Narices frías Capítulo 22: Certezas poco probables




El día domingo había sido tranquilo en la unidad, aunque Román había vivido cada hora como un auténtico suplicio; después de la experiencia con la niña y sus padres muertos estuvo durante horas resolviendo el papeleo y entregando toda la información correspondiente de ese caso, saliendo apenas por breves minutos para almorzar antes de volver al trabajo. El resto estaba poco ocupado, salvo por un caso del viernes que había sido reportado por un débil testigo: un hombre mayor dijo que un accidente no era tal, pero lo único que tenía en favor de esa teoría era su punto de vista; estaba diciendo que un hombre que tropezó y cayó bajo las ruedas de un vehículo había sido asesinado.
Nunca se había preguntado cual era el límite de esa expresión; como policía, había sido instruido para entender los crímenes como objetos dentro del trabajo, parte de un todo, elementos que podían ser medidos y listados de acuerdo con determinadas pautas. Pero luego de lo que había visto, de esa situación imposible pero cierta, le resultaba difícil establecer un margen específico; seguía entendiendo como muerte y asesinato lo mismo que siempre, pero después de esa escena, era más que meritorio cuestionar todo.
¿Era la niña una asesina? Estaba convencido de que un juez encontraría los argumentos necesarios para decir que no lo había hecho con una mala intención genuina, pero ¿solo por ser menor se le marginaba de toda sospecha? Y también había otro cuestionamiento ¿Había entrado en shock antes de la muerte de sus padres? Si se tratase de un adulto sería muy distinto, pero en ese caso el horror había sido causado por una niña que probablemente no comprendía ni lo que había hecho ni cómo eso influía en todo su entorno.
A menos que sí lo entendiera y no hubiese podido soportarlo.
El domingo no terminó bien; estaba en su casa, durmiendo algunas horas, cuando recibió el llamado de alerta de un suceso criminal y salió disparado en esa dirección.
Resultó ser que no era muy lejos de donde estaba viviendo: tras poco menos de cinco minutos llegó a la calle en cuestión, casi al mismo tiempo que el vehículo de emergencia que fue contactado en paralelo.
La escena era algo más habitual en comparación, aunque no dejaba de ser fuerte: en la sala de la casa, un hombre de aproximadamente su edad yacía en un charco de sangre; estaba desnudo y claramente se había arrastrado desde otro sitio, aunque para el momento en que entró no se movía. Mientras el equipo de emergencia se hacía cargo de él, Román revisó la casa, sin dar con otro ocupante ni el agresor, aunque pudo identificar con facilidad que el lugar del ataque había sido la habitación, en la cama. Los de emergencia no pudieron llevárselo de inmediato ya que estaba crítico, de modo que se abocaron a estabilizarlo mientras él y los demás se hacían cargo de investigar.
No fue difícil tampoco descubrir al culpable, aunque esto resultó de un modo por completo distinto a lo que se hubiese esperado; revisando el exterior de la casa, pudo localizar algunos rastros de sangre, y su primera reacción fue sentirse escéptico ante ese hecho ¿Podía ser que quien intentó cometer ese asesinato hubiese tenido el descuido de salir de ese lugar con un arma goteando sangre? Sin embargo, se trataba de sangre fresca, lo suficiente como para saber que podía ser la misma de la víctima; cuando continuó rastreando el lugar se encontró con otra pista, y por un segundo se dijo que no era posible, que no podía ser tan sencillo.
Pero lo era, y junto a la puerta de la casa contigua localizó otra muestra de sangre, ¿otra evidencia incontrarrestable? Nadie salió al momento de tocar la puerta, y por un instante se sintió en la misma situación que cuando descubrió el otro hecho, lo que lo congeló de un modo antinatural.
Pero quedarse quieto no estaba dentro de sus alternativas, ni por cargo ni por carácter, de modo que rodeó la casa y fue directo a la parte trasera, en donde una puerta sin llave no ofreció demasiada dificultad.
El interior de la casa parecía el anuncio de venta de propiedades de un canal de ese tipo: todo era perfecto, desde el aseo, hasta la posición de los objetos más intrascendentes en los muebles. A simple vista parecía que cada cosa había sido dispuesta a una distancia específica de la otra, para crear una simetría silenciosa, un coro de espectadores que aguardaban inmóviles a que los participantes del lugar descubrieran los secretos ocultos entre el aire que vagaba entre ellos. Esa limpieza extrema, ese orden imposible, todo era demasiado perfecto como para que una persona normal viviera ahí, como para que alguien se desplazara, comiera o viera la televisión.
En la sala no había nadie, y nadie respondió a sus llamadas; en una situación regular eso indicaría que estaba vacío; pero esa no era una situación regular: tres gotas de sangre en el suelo ya le habían indicado, a lo largo de la sala y camino a la escalera, que era muy probable que en el segundo piso encontrara una respuesta.
Con el arma en la izquierda y lista para disparar, Román puso un pie en el primer peldaño para comprobar si crujía, y de inmediato subió con sigilo hasta la segunda planta.
El cuchillo estaba sobre el suelo, y la puerta de una habitación a poca distancia estaba abierta. Quizás se debía a su reciente experiencia con otro caso de muerte, o tal vez solo un presentimiento, pero Román supo que en esa habitación había alguien, y que en ese lugar se encontraba la respuesta a las interrogantes que dejó ese hombre moribundo en la casa contigua.
Algunos policías viejos decían que la muerte tenía un olor; un aroma único que no tenía que ver con la sangre y el fuego, sino con algo que exudaba la persona que cometía ese acto. Independiente de si era de forma deliberada o no, en la estructura física de esa persona sucedía algo, una alquimia de hormonas, fluidos y secreciones internas que salía por los poros, en el aliento, incluso a través de la mirada; se trataba de algo inconsciente, pero que sucedía en cualquier persona. Era quizás debido a un cambio a lo salvaje, a regresar a ese instinto primario de muerte y caza, o tal vez solo porque al destruir otra vida, también se destruía parte de la propia. Román conocía estas historias, pero nunca les había prestado la suficiente atención, hasta que llegó a los últimos peldaños de esa escalera.
No era por la sangre impregnada en el cuchillo, ni por el maniático orden de todo en la casa, sino por algo que quizás no podría explicar. Así como en una morgue había un olor que ni todos los desinfectantes y aromatizantes del mundo podían quitar, del interior de ese cuarto salía un aroma que hizo que se le erizara el vello de la nuca; y el sonido de la respiración que llegó a sus oídos un momento después fue como una anticipación a lo que iba a suceder, el boceto de una imagen que todavía estaba vedada a sus ojos.
La persona estaba allí; no se había escondido, solo regresó a la casa después de intentar asesinar al vecino. Román reguló su propia respiración para no hacerla sonora, y obligando a sus sentidos a mantenerse al máximo, finalmente entró al cuarto y lo vio: se trataba de un hombre de poco más de treinta años, que estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas flectadas; sus brazos caían a los costados del cuerpo sin fuerza, con las manos reposando sobre la superficie, sangradas por fuera, pintadas de rojo. El pecho subía y bajaba a un ritmo regular, mientras el rostro mostraba una expresión de autosatisfacción y calma imposible para ese momento.
Román guardó el arma en la cartuchera bajo el brazo derecho y avanzó un paso, momento en el que el hombre volteó la cara hacia él, solo un poco para que sus ojos muy abiertos lo miraran de forma directa.

