Narices frías Capítulo 25: Trozos de vidrio





Greta estaba descubriendo que lo que ella pensaba de sí misma sobre no querer socializar era algo ínfimo en comparación con la actitud de Matías.

—Quiero saber qué haces a diario, aparte de andar por los techos
—Nada —replicó él—, el próximo año van a meterme a un instituto.
—¿Por qué no tienes amigos?
—¿Por qué no los tienes tú?
—Ah pero que bonito —exclamó ella algo picada—, de pronto sabes cosas en vez de solo decir "Sí" o "Ajá"

Matías se encogió de hombros, pero no lucía agresivo en lo absoluto.

—No te gusta la gente —observó con tono grave.
—No.
—Y no quieres que les diga a tus padres.

Si había algo que era común a los jóvenes de cualquier época era un tipo de reacción ante la intromisión de los padres; algunos se mostraban excesivamente indiferentes y otros rogaban para no ser acusados, pero en el caso de ese muchacho no había expresión.

—No puedo evitarlo si quieres decirles.
—Pero preferirías que no lo hiciera.
—Preferiría ser invisible.

Tal vez ese comportamiento hacía que sus padres se preocuparan tanto, aunque a decir verdad ellos siempre estaban llegando y saliendo, por lo que aunque a ese matrimonio se le viera seguido, en realidad se podía saber de ellos lo mismo que de su hijo invisible.

—No es necesario que seas invisible. Pero sí tienes que arreglar mi techo.
—Está bien.

Podía perderse en el infinito de esos silencios que aparecían después de las respuestas cortas. Y sin embargo no le parecía un mal muchacho.

—En ese mismo patio que estropeaste hay cosas para que puedas arreglar ¿sabes qué hacer?
—Sí.
—Vamos a hacer esto —dijo finalmente—, si lo arreglas hoy no le diré nada a tus padres y podrás seguir escapando por los techos. Siempre que no vuelvas a romper el mío. Ahora ve a reparar ese techo.

El muchacho se puso de pie y caminó lentamente hacia el pasillo que llevaba al patio trasero, pero a medio camino se detuvo y se volteó para mirarla detenidamente.

—¿Qué pasa muchacho?
—Eres distinta —dijo sin dejar de mirarla—, hablas como si fueras de otra época.

Greta no supo cómo tomar ese comentario.

—Eso es porque soy de otra época —respondió seriamente—, se nota de lejos.

Matías no dio seña de haber escuchado sus palabras, la miró un momento más y volvió a caminar hacia el patio. Unos momentos después se sintió sonido de cosas moviéndose en el patio.

—Que muchacho tan raro...

Pero que Matías hubiera caído en su techo no tenía por qué ser tan malo. Se puso de pie y caminó hacia el patio, donde se lo encontró de cuclillas revisando un viejo cajón de herramientas.

—¿Sabes de internet y esas cosas modernas?
—Claro.
—Por supuesto —dijo ella—, es como si fueras de otra época.

Estaba sorprendida de las habilidades de Matías para las herramientas; en un menos de una hora restauró el techo que había roto al caer, y hasta le dio una demostración un poco terrorífica volviendo a subirse al mismo sitio, que en esa ocasión sí soportó su peso. Una vez dentro otra vez se limpió y volvió a parecer el mismo extraterrestre de antes. Casi era mediodía.

—Hiciste un buen trabajo.

Ni rastro de respuesta; no estaba segura de invitarlo a almorzar, pero por las dudas había preparado una ensalada de frutas como recompensa por un trabajo bien realizado. No le sorprendió verlo sentarse y comer sin decir palabra.

—Y entonces sabes de computadoras y ese tipo de cosas.
—Sí.
—Entonces creo que podrías ayudarme en algo.

Matías levantó la vista del plato y la quedó mirando sin entender.

—¿Quieres que te ayude en algo?

La vez anterior la había tuteado a propósito, pero no sonaba como esos muchachos irrespetuosos que a veces se podía topar, más bien daba la impresión de estar interesado en el tema. Ya toda la situación era extraña, de modo que decidió que no era tan grave.

—Sí, quiero que me ayudes en algo. ¿Te parece extraño?
—Sí.

Tal vez tenía la autoestima muy baja, ella lo sabía porque había estado en situaciones similares, en las que sentía que no valía nada.

—Pues no es tan raro, sabes de internet y yo no, así que necesito tu ayuda.
—¿Para qué?
—Para investigar quién o qué están haciendo en la policía por el caso de ese hombre que apuñalaron en la noche.
—Se llama Dante.

Se quedaron mirando unos momentos. ¿Era su idea o por primera vez desde que lo viera en el patio estaba experimentando algún tipo de reacción? En esa ocasión incluso había dado información sin que ella se lo pidiera.

—Así que se llama Dante. ¿Y entonces me vas a ayudar?
—Sí.
—¿Porqué?

Otro silencio. Se dijo que realmente estaba muy vieja para esperar por respuestas, así que tendría que intentar apurar las cosas.

—Para hacer algo.

Podía ser una respuesta fruto del aburrimiento o de un interés de algún tipo. Pero le serviría.

—Entonces está decidido, me vas a ayudar a investigar esas cosas.
—Bien.
—Bien.

Un silencio más. ¿Por qué él parecía creer que se decían más cosas de las que en realidad se hablaban?

—Ahora sería bueno que me dijeras algo, así como por ejemplo cuándo vas a investigar lo que te dije.
—No lo sé.
—Esa no es una buena respuesta ¿Qué tal si empiezas ahora?
—Está bien.

Las preguntas abiertas no eran útiles con él; de pronto se sintió como hablando con un niño.

