Narices frías Capítulo 19: Encerrada




Esa mañana de lunes Greta se sentía apática y agotada; el sol no hacía en ella el mismo efecto que antes, por mucho que estuviera iluminado el interior de su casa, seguía sintiéndose como si fuera estuviera lloviendo a cántaros.

—Ahora vamos con nuestro consultorio de medicina, el día de hoy conversaremos acerca de cómo prevenir las alergias.

La televisión al menos agregaba algo de vida a su casa; no veía noticias, pero en la televisión por cable daban programas de distintos temas y eso era mejor que nada. Greta no salía mucho en general, más que otra cosa para hacer la compra o si debía hacer algún trámite, los que eran pocos ya que por suerte un par de meses antes habían instalado uno de esos sistemas automáticos de pago, se le descontaba de la mensualidad de su pensión y le quitaba problemas.
Siempre tomaba desayuno temprano, antes de las ocho, como costumbre arraigada por todos los años en que se levantaba al alba junto a su marido antes que él saliera a trabajar. De alguna manera sabía que podía dejarlo cuando quisiera, pero no quería romper ese vínculo generado a lo largo de toda la vida, pues sería como perderlo por completo.
Una vez desayunada en la pequeña cocina de su casa, encendía el televisor para tener algo de ruido, y sacudía un poco los muebles y las repisas, por mucho que Marta le dijera una vez a la semana al hacer aseo que eso no era necesario; sí que lo era, pero aunque tuviera que delegar el aseo pesado por ya no poder hacerlo, no iba a ser como esas mujeres mayores que usan su dinero para pagar por que hagan todo por ella, no mientras pudiera hacerse cargo en persona.
Las salidas a comprar o hacer algún trámite las dejaba justo para el día en que iba Marta a hacer el aseo de su casa, por lo tanto su nivel de sociabilidad era bajo, como decía su doctor. Pero no le importaba; no era maleducada, saludaba si la saludaban, pero era escueta en sus comentarios y nunca invitaba a nadie, eso la mantenía con la salud de una persona treinta años menor y evitaba los chismes que solo provocaban problemas falsos e innecesarios.
Se sentó ante la mesa que había en la sala y abrió la caja de reliquias, como le decía ella.

—¿Qué voy a hacer hoy?

La caja de reliquias era una de varias "herencias" que tenía en su poder desde la muerte de su esposo; en particular esta era su principal actividad a diario, además de una fuente de ingresos extra: contenía una serie de figurillas de plomo representando soldados y armas antiguos, y tenían un valor importante para las casas de anticuarios y coleccionistas.
Cuando enviudó decidió vender cosas que no iba a usar nunca más y que no contaban como recuerdos como la camioneta y algunas otras cosas, pero por casualidad del destino, cuando se disponía a vender todas aquellas figuras, se enteró por un programa que tenían mucho más valor del que estimaba desde antes, ya que Jonás nunca mencionó detalles de dinero de ese tipo de cosas. Nunca hablaron de dinero en muchos aspectos.

—Creo que hoy voy a trabajar contigo.

No tenía muchas ganas de hacerlo, pero tenía el firme propósito de hacer al menos cinco a la semana y no quería faltar, una buena disciplina la había llevado por bastante buen camino en general.
Cuando vendió la primera figura, ya varios años atrás, pagó por ser inocente e inexperta, ya que le informaron que una figura como esa, al ser objeto de coleccionistas, tenía más valor si estaba bien conservada, es decir brillante y lustrosa, y desde luego que con los años de guardado en una bodega estaban a mal traer.
Ya no era una jovencita y limpiar manualmente una sola figura, dejando brillantes los recovecos y esos pequeños pliegues le tomaba días y la dejaba exhausta, así que fue a una tienda departamental y compró un aparato que hacía girar un rodillo, a juego con varias brochas de distinto tipo: el resultado fue excederse en la primera y arruinarla por borrar algunas marcas características y sellos, pero le sirvió de aprendizaje y después fue perfeccionando la técnica; ahora dejaba una figura polvorienta y opaca en perfectas condiciones en dos días, incluso en uno si era de las más sencillas.
Iba a conectar la maquinita para trabajar con ella cuando escuchó voces y algo como una algarabía afuera ¿Qué estarían celebrando? Por un momento pensó en ignorarlo como lo hacía a menudo con los juegos de los niños en la calle o los vehículos pesados que no eran muchos en el distrito, pero después algo le dijo que no era una celebración; además era lunes por la mañana, y en la semana esas calles eran silenciosas. Oído de vieja, se dijo.
Titubeó un momento, ya que detestaba salir a husmear cuando pasaba algo, pero el ruido era constante y parecía estar cerca, por lo que su persistencia la inquietó. No tenía ninguna excusa para salir, pero a su juicio vendría mejor salir que asomarse simplemente, de modo que dejó el trabajo y salió decidida, procurando aparentar normalidad.

