Narices frías Capítulo 17: Un susurro en la noche



—Papá, tengo miedo.

Esa era una de las oraciones más aterradoras para un padre; el miedo de un hijo despertaba muchos sentimientos, pero el primero de ellos era inequívocamente el miedo. Miedo irracional de que ese temor tenga un sustento, que no sea una simple imagen fantasiosa, pero aún mas que eso, que tenga el poder de calar en el espíritu de ese pequeño ser y quedarse ahí.
Si el miedo entra en el cuerpo y la mente de un adulto, eventualmente puede salir, pero cuando se trata de un niño, existe un peligro adicional: puede que ese miedo se adhiera a esa pequeña persona, y que su ser en construcción no pueda verlo, que se quede en su interior, creciendo milímetro a milímetro, acompañando cada día como el aire que respira, corriendo tibio y palpitante por las venas. ¿Quién puede sacar algo de la sangre sin causar la muerte parcial? ¿Cómo se puede quitar toda la sangre sin provocar la muerte absoluta?
Nadie, no se puede.
Hay pocas cosas claras en el mundo, pero una de ellas es que no es posible escapar de un miedo que ha crecido a la sombra lenta y silenciosa de los años; aquello que ha crecido contigo, seguirá ahí por siempre.

—¿Papá?

El susurro de un niño pequeño puede ser más aterrador que cualquier grito; ensordece más que un trueno, porque viene con el conocimiento de ese significado. Los niños son alegría y música, no una voz queda, casi imposible de identificar.
Gabriel tenía miedo de ese grito más que de cualquier otra cosa en el mundo; porque, aunque se escuchara como un susurro, él sabía que se trataba de un grito desesperado, que provenía de lo más profundo de su ser.
Era un guijarro golpeando el cristal, viento huracanado sobre su cabeza y rugidos insoportables; no podía dejar que sucediera, era por completo imposible dejar que eso llegara a ser real.
Real. Él, su casa, su hijo y su querida mascota era lo real, lo sólido, lo que había construido con esfuerzo y dedicación. Se trataba de su lugar en el mundo, y eso era algo que no estaba dispuesto a perder. Ni siquiera contra las sucias artimañas del destino.
Su espacio personal estaba en riesgo, y a pesar de no tener una prueba concreta de que así era, él lo sabía con total claridad.
No había palabras para expresar lo que estaba sintiendo, pero eso no era necesario; Antonio sabía todo acerca de lo que era su nueva misión; debía proteger a su familia, sin importar qué tan difícil fuera
Esa noche las luces eran suaves y tenues en el exterior; ojos sin rostro permanecían inmóviles, observando sin parpadear, atentos a lo que ocurría en todas partes, pero incapaces de hacer, indolentes de mover algo. Los titilantes testigos inundaban una ciudad desprovista de cantos de aves salvajes en las copas de los árboles, y de rasguños intempestivos en la madera de las puertas, y miraban una y otra vez, incansables, eternos en su vigilia que por orden de los elementos reemplazaba el color del sol por millares de lunas diminutas, astros muertos y remplazables.

—¿Papá?

Había mantenido apagadas las luces para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad; en ese momento, el cobijo de las sombras no solo sería para quien era la amenaza, sino también para él.

—No hables.
—Papá...

Entendía a la perfección el miedo de su hijo. Habría dado cualquier cosa por evitar que lo invadiera ese sentimiento, pero ya estaba hecho y no lo podía evitar; se obligó a respirar con calma, a contar los tiempos y actuar como se lo había propuesto. No había más opciones.

—No hables, no tienes que hablar. Todo va a estar bien.
—Papá, tengo miedo.
—Antonio, no tengas miedo. No, no tengas miedo —intervino, evitando que el pequeño siguiera hablando—, no debes tener miedo, porque papá está aquí ¿De acuerdo? Papá lo va a solucionar todo, y las cosas van a estar bien.
Solo quédate quieto, y no hables, no hagas ningún ruido. No hables y estarás seguro.

