Narices frías Capítulo 31: Sonrisa eterna





—Muchas gracias por su tiempo.
—Gracias a usted por venir, señorita, fue usted muy amable.
—Y de esta forma terminarnos la conversación de hoy para radio Mágica. Hoy estuvimos conversando entre velas con Elías Restrepo, rostro oficial y ejemplar cuidador del primer hijo de Narices frías. Recuerden que este programa estará disponible en nuestro sitio web a solo un clic de distancia para que puedan escucharlo cuando quieran.

Elías Restrepo se puso de pie, mientras la periodista desconectaba el micrófono y su asistente comenzaba a guardar los elementos usados para realizar la transmisión para la radio; la jovial mujer le dedicó una sonrisa amable al hombre mayor.

—Hay muchos mensajes en las redes sociales saludándolo, la gente lo quiere mucho.
—Pues muchas gracias por eso. Es un gusto cuando personas jóvenes se interesan por hablar con un viejo.
—No diga eso, usted es tan vital —replicó ella—, tengo que reconocer que creí que no me daría la entrevista por empezarla a las diez treinta, pero me equivoqué por completo ¡Y fue tan interesante escucharlo!

El hombre mayor se pasó una mano por su raleado cabello cano, agradecido por el halago.

—No tengo la costumbre de dormir tan temprano, y me gusta mucho la radio, así que dije ¿Por qué no?
—Estoy segura de que la gente va a estar encantada. Además, hasta tuvimos unas palabras de Bobby ¿No es así?

Ambos voltearon en dirección al punto de la sala en donde el perro reposaba; levantó la cabeza al escuchar su nombre y movió quedamente la cola, mientras con sus ojos oscuros miraba con suma atención.

—Es tan despierto.
—Usted también tiene —apuntó el hombre mayor.
—¿Un hijo de Narices frías? Sí, mis cotorras, son adorables —la mujer se encogió de hombros—. Nunca creí que tendría mascotas al ser adulta, y ahora no me imagino sin ellas; es cierto eso, uno los ve y sabe que son los indicados, es algo que se puede ver en la mirada.
—Sí, en la mirada.

El asistente se despidió y caminó hacia la puerta mientras la mujer se despedía.

—Una vez más, muchas gracias por su tiempo, y buenas noches. Que descanse.
—Usted también, señorita —repuso él, sonriendo.

Y sonrió hasta que ella hubo cerrado la puerta y se quedó a solas en la casa; pero luego, abatido, se sentó, echando la cabeza hacia atrás.

—Ya se fueron.

En la soledad de la sala, su sonrisa había desaparecido y ya no sonaba animado ni lleno de vida; sonaba vacío y desierto, resquebrajado como una cáscara vacía, solo una apariencia dispuesta para que todos pudieran ver.

—Ya se fueron.

El perro se había puesto de pie y esperaba atento frente a la silla, mirando con insistencia; el anciano se revolvió, llevándose las manos a la cabeza y restregando sus ojos repetidamente.

—Por favor, hice todo lo que tenía que hacer.

El miedo estaba en sus venas, circulando helado y cortante por el interior de su cuerpo, hiriendo lo que quedaba de la humanidad que tanto tiempo atrás había perdido; el pánico de no ser dueño de sus propios pensamientos y estar siempre bajo control era un yugo que no podía cargar, pero del que era prisionero por cadenas irrompibles, fundidas en sangre y gritos de una era pasada en la que aún podía intentar resistirse.

—Por favor.

Su voz lastimera surgía como un gemido desprovisto de fuerza; luchó inútilmente por unos momentos más, hasta que tuvo que rendirse y bajar la cabeza, para devolverle la mirada con sus ojos agotados y opacos.

—Por favor. Déjame morir.