—¿Hay algún motivo por el que no estés haciendo nada?
—No puedo hacer nada aquí ¿O sí? No creo que tengas internet, no hay antenas ni cables afuera. Puedo usar mi teléfono, pero está en casa y me gasté la carga de este mes.

Era una observación absolutamente lógica. Tomó nota mental de eso, probablemente el muchacho no era retardado y ni siquiera poco inteligente, sino que veía las cosas desde otra dimensión.

—Es cierto. Y ¿Podías averiguar algunas cosas en tu teléfono si yo le pusiera dinero?
—Sí.

Greta suspiró, pensando en lo que alguien pensaría de ella al verla en una situación como esa: en la sala de su casa, hablando con un muchacho acerca de hacer averiguaciones sobre un hombre moribundo.

—¿Podrías hacerlo si fueras a buscarlo?
—No tengo nada que hacer.
—Está bien —concedió lentamente—, si quieres ir, ve, pero vuelve más tarde; tengo que hacer algunas cosas. No faltes.
—Ajá.

Se puso de pie simplemente y fue hacia atrás, pero la mujer mayor le señaló la puerta.

—Puedes salir por ahí.
—Mejor por el patio.

No discutió. Un momento después lo vio encaramarse en una pared y desaparecer de vista.
Era un muchacho raro, pensó Greta, pero no era mala persona. Estaba claro que tenía serios problemas de expresión pero, ¿Acaso ella no? Claro, ella hablaba sin dificultad, pero era muy antisocial como decía su doctor, y según el propio muchacho, no le gustaba la gente.
Tal vez eso explicaba por qué no le parecía conocido en un principio, porque a lo mejor se encerraba en su cuarto mientras sus padres estaban fuera, lo que era la mayor parte del tiempo al parecer. Por otro lado, ella solo salía muy poco, y las ideas que tenía de la gente eran fruto de fragmentos de su pasado mucho más sociable y partes mucho más pequeñas del presente.
¿Sería común que un chico de dieciocho años no estudiara o trabajara? resultaba bastante llamativo que no hiciera nada, ni siquiera trabajar, pero había dicho que iban a "meterlo" a un instituto, eso era algo muy raro.
Volvió a su caja de reliquias, y enchufó la máquina para comenzar con el pulido que dejara pospuesto para ocuparse de aquella visita inesperada. ¿Estaría bien de la mente? Es decir, se suponía que armara algún tipo de escándalo por el accidente, que llamara a la policía o a los vecinos al ver a un intruso, y en esos momentos desconocido en su casa y en semejantes circunstancias. Tal vez el hecho de estar permanentemente encerrada o aislada la hiciera menos proclive a las histerias de otras personas, o simplemente se trataba de la actitud del joven.
Un momento.
Sí, tal vez la edad la estaba afectando un poco, pero no podía sacarse esa idea de la mente; ese hombre herido pasaba por alguna situación y quizás estaba tan solo como ella, aunque aún peor por estar herido, si es que no estaba muerto.
Por la tarde estaba contenta con el resultado de su trabajo; había conseguido alejar un poco esos malos pensamientos y entre meditaciones había sacado adelante su propósito, teniendo una nueva figurilla lista para ir a venderla. Estaba guardando la maquinilla cuando sintió ruido en el patio de atrás.

—Por todos los cielos niño, no hagas eso, me asustaste.

No había sido como la vez anterior, ahora solo se había sobresaltado un poco al escuchar el ruido, pero supuso que era él antes de verlo.

—Dijiste que viniera más tarde.
—¿Es necesario que te pases por ahí en vez de llegar por la entrada? Las puertas no muerden.

Matías miró hacia la pared por la que se había deslizado como si hubiera algo allí. Y se quedó así; Greta se dio por vencida.

—Escucha, si quieres llegar por ahí está bien, pero no estoy en edad para seguir pasando sustos. Tal vez podrías hacer una señal o algo.

El joven se puso las manos delante de la boca, entrelazadas entre ellas como un globo, y sopló por un extremo: para su sorpresa el sonido era como el viento en la playa, una especie de arrullo ahogado y constante.

—Es perfecto —dijo al cabo de un momento—, me parece una buena señal si vas a llegar, pero si lo haces, yo doy dos palmadas y con eso sabes que te escuché. Si no, esperas un poco y lo vuelves a hacer ¿de acuerdo?
—Está bien.

Fue a sentarse a la sala y el jovencito la siguió. Él le dijo un número al que podía llamar y ella hizo la carga remota, tras lo cual él se metió en el teléfono casi como si estuviera conectado a él; después de unos minutos él levantó la vista.

—Hay un caso en la fiscalía —explicó con voz monocorde—, por homicidio frustrado. El hombre de la gata es quien trató de matar a Dante.
—¿El hombre de la gata?
—El que vive en la casa de junto —replicó él—, fue él.

Se quedó de una pieza al pensar en eso; le parecía del todo imposible que ese hombre pudiera cometer un acto como ese.

—¿Cómo lo supiste?
—Salió en una página de noticias locales, pero dieron de baja el post.
—¿El qué? —preguntó, confundida.
—El post, la noticia.
—No entiendo ¿Entonces no supiste eso por las noticias?
—No, en las noticias solo hablaban de ese matrimonio muerto que encontró la policía replicó él—, fue cerca de aquí. No dicen cómo murieron, pero parece que la hija estuvo encerrada con los cuerpos de los dos por un día o dos.

Greta no daba crédito a lo que escuchaba. Parecía como si, gracias a su impulso por conocer lo que había pasado con Dante, hubiera abierto la puerta a un mundo que desconocía por completo, uno cruel y violento.

