Narices frías Capítulo 10: Una equivocación



Gabriel había tenido una semana muy ocupada, por lo que había tenido que posponer una parte de su plan; en momentos de la tarde de los días previos había hablado un poco con el resto de los vecinos cercanos, procurando verse siempre correcto y amable, pero teniendo en mente el asunto del vecino en todo momento. No se sorprendió mucho al comprobar que ese hombre no tenía redes dentro de la zona; prácticamente nadie lo conocía más que de vista, y los comentarios respecto a él eran vagos, como si estuviera hablando de alguien que se hubiese mudado de forma reciente, y no varios meses atrás.
Se dijo que eso no estaba bien, que no era posible que una persona llegara a un barrio y no conociera a nadie, pasando de todos como si se tratara de un fantasma; una persona normal saludaba a sus vecinos, mantenía una conversación trivial en la tienda, los veía desde el jardín, no se encerraba en una casa para salir solo al trabajo o a lo que fuera que hiciera.
Además, había estado pensando que era muy extraño que un hombre solo viviera en una casa como esa, que estaba pensada al igual que las otras, para ser utilizada por grupos familiares.
El jueves por la tarde, tuvo la oportunidad de dejar a su pequeño en casa de una vecina cuyo hijo era su compañero de estudio; así, se sintió en tranquilidad para hacer lo que tenía en mente.
En un principio había pensado en invitarlo a su casa para estar en su ambiente, pero desechó la idea por considerarla poco segura; no era apropiado dejar que un extraño entrara en su casa, accediendo a todo lo que eso significaba. No era la mejor opción, pero decidió ir hasta su puerta y hacer un buen acto como un vecino ejemplar.
Cuando tocó el timbre, tuvo que esperar cerca de un minuto y medio antes que su vecino se apareciera.

—Vecino, buenas tardes.

Saludó con una sonrisa amable tan pronto la puerta se abrió. Dante lo reconoció y le hizo un gesto.

—Hola, qué tal.

Esperaba que el otro hombre saliera hasta el jardín, pero como no lo hizo, optó por hablar de inmediato.

—¿Cómo estás? Me preguntaba si podíamos hablar un poco.

Dante asintió, un poco confundido.

—Sí, si quieres, pasa, está abierto.

Sorprendido otra vez por esa actitud, pero soslayándola en el exterior, Gabriel abrió la puerta del jardín y entró; el terreno previo a la casa tenía pasto y algunas flores, y aunque no lucía descuidado, no parecía como que alguien hubiese puesto algo de esfuerzo en ello. Al llegar a la casa, su vecino estrechó su mano y le hizo un gesto vago para que pasara.

—Entonces venías por esa cerveza ¿No es así?
—Sí, más bien era para conversar un poco.

La sala no estaba bien iluminaba, por causa de una única luz que pendía del techo; además del mobiliario habitual en una casa, como la mesa de centro o los sillones, no parecía haber nada propio, nada que hiciera que aquel espacio perteneciera a alguien; Gabriel pensó que se trataba de una forma muy extraña de vivir.

—Siéntate —dijo Dante mientras se sentaba en el sillón opuesto al que estaba indicando—. Puse las cervezas hace poco en el frío, así que en un rato estarán a buena temperatura.
—Sí, no hay problema con eso —Había practicado esa parte y estaba seguro de poder hacerlo bien—. Y entonces ¿No tienes familia? Me refería a aquí, contigo.

Por una milésima de segundo, Dante aguzó la vista, pero lo que sea que estuviera pensando fue dejado de lado.

—No, de hecho, me preguntaste lo mismo cuando llegué aquí y te presentaste.

Gabriel no recordaba eso con tanta exactitud; para salir del paso, asintió y sonrió con amabilidad.

—Es cierto, lo había olvidado. Eres soltero, entonces.

Dante soltó una risa muy breve, pero no parecía alegre.

—¿Por qué no me dices exactamente a qué viniste?
—A conversar, hacer un poco de vida social —Respondió Gabriel, sin sentirse demasiado seguro.
—No creo que hayas venido a eso —Sentenció el otro hombre—; no te ves cómodo, obviamente estás nervioso, así que mejor hazlo más fácil y dilo.

Entonces no había conseguido disimular de la forma que creía; pero ya estaba ahí, de modo que no le quedaba opción.

—Bien, como quieras. Sucede —Hizo un gesto como de invitar a la conversación—, hay algo que me parece que deberías cuidar más, no estoy siendo critico, en serio, pero hay que conservar ciertas normas de comunidad.

Dante entrecerró los ojos, con expresión seria.

—Sé más específico.
—El otro día —Estaba intentando usar el mayor tacto posible, para tener éxito—, vi una conducta que me pareció un poco inapropiada, cuando estabas colgando la hamaca ¿lo recuerdas?
—¿Y qué es lo que según tú estaba haciendo?

La mirada de Dante era directa, un poco dura, aunque su expresión era serena hasta ese momento.

—Bueno, tú sabes.
—No, no lo sé —repuso el otro hombre, frunciendo ligeramente el ceño—, no sé lo que piensas.

