Narices frías Capítulo 04: Visión borrosa




Carlos despertó a medianoche, atenazado por el terror; sentado en su cama, no pudo evitar mirar en todas direcciones, como si de algún modo su agresor estuviera ahí, esperando.
Estaba basado en sudor frío; la pesadilla había sido tan viva, que casi pudo sentir el cuerpo de Marcos sobre el suyo, su respiración jadeante en su oído, igual que algún tiempo atrás. Cansado y agobiado, se quitó la ropa para dormir y salió del cuarto con una toalla entre las manos; sus padres no aceptarían que deambulara desnudo por la casa, pero ellos a esa hora dormían, y no podrían saber de sus acciones.
Después de sacar el extremo extensible de la ducha, lo puso en la tina y dejó que el agua corriera, perdiendo su vista por momentos en las burbujas que cada tanto salían, breves, entre remolinos de agua.
Cuando la tina estuvo con la cantidad de agua suficiente, se metió y dejó que el tibio líquido cubriera su cuerpo, repitiéndose que eso tenía que servir para relajarse.
El palpitar de su corazón mecía la superficie, en donde el pálido reflejo de las luces en el techo bailaba al compás de una melodía silenciosa e inexistente, un cántico líquido que nadie podía escuchar.
Después de varios minutos, decidió que ya era suficiente, y dejó correr el agua, tapando con la mano la salida del desagüe para evitar que hiciera ruido; para ahogar el sonido igual que ahogaba su voz. En ocasiones se preguntaba si eso que le pasaba duraría siempre, o si en algún momento terminaría por olvidarlo; no tenía alguien con quien hablar, nadie con quien sincerarse o explicarle cómo ese miedo vivía ahí dentro de las paredes, alrededor suyo, nunca tocándolo, pero siempre presente, siempre amenazando. Los chicos de su clase le parecían tontos ahora ¿Cómo podía pensar distinto? Quería tener quince años de verdad, como ellos, y pensar en tonterías, en chicas y en bromas, pero constantemente aparecía el temor y también el cansancio mental, esa maldita sensación que se comía todo de él.
Después de asegurarse de dejar todo como estaba, volvió a su cuarto, pero no se sentía con ganas de acostarse; además, cuando se despertaba le era difícil volver a dormirse. Se dijo que era raro nunca haber salido de la casa durante la noche, de modo que, animado por una suerte de sentimiento de desafío, se puso una remera y un pantalón deportivo, zapatillas y salió caminando con cuidado para no hacer ruido por las escaleras ni el pasillo.
La noche estaba curiosamente tibia para ser agosto; el cielo del jardín estaba iluminado por las estrellas y las luminarias blancas de la calle interior, y nada de viento se sentía, como si todos los sonidos al mismo tiempo se hubieran quedado dormidos.
Buscó la llave oculta bajo la maceta de la izquierda, y abrió en silencio; no había lugar donde ir ni podía alejarse demasiado sin correr el riesgo de que algún vecino lo viera, y eso era exactamente lo que no quería. Quería algo de privacidad, aunque estuviera en el exterior.

—Hola.
—Fue casi un susurro, pero lo hizo detenerse; estaba a una casa por medio de la suya, y nada parecía haber alrededor, hasta que su vista localizó en el jardín, sentado junto a la reja, a un niño.

Para él era parte del paisaje que no le importaba a su alrededor; un niño que saludaba a quien pasara, alguien a quien había ignorado en todas las ocasiones, una voz que nunca escuchaba en realidad.

—Hola —saludó en voz baja.
—Es raro que alguien esté afuera a esta hora.

Tenía ocho o nueve años; Carlos se sintió intrigado por su forma de hablar tan madura para su edad, y se acercó un paso más a la reja.

—Mira quién lo dice, tú deberías estar acostado.
—Mis papás me dejan salir al jardín si no tengo sueño —explicó el pequeño, sin disimular su orgullo—, es para que practique mis movimientos.

Algo no encajaba en todo eso; Carlos se acercó un paso más, quedando a dos cuartas de él, por primera vez interesado. El chico llevaba un buzo deportivo con un capuchón que le cubría la cabeza.

—Puedes verme —afirmó, en vez de preguntar.
—Sí —respondió el pequeño, con alegría.

No se notaba a simple vista, pero el niño tenía algo en los ojos; Carlos se dijo que no era posible que fuera ciego porque le había hablado con seguridad, pero de todos modos no era común.

—¿Y me ves bien?
—No veo como el resto de las personas —respondió el niño con tono de total naturalidad—, Tengo una cosa en los ojos, mamá sabe cómo se llama, y veo de otra manera. El oftalmólogo —se tardó en pronunciar la palabra—, dice que veo borroso, aunque yo siempre he visto así, entonces no sé cómo ve la otra gente, pero el doctor me explicó que es como cuando tocas las cosas, si las tocas por encima solo sientes una cosa, pero si tocas con cuidado sientes muchas formas.

Era muy listo, y hablaba bien para su edad; Carlos no recordaba que sus padres en algún momento hubieran mencionado a algún hijo de vecino con un problema a la vista, pero también era cierto que la mayoría de las veces no les prestaba atención.