—Señora Greta.

La sorprendió una voz joven en la calle cuando salió. Era uno de los vecinos de la cuadra, pero no recordaba su nombre, aunque sí podía decir que habitualmente no se veía tan excitado como en ese momento.

—Disculpe, pero creo que sería mejor que se entrara.

Eso se escuchó realmente extraño.

—¿Por qué lo haría, qué es ese ruido?

El hombre se debatió un momento entre decirle y no hacerlo. De acuerdo, sí estaba pasando algo.

—Mire...
—Vamos muchacho —dijo intentando sonar agradable—, no me va a dar un infarto, no puede ser tan grave.
—Si usted lo dice —replicó él mirándola lentamente—, pero de todos modos es probable que no se sienta muy bien. Parece que murió alguien.

Con la edad que ella tenía había visto suficientes muertes en su vida, pensó en decirle, pero de todos modos no podía sonar descortés, al fin que se suponía que la gente mayor era más impresionable. Asintió.

—¿Quién fue?
—No sé como se llama, es el sujeto de la calle siguiente, llegó hace poco por estos lados.

Greta hizo un poco de memoria; recordaba vagamente a un hombre joven vestido de negro, que por alguna razón le recordó a James Dean.

—¿El que estaba en la casa donde vivían los Rovira?
—Sí, él. Parece que alguien entró en la noche y lo atacaron.

Esforzando un poco la vista, notó que en la cuadra siguiente había autos de policía y de emergencias ¿Alguien entrando a robar en una de esas casas? Parecía algo muy extraño porque en los últimos años la seguridad en el distrito era buena, o eso le parecía.

—Es una pena.

Realmente lo era, pero se le hizo extraño decirlo frente a alguien que parecía más interesado en el chisme que en la vida de alguien; iba a devolverse a la casa cuando se le ocurrió una idea, y sorprendiéndose a sí misma, decidió seguir ese impulso y caminar en esa dirección.
El último funeral al que había ido y por lo tanto la ultima conexión con la muerte era el de su esposo, y de eso bastantes años atrás; el cementerio no dejaba de ser el mismo, pero ahora se usaban los prados verdes y las lozas más que las grandes tumbas o los mausoleos familiares, efecto de las necesidades económicas y de la modernidad. Parecía un parque, quizás para que la gente no se sintiera intimidada; que manera de engañarse, porque a la hora de la verdad, el final era siempre el mismo para todos.
Poco después llegó al lugar. Dos autos de policía, un vehículo de emergencias y una camioneta negra rodeaban la entrada de la casa, y en ese momento unos enfermeros sacaban a alguien en una camilla; estaba pálido, con un respirador artificial, pero no parecía muerto. Miró en derredor, sin estar muy segura de lo que estaba haciendo ahí; había un par de curiosos en el lugar y entre ellos reconoció a alguien que había visto antes.

—Buenos días, Sebastián.

El policía se volteó claramente sorprendido; estaba de civil y en un lugar en donde nadie sabía quién era, ni siquiera los oficiales que trabajaban en la casa, de seguro. Al verla sonrió, entre incómodo y confuso; era nieto de una conocida del distrito, y ella lo había visto de niño y adolescente, quedando siempre marcada su imagen en su mente por ese cabello rojo encendido y las pecas en sus mejillas.

—Señora Greta.
—Pensé que te ibas a sorprender —dijo ella acercándose—, a lo mejor pensabas que ya me había muerto.

Estaba más musculoso que antes; ya era un hombre de más de treinta años, con esos rasgos endurecidos y los ojos con la típica mirada de policía.

—No es eso, es solo que no estoy acostumbrado a que me llamen por mi nombre, menos en un lugar que no es habitual. ¿Como está?
—Vieja —respondió ella simplemente—, y fijona, me parece extraño que estés aquí. ¿Te mandaron a investigar?

Señaló la casa, pero él negó con gentileza.

—No estoy de servicio en este momento; estaba pasando cuanto vi lo que pasó y me bajé a ver si podía ayudar, pero los oficiales tienen todo bajo control.
—¿Y qué fue lo que pasó?

El hombre le dedicó una mirada de duda, pero ella lo miró con expresión que intentó ser de complicidad; a fin de cuentas, él acababa de decir que no estaba de servicio.

—Alguien entró a su casa y lo atacó con un cuchillo mientras dormía; logró resistir y se arrastró hasta un teléfono y pidió ayuda. Lo encontraron hace casi dos horas, pero tuvieron que estabilizarlo aquí antes de llevarlo a un centro asistencial.

Ella asistió.

—Me pregunto quién lo habrá hecho.
—Eso tendrá que investigarlo la fiscalía.
—Es curioso, no recuerdo algo como esto en estos lados, todos estos barrios parecen tan tranquilos como siempre —reflexionó ella—, es como si todo cambiara de repente.

