Narices frías Capítulo 16: Letrero de advertencia




Más tarde, Román se arrepentiría de no haber reaccionado a tiempo, y de seguro se arrepentiría durante mucho. Cuando vio al perro entrar en la sala, la actitud del animal lo descolocó, y casi de forma involuntaria miró hacia la mesa de la sala, en donde estaba localizado aquello que era el centro de todo; este movimiento de él, o quizás su expresión desconcertada, hicieron que la pequeña volteara en esa dirección y viera, por primera vez, lo que hasta entonces su mente infantil se había esforzado por disfrazar.
Su cuerpo experimentó una especie de convulsión, tras lo cual la niña retrocedió, tropezando con sus talones y cayendo sentada en el suelo, patéticamente como una muñeca sin control de sus movimientos. Horrorizada mas allá de su propio entendimiento, se llevó las manos al cuello, como si intentara sacar algo de su garganta, y abrió mucho la boca, al tiempo que sus ojos, secos y desorbitados, miraban hacia ningún destino, y de ella emergía un sonido gutural, algo como un grito animalesco primigenio, un llanto sin lágrimas que era apenas la superficie de la dimensión de horror que estaba comenzando a vivir.
Román se acercó a ella y la tomó, abrazándola contra su cuerpo, luchando por ignorar el sonido lastimoso que emergía de ella, las convulsiones del cuerpo y la tensión de las extremidades, que parecía haberla convertido en una estatua viva, una momia de dolor sordo y grito eterno. Nunca nada en el mundo podría borrar eso de su ser, la marca de ese horror infinito quedaría impregnada en ella hasta el día de su muerte, persiguiéndola con una culpa indescriptible.
En la mesa de la sala, dos sillas resumían el espantoso espectáculo que había tenido lugar al interior de esa casa. El cadáver de la madre estaba en una de las dos sillas, con el torso, ahora rígido por el tiempo transcurrido, sobre la mesa, y ambos brazos sobre la superficie, los dedos, secos y engarfiados, como si en un último acto de desesperación absoluta, hubiesen intentado sujetarse a algo, aferrarse a una vida que, desde el interior, ya había abandonado de forma definitiva.
La piel del rostro evidenciaba el paso de las horas, pues había perdido el aspecto saludable que sin duda tuvo en vida; el ojo izquierdo asomaba bajo el párpado que no se cerró por completo, y miraba muy fijo a la nada, acuoso, inundado de una sustancia lechosa que nublaba el color desvanecido, mientras la boca se había convertido en un túnel, guía para un camino interminable de hormigas que habían encontrado en ese sitio una fuente de interés; deambulaban, silenciosas y organizadas, por entre los dedos como arcos, ascendían por la mejilla y se deslizaban alrededor de los efluvios que habían salido por la vía oral, incapaces de comprender lo que estaba sucediendo, o quizás demasiado conscientes para ignorarlo, quizás conocedoras de la verdad ancestral que dictaba que los cuerpos eventualmente se descomponían, y que sus partes se degradarían capa por capa, hasta volver a convertirse en partículas que la tierra utilizaría como parte de su ciclo interminable. Quizás, en las oscuras cavernas de sus nidos, ellas habían visto espectáculos más aterradores que ese, y habían entendido que nada podían hacer para cambiarlo, excepto estar ahí y cumplir con su función, desmembrando partícula a partícula.
El cuerpo del hombre había quedado congelado en una posición que, incluso más que la de ella, había destruido toda posibilidad de dignidad en la muerte; la rigidez lo había mantenido erguido en la silla, con la espalda hacia el respaldo, pero la cabeza había caído hacia atrás al no tener soporte ni resistencia de los músculos. La mandíbula había cedido al peso, dejando el rostro con una grotesca y desencajada mueca, como si de alguna forma, el horror de su propia muerte hubiese desfigurado sus rasgos hasta la eternidad, pintando un grito mudo y fluidos resecos en las comisuras; los ojos, blancos, lucían la desnudez absoluta de la muerte, permaneciendo eternamente inmóviles en su órbitas, como globos surcados por líneas de resequedad, anticipo de lo que con el tiempo, si nada lo impedía, terminaría por suceder, cuando los tejidos colapsaran y la materia escurriera, líquida y putrefacta.
El insoportable olor a muerte y descomposición parecía estar impregnado en todo; había sido como una ráfaga de viento que, encerrada sin poder escapar, había inundado cada rincón, buscando en cada resquicio y en cada esquina la forma de salir, volviendo una y otra vez por los mismos lugares, hasta mancharlos con la huella invisible de la destrucción de la que era, en últimas palabras, único testigo. Seguramente, cuando él abrió la puerta para salir de allí, el olor de la muerte, tan eterno y sabio como ella, había encontrado una vía de escape, desplazándose al fin hacia el exterior que hasta ese momento le había sido negado. Y ya sin paredes ni puertas cerradas, sería libre de viajar y esparcirse, llegando a los más cercanos con su marca indeleble de degradación perpetua, y extendiendo su manto a la orden del viento. Muchos creerían que terminaría por desaparecer, pero ignoraban el poder de su acción; confundirían el anonimato de su aroma desvanecido con la anulación, desconociendo que esa sutil presencia siempre estaría ahí, disimulada junto al perfume de las rosas, oculta entre los pétalos de un clavel, perenne en los aleteos de cualquier insecto viajero, abrazada a la memoria primitiva de cualquier juego de niños.
