Narices frías Capítulo 14: Unos dulces bocadillos




Román se había visto obligado a acercarse a la puerta, aunque no era su intención original; sabía que tendría que haber llamado a la unidad, pero en la práctica, no tenía más que un presentimiento al respecto, y los presentimientos no formaban parte del protocolo.
Pero era gracias a obedecer a su instinto que en más de una ocasión había hecho lo correcto.
Ignorando por completo la advertencia que su propia mente le hacía, se plantó delante de la puerta y golpeó, esperando que sucediera lo que su mente le estaba diciendo que sucedería; tal cual cono lo había previsto, no se escuchó sonido alguno, y tampoco que alguien se acercara, o girara el pomo de color bronceado. Cualquier persona podría decir que eso no significaba algo concreto, pero él ya había visto la delgada capa de polvo que reposaba sobre el pomo, lo que era señal inequívoca de un tiempo relativo en que nadie la había tocado.
Las cortinas estaban pulcramente ordenadas en las ventanas de ambos lados, para impedir que alguien pudiera ver en el interior; todo parecía una casa normal cuyos dueños no estaban en ese momento, pero para los sentidos de Román, nada de eso era normal.
Sacó un guante del bolsillo del pantalón, y tomó el pomo con mucha ligereza, intentando no eliminar la fina capa de polvo que era uno de sus indicadores de sucesos extraños; al girar, comprendió que no tenía pestillo y sólo los sobres y hojas en el suelo eran lo que hacían resistencia al movimiento. Al abrir con suavidad, el olor que salió desde el interior lo golpeó, inundando sus fosas nasales, con esa sensación acre y desagradable que nunca podría olvidar desde la primera vez que la sintió.
Siempre había tenido razón aquella vecina en sospechar de algo raro sucedía, pero seguramente ella jamás imaginó lo que estaba pasando a tan solo algunos metros de su casa.
Se vio en la obligación de juntar la puerta un instante y tratar de acostumbrarse, mientras con la otra mano sacó el móvil del bolsillo y envió su localización al jefe de turno en la unidad, con un mensaje breve, que sería comprendido de inmediato.
Después de guardar el teléfono móvil, apeló a su capacidad de concentración, abrió la puerta y entró en el lugar, dejando cerrado tras sí, en un intento de evitar que el olor saliera y preservar la intimidad que sería en vano, porque en unos minutos cualquier privacidad que hubiese existido, sería eliminada para siempre. En su mente, la idea principal en ese instante era localizar a la niña de la que la vecina había hablado, pero antes de poder hacer cualquier tipo de conjetura, o siquiera avanzar más de un paso, ella apareció en el lugar.

—Hola —dijo con un tono que no coincidía para nada con la dantesca escena que Román estaba viendo— ¿Quién eres tú?

A pesar de su entrenamiento, Román tuvo que hacer un esfuerzo por quitar la vista de lo que estaba pasando dentro de esa sala, y focalizarse en la primera prioridad, que era la niña ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, en esas condiciones? Se maldijo por haber tenido la poca precaución de no preguntarle a esa vecina el nombre de la niña, por no tomar más en serio lo que estaba sucediendo y ser riguroso en su actuar.

—Hola —dijo con toda la suavidad de la que fue capaz—, soy Román, soy policía ¿Cómo te llamas?

La niña llevaba pantalones cargo de color celeste y una remera azul, y el cabello castaño suelto cayendo sobre los hombros; parecía en estado de salud físico aceptable, aunque por supuesto, su estado mental era algo por completo distinto.

—Mi papá dice que no tengo que hablar con extraños, y que no pueden entrar visitas sin permiso.

Ella estaba del otro lado de la mesa de centro, a un paso de la puerta de lo que probablemente era la entrada de la cocina; estaba demasiado lejos como para acercarse de forma abrupta y contenerla, como sin duda sería necesario. Acerca de cuánto había visto, de seguro eso quedaría sepultado en su memoria infantil, detrás de un trauma que la perseguiría de por vida. Lo que había dicho era un discurso aprendido, que no estaba aplicado de acuerdo con lo que sucedía, porque de seguro, nunca nadie pudo prever lo que sucedería.

—Es cierto —replicó con cautela—, pero soy policía ¿ves —indicó la placa en su pecho— ¿Cómo te llamas?

Ella estaba en shock, eso para él era evidente; lo miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza, de seguro retenida en esa orden infantilmente repetida.

—Sofía.
—Sofía, yo me llamo Román. ¿Podrías acercarte?

La pequeña ladeó un poco la cabeza, algo confundida, como si no se esperara una pregunta como esa ¿Habría puesto ella esos sobres y papeles para tapar la hendija de la puerta?

—Mis papás no están, vuelven después.

Esa frase hizo que a Román se le helara la sangre peor que con lo que estaba viendo. Medio de espalda a la horrible escena que ocurría en la sala, sin mirar en esa dirección, parecía ciega y por completo apartada de la realidad, como si a su alrededor hubiera una muralla que Román no podía ver.

—Tuvieron que salir —explicó, con un tono de voz que no era el mismo de antes; en ese momento parecía confundida—, porque no se sentían bien del estómago.