El policía no respondió, y eso le hizo entender que estaba equivocada en su juicio; las cosas sí habían cambiado, solo que ella no lo sabía porque estaba demasiado aislada para saberlo. Veía algunos programas de televisión extranjera, pero no frecuentaba los noticieros; desde la muerte de su esposo se había quedado sola en más de una forma, sin darse cuenta del cambio que eso había hecho en ella misma.
Como cuando alguien lanza una piedra a tu ventana y los vidrios no se pueden arreglar; tienes que poner otro vidrio. Y los pedazos que recoges del suelo, tratando de no pincharte los dedos nunca arman toda la estructura, siempre hay un trozo muy pequeño que jamás encuentras.

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Narices frías Capítulo 18: Eslabones




Dante no había tenido el sueño pesado toda la vida; de niño, vivió acostumbrado a despertar sobresaltado en cualquier momento de la noche, cualquier noche.
Toda la infancia la vivió dormitando y durmiendo apenas, pero cuando llegó a la adultez, aprendió a dormir en tranquilidad cuando era posible, y ese cambio fue muy bien recibido por su cuerpo. La sensación de arrojarse a la cama, cerrar los ojos y despertar hasta el día siguiente era como un regalo de incalculable valor, por lo que nunca se negó a dormir y desconectarse de todo, al menos por unas horas.
Pero las cosas que se han aprendido siendo niño nunca se van realmente, y él lo sabía; aquellas experiencias estaban marcadas a fuego, solo que a diferencia de otros, él había podido dejarlas guardadas en un lugar de su memoria.
Las noches eternas; los chillidos de su madre, y agresiones de su padre, entrando en el cuarto para golpearlo mientras gruñía. Aprendió, primero, a recibir golpes sin llorar, luego a esquivarlos, y finalmente, a defenderse; aquella noche maldita en que lo tomó por sorpresa y lo lanzó hacia el pasillo fue la última de todas, aquella en que supo que solo uno de los dos podía ganar.
Su madre, golpeada, humillada y débil, nunca lo defendió, y él decidió, en el momento en que su padre lo estaba arrastrando por el suelo, que iba a morir ahí, o devolver el golpe hasta que nunca se atreviera a golpear a alguien otra vez; corrió por el pasillo como poseído, logró tomar un martillo y con él le quebró ambos antebrazos. Habría dado un torcer golpe para terminar con todo eso, pero su madre se interpuso, defendiéndolo una vez más.
Fue necesario que las cosas llegaran hasta ese nivel para que las autoridades locales hicieran algo. Al padre maltratador lo enviaron a una urgencia y luego a la cárcel, a la madre agredida a un centro de ayuda a víctimas de violencia al interior de la familia, y él eligió emanciparse a los dieciséis, para dejar atrás todo el horror de esa vida.
Todo aquello había permanecido en un lugar apropiado de su recuerdo, sin pertenecer al presente ni interferir con su vida, hasta que sintió que alguien estaba en su cuarto.
No fue necesario siquiera abrir los ojos; tal vez estaba muy dormido y no pudo advertirlo antes, pero al momento de saberlo, todos los reflejos adquiridos durante años volvieron a estar en primer lugar, activando los músculos y los sentidos al máximo. Para el momento en que abrió los ojos, dio lo mismo la oscuridad, porque lo importante fue el hecho, la figura que se abalanzó sobre él y el metal incrustándose en su piel.
Se quedó inmóvil, estando en una posición de completa desventaja física; el arma con que lo hirieron no era grande, pero el filo del metal en el pecho le hizo perder la respiración; por una milésima de segundo entró en pánico y trató de forcejear, pero sintió el peso del cuerpo de esa persona, y el instinto se antepuso a la razón. Iba volver a hacerlo si luchaba, retiraría el brazo y volvería a embatir con todo el peso del cuerpo; quería pelear, pero se obligó a quedar quieto, a soltar el agarre de los brazos y mantener la respiración cortada.
Muerto, inmóvil, indefenso, a merced de su atacante. La sangre brotaba, se filtraba hacia la vía respiratoria, impidiéndole contener el aire por demasiado tiempo, mientras la silueta se elevaba por sobre él, apenas dibujado su contorno por un tenue rayo de luz que se filtraba desde el exterior.
Sintió que aguardaba minutos, horas y eternidades a que esa figura se moviera. La sangre continuaba manando, y Dante sintió el respiro de horror del final, como si esos segundos de inmovilidad y de dolor fueran la antesala del inesperado término. Pero el atacante estaba de pie, a un paso de la cama, evaluando sus acciones; no cerca como para atacarlo de vuelta, no lejos como para huir de él, lo que lo dejaba sin opciones más que esperar.
Y esperó por lo que le pareció un tiempo muy largo, hasta que la figura volteó y caminó hacia la puerta, lenta pero decididamente.
¿Había logrado engañarlo?
Se obligó a esperar segundos valiosos, hasta que creyó que estaba lo suficientemente lejos; intentando controlar la desesperación instintiva que recorría su cuerpo, se obligó a algo más y se llevó las manos al pecho.
La herida no era en el pecho, sino en el cuello, y estaba desangrándose.
Jaló la sabana y la enrolló en torno al cuello; estaba entrando en pánico, pero no podía permitirlo, tenían que mantener la cordura para salvarse. Invocó a todos esos recuerdos que había dejado atrás, a sus silenciosos llantos de niño y a la férrea resistencia de adolescente, porque en esos recuerdos de momentos dolorosos estaba la energía que necesitaba.
Necesitaba aguantar. Necesitaba oprimir la sábana contra el cuello, ignorar el dolor, la sensación de vacío y la sangre que escurría, y moverse con tranquilidad por su casa.
En ese momento, las sombras estaban jugándole una mala pasada, o a lo mejor fuese la fiebre que sin duda estaba llenándolo; pero se repitió que podía hacerlo que, si había resistido golpizas siendo un niño, podía soportar esa herida siendo un adulto. Con algo más de frialdad, comprendió que era una herida grave, pero no mortal ya que de ser en una arteria en el cuello, ya estaría muerto; pero estaba perdiendo mucha sangre y quedarse dentro no lo ayudaría ¿Dónde estaba su teléfono móvil?
Luchando por mantenerse tranquilo y no hacer ruido, llegó hasta la sala y recordó que el dispositivo estaba en el sofá, como casi todas las noches; sintiendo las piernas débiles e intentando no derrumbarse, logró encontrarlo, y marcó en él el número de emergencias, mientras la pantalla le devolvía el tétrico rostro pálido y manchado de rojo, que miraba con ojos muy abiertos y desesperados, en busca de la salvación.

