Narices frías Capítulo 45: Ojos dorados




Dante había manejado armas un par de veces en su vida, cuando un amigo que era guardia de seguridad lo dejó practicar; tenía buena puntería, aunque no tanta como para romper la rueda de ese camión en movimiento.
Pero lo había retrasado.
Tomó el control del otro auto y presionó el acelerador, manteniendo la vista fija al frente para no tener que mirar a Matías; ese muchacho se había ganado su respeto por arriesgarse a ayudarlo, y de acuerdo con eso, tenía que hacer todo lo que fuera posible por ayudarlo a salir de esa ciudad maldita. Le estaba costando mantener el vehículo recto, pero no le importó, y se dijo que con llegar hasta la barrera de vehículos era suficiente.
Encendió los faros cuando estaba muy cerca, esperando que eso sirviera como distractor; había visto a una persona por cada uno de los cuatro vehículos que estaban obstaculizando el paso, y aunque se habían mantenido inmóviles, era claro que podían hacer cualquier cosa de un momento a otro.

Cuando los disparos surcaron el cielo nocturno, Matías sintió que se quedaba sin aire en los pulmones ¿Por qué el policía había dejado que Dante se alejara? Sabía que la vía estaba bloqueada, pero no podía aceptar que todo terminara de ese modo; con el sonido metálico de fondo, el auto en donde iban seguía su curso por esa carretera, que a la vez era desolada, y el escenario central de un espectáculo con un público de ojos silenciosos y fijos a pesar del movimiento.

—¿Cómo se llaman? —preguntó el policía.
—Me llamo Carlos —replicó el muchacho—, y él es Tobías. Es mi hermano.
—Soy Román, y él es Matías.
—¿Por qué él se subió al otro auto?

Faltaban solo un par de decenas de metros para llegar al bloqueo, a ese punto en donde las luces se habían encendido y los disparos, quebrado el aire; en ese momento, el instinto corrió frío por la espina dorsal del policía, diciéndole que no lo iban a lograr.

—Nos está ayudando —repuso, luchando por sonar confiable—, para que podamos salir de aquí.

De pronto, algo cambió, aunque en la oscuridad y desde el asiento del conductor no supo bien qué. Uno de los vehículos arrancó, al mismo tiempo que los animales empezaban a emitir todo tipo de sonidos; los aullidos, gañidos y demás ruidos parecieron sincronizarse en un tono de alarma, aunque no de tristeza. Por un terrible momento, Román tuvo la descabellada idea de que esos sonidos iban a subir hasta un volumen tal que destrozarían los vidrios pero, aunque se hicieron más agudos, ese pensamiento no se hizo realidad.

—¿Por qué están tan alegres? —gritó Tobías, loco de horror— ¿Por qué están felices?

Carlos lo abrazó contra su cuerpo, incapaz de responder; el sonido a coro de los animales estaba taladrando su cabeza, y a cada metro que avanzaban parecía crecer en volumen y en amplitud, amenazando con cubrir todo, incluso sus pensamientos.
Román presionó el acelerador a fondo y pasó entre un estrecho espacio, rompiendo los retrovisores y sacando chispas de metal por ambos costados; presionó el acelerador con locura, intentando alcanzar una velocidad imposible, una que lo sacara de esa pesadilla para siempre. Con el corazón oprimido, sintió que una de las llantas pasaba sobre algo, pero no se detuvo, sujetó el volante hasta que le dolieron los brazos y siguió sin parar, deseando escapar más que cualquier otra cosa.
El horizonte apareció ante la luz de los faros, y quiso gritar, aullar de emoción, pero estaba atrapado en el estado de histeria sin poder librarse; sintió terror y alegría, deseó una luz de esperanza y que todo se apagara, y trató de forma inconsciente de llorar o reír, pero nada de eso pasó. La salida del distrito apareció ante sus ojos como una visión demasiado ansiada, y quiso acelerar más, pero el motor no daba más de la presión; le pareció escuchar las voces de los muchachos, pero su vista estaba fija en el objetivo y los otros sentidos estaban en un segundo plano. Estaba dirigiendo toda su fuerza a lograr escapar, pero cuando llegó hasta el punto en donde la carretera urbana conectaba con una de las calles laterales del distrito vecino, todo se puso oscuro.

