Narices frías Capítulo 13: No tires




Carlos no estaba contento con la idea de salir temprano la mañana de un sábado a dar la vuelta, pero se mantuvo fiel a su plan original y no dijo palabra al respecto. Su madre planteó el tema como si fuera la mejor idea del mundo, y su padre por supuesto que estuvo de acuerdo.

—A Kor le va a hacer muy bien explicó ella, con total seguridad—, lo vi en el programa de Narices frías, ¿Sabes? Dijeron que es muy importante mantener una rutina estable en la semana, por supuesto, pero hay que hacer una diferencia el fin de semana, porque así ellos lo pueden sentir y es muy gratificante.

Las explicaciones habrían estado de más, porque la decisión era un hecho desde el principio; el joven solo asintió con tranquilidad, y preguntó a qué hora sería apropiado sacarlo el fin de semana.

—A las nueve treinta es una excelente hora —opinó su padre—, después puede hacer calor y no es bueno que salga con tanto sol.

Todos los días se levantaba temprano para ir a la secundaria, por lo que le parecía injusto tener que comenzar la jornada de un sábado más temprano, pero desde luego, no lo dijo; su plan había funcionado bien, porque sus padres habían disminuido la vigilancia y la presión al verlo actuar de forma odebiente y no recibir reclamos por parte de los maestros, pero el asunto del perro era algo distinto, y estaba atrapado.
Al igual que todos los días, estaba esperando tras la puerta correspondiente a su espacio, cuando Carlos salió con la correa en la mano; casi podía sentir que el perro intentaba encontrar su mirada, y eso lo hizo sentir incómodo, más que de costumbre ¿Había descubierto que él no lo miraba a los ojos? ¿O siempre lo había sabido y ahora intentaba ponerlo de manifiesto?
Quizás, si lo intentaba con suficiente persistencia, si repetía esa acción una y otra vez, en algún momento sus padres lo notarían, y quizás ellos descubrirían que tampoco los miraba de un modo convencional, que hasta ese momento había estado mintiendo.
Aparentó frente a él de igual forma que ante sus padres, y se comportó como si esa alerta en su interior no estuviera gritando que se alejara, manteniendo firmes las manos mientras ponía el seguro en el collar y pasaba la mano por el otro extremo de la cuerda, que terminaba en una suerte de pulsera para asegurar el agarre.
Él también había hecho un cambio en esas salidas, aunque no lo había dicho; desde que tuvo esa particular conversación con un niño de una casa vecina, sintió que sus acciones estaban comprometidas, de modo que decidió salir con el perro por la ruta más larga, que exigía terminar esa cuadra y rodear la calle en la otra dirección. Podía ser que él tuviera que cargar con el animal, pero no quería que ese niño también lo hiciera.
Tan pronto como cerró la reja del jardín, sintió un tirón en la mano, y se quedó muy quieto, sorprendido de lo que estaba pasando; el perro, por primera vez desde que lo habían llevado a la casa, estaba haciendo algo distinto de quedarse quieto y obedecer.
Estaba de pie, tirando leve pero firmemente en la dirección opuesta a la que él había elegido desde unos días atrás; cualquiera que lo viera, de seguro pensaría que se trataba de un perro ansioso o alegre por la salida de casa, pero Carlos sabía que no era de eso, y esa seguridad lo hizo sentir un escalofrío terrible. Lo había descubierto, el perro sabía que él estaba hablando con alguien, o peor aún, ya había detectado quién era; tuvo la intención de darle una orden, pero no se atrevió a hablar en ese momento, incapaz de saber si podría mantener un tono de voz apropiado. No quería mostrar debilidad.
En vez de hablar, se limitó a comenzar la caminata en la dirección que había escogido, haciendo todo lo posible por ignorar la resistencia inicial del can. Después de un segundo de pugna, el perro siguió sus pasos, manteniendo la misma distancia y ritmo que en las ocasiones anteriores.
Pero algo había cambiado, y Carlos lo sabía; no podía explicarlo con claridad, pero sabía que era así; el perro estaba al tanto de lo que estaba sucediendo, y aunque una muralla divisora impidiese que tomara punto de vista de lo que estaba pasando a dos casas de distancia, sus otros sentidos sin duda podrían haberlo alertado.
¿Qué tan lejos podría oír? De pronto se sintió atenazado por el temor de estar siendo visto de un modo en que los ojos no eran capaces, algo que no se le había pasado por la mente ¿Había escuchado ese perro alguno de sus lamentos cuando, en la noche y oculto en su habitación, lo atormentaban las pesadillas? La sola idea resultaba repugnante en su mente, porque se trataba de un tipo de intrusión intangible, algo que no podía controlar ni detener, un acecho silencioso como la sombra, oculto en el patio de una casa bajo una apariencia imposible.
Estaba llegando a la esquina cuando el perro tiró de la correa. En un principio, Carlos creyó que se trataba del mismo gesto de hace unos momentos atrás, de modo que solo mantuvo el brazo firme, mientras el can adelantaba un par de pasos hasta tomar el largo completo de la correa. Estaba inmóvil, mirando al frente, quieto como si él no estuviera allí, y presionó un poco más hacia adelante.

«No, no lo creo»

No se había planteado la posibilidad de algo como eso, porque en el fondo estaba cómodo con la idea de que el perro hiciera todo de acuerdo con las órdenes que se le daban. Sostuvo la cuerda, y el can volvió a tirar, haciendo que la correa se tensara en torno a su muñeca.