Pero sus ruegos estaban negados, y lo sabia desde antes de formularlos; esclavizado, no tenía otra función que representar el papel que se le había impuesto. Con ojos desorbitados por el dolor infinito miró en los del animal, y quiso gritar, pero le fue imposible porque estaba hundido en la marea incesante de la verdad que no podía decir, de la realidad que era imposible de evitar. Quiso gritar o arrancarse los ojos, pero solo se quedó sentado, viendo en esa mirada.
Hasta que se hizo la oscuridad.
Estaba despierto, y frente a él se hizo la oscuridad; y por primera vez desde una eternidad pudo encontrar una abertura.
El miedo le dijo que se quedara quieto, pero el horror de volver a lo mismo fue más fuerte y dio impulso a sus piernas para ponerse de pie y caminar hacia el único lugar en el que podía hacer algo, donde haría lo primero y si tenía suerte, lo último.
Sintió las patas del perro caminando cerca de él y el temblor de su proximidad, y quiso de nuevo gritar, pero supo que era imposible; en algún momento volvería la electricidad y su impensada libertad se iría junto con las sombras, o el pesado sueño de la señora Stevens se veía interrumpido y aparecería con una linterna. No podía exponerse a eso, tenía que ser fuerte por única vez, y luego el acero y el frío le darían la tranquilidad que por tanto tiempo le había sido negada; trató de hacer oídos sordos a los ladridos que intentaban llamar su atención, y que taladraban su mente vacía y destrozada por años de sonrisas y palabras huecas, por tanto tiempo de obedecer y jalar del yugo por terrenos pedregosos y desiertos.
¿Qué podía hacer? Era incapaz de volverse en su contra porque le tenía demasiado miedo, pero podía hacer algo de todos modos, aquello para lo que tenía al menos el valor necesario para cumplir hasta el final. Entró en la cocina a ciegas, y palpó la superficie de la mesada, hasta que encontró el portacuchillos, y con dedos frágiles logró tomar uno de ellos.
El perro tiraba de su pantalón para llevarlo fuera, y sintió el miedo corriendo por su piel, subiendo por la pierna como una serpiente que iría a apresarlo, pero no por el cuello sino por la mente, el lugar en donde podría asfixiarlo por completo.

—No, ya no más. Ya no puedo, no voy a volver. Me hicieron sonreír por tanto tiempo que estoy atrapado y a ustedes no les importa; háganme sonreír ahora.

Se estremeció de pensar en que no podría hacerlo, que en algún recóndito rincón de su ser quedara algo de instinto de supervivencia y eso lo detuviera, pero se obligó a mantener las manos firmes mientras sostenía el cuchillo por el mango, y a recordar que la última vez que había sido libre estaba distante por quince años, y que su tiempo se había terminado. El reloj estaba finalizado, y solo el artificio monstruoso lo mantendría ahí; si no actuaba en ese preciso momento, lo arrastrarían esos colmillos de nuevo a ese océano de podredumbre y horror.
Sintió los colmillos clavándose en su pierna y se permitió tener un instante de satisfacción al entender que estaba asustado y que, en la oscuridad de ese lugar, al menos por breves segundos no tenía la ventaja.
Ya no quiso pensar más, no quiso debatirse entre lo que podía pasar y lo que no, porque el peligro de caer era demasiado como para soportarlo; ignorando la fuerte mordida que jaló de él, apoyó el mango del cuchillo sobre la fría mesada y lo sujetó con ambas manos, apuntando hacia arriba. Miró sin ver hacia abajo, y cerró los ojos, rogando a la fuerza o existencia que hubiese controlado todo en el universo para que se diera esa oportunidad, que no se desperdiciara.
Cuando se dejó caer sobre la mesada, el cuchillo entró por la boca por la fuerza del impacto; mientras soltaba un agonizante sonido gutural, las extremidades se convulsionaron, y el cuerpo cayó a peso muerto sobre el suelo, mientras exhalaba un último gimoteo que sonaba a sangre y fluidos fuera de control.

El perro soltó la presa que había mantenido firmemente sujeta y retrocedió, revolviéndose mientras gemía lastimeramente, atenazado por un dolor que no podía controlar; desesperado, rugió y lloró de rabia y miedo por partes iguales, revolcándose en el suelo sin poderse controlar. Cuando las luces de la casa se encendieron y las primeras voces alertadas se dejaron oír, aun gemía, pero se había quedado inmóvil en una posición antinatural, con los ojos desorbitados y la mandíbula abierta, chorreando espuma mezclada con su propia sangre, mientras su torso subía y bajaba con la lentitud de un reloj de antiguo mecanismo que estuviese a punto de detenerse.