Román jamás olvidaría esa escena de horror y destrucción humana, y lo sabía porque esa muerte doble y ese testigo eran distintos de otros que habían visto, porque en ese caso una de las víctimas era también culpable; el pequeño envase de veneno para insectos permanecía sobre la mesa, junto al colorido juego de comida infantil, a simple vista mezclado con los otros recipientes, pero destacando en él el ahora inútil sello de la muerte, el recuadro rojo con la silueta de una calavera, que podría haber sido la diferencia entre el horror desatado y un día como cualquier otro. El policía no tuvo dificultad para comprender que el contenido micro granulado del recipiente se había mezclado con la base de masa del juego infantil, y que probablemente las dulces esencias de los jarabes con brillantes colores habían disimulado con éxito el verdadero contenido de aquellos bocadillos, que debieron ser inocentes e inocuos. No entendería, sin embargo, qué era lo que había impedido que ambos adultos reaccionaran de alguna manera, qué los había mantenido allí como encadenados, mudos e impotentes ante un desenlace espantoso que se sobrevenía de forma inevitable. Pero cuando salió de esa casa al jardín, y este hecho coincidió con la llegada de los oficiales que había pedido en calidad de urgencia, se obligó a dejar de pensar en eso, a abandonar conjeturas que se le antojaban imposibles, y ocuparse de aquello que era su prioridad, el deber que lo había llevado allí en primer lugar.
Se ocupó de entregar a la niña a uno de sus compañeros especializados en contención de personas expuestas a un trauma, y entregó todos los datos al jefe de su unidad, procurando lucir concentrado, para entregar la información de forma coherente y clara.
Se preocupó de entregar la información con el máximo de detalle, para que sus compañeros pudieran conformar el mapa de su hallazgo y ayudar con eso a completar una imagen más acabada de los hechos; habló de la llamada telefónica que contestó, su entrevista con la anciana de la casa del otro lado de la calle, y de cómo sospechó de algo extraño al momento de acercarse a la puerta y ver que esta estaba obstaculizada de algún modo. Habló de cómo la niña estaba en shock, y de cómo trató de sacarla de ahí lo más rápido que pudo, pese a no poder contenerla del modo apropiado, debido el extenso tiempo que ella estuvo expuesta a esa situación límite.
Pero, omitió dos puntos; uno de ellos fue el relacionado con el veneno, ya que, aunque en su mente consideraba obvio cuál era el papel que había jugado en esa terrible historia, no sabía con certeza total que, en efecto, ese fuera el causante de ambas muertes. No le correspondía a él dar un veredicto al respeto, ni juzgar si se trataba de una situación con un determinado tenor, incluso si en su mente la historia corría en retrospectiva con terrible claridad.
Dejaría que los expertos forenses analizaran los cuerpos, que se los llevaran a una mesa de mármol impoluta y realizaran todos los procedimientos que escarbarían en su pasado a través de los restos del presente.
Pero, hubo algo más que omitió decir, algo que incluso quitó del relato que hizo a su superior; no habló del perro que estaba en esa casa, ni mencionó palabra acerca de lo que había visto en esa sala. Sabía que sería imposible que alguien le creyera, e incluso él mismo sabía que, en el caso de verbalizar lo que tuvo oportunidad de presenciar unos minutos atrás, se trataría de algo que sonaría como una historia imposible, el relato de una mente demasiado débil e impresionable.
De seguro, alguien diría que esas palabras no eran acordes con un hombre adulto y entrenado como él; hablar de eso pondría en duda su capacidad como policía y sus cualidades como persona, desplazándolo hasta el mismo nivel que se le asignaba a un niño en una situación como esa. Se diría que había sido afectado por la escena, y que había construido una imagen fantástica como un modo de evadir la realidad.
Sin embargo, y a pesar de entender que no podría decirlo, él sabía que lo que presenció no era un juego de su mente, ni una forma de engañarse o buscar un medio de escape. Era real, tanto como la muerte y el olor destrucción de los tejidos.
El perro sabía todo, había estado ahí desde el principio, desplazándose como amo y señor en una casa de títeres putrefactos, y en ningún momento había hecho algo al respecto. Se había quedado ahí, inmune al olor y a la imagen, manteniendo una calma fría, la misma con la que al interior de esa casa lo había mirado a los ojos.


