Narices frías Capítulo 30: Distancia





Otra vez Carlos no podía dormir; estaba cansado, pero no tenía sueño cuando daban más de las once de la noche.
Sus padres, desde luego, ya estaban en su habitación y reposaban con toda la tranquilidad que les daba su limpia conciencia; las cosas que había visto en la red no le quitarían el sueño si no estuvieran relacionadas tan directamente con lo que pasaba en su hogar, sobre todo porque estaba atado de manos y nada podía hacer para que sus padres abrieran los ojos.
¿O ellos ya los habían abierto, pero a una realidad distinta a la suya?
Desconectó el móvil del cable de carga al verlo al 90%, y vagó un momento por las sugerencias en la red, pero no se sentía de humor para ver las imágenes de vidas perfectas de personas que no lo eran.
Y de pronto, las luces se apagaron.
Tuvo un instante de duda, sin comprender lo que sucedía, hasta que un segundo después captó el hecho; la luz nunca se cortaba por esos lados, solo podía recordar un par de veces por muy pocos minutos, una vez durante una insoportable cena con unos vecinos invitados de su madre unos ocho meses atrás, y otra mucho antes en un momento indeterminado. Se puso de pie y caminó hasta la ventana de su cuarto, descorriendo la cortina para mirar al exterior.

«No es solo aquí»

Solo las estrellas iluminaban la calle y las casas vecinas que alcanzaba a ver desde su habitación en el segundo piso; por un momento se le pasó por la mente la idea de avisar a sus padres, pero después lo descartó. En la casa había un generador automático para esos casos, que debería mantener funcionando la heladera y algunas otras cosas que no sabía con exactitud, así que lo más probable era que le dijeran que no debía preocuparse, y que tendría que estar durmiendo en ese momento.
Se devolvió a la cama, pero no se tendió y solo se quedó sentado, tomando el móvil en las manos para entrar a tendencias y ver la fiesta que se esperaba; siempre que pasaba cualquier cosa intrascendente como un corte de luz, un semáforo en mal estado o un poco de lluvia, la gente se entretenía comentando al respecto, ya fuera para decir que era el fin del mundo o para reírse de quienes decían eso. Sin embargo, nadie estaba comentando algo al respecto, y eso le pareció raro, porque siempre había alguien dispuesto a comentar cualquier cosa a cualquier hora.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un sonido en el exterior: algo metálico removiéndose; en un principio creyó estar equivocado, pero luego el sonido se repitió y fue un poco más fuerte. Se le hizo muy raro que uno de sus padres se hubiese levantado sin hacer ruido hasta salir, o sin ir a golpear su puerta por algún motivo como asegurarse de que estaba bien, de modo que volvió a ir hacia la ventana.
Y cuando lo vio, se le heló la sangre.
El perro estaba en el jardín delantero, encaramándose por la reja de la entrada; Carlos se preguntó automáticamente cómo había podido llegar hasta ahí, siendo que el espacio que le habían asignado no era de paso libre hasta el frontis. Solo se podía llegar por el pasillo lateral o entrando a la cocina, y en ambas rutas había un obstáculo que no debería poder salvar.
A menos que el perro hubiese aprendido a abrir puertas.
Usando sus fuertes extremidades, el animal llegó hasta el borde, distante más de un metro y medio del suelo, y consiguió encaramarse en el metal; por un momento, Carlos tuvo la fantasiosa visión de verlo resbalar y caer en las puntas metálicas, pero aunque tuvo un instante de mal movimiento, no cayó sobre la reja sino hacia el exterior. El sonido de su cuerpo contra el cemento de la acera fue sordo, pero insignificante para la musculatura que seguramente tenía, porque después de revolverse, se incorporó y bufó, sacudiendo un poco la cabeza.
Carlos se estaba preguntando si el animal habría salido antes sin que nadie lo advirtiera, pero no tuvo oportunidad de formularse al completo la interrogante, porque el perro volteó y miró hacia arriba, directo a su ventana. No pudo ocultarse tras la cortina porque no se esperaba ese movimiento, y apenas tuvo tiempo de desenfocar la vista para no mirarlo directo a los ojos; pero los del animal estaban en él, y pudo sentir esa fría seguridad, ese algo terrorífico que experimentó cuando tiró de él en la calle, o cuando tenía hipnotizados a sus padres en cualquier momento.
Lo estaba viendo, sabía que estaba ahí ¿Cómo pudo anticiparlo? ¿Acaso salió al jardín desde antes y estuvo esperando a ver algún movimiento en el interior? ¿O descubrió de algún modo que él estaba despierto?
La idea del perro deambulando libremente por la casa durante la noche se le hizo insoportable; que, mientras él dormía, sus agudos sentidos estuviesen espiando del otro lado de la puerta, vigilando el ritmo de su respiración y contando cada uno de sus latidos como un reloj que fuese en reversa, un descuento invisible que llevaba a un único destino. Pudo estar ahí, a dos metros de él, esperando inmóvil, sus pupilas dilatadas mientras miraba la puerta, pero viendo a través de lo sólido mientras construía una imagen total en base a sonidos y sensaciones.
Pudo estar ahí, tantas veces, sin actuar, solo comprobando que podía, como en ese momento en una noche demasiado oscura estaba demostrando que podía estar fuera, que las paredes y cerrojos nunca habían sido un impedimento, sino una ilusión en la que todos cayeron por propia voluntad.
Al fin, después de esos largos segundos de contemplación, el animal volteó hacia la calle, olfateando, y se quedó quieto en la posición de indicar, como si esperara algo de su parte ¿Qué podía estar esperando de él? Entonces lo comprendió, y con un escalofrío se dio cuenta de que estaba indicando en la dirección de la casa en donde vivía el pequeño Tobías; había sabido todo el tiempo cuál era su ubicación, y esperó hasta un momento preciso para demostrarle que tenía el poder de salir e ir donde quisiera.
Congelado por el miedo, el joven solo pudo mirar cómo el animal empezaba a caminar en esa dirección, con pasos lentos y calculados, como un cazador que tenía localizada a su presa y sabía muy bien qué hacer.
Ya no lo podía ver cuando logró reponerse; estaba en remera y pantalón deportivo, y apenas pudo calzar las zapatillas, para luego lanzarse por el pasillo y corriendo escaleras abajo. Apenas fue consciente de las sombras y el movimiento, solo podía pensar en darse prisa y en todo el tiempo que había desperdiciado; tomó las llaves al pasar, y dejando la puerta golpeándose por haberla abierto con violencia, quitó el seguro de la reja y salió a la calle, pero el perro no estaba ahí.

