Narices frías Capítulo 41: Secuestro




Si todo lo que había vivido antes no hubiese sido suficiente para convencer a Román de que todo estaba fuera de control, su llegada hasta el servicio de urgencia habría bastado para terminar de hacerlo creer.
Pero en su mente ya no estaban estas dudas; se sentía como una persona por completo diferente, alguien a quien desconocía, y estaba en un mundo tan caótico y falto de sentido que nada de lo que conocía desde antes tenía importancia. Toda su vida había estado condicionada por la muerte de un cachorro por consecuencia de un acto suyo, pero momentos antes tuvo que matar a varios animales intentando defender a una persona, una paradoja que era imposible de resolver de forma satisfactoria. Había fallado como policía y como hombre, intentando representar una especie de ideal humano en contra de una organización cuyos fines no le eran claros, pero eran evidentemente criminales.
La radio de la policía, que con el corte de luz en el distrito se mantuvo operativa, solo emitía el murmullo de la red, pero nadie comunicaba, y eso era reflejo de que la amenaza invisible se extendía en todas direcciones.
¿Y la urgencia?
Él lugar se había convertido en un escenario digno de una película del más alocado director; había vehículos estacionados en zonas incorrectas, y tanto los paramédicos como el personal estaba por completo ocupado con unas visitas que no deberían estar ahí.
Había roedores, gatos, perros y aves en el lugar, y todas las personas de uniforme estaban ocupados de ellos, cuidándolos, acariciándolos o jugando con cada uno, como si fuese todo a lo que pudieran prestar atención. Las luces de emergencia del lugar iluminaban de forma tenue sus acciones, pero no podían disimular el significado enfermizo de todo eso; los animales, que minutos atrás le habían parecido seres violentos y poseídos por una fuerza misteriosa, ahora eran la viva imagen de la ternura y amabilidad, símbolo de quien merece respeto, cariño y atención.
Pero todo eso estaba mal. Era imposible pensar que pudiese ser correcto, porque en principio se trataba de una situación anómala por sí misma, pero con mucha mayor razón considerando lo que estaba pasando; había un corte de luz generalizado, y de seguro pacientes muy graves a la espera. Entró en el lugar con una creciente sensación de incomodidad, ya que en la recepción todas las personas parecían ignorantes a cualquier cosa que sucediera, incluyéndolo a él pasando junto a ellos; buscó en los ojos de los animales algún rastro de la violencia salvaje que vio poco tiempo atrás, pero esta parecía reemplazada por la inocente ternura típica de los animales domésticos.
Debería sentirse tranquilo de encontrar algo similar a la normalidad, pero su reacción fue opuesta a esto: sintió ganas de vomitar, o de gritar, o de hacer cualquier cosa violenta que lo remeciera, lo que fuese que impidiera que esa aparente tranquilidad se colara entre sus pensamientos como una posibilidad concreta.
No estaba bien, nada de eso era correcto, se trataba de una especie de hechizo vertido en ese lugar, por completo opuesto a lo que sucedía en los puntos por donde había pasado tan solo minutos antes. Tuvo que exigirse conservar la calma y seguir adentrándose, buscando algo que ya no estaba tan claro en su mente, que poco a poco se desvanecía entre las nieblas del agotamiento y las heridas sufridas.
Las heridas.