«No te duermas»

Intentó decirlo en voz alta, pero no estuvo seguro de haberlo hecho. Tenía que rechazar el pánico, concentrarse y tener fuerzas; después de lo que le pareció un tiempo muy largo, la voz de una mujer preguntó cuál era su emergencia.

—Alguien entró a mi casa.
—¿Señor?

No le entendía, pero escuchaba; luchó por aclarar la voz, y se dijo que no importaba sonar débil mientras pudiera transmitir el mensaje.

—Alguien entró…

Estaba de rodillas en el suelo, sin haber notado inclinarse. estaba perdiendo los sentidos, y supo que el tiempo que le quedaba era muy poco.

—Me hirieron —se esforzó por decir—, estoy sangrando… el cuello.

Necesitaba desesperadamente que esa mujer lo entendiera; se dio cuenta de que el móvil aparecía ya como algo borroso ante sus ojos, y que lentamente estaba dejando de importar. No lo hagas, se dijo, no aflojes, no permitas que gane.
La mujer le preguntó dónde vivía, y él pronunció el nombre de la calle y el número.
Se había desplomado sobre el suelo, apenas sosteniendo el teléfono en las manos; el suelo estaba tibio y parecía líquido, suave en contacto con la mejilla, haciendo resonar sordamente el sonido de su corazón.
Tal vez estaba bien, tal vez no era tan malo después de todo; la vida era como una larga cadena que tenía un final, pero que podía tener eslabones trizados que, con el tiempo, podían quebrarse en cualquier momento. Algunas cadenas eran sólidas, y otras como la de el estaban llenas de grietas y espacios, por lo que era más factible de romperse; estaba tendido boca abajo en el mullido suelo, sin fuerzas, sin poder encontrar en sus cuerdas vocales su voz o en su corazón los latidos, sabiendo que había sido suficientemente fuerte para resistir, pero incapaz de vislumbrar el resultado de esa acción.
Tal vez ya era el momento de que todos los golpes que había recibido de niño hicieran efecto, como si a lo largo de su vida se hubiesen quedado ahí, aguardando bajo la piel a que algún nuevo golpe desde el exterior trizara la cubierta y pudiera hacer colapso definitivo. Quizás el hierro del que se dijo estar hecho era delgado, casi transparente, y con un embate en el lugar correcto era suficiente para derribar toda la estructura. Quiso llorar y no pudo, quiso moverse y sus extremidades no le respondieron, quiso cerrar los ojos y no supo si lo hizo, porque todo se volvió negro.


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Narices frías Capítulo 17: Un susurro en la noche



—Papá, tengo miedo.

