Narices frías Capítulo 08: Invisible




—Buenos días, hijo.
—Buenos días papá.

Carlos se sentó ante la mesa del comedor, en donde su padre ya estaba ocupando la cabecera; el joven llevaba jeans y una remera blanca, algo sencillo y nada llamativo, especial para estar en casa un domingo.

—Cariño ¿Quieres jugo de naranja?
—Sí, gracias mamá.

Su madre llegó hasta la mesa con un jarrón con el colorido líquido para completar el nutrido desayuno; un día como ese era una especie de evento dentro de la familia, porque como decía ella "no siempre era sencillo reunirse"
Siempre era igual: ella hacía un desayuno fastuoso, igual a los de los comerciales de televenta, y llenaba la mesa del todo lo que se le ocurriera para que fuera decorativo y al mismo tiempo pareciera variado, como si en algún momento fuera a aparecer de sorpresa un vecino que pudiera impresionarse ante esa demostración.
Carlos había tomado algo ligero la noche anterior para poder comer de acuerdo con las expectativas de ella para esa mañana, porque si no lo hacía, ella se molestaría y estaría hablando todo el día de lo mucho que se esforzaba por conservar las tradiciones, y sobre lo desatendidos que eran los jóvenes. Toda esa pantomima a él le parecía patética y falsa, pero al menos esa mañana tenía hambre y podría distraerse de todo lo que significaba ser parte de esa familia.

—Este pan está delicioso, querida.

Carlos miró a su padre, no sin sorprenderse de nuevo de su imagen tan correcta y perfecta, incluso un fin de semana. Un domingo como ese usaba una de sus remeras de estilo clásico, con cuello similar a las camisas, que tenía un bordado con el símbolo que representaba mundialmente a los médicos, con pantalones semiformales a juego y pantuflas especiales para estar en casa.
Era de piel más bien blanca, y siempre estaba muy bien afeitado, con el cabello corto y peinado hacia atrás.
El muchacho se había preguntado en ocasiones cómo lograba su padre estar siempre igual; era como esos muñecos de acción que eran idénticos pero vendían muchos con atuendos o armaduras diferentes. Jamás lo había visto sucio, o con ojeras, o con un vestuario que no fuera exactamente el apropiado para la ocasión.
Los fines de semana con esa ropa, en la semana, de traje y corbata; él ni siquiera lo había visto alguna vez sin camisa, y una o dos veces en que por casualidad se topó con él saliendo del baño luego de ducharse, llevaba una bata de toalla blanca impoluta, muy bien cerrada y aún así, perfectamente ordenado y peinado. Ahora que era un adolescente, se había hecho preguntas de todo tipo con respecto a él, pero la que más se repetía era cómo podía ser que una persona así fuera real; le gustaría hablar con él de cosas de hombres, pero al ver su aspecto, su forma de comportarse y esa actitud perfecta, le resultaba imposible, era intentar hablar con un completo extraño.
Ninguno de sus padres le provocaba el sentimiento de confianza que debería, y sin embargo, ahí estaba, sentado ante la mesa del comedor, desayunando con ellos.

—Querido, esta semana recibí una llamada de la secundaria.

Supuestamente, eso debería generar algún tipo de alarma, pero él, seguro y calmado como siempre, solo volteó hacia ella y miró con mucha atención.

—Me dijeron que el comportamiento de Carlos ha mejorado mucho en los últimos días —explicó ella ante la pregunta no planteada—, está siempre atento, tomando notas en el cuaderno y haciendo las preguntas necesarias.
—Eso es una muy buena noticia —replicó su padre, esbozando una leve sonrisa de aceptación—, quiere decir que hay un buen diagnóstico de los maestros.

Él siempre asociaba todo con la medicina, y a ella siempre le parecía muy ingenioso. Pero, por sobre todo, cada vez que hablaban de su comportamiento o calificaciones, de forma automática lo ignoraban, volviéndolo parte de la ambientación; él no tenía derecho a opinar ni  cuestionar, ya que como decían ellos, se trataba de asuntos importantes que solo podían atender los adultos responsables.
Había sido muy duro para él estar fingiendo todo el tiempo, tanto en casa como en la secundaria, pero era la única forma de mantenerse a salvo; decidió no mencionar palabra al respecto ni hacer promesas de ningún tipo, y dejar que las cosas fueran evidentes por sí solas. Silencioso, comenzó a llegar muy puntual a las clases después de los descansos, y estaba siempre disponible para hacer alguna pregunta o comentario que fuera apropiado a la clase, incluso si no tenía interés en ello o ya lo sabía.
Llegaba de la secundaria, se cambiaba ropa y salía a pasear al perro, procurando hacer el circuito completo y pasar por aparente coincidencia por la puerta de la vecina que era amiga de su madre; regresaba, dejaba al can en su sitio, se daba una ducha y tras quedar en ropa de estar en casa, se quedaba estudiando en el cuarto, con la puerta abierta, para asegurarse de que su madre lo vería ocupado en actividades provechosas cuando pasara por fuera, por una programada casualidad.
Dentro de todo, podía agradecer que su padre estuviera tantas horas ocupado con sus análisis y cirugías, y que su madre siempre tuviera algo que hacer en la casa, porque en ningún momento intentaban conversar con él, salvo para algo muy concreto; podía estar ahí, desayunando con ellos por una hora sir decir una palabra, y ellos no lo considerarían extraño o llamativo.

—Estoy bastante satisfecha —estaba diciendo ella—, lo que me pregunto es si esto podría considerarse una etapa.

Muy bien, habían pasado de las probabilidad de enviarlo a la academia militar a preguntarse si “eso” era una etapa, en tan solo algunos días transcurridos.