—¡Tobías!

No pudo evitar gritar su nombre, y corrió hasta la casa con toda su energía, solo para encontrarse con el leve movimiento de la reja de ese jardín, que como la de su casa se removía tras el peso que había pasado sobre ella. Había un pasillo como el de su casa, al costado, pero no tenía puertas y era un acceso libre.

—¡Tobías!

Gritó desesperado, pero no tenía tiempo para aguardar; se encaramó por la reja y entró al jardín, abalanzándose a la puerta del hogar golpeando y gritando para darles aviso.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Fuera de sus gritos no parecía haber otro sonido alrededor; todos parecían haber sido tragados por una fuerza que no podía comprender. La primera vez que había hablado con Tobías fue una noche en que él no podía dormir y el niño estaba en el jardín de su casa; la posibilidad de que precisamente en ese momento estuviera tan expuesto le resultó abrumadora.
Corrió por el pasillo, rogando que esa casa fuera idéntica a la suya y la puerta de la cocina no tuviera un cerrojo fuerte y complicado; quizás si empujaba con mucha fuerza podría abrirla.
Pero antes que llegara hasta ese umbral, el perro salió, jadeando y con el niño entre sus fauces; lo tenía tomado por la cabeza y lo arrastraba como un peso sin vida. Miró en dirección a Carlos y con un gruñido apretó más, haciendo que algo crujiera entre los colmillos.


Próximo capítulo: Sonrisa eterna

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