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Narices frías Capítulo 15: Estrellas en el techo




Darío habría querido que el día de descanso que tenía una vez por semana fuera algo que pudiera elegir, o al menos que se moviera dentro de la semana, pero en ningún momento le preguntaron acerca de eso, de modo que tuvo que conformarse con el horario que decidieron por él para el trabajo. De lunes a viernes, medio día el domingo y día libre el sábado; él sabía que lo ponían a trabajar más días que al resto porque era parte del acuerdo al que habían llegado para aceptarlo, y al mismo tiempo el modo de mantenerlo ocupado como se suponía que era lo mejor para él.
Le habían conseguido casa y trabajo para que se hiciera cargo como un adulto, pero no podía tener dos días de descanso a la semana como los otros adultos.
En alguna ocasión se había preguntado cómo sería si un día simplemente se fuera. Nadie lo extrañaría, por supuesto, pero le causaba curiosidad saber qué pasaría con el espacio que él ocupaba. ¿Echarían a la basura las cosas del departamento y pondrían ahí a otra persona al día siguiente, sin preguntar ni decir palabra? Sí, seguramente sería de ese modo, porque no habría alguien preguntando por él y sería mucho más sencillo.
De seguro, pasaba lo mismo con las personas cuando morían.
Pero no era probable que lo hiciera, incluso si tenía ganas de eso, porque era poco práctico; la dificultad para comunicarse era un límite para cualquier cosa que quisiera hacer, y si se iba de la casa y el trabajo, no tendría de qué vivir.
Así que su opción era seguir lo que estaba establecido para él, y esperar. Su costumbre era levantarse tarde el sábado, como una forma de sacar algún provecho y hacer algo distinto a los otros días; cuando despertaba a las ocho treinta, iba al baño, se enjuagaba la boca y volvía a acostarse, quedando de espalda, tapado por la sábana hasta la cintura, quieto, acompañado por el sonido de su respiración.
Le gustaba mirar los puntos del techo; en un principio, no había puesto atención en ellos, pero un día se encontró mirando y uniendo un punto con otro, igual que las constelaciones que mostraban en los documentales que veía en la televisión.
Por supuesto que esas no eran estrellas; la pintura del techo estaba desgastada, y en numerosos puntos tenía picaduras que estaban desordenabas como estrellas negras en un cielo distante. No importaba cuánto lo deseara, mientras estuviera atado al suelo, jamás alcanzaría esos diminutos puntos en la eternidad.
Como siempre estaba recostado de espalda, el punto de vista que tenía era siempre el mismo, y cada mañana que volvía a mirar, podía reconocer los puntos que, silenciosamente y con gran atención, había conectado, formando sobre su bóveda celestial privada una colección única y magnífica de criaturas que sólo él podía identificar. En su cielo, los seres eran inmortales, creaciones de su mente todopoderosa que flotaban para él, mirando benevolentes a quien les había dado vida, danzando entre polvo de estrellas sin abandonarlo jamás; nunca nadie sabría lo poderosos que eran, jamás nadie podría entender cuán importante para él era su mirada dorada, ni qué tanto de sus palabras había escuchado, hasta hacerlas suyas en su mente.
