Después
de decirle a Matías que se fuera a su casa, Greta se quedó pensando en todo lo
que había sucedido y los descubrimientos que tuvieron lugar como consecuencia
de sus propias reacciones.
La muerte de Jonás no solo la había dejado
sola, sino que además dentro de una casa y un estilo de vida que claramente no
estaba hecho para una persona, porque en cada cosa que quisiera o pensara
hacer, estaba él. Rearmar su vida y comenzar a funcionar de nuevo, por lo
tanto, había resultado mucho mejor y más sencillo apartándose del mundo, de las
preguntas y condolencias y de los recuerdos del resto; vivía sola y era
solitaria, y así era mejor que tratar de desarmar lo que había construido.
En ocasiones sentía que todo eso no era más
que miedo a perder lo poco que tenía en sus manos, pero al mismo tiempo
persistía ese esfuerzo por protegerse, por evitar a toda costa que alguien se
entrometiera y pudiera dañar la frágil estabilidad que poseía. Mientras, el
mundo a su alrededor parecía ser una selva dura e implacable mucho más que
antes, y cosas tan espantosas como un asesinato se encontraban al alcance de la
mano de cualquier persona; en casos como ese odiaba la tecnología y su
capacidad de robar hasta la intimidad de los muertos, así como la facilidad
para acceder a esos momentos que, si no habían sido tranquilos, al menos
deberían ser privados.
—Que extraño…
Nunca tocaban a la puerta, o al menos no
de manera regular. Fue a abrir mientras pensaba todas estas cosas, y se
sorprendió al ver a un hombre de unos cuarenta años del otro lado de su puerta,
sonriendo como si la conociera.
—Buenas tardes. ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias —replicó ella, de modo
automático— Buenas tardes.
—Mi nombre es Benjamín y me preguntaba —el
hombre hablaba con una naturalidad propia de los vendedores experimentados—, si
usted tiene una mascota, soy parte de la familia Narices frías.
La mujer se quedó un momento inmóvil,
hasta que hizo la conexión con los anuncios en la televisión y todo ese asunto.
—No tengo mascotas —repuso, un poco
desconcertada.
—Eso tiene solución ¿Le parece si
conversamos un momento?
Hizo un curioso ademán como para invitarla
a entrar en su propia casa, y eso hizo que Greta se envarara.
—Estoy ocupada y no lo conozco.
—Me disculpo si estoy siendo demasiado
alegre —repuso él como si no se diera cuenta de su incomodidad—, es solo que me
gusta tanto poder hablar con las personas y ayudarlas a encontrar un ser que
forme parte de su vida.
La mujer había tenido la mala idea de
abrir la puerta y posicionarse en el umbral, en vez de solo abrir un poco; se
sintió débil y expuesta, como si el escuchar a ese sujeto en un estado
emocional mucho más alegre de lo necesario fuera algún tipo de amenaza que no
alcanzara a comprender del todo.
—Estoy ocupada.
—¿Quizás podríamos hablar en otro momento?
Puedo dejarle mi tarjeta, estoy seguro de que encontraremos a la mascota
perfecta.
—No quiero una mascota, y quiero que se
retire, por favor —replicó ella con sequedad—, buenas tardes.
El hombre mantuvo la sonrisa perfecta por
unos segundos más, y a ella se le hizo la idea de que se tardó en entender del
todo sus palabras. Luego hizo una especie de reverencia, pero ella no tuvo
oportunidad de verlo, ya que retrocedió y cerró la puerta.
Sus manos temblaban; si alguien le
preguntara, no podría decir con exactitud qué era lo que había pasado, pero
sabía que ese hombre no estaba bien. Se sentó ante la mesa y trató de calmarse
ante esos hechos, y procesar lo sucedido de forma sensata; primero, ese hombre
era muy alegre y se comportaba como si la conociera, similar a esos vendedores
puerta a puerta que aparecían en las películas. Bien vestido y peinado, hablaba
de forma correcta, pero a ella le pareció amenazador. ¿Sería por actuar como si
tuviera derecho a decidir por ella en qué momento y lugar hablarían, o aún más,
por haber decidido por anticipado que ella querría hablar con él? Sin duda era
una situación a la que nunca se había enfrentado con anterioridad, pero
quitando eso de lado, de todos modos se trataba de algo incómodo y hasta
peligroso ¿Y si ese hombre hubiese empujado la puerta?