—Cielos, es increíble. ¿Supiste algo más de Dante?
—Debe estar en la urgencia de calle noventa y uno —dijo él mientras buscaba algo en el móvil—, no debe tener familia, si lo ves por sus datos solo está su madre, pero por el número de teléfono que tiene, no está en esta ciudad.

Al menos eso último no la sorprendió, porque sabía que con unos simples datos se podía saber todo de alguien; o al menos muchas cosas.
Se miraron unos momentos más en silencio, hasta que sorprendida vio como él esbozaba una leve sonrisa.

—Me agradas.

Era la segunda cosa con sentimiento que decía en todo ese día. Greta sonrió aun ante su propia sorpresa.

—¿Por qué te agrado?
—Porque eres una persona, no un adulto —replicó como si eso lo explicara todo—, por eso.

No tenía mucho sentido, pero aunque lo conociera unas cuantas horas, no era difícil ver que era del tipo de persona que piensa de un modo muy especial. Con él cada palabra era muchas a la vez.

—¿Sabes lo que creo? —dijo sentándose— que todo lo que te pedí que hicieras es absurdo, me estoy volviendo sentimental con la edad. Quería hacer algo, no lo que hace todo el mundo, no solo mirar.
—Yo también quiero saber qué pasó —dijo él, en voz muy baja—, hay algo raro en algunas personas, algo malo.

Estaba ahí, frente a ella en la mitad de la sala, con un brazo al costado del cuerpo y el otro con el móvil, sin actitud, sin moverse, incluso sin mirar a ningún punto en particular, pero estaba ahí, diciendo con algo parecido a la convicción que pretendía lo mismo que ella. La mujer mayor iba a preguntarle sus razones, si es que era simple aburrimiento o si quizás existía algo más, pero esa mirada de antes la hizo cambiar de opinión y no preguntar, de pronto estaba estirando demasiado la cuerda con alguien a quien no conocía en realidad.
Tal vez la forma de aislarse de él era escapar mientras que la de ella era permanecer en una zona segura, encerrada en su casa junto con sus recuerdos y limpiando aquellas figuritas para poder venderlas.


Próximo capítulo: Anticipación

Narices frías Capítulo 24: Ojos dorados




El anuncio publicitario de Narices frías era una de las cosas más espeluznantes que Román había visto en su vida; era perfecto, filmado con un nivel de detalle tan alto que parecía que todo era casual y natural, como si de verdad la vida fuese como la pintaban ahí.
Después del descubrimiento del cuerpo del niño en la casa de junto al lugar en donde el hombre fue acuchillado, el oficial entregó la información necesaria, pero volvió a ocultar algo que vio ¿Se estaba volviendo loco? Había visto suficientes crímenes y cadáveres como para saber que esos dos últimos casos no eran los peores, pero de todos modos estaba carcomiendo su mente, y se trataba de algo que tenía un elemento común, un secreto del cual no había tenido el atrevimiento de hablar. ¿De qué hablaría en cualquier caso? Algo en su interior se lo decía, ese mismo instinto que lo llevó a entrar en la primera casa y a saber que el asesino estaba en el cuarto en la segunda, pero ese algo era muy similar a un presentimiento o un instinto, y eso no tenía un cuerpo concreto. Toda su vida se basaba en hechos comprobables, y aunque en ocasiones había seguido su instinto, esto siempre tenía que ver con una investigación; tomaba por una calle en vez de otra porque creía que eso era lo que había pensado el delincuente, investigaba a un sospechoso no considerado porque estaba tomando otra óptica ¿Y ahí? Ahí solo tenía la sensación de que las mascotas en ambas casas sabían lo que había sucedido y no les importaba, o peor aún, estaban contentas con ese resultado.
Su superior le dijo que podía ir a casa, pero no quiso ¿Qué iba a hacer? Se quedaría dando vueltas a ese asunto sin ningún avance; aunque al quedarse en la oficina también estaba dando vueltas a ese asunto, sobre todo después de ver ese comercial. Aparentemente todos lo consideraban tierno y amable, lo que lo llevó a pensar que su teoría acerca de las mascotas era correcta, aunque todo eso era una especulación frágil y sin soporte. Estaba en el escritorio, confirmando que en el distrito había una especie de monopolio de animales de compañía liderado por esa empresa, cuando algo llamó su atención y lo hizo levantar la vista.
Los ojos dorados lo estaban mirando.

—Mira la visita que tenemos.

Roger, uno de los oficiales, sostenía en sus brazos al mismo felino que Román vio en la casa en la madrugada; el hombre sonreía con alegría.

—Te sorprendí.
—Es que no sentí tus pasos —mintió Román.
—Pasos de gato, suaves —dijo el otro.

Román relajó la postura y quitó la vista del felino, para mirar directo a los ojos a su compañero; el hecho de haber estado involucrado en dos casos parecía haber hecho más por su cercanía con los otros que cualquier intento de socialización.

—Y ¿Qué haces con ese gato?
—Es una gata, se llama Dina —replicó el otro hombre—, lo dice en su collar; sucede que el hombre no tiene familia por aquí, y la novia entró en una crisis nerviosa cuando se entero de lo que el había hecho, así que la trajimos para acá para que no estuviera sola.

La mirada insistía en seguirlo, en buscar sus ojos, con la persistencia de no pestañear y clavar en él sus pupilas dilatadas y negras; no podía ser, se dijo, que él fuera la única persona que se daba cuenta de eso.