Cada uno de esos seres estaban ahí, ocultos en un cielo oscuro y descascarado hasta que él llegaba, y con el poder de sus ojos dibujaba las líneas de fuego que los traía de vuelta, que los hacía aparecer y estar visibles, retozando en paz en el campo celestial de un paraíso que nunca iba a terminarse. Ellos hablaban en una lengua que solo Darío podía comprender, y le decían qué hacer en el futuro cercano; él había memorizado sus formas y miradas de la misma forma que sus palabras, y sabía qué y cuándo hacer.
El mundo del mito ardía en las constelaciones, rodeando todo con un manto de oscuridad luminosa suave y perfecto, una conjunción de todos los elementos en uno, que cuando se hiciera real, traería el paraíso ante sus pies.
Darío había conocido los monstruos en su vida. Los primeros fueron aquellos seres invisibles que sellaron sus manos y su voz; con aquellos aprendió a vivir, los aceptó como parte de su existencia y entendió que siempre estarían ahí.
Pero no todos los monstruos eran intangibles.
Cuando pasó la etapa de la adolescencia y su cuerpo cambió, escuchó en muchas ocasiones voces de algunas personas a su alrededor que hablaban de él de una forma que, con el tiempo, aprendió podía ser tan monstruosa como sus acciones; en los lugares donde experimentaban y hacían pruebas para intentar determinar el mal que lo afectaba, su cuerpo siempre fue un objeto de investigación, terreno sin censura en donde las agujas o los ojos exploraban sin preguntar. Pero esas voces hablaban de su cuerpo con un tono de apreciación, algo que él sabía que existía, pero que no quería recibir en esas condiciones; no quería ser un objeto admirado sin permiso, pero no pudo hacer algo al respecto, del mismo modo que no pudo evitar que esas manos lo tocaran como si tuvieran el derecho de hacerlo.
Los monstruos habían estado ahí, disfrazando sus acciones con palabras sofisticadas y sus cuerpos con delantales blancos; habían actuado sobre seguro, sabiendo que Darío nunca podría decirle al mundo lo que sus manos y cuerpos habían hecho en él, sintiéndose libres de inmiscuirse en el territorio inexplorado que fue, impunes y jocosos de sus actos. Y era cierto, él jamás podría expresar lo que le habían hecho, o lo que le obligaron a hacer, sus lágrimas en ese entonces habían sido atribuidas a otros hechos por los mismos culpables, y nadie quiso saber si esa verdad impuesta era de ese modo o no; pero su mente no olvidaba, tenía marcado cada hecho, cada horrenda palabra, cada susurro mientras era sometido, cada acción a la que fue obligado. Cada una con una cara, cada una como la imagen que representaba todo lo que debería olvidar, pero ante lo que se negaba; todos los días, mientras estaba en el trabajo, dejaba un momento para recordar, para revivir el momento en que uno de esos monstruos lo había sometido al horror, y decirse una vez más que nunca iba a olvidar.
Esos recuerdos eran dolor de fuego para él, pero en jornadas como esa, el dorado elemento se convertía en cura y sanación, ya que no venía de monstruos, sino de sus constelaciones, sus amigos eternos con quienes se podía entender, a los que escuchaba cada susurro.
Los monstruos del presente eran distintos; esos hasta el momento no parecían querer acercarse, pero de todos modos estaban ahí, presentes en cualquier punto al que dirigiera la vista en todo momento.
Había descubierto, con algo de sorpresa, pero mucha satisfacción, que la mascarilla operaba como un traje de superhéroe de las películas; una vez que la usó, supo que en la mayoría de los sitios creerían que él estaba enfermo o algo parecido, y harían lo posible por disminuir las preguntas, llegando incluso a darle opciones de respuesta para que él pudiera limitarse a asentir o negar, a diferencia del resto de las personas.
