Narices frías Capítulo 09: A través del cristal



Darío se había esforzado mucho para conseguir lo que quería; no se trataba de un problema de inteligencia, habían dicho los médicos, sino de la forma de expresar y comunicar con el mundo.
Lo hicieron ir a muchos especialistas durante un largo tiempo; todos eran personas muy entendidas, de larga experiencia en aquello que hacían, y todos eran muy gentiles con él.
Pero, de todos modos, durante esos años había sido un experimento, un animal de laboratorio; estaba lleno de diminutas marcas de los pinchazos de agujas, de todas esas veces que le extrajeron sangre para hacer pruebas, y de las otras ocasiones en que realizaron infiltraciones de distintos líquidos para verificar ciertas reacciones.
Pasaron años en los que investigaban si su problema era de origen neuronal, físico, o una mezcla de ambos; años de llegar a la oficina de un doctor y dejar que hicieran análisis, que lo pesaran, midieran, que comprobaran su musculatura, índice de grasa, el estado de sus ojos, la salivación, la capacidad de sus oídos, e incontables otros conteos y muestras; desde que lo "descubrieron" en el centro para niños sin hogar a los catorce, creció con docenas de manos sobre su cuerpo, decenas de ojos sobre su fisonomía y cientos de voces que opinaban acerca de él, pero ningún oído que supiera escucharlo de la forma correcta.
Cuando cumplió diecinueve y el interés de los profesionales estaba decayendo, apareció un nuevo doctor que se especializaba en trastornos de conducta conoció su caso, bastante habitual entre la comunidad médica del distrito, y dijo que su problema era acerca de comunicarse con otros individuos, pero que esa dificultad no era a la inversa. Darío siempre había sabido eso, pero no podía decirlo de un modo en que los demás pudieran comprender; podía decir algunas palabras, frases cortas, pero las ideas complejas siempre quedaban atrapadas en el interior de su mente, girando como un carrusel de tiro al blanco al él nunca podía disparar con éxito.
No era mudo, no era hablante, no era retasado, no era super dotado, era solo una cáscara con una pequeña abertura que no permitía salir casi todo, pero que sí podía recibir; al final, esa revelación médica hizo que todos perdieran interés en su caso, porque en general los médicos buscaban soluciones, y en particular los asuntos del comportamiento y el cerebro eran fuente de investigación para alcanzar un resultado que les valiera un mérito, un diploma o una serie de seminarios a los que mucha gente quisiera asistir.
Pero el caso de Darío era algo extraño por sumar algunas características de diferentes trastornos, no era algo realmente novedoso, y por lo que todos decían, no había forma de curarlo, por lo que lo único que podían hacer por él era buscar un lugar en donde pudiera vivir, y otro en donde pudiera trabajar. Necesitaba un trabajo en donde tuviera que hacer siempre lo mismo, con el mismo horario, sin interactuar con otras personas, pero al mismo tiempo, sin estar aislado.
Necesitaban dejarlo en un lugar donde sirviera de algo, y donde no molestara a la gente.
Consiguieron localizar una opción válida para él; le dijeron que tendría un contrato de trabajo, con un sueldo acorde, y que podía vivir en un departamento en un modesto edificio a unas cuantas cuadras de ese sitio. Que no tendría que preocuparse por hacer el pago de los gastos, porque había un acuerdo entre la dueña del edificio y el dueño de la empresa, y descontarían eso del salario.
Le enseñaron a usar la tarjeta para el cajero automático, y le dijeron que sería muy seguro usarla, porque así, no tendría que estar cargando con dinero, que podría ser muy peligroso.
Todos estaban preocupados de proporcionarle las mejores condiciones, por supuesto, y por eso fue que hicieron todas esas cosas sin preguntarle: para crear un espacio seguro en él que pudiera vivir y trabajar, ser útil a la sociedad y no depender de los demás.
Tenía veinte años cuando todo eso sucedió, y para asegurarse de que todo funcionaría bien según sus planes, los médicos y terapeutas que habían estado trabajando con él le dijeron que lo estarían observando, pero sin entrometerse; tenía que cumplir su horario de entrada y salida del trabajo, llegar todos los días a casa y completar un cuestionario que le enviaban impreso una vez al mes. Le dieron un teléfono celular básico, en donde estaba indicado el número de su jefe en la empresa, el del conserje del edificio, el de la terapeuta que revisaría los cuestionarios, y un número al que llamar en caso de alguna emergencia.
Al cabo de un mes, le dijeron que todo estaba muy bien y que podría vivir solo y trabajar como un hombre adulto y productivo, y que estarían siempre pendientes al teléfono por si el necesitaba algo, pero que confiaban en su gran capacidad.
En realidad, él siempre entendió tobo lo que estaba sucediendo; entendía las ansias de algunos de esos profesionales por encontrar una revolucionaria cura para su enfermedad, así como entendió el aburrimiento de la mayoría cuando pasaba el tiempo y no había avance. Entendió que el proceso para insertarlo en la sociedad era una forma elegante de deshacerse de él, y que con el tiempo, nadie iría a verlo o a preguntar cómo estaba. Al final, ser un adulto normal era estar solo en el mundo.