—Parece que te gusta. A todos —agregó con tono casual.
—Es imposible no amarla ¿No crees? Con María queremos un adoptar un perro, pero estamos esperando cambiarnos de casa para hacerlo; tiene que tener un buen lugar, Narices frías dice que el ambiente es muy importante para que se desarrollen bien. ¿Tienes alguna?
—No, no tengo —replicó de forma automática.
—¿Te gustan? No me digas que no te gustan —dijo con incredulidad.
—Por supuesto que sí ¿Quién no las ama? —hizo un gesto amplio con las manos— Es solo no estoy preparado para tener una.

Se dio cuenta de que varios estaban prestando atención; en ese momento no había mucho que hacer, por lo que cualquier conversación podía llamar la atención. Y estaba un poco acorralado por las atentas miradas de todos.

—¿Por qué no estarías preparado?
—Porque Ciro murió hace poco y estoy llevando las cosas con calma.

Carraspeó, dando un perfecto aspecto de incomodidad, que aumentó la atención sobre él; era absurdo inventarse una mascota para evadir esa situación, pero necesitaba quitar todo eso de su alrededor con prisa.

—¿Ciro?
—Sí, fue mi amigo por muchos años —explicó hablando con lentitud—, era un ovejero alemán, era un grande.

Tendría que buscar con urgencia imágenes de ese tipo de perro, pero al menos tenía una idea aproximada de cómo eran; el rostro de Roger se contrajo en una mueca de contrariedad.

—Lo siento, no lo sabía.
—Está bien, no hay problema. Entonces ¿Qué harán con ella?
—Vamos a llamar a Narices frías –replicó el otro_, ellos la cuidarán mientras encuentran alguien que pueda cuidarla, debe estar tan triste y asustada por lo que sucedió.

Román pensaba que podía estar sintiendo muchas cosas, menos miedo o tristeza; volvió a sentarse mientras, por suerte, Roger se acercaba a otros oficiales que querían ver a la gata. Y a cierta distancia, mientras era adulada y acariciada por manos extrañas, ella aún se dio la oportunidad de girar la cabeza y mirarlo de nuevo, buscando sus ojos con sus dorados iris; había algo de no casualidad en eso, como si tras el hallazgo, esa gata se las hubiera ingeniado para conseguir que alguien la llevara hasta el cuartel para poder seguir sus pasos y observarlo.
Podía decirse que era solo una mascota y que todas esas ideas eran algo que se estaba inventando, pero ese argumento no era suficiente para él; seguía esa sensación de anti naturalidad, de que no era posible que esos animales reaccionaran de esa forma. Él realmente nunca tuvo una, pero sabía lo suficiente como para entender que los animales podían sentir cosas tan fuertes como la muerte en niveles incluso superiores a los humanos; una mascota no se quedaba simplemente mirando a un niño llorar, o se acostaba con total calma en la misma cama donde estaba un cadáver, porque no les era indiferente. Pero incluso quitando eso de en medio, incluso si se decía que tal vez no podía comprender del todo las reacciones de los animales, de todos modos era incomprensible para él que hubiesen librado de la escena estando en ella, el primero sin comer el veneno que mató a los adultos, la segunda sin ser atacada de modo alguno. Ese nivel de calma y frialdad era comparable al de un asesino, pero ¿Existía algún modo de que una mascota estuviese involucrada en esos hechos? Se trataba de una situación en donde el usual paralelismo entre víctima y victimario creaba un escenario nuevo, en donde había un ¿Espectador? ¿Manipulador? Los animales no hablaban, lo que significaba que no podían sugerir que alguien hiciera algo, pero al mismo tiempo existía estudios comprobados que afirmaban que las mascotas podían influir positivamente en personas con depresión o alguna clase de trastorno. ¿Y si también pudiese ser al contrario?
Revisó los registros relacionados con Narices frías y se dio cuenta de algo que le pareció imposible: la empresa tenía un Índice del cien por ciento de satisfacción, con absolutamente ninguna queja o sugerencia de mejora; todo el público en el apartado de comentarios en el sitio y en las redes celebraba y felicitaba a los creadores de la iniciativa, sin un asomo de desacuerdo. Quizás las redes de video podían ser manipuladas, pero en los comentarios libres en las redes, donde cada usuario publicaba en su propio perfil, el síntoma era el mismo.
La posibilidad de tener una empresa que brinda un servicio perfecto sin ninguna duda era inverosímil, pero la estaba viendo frente a sus ojos; la gente del distrito consideraba normal que una empresa fuera perfecta, y aparentemente también demostraban un amor y preocupación extremo por esos animales, los mismos que en el anuncio eran indicados como una compañía para toda la vida.
Y al menos en esos dos casos, parecía haber sido así. Ambas mascotas habían sobrevivido a la destrucción de una familia, impávidas ante los hechos, invulnerables ante la horrible realidad; la gata de ojos dorados se estiraba a gusto en brazos de uno de sus compañeros.