Por primera vez supo que aquello que lo había hecho diferente, no tenía que ser símbolo solo de algo negativo, que también podía ser un arma.
Y la primera vez que había usado esa arma como tal había sido la jornada anterior; había sido inesperado, algo por completo fuera de norma y al mismo tiempo, la oportunidad perfecta.
Siempre traía la mascarilla en el bolsillo del pantalón, pero no la usaba cuando iba o volvía del trabajo; siendo eso parte de su identidad alterna, se dijo que debía tener cuidado y usarla solo cuando fuese necesario, pero fue imposible negarse.
Lo vio en una calle, y reconoció a uno de los monstruos que lo sometió en el pasado; era un monstruo triunfante bajo la apariencia de un ser común, sonriente a la vida y a los demás. Lo siguió a prudente distancia, hacia una de las calles más concurridas del distrito, y entonces supo que podría hacerlo.
Con su mascarilla puesta, caminó tras él, guardando cada vez menos distancia, observando sus movimientos con atención y a la vez queriendo huir de ahí; en el fondo, las heridas seguían presentes, aún lo podían lastimar con miedo y esa angustia de repetición que era la peor amenaza de todas. Su mente sabía que no le haría algo en un lugar público, pero el instinto recuperaba esos interminables momentos de dolor silencioso y le advertía de esa cercanía, gritando en su interior que eso podía repetirse.
Pero se obligó a quedar, se ordenó seguir caminando por esa calle como uno más entre todos, esperando el momento, pero sin saber si ocurriría. De pronto, cuando la luz del semáforo cambió de verde a rojo para los peatones y todo el gentío que avanzaba por esa vereda tuvo que detenerse, Darío entendió.
El monstruo estaba de pie al borde de la calle, y él justo detrás, tan cerca que parecía imposible, riesgo y oportunidad a un paso de tocarse; solo debía hacer una cosa, respirar profundo y hacerlo, sintiéndose indiferente del peligro. Confiando en que sería tan invisible para todos como siempre lo era.
Y entonces lo hizo. Fue un movimiento muy leve, que nadie alrededor pudo advertir, pero que tuvo el efecto esperado; el monstruo tropezó, y cuando sucedió el siguiente movimiento, ya era demasiado tarde para reaccionar.
Los gritos alrededor fueron un coro de ángeles en sus oídos; lo había logrado, había podido hacerlo sin titubear, y a partir de ese momento, todo el miedo y el dolor podría comenzar a sanar. Aún quedarían las siguientes heridas, pero una de ellas podría ser curada con el fuego pacifico de sus constelaciones; sus seres míticos estaban ahí, esperándolo, cuando la jornada anterior llegó y pudo sentirse a salvo un día más. Quería gritar por la emoción, deseaba poder decir largas palabras que explicaron todo lo que estaba sintiendo, pero supo que eso no sería posible, al igual que no lo fue en el pasado. Pero ¿Qué importaba? Había hecho algo con lo que soñó tanto tiempo, y la alegría y satisfacción eran algo tan real en su interior como las voces de sus criaturas; se había dormido con una sensación de paz, que poco a poco se abría paso entre el miedo y la tristeza de los sueños, y eso permanecía cuando despertó, y ante sus ojos las líneas doradas volvieron a dibujar a sus amados seres.
Lo miraban con agrado y con amor, orgullosos de su logro. En la distancia de esa habitación, su capacidad sobrenatural había alcanzado a ver sus actos, y eso los llenaba de dicha.
El camino hacia el futuro estaba claro, solo era necesario dar los pasos apropiados, y avanzar.