Se puso de pie y caminó despacio hasta la
ventana, asomando lo necesario tras la blanca cortina para ver hacia el
exterior; el hombre ya no estaba allí, no se había quedado del otro lado,
escuchando ni tratando de ver al interior, pero a pesar de saber que no estaba,
Greta sintió un inexplicable temor de abrir y asomarse al exterior. Ya no
estaba ahí, lo había visto y tenía la seguridad de que se había ido, pero eso
no bastaba para tranquilizarla; de algún modo, el nerviosismo se había filtrado
por la hendija de la puerta, era una brisa insonora y suave, que no podía
capturar entre sus dedos y bailaba a su alrededor, cerca como para sentirla, no
demasiado como para atraparla.
Estaba segura de que, en el improbable
caso de relatar eso a alguien, la mirarían con una leve sonrisa y le dirían con
condescendiente intención que todo estaba bien, y que se trataba de un
malentendido. Que ese hombre solo era alguien muy amable y sin malas
intenciones.
La ignorarían por ser vieja.
No lo haría, desde luego, pero podía
anticipar con total claridad lo que sucedería, ya que ni siquiera sería la
primera vez; la tercera edad no era símbolo de respeto, sino de una evidente
distancia por parte de los jóvenes y adultos. Ya no se le consideraba en edad
apropiada, y lo que sea que pudiese decir no era considerado importante; en más
de una ocasión en situaciones triviales había sido tratada con ese mismo tipo
de condescendencia que sería negada pero estaba ahí, por lo que no era difícil
imaginar que sería peor en un caso como ese.
Se le ocurrió que se trataba de dos casos
muy distintos; cuando Matías cayó por el techo de su patio trasero se asustó,
pero después de hablar tan solo unas palabras con él, concluyó que no era
peligroso, mientras que ese hombre se comportó como la persona más normal del
mundo y se sintió amenazada. Miró hacia la puerta y el seguro colgando de su
cadena que nunca usaba, y se preguntó cuánto de esa seguridad era falsa a su
alrededor; nunca se sintió bajo riesgo cuando Jonás estuvo vivo, y luego de
perderlo, aún con el dolor y su ausencia, no se preocupó por esos asuntos.
Daba la impresión que todo el mundo tenía
animales de esa empresa llamada Narices frías; caminó hacia la cocina y titubeó
un momento, sin saber muy bien qué hacer. Tendría que prepararse un café, pero
optó por tomar un vaso y servir algo de jugo de fresa, por hacer algo y ocuparse
de una acción que no fuera solo pensar, aunque al momento de beber se dio
cuenta de tener la boca seca.
Bebió la mitad del contenido del vaso casi
de un trago y se dio el tiempo de saborear el líquido después; dulce, suave,
agradable al paladar, pero más pasajero que el persistente nerviosismo que un
hecho intrascendente le causó. Estaba en su casa, un espacio que siempre
consideró legítimamente suyo, un lugar propio en donde las decisiones eran
suyas y podía decidir qué hacer y qué no, así como a quién dejar entrar.
Fue hasta la puerta y tomó en sus dedos el
extremo del seguro que nunca usaba, y lo puso en el sitio adecuado para dejar
bloqueada la entrada; pero después de lo sucedido, esa cadena metálica que unía
la madera al umbral parecía delgada y débil, insuficiente ante algo que no
tenía un cuerpo físico y que, al transgredir esa regla, era capaz de llegar
hasta donde quisiera, incluso al interior de su mente.
La noche estaba comenzando y pronto las
luces del interior de la casa serían las únicas a su alrededor.
Próximo capítulo: Distancia
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