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Narices frías Capítulo 30: Distancia





Otra vez Carlos no podía dormir; estaba cansado, pero no tenía sueño cuando daban más de las once de la noche.
Sus padres, desde luego, ya estaban en su habitación y reposaban con toda la tranquilidad que les daba su limpia conciencia; las cosas que había visto en la red no le quitarían el sueño si no estuvieran relacionadas tan directamente con lo que pasaba en su hogar, sobre todo porque estaba atado de manos y nada podía hacer para que sus padres abrieran los ojos.
¿O ellos ya los habían abierto, pero a una realidad distinta a la suya?
Desconectó el móvil del cable de carga al verlo al 90%, y vagó un momento por las sugerencias en la red, pero no se sentía de humor para ver las imágenes de vidas perfectas de personas que no lo eran.
Y de pronto, las luces se apagaron.
Tuvo un instante de duda, sin comprender lo que sucedía, hasta que un segundo después captó el hecho; la luz nunca se cortaba por esos lados, solo podía recordar un par de veces por muy pocos minutos, una vez durante una insoportable cena con unos vecinos invitados de su madre unos ocho meses atrás, y otra mucho antes en un momento indeterminado. Se puso de pie y caminó hasta la ventana de su cuarto, descorriendo la cortina para mirar al exterior.

«No es solo aquí»

Solo las estrellas iluminaban la calle y las casas vecinas que alcanzaba a ver desde su habitación en el segundo piso; por un momento se le pasó por la mente la idea de avisar a sus padres, pero después lo descartó. En la casa había un generador automático para esos casos, que debería mantener funcionando la heladera y algunas otras cosas que no sabía con exactitud, así que lo más probable era que le dijeran que no debía preocuparse, y que tendría que estar durmiendo en ese momento.
Se devolvió a la cama, pero no se tendió y solo se quedó sentado, tomando el móvil en las manos para entrar a tendencias y ver la fiesta que se esperaba; siempre que pasaba cualquier cosa intrascendente como un corte de luz, un semáforo en mal estado o un poco de lluvia, la gente se entretenía comentando al respecto, ya fuera para decir que era el fin del mundo o para reírse de quienes decían eso. Sin embargo, nadie estaba comentando algo al respecto, y eso le pareció raro, porque siempre había alguien dispuesto a comentar cualquier cosa a cualquier hora.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un sonido en el exterior: algo metálico removiéndose; en un principio creyó estar equivocado, pero luego el sonido se repitió y fue un poco más fuerte. Se le hizo muy raro que uno de sus padres se hubiese levantado sin hacer ruido hasta salir, o sin ir a golpear su puerta por algún motivo como asegurarse de que estaba bien, de modo que volvió a ir hacia la ventana.
Y cuando lo vio, se le heló la sangre.
El perro estaba en el jardín delantero, encaramándose por la reja de la entrada; Carlos se preguntó automáticamente cómo había podido llegar hasta ahí, siendo que el espacio que le habían asignado no era de paso libre hasta el frontis. Solo se podía llegar por el pasillo lateral o entrando a la cocina, y en ambas rutas había un obstáculo que no debería poder salvar.
A menos que el perro hubiese aprendido a abrir puertas.
Usando sus fuertes extremidades, el animal llegó hasta el borde, distante más de un metro y medio del suelo, y consiguió encaramarse en el metal; por un momento, Carlos tuvo la fantasiosa visión de verlo resbalar y caer en las puntas metálicas, pero aunque tuvo un instante de mal movimiento, no cayó sobre la reja sino hacia el exterior. El sonido de su cuerpo contra el cemento de la acera fue sordo, pero insignificante para la musculatura que seguramente tenía, porque después de revolverse, se incorporó y bufó, sacudiendo un poco la cabeza.
Carlos se estaba preguntando si el animal habría salido antes sin que nadie lo advirtiera, pero no tuvo oportunidad de formularse al completo la interrogante, porque el perro volteó y miró hacia arriba, directo a su ventana. No pudo ocultarse tras la cortina porque no se esperaba ese movimiento, y apenas tuvo tiempo de desenfocar la vista para no mirarlo directo a los ojos; pero los del animal estaban en él, y pudo sentir esa fría seguridad, ese algo terrorífico que experimentó cuando tiró de él en la calle, o cuando tenía hipnotizados a sus padres en cualquier momento.
Lo estaba viendo, sabía que estaba ahí ¿Cómo pudo anticiparlo? ¿Acaso salió al jardín desde antes y estuvo esperando a ver algún movimiento en el interior? ¿O descubrió de algún modo que él estaba despierto?
La idea del perro deambulando libremente por la casa durante la noche se le hizo insoportable; que, mientras él dormía, sus agudos sentidos estuviesen espiando del otro lado de la puerta, vigilando el ritmo de su respiración y contando cada uno de sus latidos como un reloj que fuese en reversa, un descuento invisible que llevaba a un único destino. Pudo estar ahí, a dos metros de él, esperando inmóvil, sus pupilas dilatadas mientras miraba la puerta, pero viendo a través de lo sólido mientras construía una imagen total en base a sonidos y sensaciones.
Pudo estar ahí, tantas veces, sin actuar, solo comprobando que podía, como en ese momento en una noche demasiado oscura estaba demostrando que podía estar fuera, que las paredes y cerrojos nunca habían sido un impedimento, sino una ilusión en la que todos cayeron por propia voluntad.
Al fin, después de esos largos segundos de contemplación, el animal volteó hacia la calle, olfateando, y se quedó quieto en la posición de indicar, como si esperara algo de su parte ¿Qué podía estar esperando de él? Entonces lo comprendió, y con un escalofrío se dio cuenta de que estaba indicando en la dirección de la casa en donde vivía el pequeño Tobías; había sabido todo el tiempo cuál era su ubicación, y esperó hasta un momento preciso para demostrarle que tenía el poder de salir e ir donde quisiera.
Congelado por el miedo, el joven solo pudo mirar cómo el animal empezaba a caminar en esa dirección, con pasos lentos y calculados, como un cazador que tenía localizada a su presa y sabía muy bien qué hacer.
Ya no lo podía ver cuando logró reponerse; estaba en remera y pantalón deportivo, y apenas pudo calzar las zapatillas, para luego lanzarse por el pasillo y corriendo escaleras abajo. Apenas fue consciente de las sombras y el movimiento, solo podía pensar en darse prisa y en todo el tiempo que había desperdiciado; tomó las llaves al pasar, y dejando la puerta golpeándose por haberla abierto con violencia, quitó el seguro de la reja y salió a la calle, pero el perro no estaba ahí.