Esa era una de las oraciones más aterradoras para un padre; el miedo de un hijo despertaba muchos sentimientos, pero el primero de ellos era inequívocamente el miedo. Miedo irracional de que ese temor tenga un sustento, que no sea una simple imagen fantasiosa, pero aún mas que eso, que tenga el poder de calar en el espíritu de ese pequeño ser y quedarse ahí.
Si el miedo entra en el cuerpo y la mente de un adulto, eventualmente puede salir, pero cuando se trata de un niño, existe un peligro adicional: puede que ese miedo se adhiera a esa pequeña persona, y que su ser en construcción no pueda verlo, que se quede en su interior, creciendo milímetro a milímetro, acompañando cada día como el aire que respira, corriendo tibio y palpitante por las venas. ¿Quién puede sacar algo de la sangre sin causar la muerte parcial? ¿Cómo se puede quitar toda la sangre sin provocar la muerte absoluta?
Nadie, no se puede.
Hay pocas cosas claras en el mundo, pero una de ellas es que no es posible escapar de un miedo que ha crecido a la sombra lenta y silenciosa de los años; aquello que ha crecido contigo, seguirá ahí por siempre.

—¿Papá?

El susurro de un niño pequeño puede ser más aterrador que cualquier grito; ensordece más que un trueno, porque viene con el conocimiento de ese significado. Los niños son alegría y música, no una voz queda, casi imposible de identificar.
Gabriel tenía miedo de ese grito más que de cualquier otra cosa en el mundo; porque, aunque se escuchara como un susurro, él sabía que se trataba de un grito desesperado, que provenía de lo más profundo de su ser.
Era un guijarro golpeando el cristal, viento huracanado sobre su cabeza y rugidos insoportables; no podía dejar que sucediera, era por completo imposible dejar que eso llegara a ser real.
Real. Él, su casa, su hijo y su querida mascota era lo real, lo sólido, lo que había construido con esfuerzo y dedicación. Se trataba de su lugar en el mundo, y eso era algo que no estaba dispuesto a perder. Ni siquiera contra las sucias artimañas del destino.
Su espacio personal estaba en riesgo, y a pesar de no tener una prueba concreta de que así era, él lo sabía con total claridad.
No había palabras para expresar lo que estaba sintiendo, pero eso no era necesario; Antonio sabía todo acerca de lo que era su nueva misión; debía proteger a su familia, sin importar qué tan difícil fuera
Esa noche las luces eran suaves y tenues en el exterior; ojos sin rostro permanecían inmóviles, observando sin parpadear, atentos a lo que ocurría en todas partes, pero incapaces de hacer, indolentes de mover algo. Los titilantes testigos inundaban una ciudad desprovista de cantos de aves salvajes en las copas de los árboles, y de rasguños intempestivos en la madera de las puertas, y miraban una y otra vez, incansables, eternos en su vigilia que por orden de los elementos reemplazaba el color del sol por millares de lunas diminutas, astros muertos y remplazables.

—¿Papá?

Había mantenido apagadas las luces para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad; en ese momento, el cobijo de las sombras no solo sería para quien era la amenaza, sino también para él.

—No hables.
—Papá...

Entendía a la perfección el miedo de su hijo. Habría dado cualquier cosa por evitar que lo invadiera ese sentimiento, pero ya estaba hecho y no lo podía evitar; se obligó a respirar con calma, a contar los tiempos y actuar como se lo había propuesto. No había más opciones.

—No hables, no tienes que hablar. Todo va a estar bien.
—Papá, tengo miedo.
—Antonio, no tengas miedo. No, no tengas miedo —intervino, evitando que el pequeño siguiera hablando—, no debes tener miedo, porque papá está aquí ¿De acuerdo? Papá lo va a solucionar todo, y las cosas van a estar bien.
Solo quédate quieto, y no hables, no hagas ningún ruido. No hables y estarás seguro.

