—Muchas gracias por su tiempo.
—Gracias a usted por venir, señorita, fue
usted muy amable.
—Y de esta forma terminarnos la
conversación de hoy para radio Mágica. Hoy estuvimos conversando entre velas
con Elías Restrepo, rostro oficial y ejemplar cuidador del primer hijo de
Narices frías. Recuerden que este programa estará disponible en nuestro sitio
web a solo un clic de distancia para que puedan escucharlo cuando quieran.
Elías Restrepo se puso de pie, mientras la
periodista desconectaba el micrófono y su asistente comenzaba a guardar los
elementos usados para realizar la transmisión para la radio; la jovial mujer le
dedicó una sonrisa amable al hombre mayor.
—Hay muchos mensajes en las redes sociales
saludándolo, la gente lo quiere mucho.
—Pues muchas gracias por eso. Es un gusto
cuando personas jóvenes se interesan por hablar con un viejo.
—No diga eso, usted es tan vital —replicó
ella—, tengo que reconocer que creí que no me daría la entrevista por empezarla
a las diez treinta, pero me equivoqué por completo ¡Y fue tan interesante
escucharlo!
El hombre mayor se pasó una mano por su
raleado cabello cano, agradecido por el halago.
—No tengo la costumbre de dormir tan
temprano, y me gusta mucho la radio, así que dije ¿Por qué no?
—Estoy segura de que la gente va a estar
encantada. Además, hasta tuvimos unas palabras de Bobby ¿No es así?
Ambos voltearon en dirección al punto de la
sala en donde el perro reposaba; levantó la cabeza al escuchar su nombre y
movió quedamente la cola, mientras con sus ojos oscuros miraba con suma
atención.
—Es tan despierto.
—Usted también tiene —apuntó el hombre
mayor.
—¿Un hijo de Narices frías? Sí, mis
cotorras, son adorables —la mujer se encogió de hombros—. Nunca creí que tendría
mascotas al ser adulta, y ahora no me imagino sin ellas; es cierto eso, uno los
ve y sabe que son los indicados, es algo que se puede ver en la mirada.
—Sí, en la mirada.
El asistente se despidió y caminó hacia la
puerta mientras la mujer se despedía.
—Una vez más, muchas gracias por su tiempo,
y buenas noches. Que descanse.
—Usted también, señorita —repuso él,
sonriendo.
Y sonrió hasta que ella hubo cerrado la
puerta y se quedó a solas en la casa; pero luego, abatido, se sentó, echando la
cabeza hacia atrás.
—Ya se fueron.
En la soledad de la sala, su sonrisa había
desaparecido y ya no sonaba animado ni lleno de vida; sonaba vacío y desierto, resquebrajado
como una cáscara vacía, solo una apariencia dispuesta
para que todos pudieran ver.
—Ya se
fueron.
El perro
se había puesto de pie y esperaba atento frente a la silla, mirando con
insistencia; el anciano se revolvió, llevándose las manos a la cabeza y
restregando sus ojos repetidamente.
—Por
favor, hice todo lo que tenía que hacer.
El miedo
estaba en sus venas, circulando helado y cortante por el
interior de su cuerpo, hiriendo lo que quedaba de la
humanidad que tanto tiempo atrás había perdido; el pánico de no ser
dueño de sus propios pensamientos y estar siempre bajo control era un yugo
que no podía cargar, pero del que era prisionero por cadenas
irrompibles, fundidas en sangre y gritos de una era pasada en la que
aún podía intentar resistirse.
—Por favor.
Su voz
lastimera surgía como un gemido desprovisto de fuerza; luchó inútilmente por
unos momentos más, hasta que tuvo que rendirse y bajar la cabeza, para devolverle
la mirada con sus ojos agotados y opacos.
—Por favor.
Déjame morir.
Pero sus
ruegos estaban negados, y lo sabia desde antes de formularlos; esclavizado, no
tenía otra función que representar el papel que se le había impuesto. Con ojos
desorbitados por el dolor infinito miró en los del animal, y quiso gritar, pero
le fue imposible porque estaba hundido en la marea incesante de la verdad que
no podía decir, de la realidad que era imposible de evitar. Quiso gritar o
arrancarse los ojos, pero solo se quedó sentado, viendo en esa mirada.
Hasta
que se hizo la oscuridad.