No había tenido oportunidad para pensar en eso después de su paso por las instalaciones de Narices frías, pero al considerarlo, creyó que era demasiado probable que los animales tuviesen algún mal, provocado o no, que generara esos cambios. No era rabia, se trataba de algo mucho más fuerte e impredecible, que por un lado podía transformarlos en bestias mortíferas, y por otro en criaturas capaces de hipnotizar a quienes estuvieran a su paso.
Dado que la gente a su alrededor no le hacía caso, entró tras el mesón de recepción y buscó en él algo de información que pudiera serle de utilidad, intentando ignorar a la mujer que, sentada a dos pasos de él, hablaba en susurros con un hámster blanco que tenía en las manos.
Encontró en el escritorio un mapa del lugar, agradeciendo que incluyera la localización del depósito de medicamentos; satisfecho de poder estar encontrando algo, revisó en la pantalla del ordenador la ubicación de los pacientes ingresados, y entre ellos al único que conocía, al menos de vista.
Con el número de la habitación 203 en mente caminó por esos pasillos imposibles, y no le fue difícil dar con el depósito de medicamentos; sin alguien que se opusiera o siquiera le prestara atención, entró en el cuarto abarrotado de productos y se detuvo a buscar en ellos lo que necesitaba. Había tomado un entrenamiento básico y sabía que, en caso de haber sido mordido por un animal con rabia, necesitaría una vacuna anti rábica e inmunoglobulina para activar su sistema inmune, además de antibióticos. Después de conseguir lo que necesitaba, puso las dosis y los elementos necesarios en una bolsa plástica, y se dispuso a lavarse las heridas; pero solo en ese momento notó que tenía una mordedura en el abdomen, lo que aumentaba el número de zonas que atender.
Mientras se quitaba la camisa y lavaba las heridas del torso y brazos en el lavamanos del depósito, se preguntó con seriedad qué era lo que iba a hacer luego de salir de ahí; todo estaba perdido, y de seguro no mejoraría desde que tuvo la mala idea de ir a presentarse ante la gente que controlaba a los animales. Creyó que podía descubrir algo o incluso hacer algún tipo de amenaza, pero ellos ya sabían todo y estaban cinco pasos por delante.
Después de aplicarse la vacuna contra la rabia y la inmunoglobulina, fue hasta el cuarto en donde estaba el hombre que había sido atacado por el parricida, pero no lo encontró ahí. A juzgar por el estado del cableado, y las manchas de sangre en la camilla y en el suelo, no era difícil pensar que ese hombre había salido de allí por sus propios medios; se le hizo curioso de un modo enfermizo que esa perspectiva lo alegrara, pero de hecho fue así, ya que significaba que él no era el único en todo ese lugar que sabía que las cosas estaban terriblemente mal. Avanzó a paso rápido por los pasillos, hasta que encontró la salida trasera, y cerca de ella más manchas de sangre.
Era una locura, pero dejaría a todas esas personas enfermas o heridas a su suerte, a la espera de que los demás reaccionaran y se ocuparan de ellos; tenía que encontrar a Dante y sacar de ahí a quien quizás era la única persona en todo el distrito a quien podía salvar. No podía haber ido muy lejos, ya que las manchas de rojo vivo en la puerta eran muy recientes; de seguro estaba arriesgando todo con tal de salvarse de algo que ya había enfrentado antes, con apenas suerte para respirar.
Mientras rastreaba, no vio que alguien lo observaba desde cierta distancia.