En el silencio de la habitación, supo que ya era el momento de hacerlo; salió de la casa en total sigilo y llegó hasta el patio de atrás, el mismo en donde había tenido el infortunio de conocer el peligro que amenazaba su casa.
Todo iba a estar bien.
Sabía lo que tenía que hacer, y de acuerdo con lo que había planeado, tomó la escalera que usualmente servía para acercarse a las ramas del árbol, y la puso junto al muro divisorio entre las dos propiedades. Después de calcular las distancias, subió por ella con mucho cuidado, procurando no hacer ruido; el ruido en ese momento sería un enemigo, y por eso era que se había obligado a callar, presionando también a Antonio para que callara, para que entendiera que debía dejar de hablar, que su silencio sería un arma tan poderosa como las suyas. Hasta que lo consiguió, no entendió la magnitud del peligro, la doble amenaza que se cernía sobre él y su hogar.
Una vez en el patio de la casa vecina, supo también y con inusitada claridad, que había tomado la decisión correcta; caminó con cuidado por sobre el pasto y llegó hasta la puerta, encontrándola sin pestillo como había imaginado en primer lugar que estaría. Solo tuvo que girar el pomo, y la entrada estuvo libre para que él, como un justiciero amenazante, pudiera ingresar y cumplir con su misión.
Luchó de forma férrea por alejar de sí la danza de imágenes fantasmales que aparecieron ante sus ojos al entrar en esa casa que desconocía; se repitió paso a paso que no eran espectros amenazantes, sino simples objetos comunes que, gracias al abrigo de la noche y el desconocimiento, parecían moverse por voluntad propia, acechando al intruso. Solo eran objetos, cosas inútiles que intentaban amedrentarlo.
Consiguió encontrar el cuarto con facilidad; dedujo su ubicación al entrar, y eso le hizo sentir más seguridad. Encontró la puerta del cuarto abierta, y se le antojó que eso era un regalo, una señal de que estaba haciendo lo correcto, que su vía de acción estaba, de algún modo, bendecida por una luz que quitaba impedimentos de su trayectoria. En medio del silencio de la noche, que en esos momentos le pareció consolador y amigable, avanzó sin hacer ruido, rodeando la cama, hasta que pudo verlo con más detención, ayudado por un tenue rayo de luna que se filtraba entre las cortinas.
Estaba ahí, tendido de espalda sobre la cama, ignorante de lo que estaba pasando en ese mismo momento, pero a la vez siendo tan peligroso para él, para todo lo que Gabriel amaba. Esa respiración acompasada y el rítmico latido del corazón en el pecho no podían engañarlo, solo eran la cubierta de una amenaza monstruosa, que sería insoslayable a menos que él hiciera algo. El destino lo había llevado hasta ese lugar, a una oportunidad única que no iba a desperdiciar.
Se inclinó sobre el monstruo dormido, y empuñando el cuchillo con manos firmes, se abalanzó sobre él, clavándolo en la base del cuello.
El silencio fue quebrado por el sonido gutural que emergió de él; por tensos momentos, extendió las manos y trató de apartar a Gabriel, pero este no se detuvo, siguió presionando mientras percibía el líquido caliente emerger desde la garganta. Habría deseado luz en ese momento, para poder mirarlo a los ojos, decirle con su mirada que no había ganado, que su acción no había tenido repercusión duradera, y que la amenaza que representaba nunca alcanzaría a traspasar las paredes de su casa.
Pero no hubo tiempo ni posibilidad para la luz; tuvo que conformarse con el sordo sonido de la voz cortada y ahogada en rojo, y con la sensación de las convulsiones cada vez más sosegadas. Un último intento, un gesto desesperado, y después ya nada.
Estaba hecho, había purgado el peligro y terror con sus propias manos, y desde ese momento podría comenzar a recuperar la tranquilidad. Otra vez sus días serían agradables, y las tardes, jornadas de juego y diversión, buena voluntad y risas rodeando la casa, sin espacio para amenazas ni movimientos indeseados. Nunca más tendría que sentirse abandonado, porque sus propias manos habían forjado lo que necesitaba para alcanzar la paz.
Salió de la habitación sintiéndose tranquilo, agradeciendo que la sensación de bruma y oscuridad que lo había amenazado hasta ese momento se disipaba con la misma rapidez que el líquido carmesí había brotado desde el cuerpo. Las gotas en el cuchillo escurrirían y terminarían por desaparecer, dejando el metal brillante y puro, libre de peligros como lo estaba él desde ese momento; lleno de una nueva energía libre que se expandía desde el pecho y hasta la punta de los dedos.
Cuando llegó al exterior, volvió a escuchar el silencio del mundo, y se regocijó de esa ausencia total de sonidos alrededor; tan solo el viento que mecía las hojas con suave indiferencia estaba allí, y nadie se movía como un sigiloso cazador salvaje. Nada ni nadie volvería a poner jamás en peligro su hogar.
Se sintió contento también de poder subir el muro divisorio y volver a su casa, porque lo sintió como la forma de cerrar ese ciclo y dejar atrás todo lo malo que había puesto a su familia en riesgo; bajó las escaleras y miró hacia su casa, encontrando la mirada de Dina en el umbral de la puerta. En contraste con la luz negra de la noche, aparecía como una nube blanca impoluta, un destello de pureza que representaba parte de lo más importante en su vida, y la conexión directa con todo lo que amaba. Sus grandes ojos dorados, resplandecientes como faros vivos de orientación para quien quisiera mirarlos, lo contemplaban de forma directa y honesta, transmitiendo algo que él no podría explicar con claridad pero que entendía en su totalidad.
Había una aceptación, una felicitación silenciosa por haberse atrevido, por ser fuerte y tener la claridad mental para enfrentar ese desafío; en una oportunidad donde todo estuvo en su contra, logró lo necesario.
Podía ver en sus ojos el brillante y dorado resplandor de la complicidad, el modo en que ella sabía lo que estaba sucediendo, y lo veía desde su mismo punto de vista, sin críticas ni cuestionamientos. Ella guardaba silencio, al igual que él como hombre al momento de realizar su misión sagrada, al igual que él como padre había empujado a su hijo a la ausencia total de sonido por su bien y seguridad. Todo estaba en orden, y el alegre ruido de risas y movimiento podría volver.


Próximo capítulo: Eslabones

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