—Sabes mucho.
—Sí, es que no voy a la escuela porque podría chocar con las cosas —explicó el pequeño, como si no fuera algo relevante—, papá contrató unos maestros que vienen y me enseñan cosas, y tengo un reproductor de música, pero para clases, es como una persona que me cuenta de todo.
—Entonces te gusta aprender —murmuró, ido—, qué bueno.
—¿Y tú qué haces? —preguntó con interés—. Eres más grande que yo, pero no suenas como un adulto.

Quizás se debía a que su mirada no podía intentar escudriñar en la suya, o que se expresaba más claramente que otros chicos de más edad, no lo supo, pero algo hizo que le agradara. Carlos se puso de cuclillas y lo miró a la cara.

—Tengo quince.
—Yo tengo ocho, voy a cumplir nueve en diciembre —explico con tono académico—, me llamo Tobías.
—Yo soy Carlos.

El pequeño extendió la diestra a través de los barrotes que separaban el jardín de su casa del mundo exterior; salvo por un leve desfase, había acercado el brazo en la dirección correcta.

—Un gusto conocerte, Carlos.

El joven estrechó su mano con amabilidad. Le resultó extraño pensar que en un par de minutos de conversación trivial con un niño desconocido se había sentido más cómodo que en lo habitual con sus compañeros en clase.

—¿Y tienes amigos en la escuela?

Era una pregunta justa para un niño de su edad, aunque también se trataba de una interrogante que iba en reversa. Fue extraño para Carlos pensar que no había razón para mentirle.

—No muchos, no me llevo muy bien con ellos.
—Mamá dice que es difícil entenderse con las personas —replicó el pequeño—. Yo no hablo con muchas personas, es decir que no sean los maestros, y no puedo jugar con otros niños de mi edad porque podría caerme o darme un golpe. Eres simpático ¿De dónde eres?

De ninguna parte ¿Puedo quedarme en tu casa? Yo jugaré contigo si me dejas esconder ahí, solo no le digas a nadie; las palabras aparecieron en su mente en ese mismo instante, y como tantas otras veces, se obligó a callarlas. Al menos en compañía de un niño que no conocía hasta entonces se había sentido en confianza y casi a gusto, y después de las pesadillas, era lo mejor a lo que podía aspirar.

—Mi casa esta una por medio de aquí.
—¿Para allá? —indicó en la dirección correcta, sin titubear—, eres de la casa del señor que sale todos los días en su auto y lo deja con el motor encendido ¿Cierto?

No estaba haciendo una pregunta. Carlos se dijo que era muy curioso, pero a diferencia de otros niños adelantados, este no se escuchaba pedante.

—Sí, vivo en esa casa.
—Entonces puede que te vea en alguna otra ocasión —declaró, con mucha seguridad—, me caes bien.
—Tú también. Tengo que ir a dormir.
—Sí, yo igual —se puso de pie—, buenas noches.

La familiaridad con la que hablaba era sorprendente, pero se sintió bien; protegido por las sombras, Carlos esperó hasta que el chico entró en su casa, y se devolvió con pasos lentos y silenciosos. A metro y medio de la puerta del jardín se quedó quieto, en apariencia mirando al suelo, pero en realidad, buscando de reojo la presencia que lo estaba observando.
El gran danés estaba del otro lado de la puerta de vaivén que separaba el pasillo lateral de la casa con el jardín, sentado mirando al exterior con su clásica actitud serena.
Tranquilo y sin ladrar, pero mirando.
Continuó su camino y entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado luego de hacerlo. Después, se quedó de pie en medio del jardín, dudando por un instante sobre qué hacer; quizás era descabellado pensarlo, pero sintió que no tenía que dejar que el perro viera en dónde estaba la llave, acaso cuando estuviera en el jardín con su madre se acercara y la sacara, dejando al descubierto que alguien le había enseñado el lugar.
Con la llave guardada en el bolsillo, siguió hasta el interior de la casa, ignorando por completo al perro. Esperaba que no se le ocurriera ladrar antes que él llegara hasta su cuarto, porque eso despertaría a sus padres de inmediato, como si de una acusación se tratase.
Quería encontrar algo de tranquilidad fuera de su casa, y la había hallado sin quererlo en el jardín de un vecino; pero se trataba de un evento pasajero, algo que no era muy probable repetir en otras circunstancias. Además, no sabía si tal vez los padres de Tobías verían con malos ojos que un adolescente se hiciera amigo de su hijo de la mitad de su edad.
Se recostó sobre la cama pensando en cómo podía enfrentar el tiempo que venía por delante; su padre no le había dicho algo sobre el incidente de la salida, lo que significaba que estaba dándole una oportunidad. Estaba descartado creer que ella no le diría, porque en los asuntos que ellos llamaban familiares nunca se guardaban la información. Pero de verdad estaba muy cansado cuando sucedió eso, no se trataba de una mentira; sin embargo, ellos habían decidido tiempo atrás que su hijo estaba deambulando por el mal camino y la única forma de salvarlo de la ruina y la degradación era rodearlo de reglas rígidas y que no admitieran preguntas, hasta que se olvidara de su horrible mal comportamiento.
No hables, no discutas, no pienses, sólo obedece.
Sintió ganas de reír de forma escandalosa; de golpear los vidrios y paredes y aullar como un loco, un poseso fuera de control, pero no lo hizo.
Sus padres querían que fuera como una de las mascotas de Narices frías: siempre callado, silencioso y obediente.
Un animal sin jaula era lo que querían. Pues muy bien, que ganaran la guerra.


Próximo capítulo: Solo cinco minutos


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