—¡Tobías!

No pudo evitar gritar su nombre, y corrió hasta la casa con toda su energía, solo para encontrarse con el leve movimiento de la reja de ese jardín, que como la de su casa se removía tras el peso que había pasado sobre ella. Había un pasillo como el de su casa, al costado, pero no tenía puertas y era un acceso libre.

—¡Tobías!

Gritó desesperado, pero no tenía tiempo para aguardar; se encaramó por la reja y entró al jardín, abalanzándose a la puerta del hogar golpeando y gritando para darles aviso.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Fuera de sus gritos no parecía haber otro sonido alrededor; todos parecían haber sido tragados por una fuerza que no podía comprender. La primera vez que había hablado con Tobías fue una noche en que él no podía dormir y el niño estaba en el jardín de su casa; la posibilidad de que precisamente en ese momento estuviera tan expuesto le resultó abrumadora.
Corrió por el pasillo, rogando que esa casa fuera idéntica a la suya y la puerta de la cocina no tuviera un cerrojo fuerte y complicado; quizás si empujaba con mucha fuerza podría abrirla.
Pero antes que llegara hasta ese umbral, el perro salió, jadeando y con el niño entre sus fauces; lo tenía tomado por la cabeza y lo arrastraba como un peso sin vida. Miró en dirección a Carlos y con un gruñido apretó más, haciendo que algo crujiera entre los colmillos.


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Narices frías Capítulo 29: Una pregunta incómoda





Después de decirle a Matías que se fuera a su casa, Greta se quedó pensando en todo lo que había sucedido y los descubrimientos que tuvieron lugar como consecuencia de sus propias reacciones.
La muerte de Jonás no solo la había dejado sola, sino que además dentro de una casa y un estilo de vida que claramente no estaba hecho para una persona, porque en cada cosa que quisiera o pensara hacer, estaba él. Rearmar su vida y comenzar a funcionar de nuevo, por lo tanto, había resultado mucho mejor y más sencillo apartándose del mundo, de las preguntas y condolencias y de los recuerdos del resto; vivía sola y era solitaria, y así era mejor que tratar de desarmar lo que había construido.
En ocasiones sentía que todo eso no era más que miedo a perder lo poco que tenía en sus manos, pero al mismo tiempo persistía ese esfuerzo por protegerse, por evitar a toda costa que alguien se entrometiera y pudiera dañar la frágil estabilidad que poseía. Mientras, el mundo a su alrededor parecía ser una selva dura e implacable mucho más que antes, y cosas tan espantosas como un asesinato se encontraban al alcance de la mano de cualquier persona; en casos como ese odiaba la tecnología y su capacidad de robar hasta la intimidad de los muertos, así como la facilidad para acceder a esos momentos que, si no habían sido tranquilos, al menos deberían ser privados.

—Que extraño…

Nunca tocaban a la puerta, o al menos no de manera regular. Fue a abrir mientras pensaba todas estas cosas, y se sorprendió al ver a un hombre de unos cuarenta años del otro lado de su puerta, sonriendo como si la conociera.