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Narices frías Capítulo 40: Cosas ajenas





Después de salir del departamento donde había tenido la mala idea de entrar, Carlos tuvo que asumir que no sería posible salir del distrito por medios habituales; resultaba evidente que no estaban pasando vehículos de ningún tipo, lo que significaba que para salir tendría que robar un auto.
Sabía conducir lo mínimo, pero con las calles vacías no debería ser un problema demasiado grande; el asunto era robar uno. No se le ocurrió tomar el de su padre, y de ninguna forma volvería a la casa, ya que no estaba seguro de poder soportarlo.
Después de varios minutos de caminata y búsqueda, un auto gris no demasiado llamativo apareció ante sus ojos, en las condiciones que esperaba: con la llave encendido, y decidió que al menos tenía que intentarlo.

—Tobías, voy a hacer ruido, tendrás que taparte los oídos.

Dejó al niño a una cierta distancia y tomó de cerca de un árbol una piedra que le preció lo suficientemente grande y pesada. Sin pensar más, la arrojó con toda su fuerza contra la ventana trasera, del lado del conductor. El vidrio se hizo añicos y de inmediato el sonido de la alarma cortó el silencio que hasta entonces los había rodeado.
Intentando no pensar en lo que podía pasar, metió el brazo por la ventana, quitó el seguro y abrió la puerta delantera, del lado del conductor. Una vez en el asiento tomó la llave desde el encendido y con ella apagó la alarma que estaba taladrando sus oídos.
Con el corazón en la mano salió del auto y volvió donde Tobías, que lo esperaba con los oídos tapados como él había indicado que hiciera; el pequeño parecía preocupado por el sonido que seguramente había percibido de todos modos.

—¿Estás bien?
—Sí —replicó pequeño.
—Bien, vamos. Espero que todo salga bien.

Después de mirar en todas direcciones, guió al pequeño hasta el vehículo y lo dejó junto para despejar de vidrios el asiento trasero; dejó la mochila que llevaba a la espalda junto con la otra más pequeña en ese lugar, y abrió manualmente la del copiloto. Se tardó algunos segundos más en buscar en su mochila una toalla y la aseguró en la ventana que había roto, esperando que esa débil barrera fuese suficiente para evitar que algún animal intentase entrar mientras avanzaban.

—Haremos el viaje en auto.
—Bueno.

¿Qué tanto recordaba de cómo conducir? Su padre le había enseñado lo mínimo, y no fue una situación exactamente de tiempo de calidad conduciendo; la razón por la que había sucedido era por imagen ante los demás, y duró lo mínimo para que en las casas vecinas supieran que él estaba tomando ese tipo de aprendizaje. Una vez ambos estuvieron sentados puso la llave en el encendido y esperó a que el suave ronroneo del motor lo tranquilizara un poco.

«Puedes hacerlo»

Al momento de poner las manos en el volante, no pudo menos que notar que sus nudillos estaban blancos por la tensión; recordó los pasos, y se obligó a seguirlos al pie de la letra. El arranque fue un poco brusco y sintió que podía perder el control, pero no fue así y pudo mantener el vehículo derecho, a poca distancia de la vereda, avanzando hacia el norte.

—¿Te gusta viajar en auto?
—Sí, un poco.

Era evidente que los dos estaban nerviosos; Carlos no quiso mencionar el asunto para no hacerlo más complicado para ambos, pero resultaba inquietante que al estar a bordo de un vehículo no se sintiera realmente más seguro que mientras estaban en la calle. Se dijo que al menos con un auto era más rápido moverse y escapar de cualquier cosa que apareciera en su camino; esa idea tendría que ser suficiente para darse fuerzas suficientes para avanzar y no perder el control.

«Iremos hacia la ciudad más cercana, eso será lo más seguro.»

Quiso decirlo en voz alta, pero se detuvo; hasta el momento habían tenido algo parecido a la suerte, pero no estaba en condiciones de aseverar que la seguridad estaría garantizada.

—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Qué había dentro de ese departamento?

No era algo inesperado, pero en el fondo esperaba que Tobías no se hubiese dado cuenta de ello; o al menos que decidiera pasarlo por alto.

—Algo malo.
—¿Otro animal como el que entró a mi casa?

Resultó sorpresivo escucharlo hablar con esa resolución; solo entonces Carlos entendió que el pequeño estaba mucho más asustado que él en todos los aspectos, y esto no era por su dificultad para ver, sino porque a su edad aún no entendía en toda su magnitud lo absoluto de la muerte. En el fondo él tampoco lo entendía, pero ya había tenido la oportunidad de ver esa mirada vacía y sin vida en sus padres, y ese golpe de realidad era suficiente para entender que lo que fuera que estuviese pasando en el distrito, tenía consecuencias que eran imposibles de revertir.

—No, no era eso exactamente.
—¿Qué era?
—No sé describirlo, pero es mejor que no pienses en eso. No pensemos en eso.