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Narices frías Capítulo 14: Unos dulces bocadillos




Román se había visto obligado a acercarse a la puerta, aunque no era su intención original; sabía que tendría que haber llamado a la unidad, pero en la práctica, no tenía más que un presentimiento al respecto, y los presentimientos no formaban parte del protocolo.
Pero era gracias a obedecer a su instinto que en más de una ocasión había hecho lo correcto.
Ignorando por completo la advertencia que su propia mente le hacía, se plantó delante de la puerta y golpeó, esperando que sucediera lo que su mente le estaba diciendo que sucedería; tal cual cono lo había previsto, no se escuchó sonido alguno, y tampoco que alguien se acercara, o girara el pomo de color bronceado. Cualquier persona podría decir que eso no significaba algo concreto, pero él ya había visto la delgada capa de polvo que reposaba sobre el pomo, lo que era señal inequívoca de un tiempo relativo en que nadie la había tocado.
Las cortinas estaban pulcramente ordenadas en las ventanas de ambos lados, para impedir que alguien pudiera ver en el interior; todo parecía una casa normal cuyos dueños no estaban en ese momento, pero para los sentidos de Román, nada de eso era normal.
Sacó un guante del bolsillo del pantalón, y tomó el pomo con mucha ligereza, intentando no eliminar la fina capa de polvo que era uno de sus indicadores de sucesos extraños; al girar, comprendió que no tenía pestillo y sólo los sobres y hojas en el suelo eran lo que hacían resistencia al movimiento. Al abrir con suavidad, el olor que salió desde el interior lo golpeó, inundando sus fosas nasales, con esa sensación acre y desagradable que nunca podría olvidar desde la primera vez que la sintió.
Siempre había tenido razón aquella vecina en sospechar de algo raro sucedía, pero seguramente ella jamás imaginó lo que estaba pasando a tan solo algunos metros de su casa.
Se vio en la obligación de juntar la puerta un instante y tratar de acostumbrarse, mientras con la otra mano sacó el móvil del bolsillo y envió su localización al jefe de turno en la unidad, con un mensaje breve, que sería comprendido de inmediato.
Después de guardar el teléfono móvil, apeló a su capacidad de concentración, abrió la puerta y entró en el lugar, dejando cerrado tras sí, en un intento de evitar que el olor saliera y preservar la intimidad que sería en vano, porque en unos minutos cualquier privacidad que hubiese existido, sería eliminada para siempre. En su mente, la idea principal en ese instante era localizar a la niña de la que la vecina había hablado, pero antes de poder hacer cualquier tipo de conjetura, o siquiera avanzar más de un paso, ella apareció en el lugar.

—Hola —dijo con un tono que no coincidía para nada con la dantesca escena que Román estaba viendo— ¿Quién eres tú?

A pesar de su entrenamiento, Román tuvo que hacer un esfuerzo por quitar la vista de lo que estaba pasando dentro de esa sala, y focalizarse en la primera prioridad, que era la niña ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, en esas condiciones? Se maldijo por haber tenido la poca precaución de no preguntarle a esa vecina el nombre de la niña, por no tomar más en serio lo que estaba sucediendo y ser riguroso en su actuar.

—Hola —dijo con toda la suavidad de la que fue capaz—, soy Román, soy policía ¿Cómo te llamas?

La niña llevaba pantalones cargo de color celeste y una remera azul, y el cabello castaño suelto cayendo sobre los hombros; parecía en estado de salud físico aceptable, aunque por supuesto, su estado mental era algo por completo distinto.

—Mi papá dice que no tengo que hablar con extraños, y que no pueden entrar visitas sin permiso.

