Narices frías Capítulo 15: Estrellas en el techo




Darío habría querido que el día de descanso que tenía una vez por semana fuera algo que pudiera elegir, o al menos que se moviera dentro de la semana, pero en ningún momento le preguntaron acerca de eso, de modo que tuvo que conformarse con el horario que decidieron por él para el trabajo. De lunes a viernes, medio día el domingo y día libre el sábado; él sabía que lo ponían a trabajar más días que al resto porque era parte del acuerdo al que habían llegado para aceptarlo, y al mismo tiempo el modo de mantenerlo ocupado como se suponía que era lo mejor para él.
Le habían conseguido casa y trabajo para que se hiciera cargo como un adulto, pero no podía tener dos días de descanso a la semana como los otros adultos.
En alguna ocasión se había preguntado cómo sería si un día simplemente se fuera. Nadie lo extrañaría, por supuesto, pero le causaba curiosidad saber qué pasaría con el espacio que él ocupaba. ¿Echarían a la basura las cosas del departamento y pondrían ahí a otra persona al día siguiente, sin preguntar ni decir palabra? Sí, seguramente sería de ese modo, porque no habría alguien preguntando por él y sería mucho más sencillo.
De seguro, pasaba lo mismo con las personas cuando morían.
Pero no era probable que lo hiciera, incluso si tenía ganas de eso, porque era poco práctico; la dificultad para comunicarse era un límite para cualquier cosa que quisiera hacer, y si se iba de la casa y el trabajo, no tendría de qué vivir.
Así que su opción era seguir lo que estaba establecido para él, y esperar. Su costumbre era levantarse tarde el sábado, como una forma de sacar algún provecho y hacer algo distinto a los otros días; cuando despertaba a las ocho treinta, iba al baño, se enjuagaba la boca y volvía a acostarse, quedando de espalda, tapado por la sábana hasta la cintura, quieto, acompañado por el sonido de su respiración.
Le gustaba mirar los puntos del techo; en un principio, no había puesto atención en ellos, pero un día se encontró mirando y uniendo un punto con otro, igual que las constelaciones que mostraban en los documentales que veía en la televisión.
Por supuesto que esas no eran estrellas; la pintura del techo estaba desgastada, y en numerosos puntos tenía picaduras que estaban desordenabas como estrellas negras en un cielo distante. No importaba cuánto lo deseara, mientras estuviera atado al suelo, jamás alcanzaría esos diminutos puntos en la eternidad.
Como siempre estaba recostado de espalda, el punto de vista que tenía era siempre el mismo, y cada mañana que volvía a mirar, podía reconocer los puntos que, silenciosamente y con gran atención, había conectado, formando sobre su bóveda celestial privada una colección única y magnífica de criaturas que sólo él podía identificar. En su cielo, los seres eran inmortales, creaciones de su mente todopoderosa que flotaban para él, mirando benevolentes a quien les había dado vida, danzando entre polvo de estrellas sin abandonarlo jamás; nunca nadie sabría lo poderosos que eran, jamás nadie podría entender cuán importante para él era su mirada dorada, ni qué tanto de sus palabras había escuchado, hasta hacerlas suyas en su mente.
Cada uno de esos seres estaban ahí, ocultos en un cielo oscuro y descascarado hasta que él llegaba, y con el poder de sus ojos dibujaba las líneas de fuego que los traía de vuelta, que los hacía aparecer y estar visibles, retozando en paz en el campo celestial de un paraíso que nunca iba a terminarse. Ellos hablaban en una lengua que solo Darío podía comprender, y le decían qué hacer en el futuro cercano; él había memorizado sus formas y miradas de la misma forma que sus palabras, y sabía qué y cuándo hacer.
El mundo del mito ardía en las constelaciones, rodeando todo con un manto de oscuridad luminosa suave y perfecto, una conjunción de todos los elementos en uno, que cuando se hiciera real, traería el paraíso ante sus pies.
Darío había conocido los monstruos en su vida. Los primeros fueron aquellos seres invisibles que sellaron sus manos y su voz; con aquellos aprendió a vivir, los aceptó como parte de su existencia y entendió que siempre estarían ahí.
Pero no todos los monstruos eran intangibles.
Cuando pasó la etapa de la adolescencia y su cuerpo cambió, escuchó en muchas ocasiones voces de algunas personas a su alrededor que hablaban de él de una forma que, con el tiempo, aprendió podía ser tan monstruosa como sus acciones; en los lugares donde experimentaban y hacían pruebas para intentar determinar el mal que lo afectaba, su cuerpo siempre fue un objeto de investigación, terreno sin censura en donde las agujas o los ojos exploraban sin preguntar. Pero esas voces hablaban de su cuerpo con un tono de apreciación, algo que él sabía que existía, pero que no quería recibir en esas condiciones; no quería ser un objeto admirado sin permiso, pero no pudo hacer algo al respecto, del mismo modo que no pudo evitar que esas manos lo tocaran como si tuvieran el derecho de hacerlo.