A Gabriel le parecía de mal gusto explicitarlo, pero llegado a ese momento, no le quedaba otra opción.

—Ese día, en el patio, estabas sin ropa. No pasa nada —se apresuró a aclarar—, pero puede haber niños cerca y hay que tener cuidado con el comportamiento.

El otro hombre soltó una especie de resoplido antes de hablar.

—Déjame ver si entiendo; tú vienes a mi casa aparentando que quieres ser amable conmigo, ¿para decirme que no tengo que andar desnudo en mi propia casa?

Gabriel carraspeó, incómodo ante la pregunta; de nuevo le parecía que el actuar del otro hombre era demasiado inapropiado.

—No es un problema, es solo que puede haber niños, o alguna persona sensible y no es bueno…
—¿No es bueno que descanse desnudo en mi hamaca, en mi patio?
—Es una precaución…
—Escucha, para —Dante lo interrumpió, secamente—. Lo que estás diciendo es estúpido. ¿Sabes por qué escogí esta casa? Porque las ventanas de todas las casas alrededor están orientadas hacia otra parte.

Otra vez sorprendido, Gabriel no supo qué decir; pero Dante estaba tranquilo, y dueño de sí mismo.

—Ya había pensado en eso ¿Me ves? Tengo una remera y un pantalón porque alguien tocó el timbre y tenía que salir. Pero el patio es parte de mi casa, está separado por muros, hay plantas, y tengo todo el maldito derecho a andar como quiera aquí.
—Pero ese día no te tapaste —Protestó Gabriel, inseguro.
—Eras tú el que estaba arriba de una escalera —Apuntó Dante.
—Pero yo no pretendía mirar —Argumentó Gabriel, sin saber cómo reaccionar ante esas palabras.

El otro hombre se reclinó en el sillón en donde estaba, cruzándose de brazos.

—Pudiste haber bajado cuando me viste y hablar desde abajo, o pudiste decir algo como “Oye, mejor ponte algo” como seguramente haría alguien que parece que está tan preocupado por esas cosas. Pero yo estoy en mi casa —Señaló alrededor con un gesto antes de cruzar los brazos otra vez—, puedo andar como quiera, y se supone que otro hombre debería estar tranquilo con eso.

Nada estaba resultando como Gabriel lo había proyectado; el otro hombre lucía molesto, sin conectar en momento alguno con el punto de vista de él.

—Creo que te lo estás tomando un poco mal.
—No me lo estoy tomando de ninguna manera —replicó el otro, con frialdad—, estoy en mi casa, no me vengas a decir lo que tengo que hacer. La próxima vez, métete en tus asuntos, no en los del resto. Ahora sal de mi casa, ya sabes en donde está la puerta.

Gabriel, estupefacto, sintió que los colores se le subían a la cara, y superado por la situación, no tuvo más remedio que ponerse de pie y salir.
Momentos después entró en su casa, por completo descompuesto por el actuar de ese hombre; se trataba de algo que no se esperaba en absoluto, porque resultaba violento y extremo, algo que se separaba de todos los conceptos que tenía.

Dina entró en la sala justo en el momento en que él se estaba sentando en el sofá, derrotado.

—¿Qué voy a hacer?

La gata, como una nube blanca, se desplazó hacia él caminando suave, sin hacer ruido, casi flotando sobre la superficie; sus enormes ojos dorados le dedicaron una larga mirada, que en ese estado de confusión se le antojó tranquilizadora y comprensiva, como si ella en ese momento pudiera comprenderlo. Como si lo entendiera todo.
Ella avanzó dando breves y seguros pasos por la acolchada superficie, sin dejar de mirarlo en momento alguno; Gabriel sintió como si en ese momento nada más importara, como si dependiera de esa mirada de oro y luz toda la estabilidad de su mundo. Había dos orbes flotando frente a él, dos universos vivos que podían darle paz, y respuestas a todas las preguntas, incluso a aquellas que no se hubiese planteado.
Era el inicio y el fin de todo, la existencia misma, la razón por la que estaba ahí, y la que tendría para hacer cualquier cosa que fuera necesaria; podía entender esa mirada silenciosa y leer en ella cada una de las mínimas variaciones, viendo a la vez su reflejo, el rostro de un hombre sencillo y bueno, que no merecía amenazas, riesgos ni miedos en su horizonte.
Las luces alcanzaban todo rincón, como una danza silenciosa que se expandía más allá del borde de su visión, envolviendo todo en un halo de colores sólidos, que llegaban a cualquier sitio existente; se filtraban entre los resquicios más antiguos, consiguiendo tocar recuerdos antes inexplorados, momentos irrepetibles, y sucesos que desde su concepción habían quedado blogueados para siempre.
La dorada sensación era un baño de calma y seguridad, que lo llevaba a un mejor sitio, la ubicación de todo lo que estaba bien en su mundo y en cualquier otro.
Serenidad, decisión, claridad. Pronto no habría nada más por lo que preocuparse.


Próximo capítulo: Solo un terrón de azúcar

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