Por otro lado, en su mente seguía dando vueltas la idea que antes había surgido ¿Existía la posibilidad de que Tobías pudiese ver a los animales o percibir a los humanos vivos de un modo mucho más detallado de lo que él había supuesto en un principio? Esa cosa que causó la violencia en los animales y esa especie de vacío de vida en las personas era visible para sus ojos por lo que estaba en la superficie, pero quizás el cambio era mucho más profundo, algo que no era posible ver por otro que no fuera él.
Pero pensar en utilizar al pequeño como un radar para detectar peligros le resultaba horrible de solo pensarlo; se suponía que era él quien tenía que protegerlo y no al revés, y si traicionaba eso, no sabía qué le quedaría. Porque en el fondo, después de lo que había visto y vivido, Tobías era lo único que lo mantenía siendo humano, y necesitaba sentir que era capaz de sentir miedo o preocupación por alguien, o de lo contrario abandonaría cualquier intento.

—Me gustan los chocolates blancos.

Carlos mantenía la vista fija en la pista, pero se tomó un instante para desplazar la mirada hacia el asiento del copiloto; Tobías estaba sentado muy derecho, se había puesto el cinturón de seguridad y tenía la vista fija al frente. Iban a cincuenta y parecía que todo estaba en idéntica calma calle tras calle, mientras dentro del vehículo los miedos susurraban en sus oídos.

—A mí me gustan con almendras —replicó intentando sonar casual—, deberíamos comer unos chocolates después ¿No crees?
—Sí. Eso me gustaría.

No lo había dicho con especial emoción, pero Carlos quiso convencerse de que podría estar bien. Que cuando lograran salir del distrito y se le ocurriera qué hacer, y a Tobías la realidad de la muerte de sus padres le cayera encima, pudiera resistirlo y sobreponerse; también quiso creer que él se sobrepondría.


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Narices frías Capítulo 39: Susurros



Después de algunos minutos se hizo evidente que las calles del distrito estaban vacías, y eso hizo que la sensación de adrenalina subiera otra vez en su cuerpo.
Le dolía más la pierna en donde uno de los perros lo había mordido, y podía sentir algo de sangre contra la pierna del pantalón, pero no podía detenerse a pensar en eso; Román tenía un destino claro en su mente y no se detendría hasta llegar.
El edificio central de Narices frías estaba casi en el centro del distrito, y le había tomado menos de diez minutos llegar hasta allí a la velocidad que iba;
hasta ese momento no lo había pensado, pero el edificio parecía estar aislado, ya que ocupaba una manzana completa y todas las construcciones de las calles contiguas bloqueaban la vista, impidiendo verlo desde la calle hasta que fuese demasiado tarde. Y cuando estacionó el auto en la esquina, se quedó sin palabras.
La edificación parecía una isla en medio del distrito, recortada de todo lo que la rodeaba por un halo de luz que parecía irreal; todas las luces del lugar estaban encendidas, y después de lo que había visto esa noche, las ventanas aparecieron ante los ojos del hombre como enormes ojos que lo podían ver todo, en todas direcciones.
No era una fantasía, ni algo fruto de su imaginación; de hecho, ni siquiera resultaba tétrico a la vista, pero después de lo que había visto y vivido, le resultaba horrible porque contrastaba con todo lo demás. Era como si en ese sitio el horror de la muerte y la violencia salvaje estuviesen apartados por una muralla invisible, pero poderosa.
Una vez fuera del vehículo no supo qué pensar ¿Qué esperaba encontrar ahí, en cualquier caso? La degradante perspectiva de una especie de caos animal en el centro principal de venta de mascotas del distrito no ayudaba a su percepción de las cosas, pero al menos habría tenido sentido con lo que estaba sucediendo.
Se acercó a la entrada principal: un gran par de puertas de vidrio estaban cerradas y protegidas apenas por una reja que podía enrollarse, y tras ellas se podía ver el descomunal mesón de atención que recibía al público.
Román se acercó a la caseta del vigilante nocturno, de donde salió un hombre de unos cuarenta y cinco años, que lo miró con expresión de preocupación.

