Narices frías Capítulo 27: Silencio en el cielo





Román no se podía creer que le hubieran dado libre la noche y el día siguiente después de todo lo que había pasado; en regla era la noche desde las ocho hasta las tres del martes, pero de todos modos era algo muy extraño.
No había hecho algo especial, ni rescatado a alguien en una situación extrema; en ambos casos llegó demasiado tarde para poder hacer algo al respecto, y solo se hizo cargo de la misma forma que lo habría hecho otro oficial en su lugar. Pero su jefe no quiso escucharlo y lo envió fuera de la unidad de inmediato.
El asunto es que Román no tenía ganas de estar fuera del trabajo.
Pasó a comprar una cena preparada y tras asegurarse de cerrar muy bien la bolsa para que no dejara olor en el asiento trasero, subió al auto y emprendió rumbo hacia su departamento, pero se detuvo en el primer semáforo. Daban las ocho treinta, y el distrito parecía mucho más silencioso y tranquilo que un par de horas antes, e ignorante por completo de los horrores vividos en el interior de sus calles; alrededor, algunas personas paseaban con sus mascotas, dedicados y alegres de dedicarles tiempo y atención en sus ratos libres. Él nunca había tenido mascotas ni pensaba tenerlas, ya que su experiencia con los animales había sido lo su suficientemente traumática como para no querer tener algo que ver con las mascotas de un modo tan cercano.
Recordaba de un modo bastarte vago lo que sentía con respecto a los animales cuando era pequeño, pero nunca había olvidado cuando tenía ocho años y tuvo la mala fortuna de encontrar un perro en la calle, y llevarlo a casa; al verlo en retrospectiva era bastante lógico que fuese imposible tenerlo en el hogar, ya que la casa en el pueblo en el que vivían era pobre, pero eso de ninguna forma justificaba lo que había sucedido después. Su padre le arrebató el cachorro y lo arrojó a la calle, dándose la casualidad cósmica de que el indefenso animal se estrelló de cabeza contra el suelo, muriendo casi al instante; Román había soñado por muchos años con la patética imagen del pequeño animal sobre el suelo, despojado de vida y dignidad, convertido en sangre y tendones. Por supuesto que le dieron una tunda y ni padre ni madre se compadecieron de él, pero el dolor por los golpes había terminado por pasar, de igual modo que las palabras que le dijeron terminaron por convertirse en borrones a medida que pasaba el tiempo, pero esa imagen nunca se fue.
Esa imagen era culpa. A lo largo de los años y con mayor fuerza desde que se convirtió en policía, aprendió a entender el mundo y las consecuencias de su labor, y a separar la causalidad de los daños. Un oficial de la ley debía aprender que era imposible conseguir una labor prefecta, y que muchas cosas saldrían mal durante el ejercicio, sin importar cuánto se esforzara por evitarlo; morían inocentes a manos de delincuentes, y estos mismos en algún atraco, o un accidente causaba lesionados de todo tipo. Si no podía ser perfecto, al menos tenía el firme propósito de hacer todo lo que estuviera en su poder, y en el fondo sabía que cuando se saltó las reglas o hizo algo más allá de su cargo, siempre fue para ayudar o salvar a alguien, sin importarle si eso lo perjudicaba.
Pero la muerte de ese cachorro había sido su culpa. Desde siempre había tenido esa imagen, y sabía que lo perseguiría sin terminar, porque no existía justificación posible para haber cometido ese acto, sin importar que fuese un niño cuando ocurrió; porque tenía ocho años, pero sus padres siempre fueron violentos y desatendidos con él, por lo que ya sabía que pasaría algo malo si desobedecía cualquiera de sus reglas, entre las que estaba no llevar visitas ni animales. Él no había sido la mano, pero sin duda fue el artífice de esa muerte, y sin importar cuánto luchara o a cuánta gente salvara, nunca podría ser lo bastante bueno como para retroceder el tiempo y salvar una vida que fue destruida por su causa.
Ya no podía seguir negándolo: no le gustaba el distrito. Había algo indefinible con lo que no se había sentido cómodo desde un principio, y haber encontrado tres cadáveres en su primera semana no había ayudado a mejorar su percepción del lugar. Aparcó después de avanzar escasas dos cuadras, sintiendo que no iba a querer comer en cuanto llegara al departamento; había algo en todo ese sitio, y él no había sido capaz de encontrar cuál era la razón que le causaba esa incomodidad. Pero, cuando estaba sentado al volante de su auto, detenido y con el suave ronroneo del motor como única compañía, todas las piezas encajaron, y la pregunta formulada de forma inconsciente se volvió una oscura y dura realidad ante sus sentidos, con tal fuerza que se vio en la obligación de salir del vehículo y quedarse de pie a su lado, para confirmarlo.
