Narices frías Capítulo 16: Letrero de advertencia




Más tarde, Román se arrepentiría de no haber reaccionado a tiempo, y de seguro se arrepentiría durante mucho. Cuando vio al perro entrar en la sala, la actitud del animal lo descolocó, y casi de forma involuntaria miró hacia la mesa de la sala, en donde estaba localizado aquello que era el centro de todo; este movimiento de él, o quizás su expresión desconcertada, hicieron que la pequeña volteara en esa dirección y viera, por primera vez, lo que hasta entonces su mente infantil se había esforzado por disfrazar.
Su cuerpo experimentó una especie de convulsión, tras lo cual la niña retrocedió, tropezando con sus talones y cayendo sentada en el suelo, patéticamente como una muñeca sin control de sus movimientos. Horrorizada mas allá de su propio entendimiento, se llevó las manos al cuello, como si intentara sacar algo de su garganta, y abrió mucho la boca, al tiempo que sus ojos, secos y desorbitados, miraban hacia ningún destino, y de ella emergía un sonido gutural, algo como un grito animalesco primigenio, un llanto sin lágrimas que era apenas la superficie de la dimensión de horror que estaba comenzando a vivir.
Román se acercó a ella y la tomó, abrazándola contra su cuerpo, luchando por ignorar el sonido lastimoso que emergía de ella, las convulsiones del cuerpo y la tensión de las extremidades, que parecía haberla convertido en una estatua viva, una momia de dolor sordo y grito eterno. Nunca nada en el mundo podría borrar eso de su ser, la marca de ese horror infinito quedaría impregnada en ella hasta el día de su muerte, persiguiéndola con una culpa indescriptible.
En la mesa de la sala, dos sillas resumían el espantoso espectáculo que había tenido lugar al interior de esa casa. El cadáver de la madre estaba en una de las dos sillas, con el torso, ahora rígido por el tiempo transcurrido, sobre la mesa, y ambos brazos sobre la superficie, los dedos, secos y engarfiados, como si en un último acto de desesperación absoluta, hubiesen intentado sujetarse a algo, aferrarse a una vida que, desde el interior, ya había abandonado de forma definitiva.
La piel del rostro evidenciaba el paso de las horas, pues había perdido el aspecto saludable que sin duda tuvo en vida; el ojo izquierdo asomaba bajo el párpado que no se cerró por completo, y miraba muy fijo a la nada, acuoso, inundado de una sustancia lechosa que nublaba el color desvanecido, mientras la boca se había convertido en un túnel, guía para un camino interminable de hormigas que habían encontrado en ese sitio una fuente de interés; deambulaban, silenciosas y organizadas, por entre los dedos como arcos, ascendían por la mejilla y se deslizaban alrededor de los efluvios que habían salido por la vía oral, incapaces de comprender lo que estaba sucediendo, o quizás demasiado conscientes para ignorarlo, quizás conocedoras de la verdad ancestral que dictaba que los cuerpos eventualmente se descomponían, y que sus partes se degradarían capa por capa, hasta volver a convertirse en partículas que la tierra utilizaría como parte de su ciclo interminable. Quizás, en las oscuras cavernas de sus nidos, ellas habían visto espectáculos más aterradores que ese, y habían entendido que nada podían hacer para cambiarlo, excepto estar ahí y cumplir con su función, desmembrando partícula a partícula.
El cuerpo del hombre había quedado congelado en una posición que, incluso más que la de ella, había destruido toda posibilidad de dignidad en la muerte; la rigidez lo había mantenido erguido en la silla, con la espalda hacia el respaldo, pero la cabeza había caído hacia atrás al no tener soporte ni resistencia de los músculos. La mandíbula había cedido al peso, dejando el rostro con una grotesca y desencajada mueca, como si de alguna forma, el horror de su propia muerte hubiese desfigurado sus rasgos hasta la eternidad, pintando un grito mudo y fluidos resecos en las comisuras; los ojos, blancos, lucían la desnudez absoluta de la muerte, permaneciendo eternamente inmóviles en su órbitas, como globos surcados por líneas de resequedad, anticipo de lo que con el tiempo, si nada lo impedía, terminaría por suceder, cuando los tejidos colapsaran y la materia escurriera, líquida y putrefacta.
El insoportable olor a muerte y descomposición parecía estar impregnado en todo; había sido como una ráfaga de viento que, encerrada sin poder escapar, había inundado cada rincón, buscando en cada resquicio y en cada esquina la forma de salir, volviendo una y otra vez por los mismos lugares, hasta mancharlos con la huella invisible de la destrucción de la que era, en últimas palabras, único testigo. Seguramente, cuando él abrió la puerta para salir de allí, el olor de la muerte, tan eterno y sabio como ella, había encontrado una vía de escape, desplazándose al fin hacia el exterior que hasta ese momento le había sido negado. Y ya sin paredes ni puertas cerradas, sería libre de viajar y esparcirse, llegando a los más cercanos con su marca indeleble de degradación perpetua, y extendiendo su manto a la orden del viento. Muchos creerían que terminaría por desaparecer, pero ignoraban el poder de su acción; confundirían el anonimato de su aroma desvanecido con la anulación, desconociendo que esa sutil presencia siempre estaría ahí, disimulada junto al perfume de las rosas, oculta entre los pétalos de un clavel, perenne en los aleteos de cualquier insecto viajero, abrazada a la memoria primitiva de cualquier juego de niños.