—Santo cielo ¿Se encuentra bien?
—¿Hay gente en el interior? —preguntó mientras le enseñaba la placa— Soy policía.

El hombre pareció entender la urgencia imperativa en su voz, y recompuso su expresión de inmediato.

—Sí, señor, siempre hay personal para cuidar de los hijos.

Hijos era una expresión que en esas circunstancias se le hacía violenta y sucia, pero no dijo palabra al respecto.

—Necesito hablar con la persona que está a cargo ahora mismo; es un asunto urgente.

El hombre asintió con gravedad y le indicó que lo siguiera; caminaron por uno de los costados del edificio hasta llegar al estacionamiento privado; el lugar estaba cercado por una tupida malla metálica que impedía ver el interior con claridad, excepto por las sombras de vehículos que se delineaban como bloques. Al entrar, le pareció extraño ver una furgoneta con las puertas traseras abiertas y una camilla vacía tras ella, pero decidió no desperdiciar energías en eso; entraron al edificio por una puerta protegida por contraseña y una vez dentro, se encontró con una instalación completamente funcional, muy distinto a lo que suponía en medio de un apagón.

—¿Tienen generadores propios?
—Sí, es necesario para poder cuidar de todos —explicó el hombre—, no podemos dejarlos sin calefacción o cuidado de los suministros.
—¿Cómo se llama la persona que está a cargo?
—Luciana Velásquez, su oficina está por aquí. Disculpe por preguntar, pero ¿Necesita algún tipo de ayuda para esas lastimaduras? Tenemos un muy buen botiquín de primeros auxilios.

Lo necesitaba, pero no de un sitio como ese; debería haber ido a la urgencia, distante algunas calles de allí, pero no podía perder tiempo, y además de eso, de seguro estarían ocupados con otros casos más urgentes como el de ese muchacho de la empresa de electricidad. Los rasguños y mordidas no lo matarían.

—Es aquí.

El hombre tocó muy quedamente a la puerta de una oficina, y una voz dijo que entrara; Román miró alrededor y no pudo evitar distraerse un instante al ver las enormes jaulas con puertas transparentes en donde multitud de animales reposaban en cómodas condiciones. Tenían espacio, camas, soportes, recipientes para agua y comida, y todo lo imaginable para su tranquilidad.
Parecía mejor que esos hoteles para mascotas, y eso le hizo pensar en el coste enorme de todo eso ¿financiado solo con el dinero aportado por las personas al momento de adquirir una mascota? Al entrar en la oficina, vio a una mujer de poco más de treinta años, de cabello rubio, que hablaba por teléfono con un meloso tono.

—Darío es un nombre muy bonito, desde luego; me gusta mucho la música que siento al decirlo.

En ese momento lo miró, y su expresión se tensó lo suficiente como para hacerse visible; recorrió a Román de abajo a arriba, y su mirada se quedó detenida en la herida de su pierna.

—Señorita, el oficial dice que lo trae un asunto muy importante.
—Ya veo —repuso ella, dejando el móvil sobre su escritorio—, estoy segura de que se trata de algo de suma urgencia.

Darío. Para el momento en que el guardia hubo cerrado la puerta y Román hizo la conexión mental, sintió que había pasado demasiado tiempo; la mujer lo miraba con una expresión complaciente y amigable en el rostro.

—No debería haber estado despierto a esta hora. Todos en el distrito duermen, usted debió hacer lo mismo.

Ella lo sabía; el policía no entendía cómo, pero ella sabía todo lo que estaba pasando con los animales, y sabía también que él estaba en las calles hasta hace unos momentos atrás. De pronto, cualquier idea que hubiese tenido antes se esfumó porque descubrió que estaba en el peor lugar del mundo; en una sangrienta noche donde la vida estaba en peligro, él había decidido ir a un sitio en donde ese concepto era demasiado relativo.