—Mi hijo tenía miedo.

Su voz era apenas un susurro, pero podía escucharse con claridad en el silencio del cuarto; Román quiso avanzar hacia él, pero en ese momento notó que la cama no solo estaba cubierta de cobijas revueltas.

—Un padre tiene que proteger a su hijo.

Sonaba orgulloso, mostrando la clase de satisfacción por hacer algo de forma perfecta; Román no se había detenido a averiguar su nombre, ni cuántas personas habían vivido en esa casa hasta ese día.

—Señor, póngase de pie.

Dio la orden con autoridad, pero el hombre no reaccionó; había seguido su movimiento mientras el oficial rodeaba la cama por el punto opuesto, conservando esa sonrisa satisfecha y orgullosa, los mismos ojos abiertos y sin pestañear que parecían estar vacíos.

—Había un monstruo, y mi hijo tenía miedo; un padre tiene que proteger a su hijo de los monstruos.

Román tuvo ese instante de terrorífica anticipación al momento de acercar la mano a la cobija, porque supo lo que iba a ver y no quería verlo. De pronto, todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando sintió algo rozando su pierna derecha; miró por el rabillo del ojo, y vio algo blanco que se desplazaba en el suelo y subía a la cama. Era un gato blanco, que dio un brinco casi como si flotara, para luego recostarse a los pies, enrollado en sí mismo mientras movía la cola quedamente.

—Todos estamos seguros.

Recién en ese momento el gato volteó hacia él, y el policía pudo ver su mirada atenta y reposada. Los ojos dorados parecieron evaluarlo por un instante, para luego perder la atención y voltear hacia el hombre, que seguía sonriendo impávido como antes.

—Todos estamos seguros –repitió.

Román retiró con lentitud la cobija de color celeste, hasta descubrir lo que desde un principio se había ocultado bajo ella. Sintió su mandíbula tensarse, y los tendones del cuello rígidos como cuerdas mientras su vista no podía despegarse.
Había llegado tarde, porque eso había sucedido justo después del intento de asesinato en la casa contigua, o quizás antes.
El niño estaba rígido sobre la cama, tendido de espalda en una posición que en vida pudo ser cómoda, pero que en la muerte resultaba chocante y grotesca; su cabeza estaba levemente torcida hacia el hombro izquierdo, y mantenía los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, dirigidas las dilatadas pupilas eternamente hacia el techo mientras lágrimas secas surcaban su rostro.
Producto del ahogamiento del que había sido víctima, la boca estaba abierta en un inútil gesto de intentar captar algo de aire, y la lengua estaba hinchada, cubriendo todo el espacio, rodeada por los labios amoratados y restos de espuma que había salido al momento de producirse el paro cardíaco. Las manos reposaban a los costados, con los dedos engarfiados, enredada en uno de ellos la sábana blanca, que como un último trozo de la realidad había quedado sujeto a su mano mientras una fuerza para él imposible de contrarrestar se encargaba de destruir todas sus opciones.

—Todos estamos a salvo.

Román levantó la vista hacia él, descompuesto, incapaz por un segundo de controlar lo que estaba sintiendo ante un acto de esa clase; era un niño de aproximadamente diez años, que nada podía hacer para evitar que un hombre adulto decidiera su destino.

—¿Qué hiciste?
—Un padre protege a su hijo —respondió el hombre mientras meneaba ligeramente la cabeza , sus ojos sin pestañear—, tenía miedo, y yo le dije que no debía temer. Le dije que no hiciera ruido, que si se quedaba muy quieto y muy callado yo podría hacerme cargo de todo. Y lo hice, yo terminé con todos los problemas.

Se quedó en silencio y su mandíbula se desencajó un poco hacia la derecha, mientras sus ojos parecían moverse en direcciones opuestas, como si de pronto su cuerpo ya no pudiera resistir más. Luego se quedó inmóvil .


Próximo capítulo: Un extraño visitante

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