Su vida había sido programada por otros para ser de una cierta forma, y era muy difícil que él pudiera hacer algo al respecto; en ocasiones, como en otras tantas, se sentaba ante la mesa con un cuaderno, tomaba el lápiz y trataba de escribir algo, o hacer un dibujo, pero una y otra vez las ideas chocaban con un muro invisible y nunca llegaban a salir. Al igual que su voz no podía transmitir el sonido completo de las palabras, las manos parecían atrofiadas ante cualquier intento de comunicar: su vida era la de un conejillo de indias, roto y fallado, que observaba el mundo detrás de una ventana sin bisagras, un muro cristalino, sin reflejo.
Si dependiera de él, haría muchísimas cosas, pero esa incapacidad de expresarse como el resto de las personas obstaculizaba todo.
Eso había sido dos años atrás.
Descubrió que la tecnología podía ayudarlo; en el mundo social, decir algunas palabras sueltas lo convertiría en un anormal, pero la red no tenía tiempo, y lo más importante, no podía verlo. Necesitaba un teléfono celular con acceso a internet, pero no podía conseguir uno con facilidad, porque en una tienda le harían preguntas como en los anuncios de televisión y eso le pondría de manifiesto, lo que era justo lo opuesto a lo que quería.
Empezó a hacer algunas caminatas cuando salía del trabajo, acercándose a las tiendas con actitud de normalidad, quedándose en un costado, observando. La mayoría de las personas pagaba con una tarjeta como la suya, lo que supondría una facilidad, pero para llegar a pagar, primero se acercaban a un vendedor, le explicaban lo que querían, y después de algunas confirmaciones, se llevaban su producto; esto suponía demasiados pasos para realizar, un riesgo de arruinarlo, y peor, la posibilidad de exponerse, que era justo lo que no quería.
Tuvo que buscar algunas alternativas, hasta que encontró una tienda que funcionaba como autoservicio; tenía un catálogo impreso, en donde podía ver los detalles de los productos. No vendían teléfonos avanzados, pero sí tenían uno básico con conexión a internet; nunca había navegado en internet, sólo sabía lo que escuchaba de los médicos, que tenían la costumbre de hablar como si él no estuviera presente, y lo que había visto en los ordenadores al pasar. De todos modos, algo era mejor que nada, de modo que hizo el intento y lo logró, lo que le dio su primer triunfo como independiente.
Una vez con el móvil en su poder, inició el navegador, sorprendiéndose de ver que este cargaba de forma inmediata un buscador; tras algún tiempo de adaptación, descubrió que buscar cosas en internet era sencillo y difícil a partes iguales, porque había mucha información y no toda era útil.
Pero tenía tiempo y poco que hacer excepto trabajar; así, fue pasando el tiempo, y descubrió un sitio en donde se podía comprar y solicitar que enviaran a domicilio. Esa lucía como una buena opción, excepto que no quería que el conserje se enterara; decidió seguir buscando, hasta que localizó otro sitio, en donde podía comprar y luego tomar el producto en la tienda. Y era en una calle céntrica del distrito.
Había pasado menos de un año desde que tuvo el móvil cuando diseñó un plan para conseguir otro; tomó una mascarilla para enfermos que había robado tiempo atrás de uno de los tantos laboratorios en que estuvo, hizo la compra a través del móvil y fue a buscar el producto a la tienda con el rostro cubierto. Funcionó a la perfección, ya que el vendedor interpretó su dificultad para hablar como un resfriado, y solo le pidió que le enseñara un número en el móvil, que había recibido como un mensaje.
El nuevo teléfono era un universo completo en sí mismo, y aunque lo había comprado para un motivo muy específico, le gustó mucho; su pantalla era grande, y funcionaba sin botones, como los de los médicos o la gente común, aunque no era tan costoso. No solo tenía un navegador más rápido, sino que tenía otras cosas; descubrió que los íconos eran las aplicaciones de las que la gente hablaba todo el tiempo, aunque eso realmente no le importaba. Ese móvil era el acceso al mundo y como tal, era su tesoro.
Con el tiempo, hizo otras compras a través de una aplicación que servía para eso, entre ellas un adorno que siempre había querido: un cubo de cristal.
No era realmente de cristal como decía en el anuncio, pero eso no importaba; era de acrílico transparente, con una base gris. En su interior tenía una esfera metálica plateada, que destellaba solitaria contra las paredes invisibles; esa esfera era él, una estructura sólida que no podía salir, un prisionero libre que podría estar toda la eternidad rodando desde una esquina a otra, nada más que un objeto, el sordo sonido del otro lado del cristal.


Próximo capítulo: Una equivocación

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