—Ustedes son responsables de lo que les está pasando a los animales.

Se sorprendió de descubrir que su voz sonaba tan entera y fría, y se alegró de eso; probablemente no vería la luz del día otra vez, y ese entendimiento hizo que se sintiera seguro y confiado. Ya nada podía perder.

—Lo estamos solucionando, se lo aseguro —replicó ella—, solo es cuestión de unos minutos.

Román retrocedió hasta la puerta; no existía forma de salir de ahí, pero aún tenía el arma cargada y dos cartuchos más en el bolsillo. Eso era todo lo que lo separaba de un destino incierto.

—Y entonces ¿Lo están solucionando? Me pregunto si eso va a servir para los animales que están muertos.

El rostro de la mujer se contrajo en una expresión que era mezcla de incredulidad y sorpresa; entonces así era, lo que fuera que estuviese sucediendo, tenía relación con Narices frías, y de algún modo eso encajaba con el accidente de la planta eléctrica. El nombre retumbaba en su mente como una campana sonando demasiado fuerte.

—Usted no puede...
—¿Qué le hace pensar que fui yo? —repuso él— Hay muertes por todas partes mientras usted está en esta oficina ¿De verdad cree que puede controlar todo? Esos animales pueden ser suyos, pero lo que está pasando en el exterior está fuera de su control. Y toda la sangre y la locura que han causado crecerá hasta que los ahogue.

No esperó más y salió, pero se topó con una sorpresa: un guardia estaba bloqueando la puerta por donde él había entrado, y lo miraba con el rostro desencajado mientras sostenía un móvil en las manos. Entonces escuchó todo porque ella nunca cortó la llamada en la oficina.

—Abre la puerta.

Lo dijo con determinación, mientras extraía el arma y apuntaba, seguro y decidido. Quizás su auto ya no estaba, pero si conseguía salir de ese edificio, tendría alguna posibilidad.
Pero el hombre no pareció reaccionar ante el arma; las otras personas en el lugar se habían detenido en sus acciones y miraban entre confundidas y asustadas, pero nadie parecía realmente atemorizado ante la visión de un desconocido con un arma en las manos. Contaba con muy pocos segundos antes de que alguien reaccionara en su contra, o ese aséptico y opresivo lugar lo volviera loco.

—¡Abre la puerta!

La mujer en la puerta de la oficina dijo algo en voz baja, pero no lo pudo escuchar; de pronto se dio cuenta de lo único que encajaba en todo eso, o quizás era algo tan desquiciado como todo, pero en su mente hizo sentido. El hombre apuñalado por el vecino homicida no tenía mascotas, el matrimonio muerto no tenía elementos que señalaran que ese perro fuese suyo, y él tampoco las tenía. Las mascotas agresivas, el inmenso número de personas en el distrito que tenía animales, la inexplicable quietud de las calles durante un corte de luz, todo estaba conectado con Narices frías y ese irreal comportamiento de las personas que tenía a su alrededor. Tan extraño como la frialdad de un perro que había visto a sus dueños muertos en la sala, o la de un gato que acababa de presenciar un asesinato.
Apuntó hacia una de las enormes jaulas y quitó el seguro.

—Abre la puerta —dijo la voz de la mujer.

El hombre obedeció, y salió de inmediato; un momento después abrió la puerta de la reja del exterior, y sin esperar más corrió hacia su automóvil; había cometido un error crítico ¿Cuánto tiempo se tardarían en intentar callarlo, cuántos animales podrían aparecer en su camino para intentar matarlo? Todo estaba fuera de control, la gente en ese distrito estaba completamente loca y él era un solo hombre, que no sabía en quién confiar, si es que había alguien en quien pudiera.
Una vez estuvo dentro del auto pensó en la urgencia, y en ese hombre apuñalado; quizás sí tenía que ir a ese lugar, y no al cuartel de policía en donde un gato recibía más atención que la noticia de un niño asesinado. Las prioridades y las lealtades no existían, se habían esfumado con la luz y la seguridad.


