Narices frías Capítulo 28: Fuera del tiempo





El tiempo estaba pasando sin que pudiera detenerlo, y esa falta de control estaba comenzado a asustar a Darío.
No le importaba no haber llegado a casa esa noche. Estaba por amanecer, seguramente, tenía frío en el cuerpo y le dolían los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero era necesario, todo era necesario para conseguir lo que quería.
Tal como se lo esperaba, nadie notó que se había quedado merodeando por los pasillos; tuvo la precaución de dejar los implementos en lugares adecuados para que no llamaran la atención, y luego escogió las esquinas y recovecos apropiados para que las miradas no se toparan con su figura. Después de todo, las personas igualmente no miraban.
El sonido al interior del lugar amortiguaba sus pasos, y las luces bailaban, blancas y limpias en el techo, mirando sin ver lo que sucedía, sordas y mudas como él lo era ante los ojos de todos. Como esperaba, la puerta del segundo subterráneo tenía una cerradura, pero la llave estaba colgada junto a ella, ya que nadie se esperaba que algún intruso decidiera ir en esa dirección, sitio en el que a vista de muchos nada había de valor para resultar interesante.
Él era el único que podía entender que todo lo que quería conseguir estaba tras esa puerta, y que una vez que la cruzara, nada lo detendría.
Pero las cosas se habían torcido en algún momento.
Estaba encerrado en ese lugar, solo, y tenía miedo porque no podía salir ni gritar; quizás podría haber hecho ruido de alguna forma, pero sus manos estaban atrapadas y dolía, dolía a pesar de la luz que brotaba de ellas. Estaba en el lugar que quería, pero las horas pasaban y las cosas no estaban yendo como deberían; había mucha luz y él debería tomarla, quedársela para que ninguna otra luz en el distrito pudiese llegar.
Sus constelaciones no estaban ahí, pero podía recordar cada uno de los puntos que las formaban; extrañaba a sus constelaciones, eran el único apoyo que tenían y quería ver otra vez cómo danzaban a su alrededor con sus luces temblorosas pero eternas y e indestructibles. Él era una estrella, era luz pura y completa, y su existencia tenía que bastar para poder dominar a las otras.
Estaba en el lugar en donde necesitaba, y había tanta luz que la siguiente madrugada no habría sol, ni a la noche siguiente estrellas, porque todo estaría oscuro como el silencio que lo rodeaba, y la multitud voltearía hacia él, hacia el nuevo centro del firmamento, el sol, la concentración de energía más poderosa. Y cuando todos lo miraran, ya no harían falta las palabras, porque cada uno de ellos, los que quedaran, entendería con un nuevo lenguaje, en el que él sería la explicación, la pregunta respondida y la verdad.
Sería el todo.
La luz brotaba por sus ojos y escurría por su boca.


Próximo capitulo: Una pregunta incómoda

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