—Es un muchacho joven, puede que sí lo sea —reflexionó él—, aunque hay que ser cautos, y siempre estar muy pendientes. En ocasiones los jóvenes pasan por una etapa en que quieren probar el mundo en el que están, pero no se trata de salirse con la suya, no es sólo eso.

Inspiración, y un tono pausado eran el momento previo a un discurso, y por supuesto, su madre reaccionaba atendiendo con mucha concentración, pues era algo de gran importancia.

—Los jóvenes a veces necesitan una dirección, una mano que les indique qué es lo que tienen que hacer, hacia dónde tienen que ir, pero desde luego, no van a decirlo, no lo pedirán de una manera directa, muchas veces porque no lo saben de forma concreta. Y ahí es donde tenemos que estar, atentos.

Sonaba como estuvieran rectificando el motor de un automóvil o algo parecido; Carlos se detuvo a esparcir la mermelada de fresa con suma delicadeza, como si quisiera pintar con ella la rebanada de pan de centeno, aparentando ignorancia, siempre en silencio, siempre con la cara de normalidad, como si fuera un niño pequeño que no entendiera las conversaciones de los mayores.

—Sucedió algo.

El tono de su madre tenía un leve toque de ligereza, como si fuera a contar una anécdota, y eso preocupó a Carlos ¿Se le había pasado algo? Había procurado mantener un comportamiento de autómata todo el tiempo ¿Había sido así?

—Fue hace unos días, la verdad —comentó ella—, no quise comentarte en ese momento para no preocuparte.
—Pero, querida —intervino él—, lo que sea, debiste decírmelo y no cargar con eso tú sola.
—Lo sé, pero fue ese día ¿Te acuerdas cuando tuviste esa cirugía tan compleja, que se extendió por horas?

Su padre hizo un gesto que reflejaba el cansancio que había vivido ese día, y Carlos se preocupó más; había dado por sentado que su madre le contó todo lo que pasó cuando lo regañó por no sacar al perro, y que habían llegado a alguna clase de acuerdo de no mencionarlo, en ningún caso que el tema había pasado a un segundo plano. Pero por supuesto, cuando él llegó por la tarde y todo el fin de la jornada fue hablar sobre esa cirugía tan difícil, cualquier otro tema quedó olvidado.

—Esa chica, tuvo mucha suerte de que su familia tomara la decisión rápida de llevarla para que la atendiéramos. ¿Qué sucedió?
—Bueno, pasó que Carlos no estaba muy motivado en ese momento para sacar a Kor —replicó ella—, y durante un instante pensé en dejar las cosas así. Pero después lo pensé mejor y dije que eso no era lo correcto, porque si dejas pasar una oportunidad, después todo puede salirse de control; así que le dije muy firmemente que debía hacerlo, porque es su responsabilidad.
—Hiciste lo correcto, por supuesto —concluyó él—, pero ¿Qué sucedió después?

Ella suspiró profundo; de momento, Carlos pensaba que toda esa situación podía ir en cualquier dirección, por lo que solo le quedaba esperar.

—Bueno, la verdad, una se queda preocupada cuando sucede algo como esto —comentó, con tono reflexivo—, sabía que me iba a obedecer, porque fui muy firme ¿Sabes? Pero de todos modos estaba un poco preocupada por su actitud afuera, y no quería que algo afectara a Kor, porque él siente las cosas que suceden.
—Eso es cierto —apuntó su padre—, es muy listo y puede notar esos cambios de ánimo.
—Así que al día siguiente estaba un poco preocupada, aunque Kor se veía como de costumbre cuando volvieron; pero hablé con Leonor ¿Y sabes lo que me dijo? Que los vio en la plaza, paseando juntos, y esto es lo mejor. ¡Le estaba enseñando un truco a Kor!

Por el tono, sonaba a que no tendría problemas; sólo en ese momento, pareció como si ambos hubieran notado que Carlos estaba sentado a la mesa junto con ellos, y lo miraron a un tiempo.

—Así que han estado aprendiendo a hacer trucos —comentó su padre, con cierto tono de agrado.
—Creo que así es —dijo su madre.

Ella sonaba como si estuviera hablando de la travesura de un niño pequeño; Carlos luchó contra el verdadero sentimiento que eso hacía aflorar en él, y respondió con calma, sin querer explayarse en el asunto.

—No es nada, solo fueron algunos intentos.
—Tal vez está esperando el momento indicado para enseñarnos lo que han aprendido —dijo su madre—, eso es lo que creo.
—Parece que sí —añadió su padre—. Pero está bien, es un gran paso y es bueno que fortalezcan esas actitudes, es muy sano ¿Por qué no lo traes un momento? Será un segundo, nada más.

Al decirlo, hizo un ligero encogimiento de hombros, como disculpándose por pasar por alto la norma de la familia de mantener a la mascota en el sitio apropiado y no en el interior. Sin decir palabra, Carlos se puso de pie y fue hasta la puerta que conectaba el corredor con el patio trasero, y abrió lentamente; no le pareció extraño que el can estuviera sentado del otro lado, muy atento, casi como si hubiera estado escuchando esa conversación.
Como si supiera que lo iban a llamar.

—Venga, Kor, venga, bonito.

Dando sus habituales pasos largos, el gran danés se acercó al matrimonio y se sentó entre ellos, mientras ambos le hablaban en murmullos y acariciaban su gris pelaje. Como si se tratara de una imagen publicitaria, quedaron los tres en esa actitud, perdidos en la perfección de su actuar, regocijados en su comprensión y entendimiento recíproco; había en ellos un lenguaje propio que iba más allá de las palabras, un sonido mudo que solo ellos podían comprender, una forma de verse que solo ellos entendían.


Próximo capítulo: A través del cristal

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