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Narices frías Capítulo 38: Peces





Pronto se hizo evidente que no podrían salir del distrito caminando, y por alguna razón no había movimiento alguno; parecía que las calles se hubiesen convertido en parte de un pueblo fantasma en donde nada excepto ellos deambulaban, solos al amparo de la luna.

—No hay vehículos pasando.
—No.

Carlos supo que lo que Tobías estaba diciendo no tenía tanto que ver con el hecho concreto del que hablaba, sino con el silencio y soledad alrededor; al no haber luz en el distrito, todo se hacía demasiado evidente y al mismo tiempo, amenazante.
En ese momento estaban caminando por una calle de edificios de departamentos, y el muchacho se preguntó si tal vez podrían hacer una parada.

—¿Necesitas ir al baño?

Tobías tardó un instante en responder, y cuando lo hizo, sonó suficientemente seguro de decir que no, pero Carlos comprendió que estaba intentando no causar problemas; eligió un edificio al azar y se acercó con cautela, esperando no encontrarse con algún animal en la puerta.

—Vamos a parar un poco ¿De acuerdo?
—Está bien.

La puerta del edificio era de doble hoja de vidrio; tuvo ganas de usar la linterna de su móvil, pero descartó la idea de inmediato. Había decidido que lo más sensato era no poner en peligro la batería de el único objeto que podía comunicarlo con el resto del mundo, incluso aunque en ese momento no le servía para más que para hacer peso en el bolsillo del pantalón. Había llamado a la policía mientras caminaban, pero no comunicaba, lo que podía significar que la red no estaba operativa, o algo mucho peor que no se atrevía a imaginar.
Al mirar de cerca vio que la recepción estaba vacía; al empujar una de las hojas de vidrio comprobó que estaba sin seguro, y se atrevió a entrar junto con Tobías. El silencio del interior del lugar era más frío que el del exterior porque no había viento, pero luchó por ignorar la sensación de inseguridad que lo estaba embargando y pensar que todo estaría bien, al menos de momento.
Se acercó al mesón de recepción y miró el panel de la pared; había sólo una llave y correspondía a un departamento en el segundo piso, de modo que era la única opción para entrar. No estaba seguro de que fuera una buena idea, pero ante el caso de encontrarse con alguien en el lugar, podía decir que estaban perdidos o algo por el estilo.
Subieron las escaleras de piedra en silencio, y ubicó el sentido de los departamentos para localizar el indicado; estaba nervioso de haber tomado esa decisión, y recién se le pasó por la mente que estaban en un sitio con una sola vía de salida.

—No hagas ruido.

Tobías asintió en silencio. Carlos acercó la llave a la cerradura y la introdujo, sintiendo que los dientes pasaban por cada uno de los topes indicados con un tintineo que sonaba a campanadas en sus oídos. Por supuesto, las luces en el interior también estaban apagadas, y no se escuchaban voces o ruidos que alertaran de alguna presencia; empujó la puerta con mucho cuidado, intentando descifrar las formas en el interior.

—No hay nadie.

El susurro de Tobías fue casi inaudible, pero hizo que el muchacho se sobresaltara; no desvió la vista del interior, intentando decidir si realmente estaba vacío. El destello cristalino del agua hizo que fijara la vista en cierto punto, en donde unas tenues luces metalizadas desafiaban a la negrura de la noche.

—No hay nadie.
—Espera.

Se trataba de un acuario; reposaba sobre un mueble junto a la pared que estaba en el extremo opuesto a la entrada, bajo un cuadro de bordes también metalizados cuya imagen no podía descifrar. Enfrentando al gran recipiente había una silla de respaldo alto, y estuvo casi seguro de que en ella había alguien sentado; contuvo la respiración sin moverse del umbral, y sin recordar a ciencia cierta había hecho mucho ruido al entrar. Pero ¿Por qué esa persona no se habría movido al sentir que alguien entraba? Incluso si se tratara de alguien a quien esperaba, debería tener alguna reacción.

