Narices frías Capítulo 32: Espacio vacío





Cuando escuchó el crujido, Carlos sintió que algo se quebraba dentro de su ser; era algo desconocido y oculto, muy oculto en su interior, que desconocía o no recordaba, y que causó una terrible sensación. No supo qué fue, pero sucedió y eso nubló su vista y sus sentidos; desesperado, volteó en todas direcciones, hasta que vio en el suelo una pequeña pala para hacer trabajos en el jardín, que tomó entre sus manos con asombrosa precisión, sin que temblaran los dedos. Ahogando un grito, se lanzó en contra del animal, que por un momento pareció dudar, como si no creyera que él podía hacerlo.
Pero claro que podía; ya no le importaba nada, encontraría la forma de detenerlo, o ninguno de los dos saldría de ese lugar. Empuñó la pala como un cuchillo, e ignorando el movimiento con el que el animal sacudió al pequeño, lanzó un golpe que consiguió rasgar la piel del cuello, arrancándole un gemido y logrando que soltara su presa; mientras el pequeño caía a peso muerto sobre el concreto, el perro, con una herida en el costado izquierdo del cuello, tensó los músculos del cuerpo y gruñó con furia, preparando todo el cuerpo para atacar y al fin mostrando su verdadera cara.
No pensó en que una vez, no mucho tiempo atrás, ese animal lo había arrastrado sin dificultad por la calle, ni en la fuerza que había demostrado al saltar la reja del jardín en dos ocasiones, mucho menos en el poder de esos colmillos que por primera vez lo amenazaban de forma evidente. Su mente estaba en blanco, y solo sintió rabia y rencor por todo lo que le había pasado, y porque ese monstruo era la representación de todo lo que lo había torturado, un poder invisible e invencible que le quitó cualquier cosa que pudiese haber querido antes.
El animal se lanzó contra él con decisión, y en ese momento Carlos atacó de vuelta, intentando asestar el golpe en el mismo punto en donde había herido antes; la noche había desaparecido, y en esa oscuridad nada había más que él y aquello que quería destruir antes que lo extinguiera en réplica. Falló en el golpe, sintiendo el choque de la mandíbula contra el metal; los dientes capturaron su improvisada arma, y el joven trató de moverla, pero el movimiento del otro torció su muñeca y lo hizo perder el equilibrio.
Pero el perro no tenía dos brazos libres para pelear.
Sin soltar la pala, Carlos lanzó un golpe a la cabeza del animal y alcanzó a golpearlo en la oreja; aprovechando la sorpresa tiró de la pala y consiguió arrebatársela, con un horrible sonido metálico de por medio. El animal, encolerizado, apenas perdió unas milésimas de segundo y se recuperó, arrojándose contra él con una dentellada espantosa que lo hizo retroceder; era tan rápido y fuerte, tan feroz que parecía imposible detenerlo. Carlos lo esquivó por milímetros, hizo un rodeo tan rápido como pudo y lo vio revolverse para atacar otra vez, y supo que no iba a tener muchas opciones más; el perro lograría alcanzarlo en algún momento, y si capturaba su brazo o su pierna, se la rompería sin duda.
Como si le hubiese leído la mente, el animal corrió hacia él lanzando mordiscos con toda su fuerza, directo a las piernas; Carlos intentó esquivarlo de nuevo pero perdió el equilibrio y cayó hacia adelante. Sintió cómo su cuerpo chocaba con el del animal, y por un segundo la mirada colérica estuvo demasiado cerca, demasiado furiosa como para poder evadirla, abarcándolo todo y consumiendo su fuerza y determinación; por un instante pareció perderse en esos ojos llameantes a los que nunca debió mirar, pero logró girar sobre sí mismo en el suelo, sujetó la pala con ambas manos y atacó, casi a ciegas, rogando que el golpe fuera efectivo.