En el silencio de la habitación, supo que ya era el momento de hacerlo; salió de la casa en total sigilo y llegó hasta el patio de atrás, el mismo en donde había tenido el infortunio de conocer el peligro que amenazaba su casa.
Todo iba a estar bien.
Sabía lo que tenía que hacer, y de acuerdo con lo que había planeado, tomó la escalera que usualmente servía para acercarse a las ramas del árbol, y la puso junto al muro divisorio entre las dos propiedades. Después de calcular las distancias, subió por ella con mucho cuidado, procurando no hacer ruido; el ruido en ese momento sería un enemigo, y por eso era que se había obligado a callar, presionando también a Antonio para que callara, para que entendiera que debía dejar de hablar, que su silencio sería un arma tan poderosa como las suyas. Hasta que lo consiguió, no entendió la magnitud del peligro, la doble amenaza que se cernía sobre él y su hogar.
Una vez en el patio de la casa vecina, supo también y con inusitada claridad, que había tomado la decisión correcta; caminó con cuidado por sobre el pasto y llegó hasta la puerta, encontrándola sin pestillo como había imaginado en primer lugar que estaría. Solo tuvo que girar el pomo, y la entrada estuvo libre para que él, como un justiciero amenazante, pudiera ingresar y cumplir con su misión.
Luchó de forma férrea por alejar de sí la danza de imágenes fantasmales que aparecieron ante sus ojos al entrar en esa casa que desconocía; se repitió paso a paso que no eran espectros amenazantes, sino simples objetos comunes que, gracias al abrigo de la noche y el desconocimiento, parecían moverse por voluntad propia, acechando al intruso. Solo eran objetos, cosas inútiles que intentaban amedrentarlo.
Consiguió encontrar el cuarto con facilidad; dedujo su ubicación al entrar, y eso le hizo sentir más seguridad. Encontró la puerta del cuarto abierta, y se le antojó que eso era un regalo, una señal de que estaba haciendo lo correcto, que su vía de acción estaba, de algún modo, bendecida por una luz que quitaba impedimentos de su trayectoria. En medio del silencio de la noche, que en esos momentos le pareció consolador y amigable, avanzó sin hacer ruido, rodeando la cama, hasta que pudo verlo con más detención, ayudado por un tenue rayo de luna que se filtraba entre las cortinas.
Estaba ahí, tendido de espalda sobre la cama, ignorante de lo que estaba pasando en ese mismo momento, pero a la vez siendo tan peligroso para él, para todo lo que Gabriel amaba. Esa respiración acompasada y el rítmico latido del corazón en el pecho no podían engañarlo, solo eran la cubierta de una amenaza monstruosa, que sería insoslayable a menos que él hiciera algo. El destino lo había llevado hasta ese lugar, a una oportunidad única que no iba a desperdiciar.
Se inclinó sobre el monstruo dormido, y empuñando el cuchillo con manos firmes, se abalanzó sobre él, clavándolo en la base del cuello.
El silencio fue quebrado por el sonido gutural que emergió de él; por tensos momentos, extendió las manos y trató de apartar a Gabriel, pero este no se detuvo, siguió presionando mientras percibía el líquido caliente emerger desde la garganta. Habría deseado luz en ese momento, para poder mirarlo a los ojos, decirle con su mirada que no había ganado, que su acción no había tenido repercusión duradera, y que la amenaza que representaba nunca alcanzaría a traspasar las paredes de su casa.
Pero no hubo tiempo ni posibilidad para la luz; tuvo que conformarse con el sordo sonido de la voz cortada y ahogada en rojo, y con la sensación de las convulsiones cada vez más sosegadas. Un último intento, un gesto desesperado, y después ya nada.
Estaba hecho, había purgado el peligro y terror con sus propias manos, y desde ese momento podría comenzar a recuperar la tranquilidad. Otra vez sus días serían agradables, y las tardes, jornadas de juego y diversión, buena voluntad y risas rodeando la casa, sin espacio para amenazas ni movimientos indeseados. Nunca más tendría que sentirse abandonado, porque sus propias manos habían forjado lo que necesitaba para alcanzar la paz.
Salió de la habitación sintiéndose tranquilo, agradeciendo que la sensación de bruma y oscuridad que lo había amenazado hasta ese momento se disipaba con la misma rapidez que el líquido carmesí había brotado desde el cuerpo. Las gotas en el cuchillo escurrirían y terminarían por desaparecer, dejando el metal brillante y puro, libre de peligros como lo estaba él desde ese momento; lleno de una nueva energía libre que se expandía desde el pecho y hasta la punta de los dedos.
Cuando llegó al exterior, volvió a escuchar el silencio del mundo, y se regocijó de esa ausencia total de sonidos alrededor; tan solo el viento que mecía las hojas con suave indiferencia estaba allí, y nadie se movía como un sigiloso cazador salvaje. Nada ni nadie volvería a poner jamás en peligro su hogar.
Se sintió contento también de poder subir el muro divisorio y volver a su casa, porque lo sintió como la forma de cerrar ese ciclo y dejar atrás todo lo malo que había puesto a su familia en riesgo; bajó las escaleras y miró hacia su casa, encontrando la mirada de Dina en el umbral de la puerta. En contraste con la luz negra de la noche, aparecía como una nube blanca impoluta, un destello de pureza que representaba parte de lo más importante en su vida, y la conexión directa con todo lo que amaba. Sus grandes ojos dorados, resplandecientes como faros vivos de orientación para quien quisiera mirarlos, lo contemplaban de forma directa y honesta, transmitiendo algo que él no podría explicar con claridad pero que entendía en su totalidad.
Había una aceptación, una felicitación silenciosa por haberse atrevido, por ser fuerte y tener la claridad mental para enfrentar ese desafío; en una oportunidad donde todo estuvo en su contra, logró lo necesario.
Podía ver en sus ojos el brillante y dorado resplandor de la complicidad, el modo en que ella sabía lo que estaba sucediendo, y lo veía desde su mismo punto de vista, sin críticas ni cuestionamientos. Ella guardaba silencio, al igual que él como hombre al momento de realizar su misión sagrada, al igual que él como padre había empujado a su hijo a la ausencia total de sonido por su bien y seguridad. Todo estaba en orden, y el alegre ruido de risas y movimiento podría volver.