—Quieto.

Dio la orden con la misma frialdad con la que le hablaba cada vez que era necesario, pero el perro siguió sin obedecer. Carlos pensó que era una buena oportunidad para dar una demostración de fuerza, incluso si se trataba de un escenario que no había previsto. Puso firmes las piernas y volvió a jalar, sintiendo esta vez que la resistencia disminuía al tirar, pero fue un pésimo momento para confiarse, porque el perro volvió a jalar, pero en esa ocasión con más fuerza que antes.

—Quieto.

Volvió a decir la orden en el momento, pero no sirvió; en esa ocasión el perro tiró con toda su fuerza, tensando la musculatura al punto de hacerlo trastabillar. Carlos quiso detenerse, pero avanzó dos, tres pasos hacia la calle, siendo tirado por el perro en vez de estar dirigiéndolo.
Al mismo tiempo, sintió el sonido de un camión acercándose por la izquierda, y notó con espanto que no había persona alguna en la calle en ese momento, y que la distancia con la vía por donde pasaría el camión era cada vez menos; intentó soltar la correa, pero esta se había cerrado en torno a su muñeca y no podía soltarse.
En milésimas de segundo, el can inició una carrera, que lo derribó de bruces; sintió el latigazo en el hombro, al tiempo que sus piernas se estrellaban con el suelo, y detenía el golpe en el torso con la mano libre. Faltaba demasiado poco para que llegara a la calle, y la correa estaba cerrada en torno a su muñeca como una trampa mortal; desesperado, el joven se revolvió en el suelo y tiró, luchando por detener el avance sin tener algo de lo que sujetarse, sabiendo que la pared de la casa a su izquierda estaba demasiado lejos como para poder alcanzarla.
Sin más opciones, se sujetó el antebrazo con la mano libre y tiró con toda su fuerza, ignorando cómo el material de la ajustada correa raspaba su piel; con un sonido sordo, la costura de ese extremo se desgarró, dejándolo libre muy poco antes de llegar al límite. El joven quedó en el suelo, sujetándose el brazo lastimado mientras intentaba recuperar la respiración luego de la terrible experiencia.
El perro se había detenido justo en el borde de la vereda, y esperaba inmóvil mirando adelante, como si nada hubiera pasado y sólo estuviera de pie aguardando el paso del camión, como si quien lo llevara siguiera de pie a su lado.
Como si no hubiese tratado de matarlo.
Carlos miró en todas direcciones, inspirando y botando el aire rápido, y comprobó que nadie había estado a la vista en esos segundos; por un instante había estado solo por completo en plena calle. Con piernas temblorosas se puso de pie, sujetándose el antebrazo que palpitaba por la presión de la correa antes de romperse ¿Podía ser todo eso un error?  No, no podía serlo, no era un acto de la casualidad ni un suceso fortuito, había sido intencional, y solo por una casualidad había logrado librarse. El perro seguía ahí, inmóvil, y no había volteado hacia él, manteniéndose a la espera de un suceso que debía ser normal y cotidiano.
Tenía que pensar y decidir qué hacer; lo más lógico sería decir lo que sucedió a su madre, pero lo descartó de inmediato, consciente de lo imposible de esa situación. Su madre nunca le creería, y mencionar algo como eso significaría volver a meterse en un problema, justo cuando las cosas estaban tranquilas; casi pudo escuchar a su madre diciendo que era imposible, que el pequeño, como solía decirle en ocasiones, nunca haría algo como eso. Podía imaginar la expresión de desaprobación de su padre, y la forma en que ambos hablarían de ese pésimo comportamiento, evaluando qué hacer para corregirlo.
¿Qué habría pasado si la correa no se hubiese roto? Él habría sido arrollado por el camión, y sus padres habrían estado muy tristes y angustiados por el peligro al que había estado expuesto su amado perro, por culpa de su hijo irresponsable.
Hablar de eso, sin testigo más que el brazo lastimado y una correa rota no era posible; tendría que callar eso junto con todo lo demás.
Decidió, un poco más calmado, que tendría que hacer la farsa con respecto a todo eso; se acercó al perro, luchando contra el fuerte sentimiento que lo impulsaba a alejarse de ahí corriendo, y recogió el extremo descosido de la correa, el mismo que momentos antes se había cerrado en torno a su muñeca como una cadena mortal. El perro seguía quieto, aguardando, y solo en ese momento, Carlos comprendió la real consecuencia de lo que había sucedido: al destruirse el extremo de la correa que lo sujetaba, había perdido una oportunidad única de causar lo que quería, y esa era una advertencia que lo había puesto sobre aviso. Ahora volvería a tener el mismo comportamiento de siempre, hasta que encontrara una nueva forma de perjudicarlo.
Sería una guerra, se dijo, pero iba a pelear en sus términos, no en los de él; decidió que diría que la correa se había descosido porque él tiró del extremo sin prestar atención, omitiendo todo lo sucedido en esa silenciosa y abandonada esquina, a tan solo unas cuantas casas de la suya. Lo protegería delante de sus padres, para que, entre silencio y silencio, no pudiera descubrir su miedo, pero tampoco lo que iba a hacer.


Próximo capítulo: Unos dulces bocadillos

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