El tiempo estaba pasando sin que pudiera
detenerlo, y esa falta de control estaba comenzado a asustar a Darío.
No le importaba no haber llegado a casa esa
noche. Estaba por amanecer, seguramente, tenía frío en el cuerpo y le dolían
los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero era necesario, todo era
necesario para conseguir lo que quería.
Tal como se lo esperaba, nadie notó que se
había quedado merodeando por los pasillos; tuvo la precaución de dejar los
implementos en lugares adecuados para que no llamaran la atención, y luego
escogió las esquinas y recovecos apropiados para que las miradas no se toparan
con su figura. Después de todo, las personas igualmente no miraban.
El sonido al interior del lugar amortiguaba
sus pasos, y las luces bailaban, blancas y limpias en el techo, mirando sin ver
lo que sucedía, sordas y mudas como él lo era ante los ojos de todos. Como
esperaba, la puerta del segundo subterráneo tenía una cerradura, pero la llave
estaba colgada junto a ella, ya que nadie se esperaba que algún intruso
decidiera ir en esa dirección, sitio en el que a vista de muchos nada había de
valor para resultar interesante.
Él era el único que podía entender que todo
lo que quería conseguir estaba tras esa puerta, y que una vez que la cruzara,
nada lo detendría.
Pero las cosas se habían torcido en algún
momento.
Estaba encerrado en ese lugar, solo, y tenía
miedo porque no podía salir ni gritar; quizás podría haber hecho ruido de
alguna forma, pero sus manos estaban atrapadas y dolía, dolía a pesar de la luz
que brotaba de ellas. Estaba en el lugar que quería, pero las horas pasaban y
las cosas no estaban yendo como deberían; había mucha luz y él debería tomarla,
quedársela para que ninguna otra luz en el distrito pudiese llegar.
Sus constelaciones no estaban ahí, pero
podía recordar cada uno de los puntos que las formaban; extrañaba a sus
constelaciones, eran el único apoyo que tenían y quería ver otra vez cómo
danzaban a su alrededor con sus luces temblorosas pero eternas y e
indestructibles. Él era una estrella, era luz pura y completa, y su existencia
tenía que bastar para poder dominar a las otras.
Estaba en el lugar en donde necesitaba, y
había tanta luz que la siguiente madrugada no habría sol, ni a la noche
siguiente estrellas, porque todo estaría oscuro como el silencio que lo
rodeaba, y la multitud voltearía hacia él, hacia el nuevo centro del
firmamento, el sol, la concentración de energía más poderosa. Y cuando todos lo
miraran, ya no harían falta las palabras, porque cada uno de ellos, los que
quedaran, entendería con un nuevo lenguaje, en el que él sería la explicación,
la pregunta respondida y la verdad.
Sería el todo.
La luz brotaba por sus ojos y escurría por
su boca.
Próximo capitulo: Una pregunta incómoda
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