Próximo capitulo: Trozos de vidrio

Narices frías Capítulo 23: Un extraño visitante




Para cuando el equipo policial y de emergencias había terminado su trabajo, ya había bastante gente en el lugar y Greta se había regresado a su casa; no le gustaba ser parte de la aglomeración morbosa que esperaba ver los detalles de la sangre como si fuera un espectáculo circense.
Además, ya sabía lo suficiente.
Era alguien de distrito. Greta se dijo que la única razón por la que había tal hermetismo en torno a ese hecho era que quien trató de matar a ese hombre era alguien de ahí. Por eso habían cercado el lugar y había tanta gente de la policía, y esas otras que vestían uniformes con una sigla.
Había pasado poco más de una hora desde que descubrió ese asunto, y estaba con una idea en la mente que no la dejaba en paz, la misma que se había hecho mientras hablaba con ese joven policía después del ruido en la calle que la llevó a salir de la seguridad de su casa.
Era uno de ahí, alguien que sabía la rutina de los demás, que quizás sabía que ese hombre estaría solo en la noche y por lo tanto era vulnerable.
Ella no era nacida ahí, pero desde que se casó, vivió en esa zona, en esa misma casa por los años; siempre pensó que el distrito era un lugar tranquilo, en donde la gente se respetaba, y ahora todo eso estaba manchado por el asesinato. Se sirvió un café solo, su doctor iba a morirse por eso, pero no le importaba, cuando no podía estar tranquila se tomaba un café para animarse.
Pero también estaba la pregunta no formulada que Sebastián había puesto de manifiesto mientras ambos estaban fuera de la casa ¿Por qué estaba tan interesada ella en ese caso?
Desde luego que le importaba el crimen, a cualquier persona le importaría, pero la verdad era que había algo relacionado con ese hombre que la inquietaba: estaba solo, y que alguien se escabullera en su casa para tratar de matarlo resultaba chocante y horrible ¿Qué impedía que ella hubiese tomado su lugar? No estaba segura de si le temía a la muerte, pero la idea de estar agonizando por minutos u horas se le hacía intolerable.
¿Quién era ella para culpar a nadie o decidir quién era o no responsable? El único hijo que tuvieron con Jonás había muerto antes del alumbramiento, y con ese dolor a cuestas y las esperanzas de ambos destruidas, ninguno se sintió con fuerzas para intentarlo nuevamente, de modo que enfocaron su amor en ellos mismos. Desde entonces, fue mucho lo que hablaron de la vida y sus planes, mucho lo que reflexionaron juntos, y la muerte no estuvo exenta de eso; a menudo hablaban acerca de la diferencia entre morir en una casa u hospital a tener un accidente y no poder ser visitado por nadie, pero un caso como ese no se les había pasado por la mente.
Ese hombre quizás no tuviera familia ¿Lo visitaría alguien en la urgencia? Se dijo que muy probablemente los vecinos se mantuvieran aislados, algo que podía entenderse por miedo o algún tipo de egoísmo ante una desgracia ajena, pero también había otra razón, aquella en la que pensaba desde el principio: el culpable estaba entre ellos, y esa era una idea que no podía habérsele ocurrido solo a ella.
Salió al patio de atrás pensando en estas cosas, tratando de idear de qué manera ella podría hacer algo útil; ese patio había albergado en su momento la camioneta, ahora el sitio techado se hacía un poco grande para los muebles y cajas que tenía allí. Seguramente debería hacer algo con ese patio, pero en todo ese tiempo no se le había ocurrido nada en qué utilizarlo, así que era una especie de bodega.

—Ay, mi espalda.

Y de pronto el techo se le vino encima.
Cuando se recuperó del impacto, Greta se dio cuenta que estaba subida en una silla de mimbre tejido, a más de un metro de donde recordaba estar un momento antes, encogida en sí misma, con las manos llevadas al pecho; jadeaba, aunque no sabía si era por el esfuerzo de retroceder casi a la carrera o por el susto. Se tocó el pecho, su corazón latía con fuerza, pero no lo suficiente como para preocuparse por un ataque.
Después creyó que sí iba a darle un ataque: entre los escombros que cayeron había una persona. Y no supo si aliviarse o no cuando vio que se movía.
Un instante después se incorporó.

—Maldición.

Fue más un gruñido que una palabra. Era un muchacho, tendría quince años o así, no estaba segura porque era muy flaco. A pesar de haber atravesado el techo, no parecía herido, ya que se miraba el polvo sobre su ropa; estaba vestido con harapos que los jóvenes identificaban como ropa, con las costuras para afuera, colores discordantes como fucsia, verde y cuadrillé, y zapatillas. Llevaba el cabello negro artificial, corto y completamente desordenado, como si estuviera recién despertando. Cuando la vio, más que asustado pareció fastidiado.

—Cielos.

Greta no lo conocía, no recordaba haber visto ese espectáculo humano por ahí, aunque como no salía mucho, no podía estar segura. Tenía un aspecto que a ella le pareció un desastre, aunque no era como esos punks que mostraban en televisión, más parecía peleado con su ropa.

—¿Quién eres tú y qué haces en mi patio?

No sonaba ni de lejos amenazadora, incluso pudo notar que estaba casi chillando, pero el muchacho seguía viéndose extraño. Se preguntó si quizás se había golpeado la cabeza.

—De acuerdo, esto es incómodo.

Era lo menos cortés que alguien pudiera decirle a una persona a quien había estado a punto de matar de un susto ¿Por qué la única preocupada era ella?

—¿Qué estás haciendo aquí?
—Escuche, no quiero molestar —replicó el joven, como si eso respondiera de algún modo la pregunta—, esto no debería haber pasado.
—¿Esto? —exclamó ella mucho más alto de lo que esperaba—. Acabas de caer en mi patio, casi me matas de un susto ¿Qué hacías en mi techo?

El muchacho seguía sin prestarle atención. Se sacudió las mangas como si el polvo fuera más importante que la persona que tenía delante.

—Técnicamente no estaba en "su" techo —replicó después de un momento—, iba por los techos, que no es lo mismo.

Se miraron unos instantes sin hablar; parecía que el jovencito estaba tomándole el pelo, aunque no se reía ni nada.

—¿No te parece que por lo menos deberías pedirme disculpas? ¡Casi me matas de un susto, muchacho indolente!
—Ah, eso, lo siento —dijo él de un modo un poco mecánico— lamento haber caído por su techo.

Greta enarcó una ceja casi sin darse cuenta; definitivamente estaba bromeando con ella.