Román jamás olvidaría esa escena de horror y destrucción humana, y lo sabía porque esa muerte doble y ese testigo eran distintos de otros que habían visto, porque en ese caso una de las víctimas era también culpable; el pequeño envase de veneno para insectos permanecía sobre la mesa, junto al colorido juego de comida infantil, a simple vista mezclado con los otros recipientes, pero destacando en él el ahora inútil sello de la muerte, el recuadro rojo con la silueta de una calavera, que podría haber sido la diferencia entre el horror desatado y un día como cualquier otro. El policía no tuvo dificultad para comprender que el contenido micro granulado del recipiente se había mezclado con la base de masa del juego infantil, y que probablemente las dulces esencias de los jarabes con brillantes colores habían disimulado con éxito el verdadero contenido de aquellos bocadillos, que debieron ser inocentes e inocuos. No entendería, sin embargo, qué era lo que había impedido que ambos adultos reaccionaran de alguna manera, qué los había mantenido allí como encadenados, mudos e impotentes ante un desenlace espantoso que se sobrevenía de forma inevitable. Pero cuando salió de esa casa al jardín, y este hecho coincidió con la llegada de los oficiales que había pedido en calidad de urgencia, se obligó a dejar de pensar en eso, a abandonar conjeturas que se le antojaban imposibles, y ocuparse de aquello que era su prioridad, el deber que lo había llevado allí en primer lugar.
Se ocupó de entregar a la niña a uno de sus compañeros especializados en contención de personas expuestas a un trauma, y entregó todos los datos al jefe de su unidad, procurando lucir concentrado, para entregar la información de forma coherente y clara.
Se preocupó de entregar la información con el máximo de detalle, para que sus compañeros pudieran conformar el mapa de su hallazgo y ayudar con eso a completar una imagen más acabada de los hechos; habló de la llamada telefónica que contestó, su entrevista con la anciana de la casa del otro lado de la calle, y de cómo sospechó de algo extraño al momento de acercarse a la puerta y ver que esta estaba obstaculizada de algún modo. Habló de cómo la niña estaba en shock, y de cómo trató de sacarla de ahí lo más rápido que pudo, pese a no poder contenerla del modo apropiado, debido el extenso tiempo que ella estuvo expuesta a esa situación límite.
Pero, omitió dos puntos; uno de ellos fue el relacionado con el veneno, ya que, aunque en su mente consideraba obvio cuál era el papel que había jugado en esa terrible historia, no sabía con certeza total que, en efecto, ese fuera el causante de ambas muertes. No le correspondía a él dar un veredicto al respeto, ni juzgar si se trataba de una situación con un determinado tenor, incluso si en su mente la historia corría en retrospectiva con terrible claridad.
Dejaría que los expertos forenses analizaran los cuerpos, que se los llevaran a una mesa de mármol impoluta y realizaran todos los procedimientos que escarbarían en su pasado a través de los restos del presente.
Pero, hubo algo más que omitió decir, algo que incluso quitó del relato que hizo a su superior; no habló del perro que estaba en esa casa, ni mencionó palabra acerca de lo que había visto en esa sala. Sabía que sería imposible que alguien le creyera, e incluso él mismo sabía que, en el caso de verbalizar lo que tuvo oportunidad de presenciar unos minutos atrás, se trataría de algo que sonaría como una historia imposible, el relato de una mente demasiado débil e impresionable.
De seguro, alguien diría que esas palabras no eran acordes con un hombre adulto y entrenado como él; hablar de eso pondría en duda su capacidad como policía y sus cualidades como persona, desplazándolo hasta el mismo nivel que se le asignaba a un niño en una situación como esa. Se diría que había sido afectado por la escena, y que había construido una imagen fantástica como un modo de evadir la realidad.
Sin embargo, y a pesar de entender que no podría decirlo, él sabía que lo que presenció no era un juego de su mente, ni una forma de engañarse o buscar un medio de escape. Era real, tanto como la muerte y el olor destrucción de los tejidos.
El perro sabía todo, había estado ahí desde el principio, desplazándose como amo y señor en una casa de títeres putrefactos, y en ningún momento había hecho algo al respecto. Se había quedado ahí, inmune al olor y a la imagen, manteniendo una calma fría, la misma con la que al interior de esa casa lo había mirado a los ojos.


Próximo capítulo: Un susurro en la noche

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