Muy pocas cosas buenas habían salido de su niñez, pero sin duda una de ellas era tener los sentidos agudos hasta niveles sorprendentes; había aprendido a no oír y no ver en situaciones cotidianas, pero en el fondo de su ser esa característica siempre estaba activa. De seguro, si no hubiese estado recién llegado y con dos casos tan fuertes a cuestas lo habría notado antes, pero no tuvo oportunidad, y además se trataba de algo tan evidente que resultaba inverosímil ¿Podía estar en un error?
Volvió a subir al auto y condujo a mayor velocidad, pero en vez de ir a su casa, localizó una plaza cercana, en donde aún paseaba algún rezagado o una pareja romántica no se percataba del tiempo; indiferente de ellos, miró en una y otra dirección, sin querer convencerse de la idea que se estaba formando en su cabeza, porque sonaba demasiado espantosa para ser posible. Volvió a avanzar, y por largos minutos estuvo deambulando por unas calles y otras, entendiendo que cada momento en que no se sintió a gusto y soslayó los pensamientos, su parte instintiva había hecho una conexión, diciéndole a su mente que a su alrededor existía algo, un espacio en blanco que no debería.
Las calles se sucedían como estructuras inertes; Román miró cornisas, techos, copas de árboles y plantas, y a medida que se desplazaba unió cada pieza que ignoró antes, armando un rompecabezas del cual anticipaba la imagen, pero no el motivo de su creación. No era un hombre supersticioso, pero entendía el funcionamiento de las cosas del mundo como una cadena de la cual los seres humanos formaban parte, no central sino como eslabones; la humanidad generalmente pretendía cosas demasiado ambiciosas, que la naturaleza se encargaba de opacar con un terremoto o una tormenta de rayos, y cada vez que se le torcía la mano al orden, algo se obtenía en respuesta.
Pero el algo en ese caso, en ese distrito en donde se encontraba, era la nada.
Volvió a aparcar, detuvo el motor y se permitió subir las ventanas y encerrarse en el silencio sordo del interior, queriendo gritar por lo que había descubierto, presa de un temor absurdo e infantil que le hablaba al oído con la suavidad de una pluma pero hería su conciencia como una espina de hielo. Luego, ese instante desbocado de angustia pasó, y pudo respirar, volver a sentir los dedos apretados en los puños y los músculos del cuerpo apretados, tensos e inmóviles; ese miedo había sido solo un momento de debilidad al entender, pero después de eso ya podía comprender, asociar las ideas y entender como un hombre adulto la completa historia que se estaba desarrollando a su alrededor, y de la que él era una parte insignificante.
No había nidos de aves en los árboles. No había lagartijas en las enredaderas, ni roedores escabulléndose por los contornos de las paredes de los edificios; no había palomas en busca de migajas en una esquina, ni los astutos gorriones tomando un botín para escapar con él. Tampoco había gatos vagando con su aspecto salvaje y elegante a la vez, resplandeciendo sus ojos como lunas doradas en contraste con las sombras que nunca los expulsaban. Ni perros rebeldes persiguiendo los carros o durmiendo en cómicas poses en cualquier parte, o marcando territorio para el poderoso olfato de los otros. Nada de esto había, pero lo más fuerte, lo que había hecho la conexión final, fue el imposible viento sin interrupciones que susurraba en esa incipiente noche; se desplazaba libre y sin oposición, acariciando los muros y rozando los pétalos, desplazándose de un punto a otro en campo traviesa.
Sin oponentes en su permanente firmamento, se movía al compás de una melodía única que nadie podía escuchar, sin que sus notas fuesen cortadas por un trino o el aleteo de espada de un despegue. Nada había, porque no había animales alrededor que pudieran interrumpir al viento, y su ausencia total de sonido fue para él peor que cualquier grito en sus oídos, porque no había forma de combatirlo, no se podía acallar, y desde ese momento ningún sonido sería tan alto o intenso como para apartar su mente del silencio.
No obstante, más allá de lo que estaba sintiendo, su mente tuvo que sobreponerse y pensar en que todo eso significaba desde un punto de vista lógico. En el distrito había muchos animales, sí, pero al parecer todos ellos provenían del mismo lugar, y no existía rastro de otros abandonados o salvajes en las calles o cerca de las casas, y para que eso fuese una realidad, solo se le ocurrían dos alternativas; o fueron eliminados por mano humana, lo que hablaba de una acción de destrucción de fauna de niveles estratosféricos, o había sucedido algo que los hizo salir de allí. ¿Qué podía ser tan enorme como para espantar de los rincones hasta el último par de ojos que pudiese ser testigo?
La radio seguía conectada a la frecuencia de la policía, y su sonido consiguió filtrarse por entre sus pensamientos; escuchó con actitud ajena, inmóvil e insensible cómo la voz decía que se había reportado la desaparición de una persona con problemas mentales. Un humano perdido en una selva sin animales.


Próximo capitulo: Fuera del tiempo

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