—¿Lamento haber caído de su techo? —exclamó ella, casi a los gritos— Esto es... es insólito.
—Lo que pasa es que no soy muy bueno hablando con las personas —dijo el muchacho seriamente— así que...

Se quedó sin palabras, probablemente esperando que con eso bastara. Greta se acomodó en la silla para quedar sentada de algún modo un poco más normal.

—¿Eres de aquí?
—Ajá.

No le parecía para nada familiar. Su pulso seguía agitado, pero estaba bastante segura de no desmayarse; debería estar furiosa, pero más que otra cosa estaba intrigada, porque esa situación era probablemente lo más insólito que le había pasado en décadas.

—¿Cómo te llamas?
—Matías.

Matías. Entonces recordó a un niño, hijo de un matrimonio a una o dos calles de allí; ambos trabajaban en algo itinerante o parecido, el hijo nunca se veía fuera del colegio, tanto que ella pensó en algún momento que lo habrían mandado a la ciudad. Pero de eso bastante tiempo.

—¿Matías, el hijo de los Cavieres?
—Claro —respondió él de mala gana—, sí.
—¿Y qué es lo que hacías en mi techo?
—Me iba —dijo el jovencito como si fuera lo más normal del mundo—, siempre salgo por los techos, es más fácil.

Pero no vivía de ese lado de la calle. La mujer pudo localizar en su mente la que creía que era la ubicación de esa casa, que era casi detrás de la suya, lo recordó porque cerca había, más de una década atrás, una casa en donde una chica reparaba zapatos y ella se los llevaba.

—¿Te estás escapando de tu casa?

Estaba sentada en la silla de mimbre, sujetando los brazos de ésta como si se fuera a caer, el jovencito de pie entre restos de techo, sucio y representando cero amenaza para nadie excepto quizás para sí mismo. Se le antojó todo eso como una extraña escena.

—Eso quisiera, pero no tendría mucho sentido ¿O no?

Efectivamente le pareció que ese jovencito tenía problemas para expresarse. Estaba hablando con ella como si creyera que una persona desconocida tuviera que saber a qué se refería. De todos modos, todo el mundo decía que los jóvenes hablaban como en código entre ellos y por eso los adultos no entendían.

—Y si no estás escapando ¿por qué andas por los techos?
—Porque es más fácil.
—Claro —dijo ella frunciendo el ceño— ¿Adónde ibas?
—Adonde sea —dijo él, encogiéndose de hombros.
—¿Y no vas al colegio?
—Tengo dieciocho —explicó con tono de obviedad.
—A la universidad, al trabajo, a donde sea muchacho.
—¿Por qué? No estoy haciendo nada malo.

La conversación no estaba llegando a ninguna parte; el muchacho no solo era extraño de apariencia.

—Sí hiciste algo, destruiste mi techo.
—Puedo arreglarlo.
—Claro que vas a arreglarlo —repuso ella poniéndose de pie. Quería sonar enojada, pero estaba sintiendo cansancio por el susto pasado y resultaba difícil—, faltaba más. Le diré a tus padres.
—Tengo dieciocho.

Ese argumento no tenía ningún sentido; Greta se dijo que quizás estaba demasiado vieja para intentar razonar con un muchacho de su edad, y ese sentimiento de agotamiento no hizo buen juego con la obvia molestia que sentía con él por haberla asustado.

—Eso no te ayudó a la hora de evitar romper techos ajenos, ya es bastante raro andar de esa manera por las casas, como los gatos.
—Dije que puedo arreglarlo.

Greta se estaba dando por vencida.

—¿Estás bien, te rompiste algo?

El muchacho la miró unos momentos sin comprender ¿Estaría drogado o algo así?

—No me rompí nada.
—Eso es bueno. Yo estoy bien, gracias.

El chico se encogió de hombros.
Ya de pie, le dijo que entrara a la casa, aunque no estaba segura de por qué hacía eso ¿Por qué no gritó por ayuda ni llamó a la policía? Estaba pensando en esa clase de asuntos un momento antes.
Hacía años que no tenía algún tipo de visita en su casa, y si es por hablar de alguien desconocido menos aún. Y estaba en la sala de su casa, sentada a su mesa con un muchachito de Marte que había pasado por su techo hasta caer en su patio.

—Así que te llamas Matías.
—Ajá.

No iba a ser fácil. Pero por alguna extraña razón no sentía rabia en esos momentos, lo que tenía era intriga, y antes de mandarlo a limpiar y martillear quería saber algunas cosas.

—Y me decías que te escapas de casa por los techos para irte por ahí.
—Sí.
—¿Te vas a juntar con tus amigos o a hacer algo?
—No tengo amigos.

Genial. Por fin tenían algo en común.

—¿Por qué te escapas de tu casa, tus padres no quieren que salgas?
—No pueden saberlo, nunca están.

Greta se alegró de su memoria; entonces sí tenían algún tipo de trabajo que los mantenía en movimiento.

—¿Y por qué no sales por la puerta entonces?
—Porque los vecinos hablarían de mí y ellos harían un escándalo.
—¿Les preocupa lo que dicen los demás —preguntó ella, algo confundida por la explicación—, de su familia?
—Lo que dicen de ellos.

O ella estaba muy vieja o él hablaba en código. Pero seguía intrigada ¿Por qué hacía algo como salir escondido por los techos de las casas?

—¿Y qué haces?
—Estoy aquí sentado porque me dijo que entrara.

En ese momento Greta estuvo a punto de tener un ataque de risa, aunque no supo si por nervios o por la respuesta tan literal e inocente que estaba escuchando. Pero se contuvo.

—Eres un chico muy extraño.