—Buenas tardes. ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias —replicó ella, de modo automático— Buenas tardes.
—Mi nombre es Benjamín y me preguntaba —el hombre hablaba con una naturalidad propia de los vendedores experimentados—, si usted tiene una mascota, soy parte de la familia Narices frías.

La mujer se quedó un momento inmóvil, hasta que hizo la conexión con los anuncios en la televisión y todo ese asunto.

—No tengo mascotas —repuso, un poco desconcertada.
—Eso tiene solución ¿Le parece si conversamos un momento?

Hizo un curioso ademán como para invitarla a entrar en su propia casa, y eso hizo que Greta se envarara.

—Estoy ocupada y no lo conozco.
—Me disculpo si estoy siendo demasiado alegre —repuso él como si no se diera cuenta de su incomodidad—, es solo que me gusta tanto poder hablar con las personas y ayudarlas a encontrar un ser que forme parte de su vida.

La mujer había tenido la mala idea de abrir la puerta y posicionarse en el umbral, en vez de solo abrir un poco; se sintió débil y expuesta, como si el escuchar a ese sujeto en un estado emocional mucho más alegre de lo necesario fuera algún tipo de amenaza que no alcanzara a comprender del todo.

—Estoy ocupada.
—¿Quizás podríamos hablar en otro momento? Puedo dejarle mi tarjeta, estoy seguro de que encontraremos a la mascota perfecta.
—No quiero una mascota, y quiero que se retire, por favor —replicó ella con sequedad—, buenas tardes.

El hombre mantuvo la sonrisa perfecta por unos segundos más, y a ella se le hizo la idea de que se tardó en entender del todo sus palabras. Luego hizo una especie de reverencia, pero ella no tuvo oportunidad de verlo, ya que retrocedió y cerró la puerta.
Sus manos temblaban; si alguien le preguntara, no podría decir con exactitud qué era lo que había pasado, pero sabía que ese hombre no estaba bien. Se sentó ante la mesa y trató de calmarse ante esos hechos, y procesar lo sucedido de forma sensata; primero, ese hombre era muy alegre y se comportaba como si la conociera, similar a esos vendedores puerta a puerta que aparecían en las películas. Bien vestido y peinado, hablaba de forma correcta, pero a ella le pareció amenazador. ¿Sería por actuar como si tuviera derecho a decidir por ella en qué momento y lugar hablarían, o aún más, por haber decidido por anticipado que ella querría hablar con él? Sin duda era una situación a la que nunca se había enfrentado con anterioridad, pero quitando eso de lado, de todos modos se trataba de algo incómodo y hasta peligroso ¿Y si ese hombre hubiese empujado la puerta?
Se puso de pie y caminó despacio hasta la ventana, asomando lo necesario tras la blanca cortina para ver hacia el exterior; el hombre ya no estaba allí, no se había quedado del otro lado, escuchando ni tratando de ver al interior, pero a pesar de saber que no estaba, Greta sintió un inexplicable temor de abrir y asomarse al exterior. Ya no estaba ahí, lo había visto y tenía la seguridad de que se había ido, pero eso no bastaba para tranquilizarla; de algún modo, el nerviosismo se había filtrado por la hendija de la puerta, era una brisa insonora y suave, que no podía capturar entre sus dedos y bailaba a su alrededor, cerca como para sentirla, no demasiado como para atraparla.
Estaba segura de que, en el improbable caso de relatar eso a alguien, la mirarían con una leve sonrisa y le dirían con condescendiente intención que todo estaba bien, y que se trataba de un malentendido. Que ese hombre solo era alguien muy amable y sin malas intenciones.
La ignorarían por ser vieja.
No lo haría, desde luego, pero podía anticipar con total claridad lo que sucedería, ya que ni siquiera sería la primera vez; la tercera edad no era símbolo de respeto, sino de una evidente distancia por parte de los jóvenes y adultos. Ya no se le consideraba en edad apropiada, y lo que sea que pudiese decir no era considerado importante; en más de una ocasión en situaciones triviales había sido tratada con ese mismo tipo de condescendencia que sería negada pero estaba ahí, por lo que no era difícil imaginar que sería peor en un caso como ese.
Se le ocurrió que se trataba de dos casos muy distintos; cuando Matías cayó por el techo de su patio trasero se asustó, pero después de hablar tan solo unas palabras con él, concluyó que no era peligroso, mientras que ese hombre se comportó como la persona más normal del mundo y se sintió amenazada. Miró hacia la puerta y el seguro colgando de su cadena que nunca usaba, y se preguntó cuánto de esa seguridad era falsa a su alrededor; nunca se sintió bajo riesgo cuando Jonás estuvo vivo, y luego de perderlo, aún con el dolor y su ausencia, no se preocupó por esos asuntos.
Daba la impresión que todo el mundo tenía animales de esa empresa llamada Narices frías; caminó hacia la cocina y titubeó un momento, sin saber muy bien qué hacer. Tendría que prepararse un café, pero optó por tomar un vaso y servir algo de jugo de fresa, por hacer algo y ocuparse de una acción que no fuera solo pensar, aunque al momento de beber se dio cuenta de tener la boca seca.
Bebió la mitad del contenido del vaso casi de un trago y se dio el tiempo de saborear el líquido después; dulce, suave, agradable al paladar, pero más pasajero que el persistente nerviosismo que un hecho intrascendente le causó. Estaba en su casa, un espacio que siempre consideró legítimamente suyo, un lugar propio en donde las decisiones eran suyas y podía decidir qué hacer y qué no, así como a quién dejar entrar.
Fue hasta la puerta y tomó en sus dedos el extremo del seguro que nunca usaba, y lo puso en el sitio adecuado para dejar bloqueada la entrada; pero después de lo sucedido, esa cadena metálica que unía la madera al umbral parecía delgada y débil, insuficiente ante algo que no tenía un cuerpo físico y que, al transgredir esa regla, era capaz de llegar hasta donde quisiera, incluso al interior de su mente.
La noche estaba comenzando y pronto las luces del interior de la casa serían las únicas a su alrededor.