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Narices frías Capítulo 16: Letrero de advertencia




Más tarde, Román se arrepentiría de no haber reaccionado a tiempo, y de seguro se arrepentiría durante mucho. Cuando vio al perro entrar en la sala, la actitud del animal lo descolocó, y casi de forma involuntaria miró hacia la mesa de la sala, en donde estaba localizado aquello que era el centro de todo; este movimiento de él, o quizás su expresión desconcertada, hicieron que la pequeña volteara en esa dirección y viera, por primera vez, lo que hasta entonces su mente infantil se había esforzado por disfrazar.
Su cuerpo experimentó una especie de convulsión, tras lo cual la niña retrocedió, tropezando con sus talones y cayendo sentada en el suelo, patéticamente como una muñeca sin control de sus movimientos. Horrorizada mas allá de su propio entendimiento, se llevó las manos al cuello, como si intentara sacar algo de su garganta, y abrió mucho la boca, al tiempo que sus ojos, secos y desorbitados, miraban hacia ningún destino, y de ella emergía un sonido gutural, algo como un grito animalesco primigenio, un llanto sin lágrimas que era apenas la superficie de la dimensión de horror que estaba comenzando a vivir.
Román se acercó a ella y la tomó, abrazándola contra su cuerpo, luchando por ignorar el sonido lastimoso que emergía de ella, las convulsiones del cuerpo y la tensión de las extremidades, que parecía haberla convertido en una estatua viva, una momia de dolor sordo y grito eterno. Nunca nada en el mundo podría borrar eso de su ser, la marca de ese horror infinito quedaría impregnada en ella hasta el día de su muerte, persiguiéndola con una culpa indescriptible.
En la mesa de la sala, dos sillas resumían el espantoso espectáculo que había tenido lugar al interior de esa casa. El cadáver de la madre estaba en una de las dos sillas, con el torso, ahora rígido por el tiempo transcurrido, sobre la mesa, y ambos brazos sobre la superficie, los dedos, secos y engarfiados, como si en un último acto de desesperación absoluta, hubiesen intentado sujetarse a algo, aferrarse a una vida que, desde el interior, ya había abandonado de forma definitiva.
La piel del rostro evidenciaba el paso de las horas, pues había perdido el aspecto saludable que sin duda tuvo en vida; el ojo izquierdo asomaba bajo el párpado que no se cerró por completo, y miraba muy fijo a la nada, acuoso, inundado de una sustancia lechosa que nublaba el color desvanecido, mientras la boca se había convertido en un túnel, guía para un camino interminable de hormigas que habían encontrado en ese sitio una fuente de interés; deambulaban, silenciosas y organizadas, por entre los dedos como arcos, ascendían por la mejilla y se deslizaban alrededor de los efluvios que habían salido por la vía oral, incapaces de comprender lo que estaba sucediendo, o quizás demasiado conscientes para ignorarlo, quizás conocedoras de la verdad ancestral que dictaba que los cuerpos eventualmente se descomponían, y que sus partes se degradarían capa por capa, hasta volver a convertirse en partículas que la tierra utilizaría como parte de su ciclo interminable. Quizás, en las oscuras cavernas de sus nidos, ellas habían visto espectáculos más aterradores que ese, y habían entendido que nada podían hacer para cambiarlo, excepto estar ahí y cumplir con su función, desmembrando partícula a partícula.
El cuerpo del hombre había quedado congelado en una posición que, incluso más que la de ella, había destruido toda posibilidad de dignidad en la muerte; la rigidez lo había mantenido erguido en la silla, con la espalda hacia el respaldo, pero la cabeza había caído hacia atrás al no tener soporte ni resistencia de los músculos. La mandíbula había cedido al peso, dejando el rostro con una grotesca y desencajada mueca, como si de alguna forma, el horror de su propia muerte hubiese desfigurado sus rasgos hasta la eternidad, pintando un grito mudo y fluidos resecos en las comisuras; los ojos, blancos, lucían la desnudez absoluta de la muerte, permaneciendo eternamente inmóviles en su órbitas, como globos surcados por líneas de resequedad, anticipo de lo que con el tiempo, si nada lo impedía, terminaría por suceder, cuando los tejidos colapsaran y la materia escurriera, líquida y putrefacta.
El insoportable olor a muerte y descomposición parecía estar impregnado en todo; había sido como una ráfaga de viento que, encerrada sin poder escapar, había inundado cada rincón, buscando en cada resquicio y en cada esquina la forma de salir, volviendo una y otra vez por los mismos lugares, hasta mancharlos con la huella invisible de la destrucción de la que era, en últimas palabras, único testigo. Seguramente, cuando él abrió la puerta para salir de allí, el olor de la muerte, tan eterno y sabio como ella, había encontrado una vía de escape, desplazándose al fin hacia el exterior que hasta ese momento le había sido negado. Y ya sin paredes ni puertas cerradas, sería libre de viajar y esparcirse, llegando a los más cercanos con su marca indeleble de degradación perpetua, y extendiendo su manto a la orden del viento. Muchos creerían que terminaría por desaparecer, pero ignoraban el poder de su acción; confundirían el anonimato de su aroma desvanecido con la anulación, desconociendo que esa sutil presencia siempre estaría ahí, disimulada junto al perfume de las rosas, oculta entre los pétalos de un clavel, perenne en los aleteos de cualquier insecto viajero, abrazada a la memoria primitiva de cualquier juego de niños.