—Espera aquí.

Susurró en voz baja, y se aventuró a soltarle la mano para entrar al lugar; avanzó con paso lento, muy suave, midiendo la distancia y procurando no tocar algo por accidente; en la oscuridad del departamento apenas se filtraba un poco de la claridad del exterior, que vagaba sobre la superficie traslúcida del agua, y emitía tenues reflejos que se desvanecían en el silencio. Cuando estuvo a dos pasos de la silla, pudo ver que el acuario no estaba vacío; en su interior había dos peces dorados, casi inmóviles, apenas moviendo un poco las aletas, mientras se mantenían sumergidos a un centímetro del cristal. Al momento de despegar la vista de los peces, Carlos tuvo que taparse la boca para no soltar un grito de horror; en la silla permanecía una persona, aunque no lo parecía en ese instante.
Se trataba de una mujer anciana, que estaba sentada erguida de un modo muy antinatural, con la vista fija en el acuario; sus ojos estaban abiertos, desorbitados, sin moverse ni pestañear, dirigidos hacia los peces como si hubiese una línea indisoluble entre ambos extremos. Pero su rostro no era el de una persona tranquila, y la oscuridad incrementaba la sensación de estar viendo algo fantástico e irreal, ya que hacía que las arrugas en su piel tuviesen un aspecto más profundo, y las ojeras parecían hundir los globos oculares más y más en las cuencas.
No estaba viva, no podía estarlo, porque sus ojos se veían desorbitados y secos, y de su boca ligeramente abierta no salía aire alguno.

—¿Carlos?

Petrificado, volteó el rostro hacia el umbral, en donde Tobías aún esperaba por él, de pie en el mismo sitio. Entonces la idea de que la anciana estaba muerta cobró más fuerza, cuando las palabras del pequeño resonaron en su mente.
Tobías tenía un problema a la vista, y no podía ver de la misma forma que las otras personas; sus ojos percibían colores, mientras que sus otros sentidos estaban mucho más desarrollados. Había dicho, en el momento exacto de abrir la puerta, que nadie había en ese lugar ¿Había tenido razón desde el principio? Pudo saber que el departamento estaba vacío, quizás porque de forma inconsciente detectó que no se sentían respiraciones en el interior, pero Carlos lo ignoró por estar confiando en sus propios sentidos.
La anciana en un lado, con una terrible expresión en el rostro, como una fantasmal aparición que había perdido la vida; del otro, dos peces mirando en su dirección, con los dorados ojos fijos en ella, reposando en el agua como si flotaran, demasiado atentos, absortos en su objetivo. Ignorantes de la verdad, o quizás no tanto.
Por fin tuvo la fuerza para reaccionar, y regresó sobre sus pasos hasta llegar a la puerta; estuvo a punto de decirle a Tobías que salieran de ahí, pero tuvo que admitir que, incluso con ese horrible panorama por delante, tenían la opción de usar el lugar, al menos por un momento.

—Tenías razón, no hay nadie aquí.
—¿Qué pasa?

Se había dado cuenta de su nerviosismo; de nada servía intentar ocultarlo, pero si sus sentidos le habían privado de ese horrible espectáculo, no tenía necesidad de decirle la verdad.

—Nada, no importa. Escucha, vamos a usar el baño y saldremos rápido ¿De acuerdo?
—Está bien.

Había pensado en pasar unas horas ahí, pero ese plan no podría fructificar; sin gente y sin vehículos moviéndose, la presencia de otros animales peligrosos era demasiado grande, y luego de ver el estado en el que estaba la anciana, temía que algo pudiese pasarles si se quedaban más tiempo ahí. Debía encontrar el modo de sacarlos del distrito antes del amanecer.


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