo: Visión borrosa
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