Román jamás olvidaría esa escena de horror y destrucción humana, y lo sabía porque esa muerte doble y ese testigo eran distintos de otros que habían visto, porque en ese caso una de las víctimas era también culpable; el pequeño envase de veneno para insectos permanecía sobre la mesa, junto al colorido juego de comida infantil, a simple vista mezclado con los otros recipientes, pero destacando en él el ahora inútil sello de la muerte, el recuadro rojo con la silueta de una calavera, que podría haber sido la diferencia entre el horror desatado y un día como cualquier otro. El policía no tuvo dificultad para comprender que el contenido micro granulado del recipiente se había mezclado con la base de masa del juego infantil, y que probablemente las dulces esencias de los jarabes con brillantes colores habían disimulado con éxito el verdadero contenido de aquellos bocadillos, que debieron ser inocentes e inocuos. No entendería, sin embargo, qué era lo que había impedido que ambos adultos reaccionaran de alguna manera, qué los había mantenido allí como encadenados, mudos e impotentes ante un desenlace espantoso que se sobrevenía de forma inevitable. Pero cuando salió de esa casa al jardín, y este hecho coincidió con la llegada de los oficiales que había pedido en calidad de urgencia, se obligó a dejar de pensar en eso, a abandonar conjeturas que se le antojaban imposibles, y ocuparse de aquello que era su prioridad, el deber que lo había llevado allí en primer lugar.
Se ocupó de entregar a la niña a uno de sus compañeros especializados en contención de personas expuestas a un trauma, y entregó todos los datos al jefe de su unidad, procurando lucir concentrado, para entregar la información de forma coherente y clara.
Se preocupó de entregar la información con el máximo de detalle, para que sus compañeros pudieran conformar el mapa de su hallazgo y ayudar con eso a completar una imagen más acabada de los hechos; habló de la llamada telefónica que contestó, su entrevista con la anciana de la casa del otro lado de la calle, y de cómo sospechó de algo extraño al momento de acercarse a la puerta y ver que esta estaba obstaculizada de algún modo. Habló de cómo la niña estaba en shock, y de cómo trató de sacarla de ahí lo más rápido que pudo, pese a no poder contenerla del modo apropiado, debido el extenso tiempo que ella estuvo expuesta a esa situación límite.
Pero, omitió dos puntos; uno de ellos fue el relacionado con el veneno, ya que, aunque en su mente consideraba obvio cuál era el papel que había jugado en esa terrible historia, no sabía con certeza total que, en efecto, ese fuera el causante de ambas muertes. No le correspondía a él dar un veredicto al respeto, ni juzgar si se trataba de una situación con un determinado tenor, incluso si en su mente la historia corría en retrospectiva con terrible claridad.
Dejaría que los expertos forenses analizaran los cuerpos, que se los llevaran a una mesa de mármol impoluta y realizaran todos los procedimientos que escarbarían en su pasado a través de los restos del presente.
Pero, hubo algo más que omitió decir, algo que incluso quitó del relato que hizo a su superior; no habló del perro que estaba en esa casa, ni mencionó palabra acerca de lo que había visto en esa sala. Sabía que sería imposible que alguien le creyera, e incluso él mismo sabía que, en el caso de verbalizar lo que tuvo oportunidad de presenciar unos minutos atrás, se trataría de algo que sonaría como una historia imposible, el relato de una mente demasiado débil e impresionable.
De seguro, alguien diría que esas palabras no eran acordes con un hombre adulto y entrenado como él; hablar de eso pondría en duda su capacidad como policía y sus cualidades como persona, desplazándolo hasta el mismo nivel que se le asignaba a un niño en una situación como esa. Se diría que había sido afectado por la escena, y que había construido una imagen fantástica como un modo de evadir la realidad.
Sin embargo, y a pesar de entender que no podría decirlo, él sabía que lo que presenció no era un juego de su mente, ni una forma de engañarse o buscar un medio de escape. Era real, tanto como la muerte y el olor destrucción de los tejidos.
El perro sabía todo, había estado ahí desde el principio, desplazándose como amo y señor en una casa de títeres putrefactos, y en ningún momento había hecho algo al respecto. Se había quedado ahí, inmune al olor y a la imagen, manteniendo una calma fría, la misma con la que al interior de esa casa lo había mirado a los ojos.


Próximo capítulo: Un susurro en la noche