Los monstruos habían estado ahí, disfrazando sus acciones con palabras sofisticadas y sus cuerpos con delantales blancos; habían actuado sobre seguro, sabiendo que Darío nunca podría decirle al mundo lo que sus manos y cuerpos habían hecho en él, sintiéndose libres de inmiscuirse en el territorio inexplorado que fue, impunes y jocosos de sus actos. Y era cierto, él jamás podría expresar lo que le habían hecho, o lo que le obligaron a hacer, sus lágrimas en ese entonces habían sido atribuidas a otros hechos por los mismos culpables, y nadie quiso saber si esa verdad impuesta era de ese modo o no; pero su mente no olvidaba, tenía marcado cada hecho, cada horrenda palabra, cada susurro mientras era sometido, cada acción a la que fue obligado. Cada una con una cara, cada una como la imagen que representaba todo lo que debería olvidar, pero ante lo que se negaba; todos los días, mientras estaba en el trabajo, dejaba un momento para recordar, para revivir el momento en que uno de esos monstruos lo había sometido al horror, y decirse una vez más que nunca iba a olvidar.
Esos recuerdos eran dolor de fuego para él, pero en jornadas como esa, el dorado elemento se convertía en cura y sanación, ya que no venía de monstruos, sino de sus constelaciones, sus amigos eternos con quienes se podía entender, a los que escuchaba cada susurro.
Los monstruos del presente eran distintos; esos hasta el momento no parecían querer acercarse, pero de todos modos estaban ahí, presentes en cualquier punto al que dirigiera la vista en todo momento.
Había descubierto, con algo de sorpresa, pero mucha satisfacción, que la mascarilla operaba como un traje de superhéroe de las películas; una vez que la usó, supo que en la mayoría de los sitios creerían que él estaba enfermo o algo parecido, y harían lo posible por disminuir las preguntas, llegando incluso a darle opciones de respuesta para que él pudiera limitarse a asentir o negar, a diferencia del resto de las personas.
Por primera vez supo que aquello que lo había hecho diferente, no tenía que ser símbolo solo de algo negativo, que también podía ser un arma.
Y la primera vez que había usado esa arma como tal había sido la jornada anterior; había sido inesperado, algo por completo fuera de norma y al mismo tiempo, la oportunidad perfecta.
Siempre traía la mascarilla en el bolsillo del pantalón, pero no la usaba cuando iba o volvía del trabajo; siendo eso parte de su identidad alterna, se dijo que debía tener cuidado y usarla solo cuando fuese necesario, pero fue imposible negarse.
Lo vio en una calle, y reconoció a uno de los monstruos que lo sometió en el pasado; era un monstruo triunfante bajo la apariencia de un ser común, sonriente a la vida y a los demás. Lo siguió a prudente distancia, hacia una de las calles más concurridas del distrito, y entonces supo que podría hacerlo.
Con su mascarilla puesta, caminó tras él, guardando cada vez menos distancia, observando sus movimientos con atención y a la vez queriendo huir de ahí; en el fondo, las heridas seguían presentes, aún lo podían lastimar con miedo y esa angustia de repetición que era la peor amenaza de todas. Su mente sabía que no le haría algo en un lugar público, pero el instinto recuperaba esos interminables momentos de dolor silencioso y le advertía de esa cercanía, gritando en su interior que eso podía repetirse.
Pero se obligó a quedar, se ordenó seguir caminando por esa calle como uno más entre todos, esperando el momento, pero sin saber si ocurriría. De pronto, cuando la luz del semáforo cambió de verde a rojo para los peatones y todo el gentío que avanzaba por esa vereda tuvo que detenerse, Darío entendió.
El monstruo estaba de pie al borde de la calle, y él justo detrás, tan cerca que parecía imposible, riesgo y oportunidad a un paso de tocarse; solo debía hacer una cosa, respirar profundo y hacerlo, sintiéndose indiferente del peligro. Confiando en que sería tan invisible para todos como siempre lo era.
Y entonces lo hizo. Fue un movimiento muy leve, que nadie alrededor pudo advertir, pero que tuvo el efecto esperado; el monstruo tropezó, y cuando sucedió el siguiente movimiento, ya era demasiado tarde para reaccionar.
Los gritos alrededor fueron un coro de ángeles en sus oídos; lo había logrado, había podido hacerlo sin titubear, y a partir de ese momento, todo el miedo y el dolor podría comenzar a sanar. Aún quedarían las siguientes heridas, pero una de ellas podría ser curada con el fuego pacifico de sus constelaciones; sus seres míticos estaban ahí, esperándolo, cuando la jornada anterior llegó y pudo sentirse a salvo un día más. Quería gritar por la emoción, deseaba poder decir largas palabras que explicaron todo lo que estaba sintiendo, pero supo que eso no sería posible, al igual que no lo fue en el pasado. Pero ¿Qué importaba? Había hecho algo con lo que soñó tanto tiempo, y la alegría y satisfacción eran algo tan real en su interior como las voces de sus criaturas; se había dormido con una sensación de paz, que poco a poco se abría paso entre el miedo y la tristeza de los sueños, y eso permanecía cuando despertó, y ante sus ojos las líneas doradas volvieron a dibujar a sus amados seres.
Lo miraban con agrado y con amor, orgullosos de su logro. En la distancia de esa habitación, su capacidad sobrenatural había alcanzado a ver sus actos, y eso los llenaba de dicha.
El camino hacia el futuro estaba claro, solo era necesario dar los pasos apropiados, y avanzar.


Próximo capítulo: Letrero de advertencia

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