Próximo capítulo: Ojos dorados

Narices frías Capítulo 22: Certezas poco probables




El día domingo había sido tranquilo en la unidad, aunque Román había vivido cada hora como un auténtico suplicio; después de la experiencia con la niña y sus padres muertos estuvo durante horas resolviendo el papeleo y entregando toda la información correspondiente de ese caso, saliendo apenas por breves minutos para almorzar antes de volver al trabajo. El resto estaba poco ocupado, salvo por un caso del viernes que había sido reportado por un débil testigo: un hombre mayor dijo que un accidente no era tal, pero lo único que tenía en favor de esa teoría era su punto de vista; estaba diciendo que un hombre que tropezó y cayó bajo las ruedas de un vehículo había sido asesinado.
Nunca se había preguntado cual era el límite de esa expresión; como policía, había sido instruido para entender los crímenes como objetos dentro del trabajo, parte de un todo, elementos que podían ser medidos y listados de acuerdo con determinadas pautas. Pero luego de lo que había visto, de esa situación imposible pero cierta, le resultaba difícil establecer un margen específico; seguía entendiendo como muerte y asesinato lo mismo que siempre, pero después de esa escena, era más que meritorio cuestionar todo.
¿Era la niña una asesina? Estaba convencido de que un juez encontraría los argumentos necesarios para decir que no lo había hecho con una mala intención genuina, pero ¿solo por ser menor se le marginaba de toda sospecha? Y también había otro cuestionamiento ¿Había entrado en shock antes de la muerte de sus padres? Si se tratase de un adulto sería muy distinto, pero en ese caso el horror había sido causado por una niña que probablemente no comprendía ni lo que había hecho ni cómo eso influía en todo su entorno.
A menos que sí lo entendiera y no hubiese podido soportarlo.
El domingo no terminó bien; estaba en su casa, durmiendo algunas horas, cuando recibió el llamado de alerta de un suceso criminal y salió disparado en esa dirección.
Resultó ser que no era muy lejos de donde estaba viviendo: tras poco menos de cinco minutos llegó a la calle en cuestión, casi al mismo tiempo que el vehículo de emergencia que fue contactado en paralelo.
La escena era algo más habitual en comparación, aunque no dejaba de ser fuerte: en la sala de la casa, un hombre de aproximadamente su edad yacía en un charco de sangre; estaba desnudo y claramente se había arrastrado desde otro sitio, aunque para el momento en que entró no se movía. Mientras el equipo de emergencia se hacía cargo de él, Román revisó la casa, sin dar con otro ocupante ni el agresor, aunque pudo identificar con facilidad que el lugar del ataque había sido la habitación, en la cama. Los de emergencia no pudieron llevárselo de inmediato ya que estaba crítico, de modo que se abocaron a estabilizarlo mientras él y los demás se hacían cargo de investigar.
No fue difícil tampoco descubrir al culpable, aunque esto resultó de un modo por completo distinto a lo que se hubiese esperado; revisando el exterior de la casa, pudo localizar algunos rastros de sangre, y su primera reacción fue sentirse escéptico ante ese hecho ¿Podía ser que quien intentó cometer ese asesinato hubiese tenido el descuido de salir de ese lugar con un arma goteando sangre? Sin embargo, se trataba de sangre fresca, lo suficiente como para saber que podía ser la misma de la víctima; cuando continuó rastreando el lugar se encontró con otra pista, y por un segundo se dijo que no era posible, que no podía ser tan sencillo.
Pero lo era, y junto a la puerta de la casa contigua localizó otra muestra de sangre, ¿otra evidencia incontrarrestable? Nadie salió al momento de tocar la puerta, y por un instante se sintió en la misma situación que cuando descubrió el otro hecho, lo que lo congeló de un modo antinatural.
Pero quedarse quieto no estaba dentro de sus alternativas, ni por cargo ni por carácter, de modo que rodeó la casa y fue directo a la parte trasera, en donde una puerta sin llave no ofreció demasiada dificultad.
El interior de la casa parecía el anuncio de venta de propiedades de un canal de ese tipo: todo era perfecto, desde el aseo, hasta la posición de los objetos más intrascendentes en los muebles. A simple vista parecía que cada cosa había sido dispuesta a una distancia específica de la otra, para crear una simetría silenciosa, un coro de espectadores que aguardaban inmóviles a que los participantes del lugar descubrieran los secretos ocultos entre el aire que vagaba entre ellos. Esa limpieza extrema, ese orden imposible, todo era demasiado perfecto como para que una persona normal viviera ahí, como para que alguien se desplazara, comiera o viera la televisión.
En la sala no había nadie, y nadie respondió a sus llamadas; en una situación regular eso indicaría que estaba vacío; pero esa no era una situación regular: tres gotas de sangre en el suelo ya le habían indicado, a lo largo de la sala y camino a la escalera, que era muy probable que en el segundo piso encontrara una respuesta.
Con el arma en la izquierda y lista para disparar, Román puso un pie en el primer peldaño para comprobar si crujía, y de inmediato subió con sigilo hasta la segunda planta.
El cuchillo estaba sobre el suelo, y la puerta de una habitación a poca distancia estaba abierta. Quizás se debía a su reciente experiencia con otro caso de muerte, o tal vez solo un presentimiento, pero Román supo que en esa habitación había alguien, y que en ese lugar se encontraba la respuesta a las interrogantes que dejó ese hombre moribundo en la casa contigua.
Algunos policías viejos decían que la muerte tenía un olor; un aroma único que no tenía que ver con la sangre y el fuego, sino con algo que exudaba la persona que cometía ese acto. Independiente de si era de forma deliberada o no, en la estructura física de esa persona sucedía algo, una alquimia de hormonas, fluidos y secreciones internas que salía por los poros, en el aliento, incluso a través de la mirada; se trataba de algo inconsciente, pero que sucedía en cualquier persona. Era quizás debido a un cambio a lo salvaje, a regresar a ese instinto primario de muerte y caza, o tal vez solo porque al destruir otra vida, también se destruía parte de la propia. Román conocía estas historias, pero nunca les había prestado la suficiente atención, hasta que llegó a los últimos peldaños de esa escalera.
No era por la sangre impregnada en el cuchillo, ni por el maniático orden de todo en la casa, sino por algo que quizás no podría explicar. Así como en una morgue había un olor que ni todos los desinfectantes y aromatizantes del mundo podían quitar, del interior de ese cuarto salía un aroma que hizo que se le erizara el vello de la nuca; y el sonido de la respiración que llegó a sus oídos un momento después fue como una anticipación a lo que iba a suceder, el boceto de una imagen que todavía estaba vedada a sus ojos.
La persona estaba allí; no se había escondido, solo regresó a la casa después de intentar asesinar al vecino. Román reguló su propia respiración para no hacerla sonora, y obligando a sus sentidos a mantenerse al máximo, finalmente entró al cuarto y lo vio: se trataba de un hombre de poco más de treinta años, que estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas flectadas; sus brazos caían a los costados del cuerpo sin fuerza, con las manos reposando sobre la superficie, sangradas por fuera, pintadas de rojo. El pecho subía y bajaba a un ritmo regular, mientras el rostro mostraba una expresión de autosatisfacción y calma imposible para ese momento.
Román guardó el arma en la cartuchera bajo el brazo derecho y avanzó un paso, momento en el que el hombre volteó la cara hacia él, solo un poco para que sus ojos muy abiertos lo miraran de forma directa.