Estaba
despierto, y frente a él se hizo la oscuridad; y por primera vez desde una eternidad
pudo encontrar una abertura.
El miedo
le dijo que se quedara quieto, pero el horror de volver a lo mismo fue más
fuerte y dio impulso a sus piernas para ponerse de pie y caminar hacia el único
lugar en el que podía hacer algo, donde haría lo primero y si tenía suerte, lo último.
Sintió
las patas del perro caminando cerca de él y el temblor de su proximidad, y
quiso de nuevo gritar, pero supo que era imposible; en algún momento volvería
la electricidad y su impensada libertad se iría junto con las sombras, o el
pesado sueño de la señora Stevens se veía interrumpido y aparecería con una
linterna. No podía exponerse a eso, tenía que ser fuerte por única vez, y luego
el acero y el frío le darían la tranquilidad que por tanto tiempo le había sido
negada; trató de hacer oídos sordos a los ladridos que intentaban llamar su
atención, y que taladraban su mente vacía y destrozada por años de sonrisas y
palabras huecas, por tanto tiempo de obedecer y jalar del yugo por terrenos
pedregosos y desiertos.
¿Qué
podía hacer? Era incapaz de volverse en su contra porque le tenía demasiado
miedo, pero podía hacer algo de todos modos, aquello para lo que tenía al menos
el valor necesario para cumplir hasta el final. Entró en la cocina a ciegas, y
palpó la superficie de la mesada, hasta que encontró el portacuchillos, y con
dedos frágiles logró tomar uno de ellos.
El perro
tiraba de su pantalón para llevarlo fuera, y sintió el miedo corriendo por su
piel, subiendo por la pierna como una serpiente que iría a apresarlo, pero no
por el cuello sino por la mente, el lugar en donde podría asfixiarlo por
completo.
—No, ya
no más. Ya no puedo, no voy a volver. Me hicieron sonreír por tanto tiempo que
estoy atrapado y a ustedes no les importa; háganme sonreír ahora.
Se
estremeció de pensar en que no podría hacerlo, que en algún recóndito rincón de
su ser quedara algo de instinto de supervivencia y eso lo detuviera, pero se
obligó a mantener las manos firmes mientras sostenía el cuchillo por el mango,
y a recordar que la última vez que había sido libre estaba distante por quince
años, y que su tiempo se había terminado. El reloj estaba finalizado, y solo el
artificio monstruoso lo mantendría ahí; si no actuaba en ese preciso momento,
lo arrastrarían esos colmillos de nuevo a ese océano de podredumbre y horror.
Sintió
los colmillos clavándose en su pierna y se permitió tener un instante de
satisfacción al entender que estaba asustado y que, en la oscuridad de ese
lugar, al menos por breves segundos no tenía la ventaja.
Ya no
quiso pensar más, no quiso debatirse entre lo que podía pasar y lo que no,
porque el peligro de caer era demasiado como para soportarlo; ignorando la
fuerte mordida que jaló de él, apoyó el mango del cuchillo sobre la fría mesada
y lo sujetó con ambas manos, apuntando hacia arriba. Miró sin ver hacia abajo, y
cerró los ojos, rogando a la fuerza o existencia que hubiese controlado todo en
el universo para que se diera esa oportunidad, que no se desperdiciara.
Cuando
se dejó caer sobre la mesada, el cuchillo entró por la boca por la fuerza del
impacto; mientras soltaba un agonizante sonido gutural, las extremidades se
convulsionaron, y el cuerpo cayó a peso muerto sobre el suelo, mientras
exhalaba un último gimoteo que sonaba a sangre y fluidos fuera de control.
El perro
soltó la presa que había mantenido firmemente sujeta y retrocedió,
revolviéndose mientras gemía lastimeramente, atenazado por un dolor que no
podía controlar; desesperado, rugió y lloró de rabia y miedo por partes
iguales, revolcándose en el suelo sin poderse controlar. Cuando las luces de la
casa se encendieron y las primeras voces alertadas se dejaron oír, aun gemía,
pero se había quedado inmóvil en una posición antinatural, con los ojos
desorbitados y la mandíbula abierta, chorreando espuma mezclada con su propia
sangre, mientras su torso subía y bajaba con la lentitud de un reloj de antiguo
mecanismo que estuviese a punto de detenerse.
Próximo
capitulo: Espacio vacío
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