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Narices frías Capítulo 28: Fuera del tiempo





El tiempo estaba pasando sin que pudiera detenerlo, y esa falta de control estaba comenzado a asustar a Darío.
No le importaba no haber llegado a casa esa noche. Estaba por amanecer, seguramente, tenía frío en el cuerpo y le dolían los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero era necesario, todo era necesario para conseguir lo que quería.
Tal como se lo esperaba, nadie notó que se había quedado merodeando por los pasillos; tuvo la precaución de dejar los implementos en lugares adecuados para que no llamaran la atención, y luego escogió las esquinas y recovecos apropiados para que las miradas no se toparan con su figura. Después de todo, las personas igualmente no miraban.
El sonido al interior del lugar amortiguaba sus pasos, y las luces bailaban, blancas y limpias en el techo, mirando sin ver lo que sucedía, sordas y mudas como él lo era ante los ojos de todos. Como esperaba, la puerta del segundo subterráneo tenía una cerradura, pero la llave estaba colgada junto a ella, ya que nadie se esperaba que algún intruso decidiera ir en esa dirección, sitio en el que a vista de muchos nada había de valor para resultar interesante.
Él era el único que podía entender que todo lo que quería conseguir estaba tras esa puerta, y que una vez que la cruzara, nada lo detendría.
Pero las cosas se habían torcido en algún momento.
Estaba encerrado en ese lugar, solo, y tenía miedo porque no podía salir ni gritar; quizás podría haber hecho ruido de alguna forma, pero sus manos estaban atrapadas y dolía, dolía a pesar de la luz que brotaba de ellas. Estaba en el lugar que quería, pero las horas pasaban y las cosas no estaban yendo como deberían; había mucha luz y él debería tomarla, quedársela para que ninguna otra luz en el distrito pudiese llegar.
Sus constelaciones no estaban ahí, pero podía recordar cada uno de los puntos que las formaban; extrañaba a sus constelaciones, eran el único apoyo que tenían y quería ver otra vez cómo danzaban a su alrededor con sus luces temblorosas pero eternas y e indestructibles. Él era una estrella, era luz pura y completa, y su existencia tenía que bastar para poder dominar a las otras.
Estaba en el lugar en donde necesitaba, y había tanta luz que la siguiente madrugada no habría sol, ni a la noche siguiente estrellas, porque todo estaría oscuro como el silencio que lo rodeaba, y la multitud voltearía hacia él, hacia el nuevo centro del firmamento, el sol, la concentración de energía más poderosa. Y cuando todos lo miraran, ya no harían falta las palabras, porque cada uno de ellos, los que quedaran, entendería con un nuevo lenguaje, en el que él sería la explicación, la pregunta respondida y la verdad.
Sería el todo.
La luz brotaba por sus ojos y escurría por su boca.


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