—Mi hijo tenía miedo.

Su voz era apenas un susurro, pero podía escucharse con claridad en el silencio del cuarto; Román quiso avanzar hacia él, pero en ese momento notó que la cama no solo estaba cubierta de cobijas revueltas.

—Un padre tiene que proteger a su hijo.

Sonaba orgulloso, mostrando la clase de satisfacción por hacer algo de forma perfecta; Román no se había detenido a averiguar su nombre, ni cuántas personas habían vivido en esa casa hasta ese día.

—Señor, póngase de pie.

Dio la orden con autoridad, pero el hombre no reaccionó; había seguido su movimiento mientras el oficial rodeaba la cama por el punto opuesto, conservando esa sonrisa satisfecha y orgullosa, los mismos ojos abiertos y sin pestañear que parecían estar vacíos.

—Había un monstruo, y mi hijo tenía miedo; un padre tiene que proteger a su hijo de los monstruos.

Román tuvo ese instante de terrorífica anticipación al momento de acercar la mano a la cobija, porque supo lo que iba a ver y no quería verlo. De pronto, todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando sintió algo rozando su pierna derecha; miró por el rabillo del ojo, y vio algo blanco que se desplazaba en el suelo y subía a la cama. Era un gato blanco, que dio un brinco casi como si flotara, para luego recostarse a los pies, enrollado en sí mismo mientras movía la cola quedamente.

—Todos estamos seguros.

Recién en ese momento el gato volteó hacia él, y el policía pudo ver su mirada atenta y reposada. Los ojos dorados parecieron evaluarlo por un instante, para luego perder la atención y voltear hacia el hombre, que seguía sonriendo impávido como antes.

—Todos estamos seguros –repitió.

Román retiró con lentitud la cobija de color celeste, hasta descubrir lo que desde un principio se había ocultado bajo ella. Sintió su mandíbula tensarse, y los tendones del cuello rígidos como cuerdas mientras su vista no podía despegarse.
Había llegado tarde, porque eso había sucedido justo después del intento de asesinato en la casa contigua, o quizás antes.
El niño estaba rígido sobre la cama, tendido de espalda en una posición que en vida pudo ser cómoda, pero que en la muerte resultaba chocante y grotesca; su cabeza estaba levemente torcida hacia el hombro izquierdo, y mantenía los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, dirigidas las dilatadas pupilas eternamente hacia el techo mientras lágrimas secas surcaban su rostro.
Producto del ahogamiento del que había sido víctima, la boca estaba abierta en un inútil gesto de intentar captar algo de aire, y la lengua estaba hinchada, cubriendo todo el espacio, rodeada por los labios amoratados y restos de espuma que había salido al momento de producirse el paro cardíaco. Las manos reposaban a los costados, con los dedos engarfiados, enredada en uno de ellos la sábana blanca, que como un último trozo de la realidad había quedado sujeto a su mano mientras una fuerza para él imposible de contrarrestar se encargaba de destruir todas sus opciones.

—Todos estamos a salvo.

Román levantó la vista hacia él, descompuesto, incapaz por un segundo de controlar lo que estaba sintiendo ante un acto de esa clase; era un niño de aproximadamente diez años, que nada podía hacer para evitar que un hombre adulto decidiera su destino.

—¿Qué hiciste?
—Un padre protege a su hijo —respondió el hombre mientras meneaba ligeramente la cabeza , sus ojos sin pestañear—, tenía miedo, y yo le dije que no debía temer. Le dije que no hiciera ruido, que si se quedaba muy quieto y muy callado yo podría hacerme cargo de todo. Y lo hice, yo terminé con todos los problemas.

Se quedó en silencio y su mandíbula se desencajó un poco hacia la derecha, mientras sus ojos parecían moverse en direcciones opuestas, como si de pronto su cuerpo ya no pudiera resistir más. Luego se quedó inmóvil .


Próximo capítulo: Un extraño visitante