Román había comenzado a acercarse a ella, procurando mantener una expresión neutra en el rostro, sin dejar de mirarla. En ese momento era vital tratar de evitar que ella mirara de nuevo en esa dirección, que al menos pudiera evitarse ver otra vez lo que desmentía sus palabras.

—Sofía ¿Qué te parece si hablamos afuera? ¿Te gustaría salir?

Había avanzado un par de pasos más, pero aún no estaba a la distancia apropiada para acercarse sin resultar agresivo; la sala podría haber pasado por cualquiera, con el desorden apropiado de un hogar en donde hay niños, focalizado en la mesa de centro, en donde un juego infantil de moldeo de masas contrastaba con el marco de todo lo que Román estaba viendo, con aquello a lo que ella había estado expuesta ¿Un día, dos? Los colores vibrantes de aquel juguete y sus paletas y masas eran un contraste violento y agresivo, algo que por sólo estar ahí resultaba profanado por la aberración que había sucedido en ese lugar.





—Mis papás no están —repitió ella, confundida—, pero no estoy sola, Terry está conmigo.

¿Terry? Román hizo un esfuerzo por mantener la misma expresión, pero en su interior se dispararon todas las alarmas ¿Había estado tobo ese tiempo acompañada? Frente a ese horrendo espectáculo, la idea de otra persona involucrada disparaba las alertas hasta niveles insospechados, y también lo hacía ver a él las cosas de un modo por completo diferente. Si había cometido la torpeza de entrar a la casa sin ocuparse de un potencial cuarto individuo, tanto él como la pequeña estaban en riesgo.

—¿Terry? —intentó sonar lo más natural posible.
—Sí, él es mi amigo —declaró ella.
—¿Y dónde está ahora?
—En la cocina —explicó ella—, Terry me acompaña.
—¿Y quién es él?

La expresión de confusión de la pequeña se intensificó, y el policía se arrepintió de haber hecho esa pregunta; era una niña sometida a una presión y estrés incalculable, no era propio hacer una pregunta compleja de ese tipo. El objetivo tenía que seguir siendo el mismo: sacarla de la casa, aunque su faceta de policía gritara que tenía que saber.

—Es mi amigo —reiteró ella, como si eso explicara todo—, es mi amigo.

Al mirarla de cerca, a dos pasos como estaba en ese momento, podía ver que su estado no era tan pulcro como le había parecido en un primer momento; su cabello no parecía limpio, y en la ropa tenía algunas manchas menores.

—Vamos afuera ¿sí?
—Mis papás no están, estoy con Terry —repitió la pequeña, retrocediendo dos pasos—, no puedo salir.

En el nombre del cielo que tenía que hacerlo; Román se dijo que tendría que recurrir a un movimiento brusco que la asustaría, pero que no tenía tiempo de seguir intentando las cosas del modo sutil. Prefería hacerla llorar un poco en ese momento que exponerla a todo eso un minuto más.
Pero la puerta de la cocina se abrió justo en el momento en que el oficial iba a dar el paso, y tuvo que detenerse; la pequeña había hecho una pausa al mismo tiempo, y continuó hablando como si no se hubiese percatado del movimiento a su espalda.

—Yo hice unos bocadillos para comer — indicó con un dedo el juego sobre la mesa—, y papá y mamá tuvieron que salir, pero Terry está conmigo, y jugamos y miramos a las hormigas, y las hormigas fueron a ver a las estatuas porque no las conocían, se quedaron con las estatuas en la mesa.

Quien había entrado, desde la cocina, era un perro labrador de brillante pelaje, que se sentó tras la pequeña y lo miró con una expresión serena que nada tenía que ver con las dos escenas simultáneas que contrastaban en esa sala; la pequeña parecía cerrada en una versión de la historia que, seguramente, su mente había creado para protegerla del horror, pero el perro lucía por completo tranquilo, como si nada de lo que estaba sucediendo fuera capaz de afectarlo. ¿No sentía el pútrido olor, no había escuchado llantos o quejidos?

—Pero Terry no puede comer bocadillos —dijo la pequeña—, él tiene una comida especial y no se le puede dar otra cosa; pero papá y mamá sí podían comer bocadillos, yo hice y les di a ellos pero no están ahora.

Román no pudo evitar un instante de desesperación pura al ver algo que había pasado por alto, entre las cosas sobre la mesa de centro, y hacer las uniones lógicas dentro de todo eso ¿Cuánto tiempo había pasado desde que entró a esa casa, uno, dos minutos? Necesitaba que alguien llegara a apoyarlo, pero más que todo, necesitaba reaccionar, tomar a la niña y salir de ahí tan rápido como fuera posible; pero algo se lo impedía, el sentimiento de angustia que había provocado en él la presencia del perro.
Porque su actitud calmada escondía algo más, algo que él había visto, aunque quizás nunca podría explicar en su totalidad. Lo que lo había impresionado era sentir que eso no debía estar pasando, pero pasaba; el perro había estado ahí, había visto todo, y percibido cada detalle con sentidos mucho más desarrollados que los de un humano. Había visto, y sabía todo.


Próximo capítulo: Estrellas en el techo


No hay comentarios:

Publicar un comentario