Las garras rozaron su piel, las patas pasaron por encima de él, y perdió por completo el control de la herramienta; sin saber lo que estaba pasando, se revolvió en sí mismo y se arrastró hacia la pared lateral. De pronto solo estaban sus jadeos nerviosos en medio de la noche, y el violento golpeteo de su corazón en el pecho; pudo incorporarse a medias y miró en todas direcciones, encontrándose con el animal inmóvil, detenido como si algo lo hubiese congelado por completo. Vio la sangre sobre el pasto a su alrededor y se animó a acercarse un poco, intentando ignorar la debilidad que sentía en las piernas; el perro estaba inmóvil, de pie en actitud de ataque, con el hocico abierto y la pala clavada en el cuello, goteando saliva roja mientras sus ojos permanecían detenidos mirando a la nada.
No se detuvo en eso y volteó hacia el pequeño, en quien por primera vez había podido recaer en esos eternos segundos desde que comenzó toda esa pesadilla; recién en ese momento supo qué era lo que había sentido crujir entre las fauces del animal, y no era lo que pensaba: se trataba de unos audífonos que, destrozados ahora, habían amortiguado el ataque y reducido las heridas en gran medida. Impactado e incrédulo, se arrodilló junto a él, pero no supo qué hacer en un principio; no había tenido tiempo de pensar ¿Estaba muerto? Muchas otras preguntas surgieron en su mente, cómo por qué nadie había salido ante sus gritos o qué debería hacer a continuación; intentó respirar profundo y el aire raspó sus vías respiratorias, pero se obligó a hacerlo, se obligó a funcionar y ser quien debía ser.
No sabía si el animal estaba muerto, pero parecía improbable, ya que no tenía sentido que estuviese de pie; quizás era un shock o algo por el estilo. Se había cortado la luz y eso tampoco parecía haber despertado a la gente, como si por un extraño arte todos se sintieran arrullados por el silencio y las sombras, excepto él.
Por fin se atrevió a tocarlo, y comprobó que estaba respirando ¡Estaba vivo! Sintió una oleada de energía y alivio, que fue como un calor que llenó su pecho, pero al mismo tiempo hizo que sintiera la urgencia de hacer algo al respecto. Tomó a Tobías en sus brazos, y con él abrazado entró en la puerta lateral, que al igual que en su casa daba a la cocina; lo que se encontró a pocos pasos en la sala respondió sus preguntas acerca de por qué nadie había salido ante sus gritos, y lo hizo decidir salir y regresar a su casa, apenas dándose un segundo para mirar de reojo y comprobar que el animal seguía en el mismo sitio.
No le resultó extraño ver que en su casa las cosas estaban en calma; por alguna razón esperaba que sus padres no se hubiesen movido de su cuarto, y en cierto modo lo agradecía, porque no tendría que dar explicaciones ni responder preguntas.
Pero cuando estuvo en la sala, se dio cuenta de que no sería necesario dar explicaciones, porque había nuevas preguntas en ese mismo lugar. Sus padres estaban sentados en el sofá de la sala, ambos en pijama, muy cerca uno del otro y con el cuerpo rígido, como si estuvieran mirando una inexistente pantalla frente a ellos; con el corazón oprimido y casi aguantando la respiración, Carlos abrazó más fuerte a Tobías y se acercó a ellos, contando cada paso y temiendo encontrar algo que al mismo tiempo anticipaba por la rigidez antinatural de sus cuerpos y su inmovilidad total. Sus ojos estaban fijos al frente, mirando sin ver, muy abiertos mientras sus respiraciones parecían reducidas a un leve susurro que apenas movía sus pechos; no había movimiento de sus cuerpos más que la respiración, y al verlos en ese estado, creyó entender.
El corte de luz, la repentina agresividad explícita del perro y el silencio absoluto en el lugar; no supo por qué, pero entendió que todo eso estaba relacionado de alguna forma. Luces y mentes apagadas, ojos abiertos y ciegos, y un niño en sus brazos que tal vez no podría sobrevivir.
Retrocedió, mirándolos por una última vez, y con Tobías apretado contra su pecho caminó rápido hacia las escaleras; lo dejó con suavidad en medio de la cama, y al arrodillarse junto a él sintió un enorme peso en el cuerpo, algo doloroso y terrible que amenazó con derribarlo. Pero lo resistió y se puso de pie, mirando en derredor, intentando decidir qué hacer a partir de ese momento, sabiendo que Tobías y él estaban completamente solos en el mundo.


Próximo capitulo: No digas nada

No hay comentarios:

Publicar un comentario