Dante no supo si había logrado acertar alguno de los disparos hasta que estuvo casi encima de los vehículos; no iba a poder quitarlos del camino conduciendo, por lo que decidió bajar y entrar en la cabina del que estaba más cerca. Ignoró el cuerpo tendido junto a la rueda delantera y subió, mientras escuchaba el sonido del motor del vehículo en donde se acercaban los demás, con los sonidos de los animales como fondo. Maniobró con algo de dificultad, y cuando sintió el chirrido metálico del paso de la otra máquina, quiso creer que lo había logrado.
El pecho le dolía horriblemente, y había tenido que dejar el arma en el regazo para controlar el volante con ambas manos, pero experimentó una sensación interna cercana a la alegría; había conseguido ayudarlos a salir, y a partir de ese momento el policía podría encontrar un lugar seguro para ellos.
Aún podía lograrlo, al menos alejarse lo suficiente, y con eso en mente puso reversa y sacó el vehículo de la barrera formada por los otros; no se preguntó por qué los demás conductores no habían ido a por él, pero quizás se tratase solo de que las cosas habían pasado demasiado rápido. Giró el vehículo y enfiló hacia la vía de salida, pensando en que tal vez no era demasiado tarde, que si se concentraba lo suficiente quizás podría salir de esa; intentó reírse de la situación de haber podido pasar por su departamento para tomar algunas cosas y luego haberlas dejado en el auto del policía, pero realmente eso no le hacía gracia.
Algo estaba obstaculizando la vía de salida; frenó bruscamente al ver que se trataba del auto del que había bajado unos momentos antes, estrellado contra la barrera de contención. Román estaba con el torso caído hacia el asiento del copiloto, y los chicos habían bajado y abierto la puerta, tratando de sacarlo.

—Por favor, reacciona —gritó Matías.
—No puedo abrir el cinturón —gritó Carlos a su vez.

Dante miró hacia atrás, y vio que los otros tres vehículos estaban avanzando hacia ellos, seguidos a no mucha distancia por el camión que vieron en un principio. En el borde de la carretera, los animales se habían detenido por completo, observando todos en su dirección con ojos como pequeñas luces que no titilaban, ahora en un total silencio; lo que fuese que los hiciera comportarse de ese modo estaba contenido dentro de los límites del distrito, lo que significaba que estaban a unos cuantos pasos de librarse de ellos.
Tomó energías y volvió a descender, con el arma fuertemente sujeta.

—¡Dante!
—Apártense de él.

Tenía la vista nublada y no estaba seguro de poder conducir, pero no tenía tiempo para quitar del camino ese auto y hacer que todos subieran al otro; desabrochó el cinturón del policía y se inclinó sobre él, dispuesto a empujarlo y ocupar el lugar, pero vio algo que los muchachos seguramente no habían notado por estar tan asustados. Román estaba muerto.

—¡Vuelvan a subir!

Se le desgarró la garganta al decirlo; consiguió mover el cuerpo lo suficiente para sentarse y tomar el volante, mientras los chicos se sentaban atrás junto con el pequeño, que sollozaba de miedo. El automóvil luchó entre crujidos metálicos por moverse y finalmente lo logró; Dante sintió las manos frías, y al tiempo que presionaba el acelerador, vio con total claridad el rojo reluciente de la sangre escurriendo por su pecho, destellando en la noche como un faro para los perseguidores.
Los vehículos aún los seguían, cada vez con menos distancia, y se sintió más y más débil mientras conducía, sumergiéndose en una oscuridad que no tenía retorno.

—Escuchen, cuando…

No pudo terminar de hablar; un crujido de metal rompió todo a su alrededor, y el silencio desapareció para siempre.


Próximo capitulo: Buenas noticias

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