Ella estaba del otro lado de la mesa de centro, a un paso de la puerta de lo que probablemente era la entrada de la cocina; estaba demasiado lejos como para acercarse de forma abrupta y contenerla, como sin duda sería necesario. Acerca de cuánto había visto, de seguro eso quedaría sepultado en su memoria infantil, detrás de un trauma que la perseguiría de por vida. Lo que había dicho era un discurso aprendido, que no estaba aplicado de acuerdo con lo que sucedía, porque de seguro, nunca nadie pudo prever lo que sucedería.

—Es cierto —replicó con cautela—, pero soy policía ¿ves —indicó la placa en su pecho— ¿Cómo te llamas?

Ella estaba en shock, eso para él era evidente; lo miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza, de seguro retenida en esa orden infantilmente repetida.

—Sofía.
—Sofía, yo me llamo Román. ¿Podrías acercarte?

La pequeña ladeó un poco la cabeza, algo confundida, como si no se esperara una pregunta como esa ¿Habría puesto ella esos sobres y papeles para tapar la hendija de la puerta?

—Mis papás no están, vuelven después.

Esa frase hizo que a Román se le helara la sangre peor que con lo que estaba viendo. Medio de espalda a la horrible escena que ocurría en la sala, sin mirar en esa dirección, parecía ciega y por completo apartada de la realidad, como si a su alrededor hubiera una muralla que Román no podía ver.

—Tuvieron que salir —explicó, con un tono de voz que no era el mismo de antes; en ese momento parecía confundida—, porque no se sentían bien del estómago.

Román había comenzado a acercarse a ella, procurando mantener una expresión neutra en el rostro, sin dejar de mirarla. En ese momento era vital tratar de evitar que ella mirara de nuevo en esa dirección, que al menos pudiera evitarse ver otra vez lo que desmentía sus palabras.

—Sofía ¿Qué te parece si hablamos afuera? ¿Te gustaría salir?

Había avanzado un par de pasos más, pero aún no estaba a la distancia apropiada para acercarse sin resultar agresivo; la sala podría haber pasado por cualquiera, con el desorden apropiado de un hogar en donde hay niños, focalizado en la mesa de centro, en donde un juego infantil de moldeo de masas contrastaba con el marco de todo lo que Román estaba viendo, con aquello a lo que ella había estado expuesta ¿Un día, dos? Los colores vibrantes de aquel juguete y sus paletas y masas eran un contraste violento y agresivo, algo que por sólo estar ahí resultaba profanado por la aberración que había sucedido en ese lugar.





—Mis papás no están —repitió ella, confundida—, pero no estoy sola, Terry está conmigo.

¿Terry? Román hizo un esfuerzo por mantener la misma expresión, pero en su interior se dispararon todas las alarmas ¿Había estado tobo ese tiempo acompañada? Frente a ese horrendo espectáculo, la idea de otra persona involucrada disparaba las alertas hasta niveles insospechados, y también lo hacía ver a él las cosas de un modo por completo diferente. Si había cometido la torpeza de entrar a la casa sin ocuparse de un potencial cuarto individuo, tanto él como la pequeña estaban en riesgo.

—¿Terry? —intentó sonar lo más natural posible.
—Sí, él es mi amigo —declaró ella.
—¿Y dónde está ahora?
—En la cocina —explicó ella—, Terry me acompaña.
—¿Y quién es él?

La expresión de confusión de la pequeña se intensificó, y el policía se arrepintió de haber hecho esa pregunta; era una niña sometida a una presión y estrés incalculable, no era propio hacer una pregunta compleja de ese tipo. El objetivo tenía que seguir siendo el mismo: sacarla de la casa, aunque su faceta de policía gritara que tenía que saber.

—Es mi amigo —reiteró ella, como si eso explicara todo—, es mi amigo.

Al mirarla de cerca, a dos pasos como estaba en ese momento, podía ver que su estado no era tan pulcro como le había parecido en un primer momento; su cabello no parecía limpio, y en la ropa tenía algunas manchas menores.

—Vamos afuera ¿sí?
—Mis papás no están, estoy con Terry —repitió la pequeña, retrocediendo dos pasos—, no puedo salir.

En el nombre del cielo que tenía que hacerlo; Román se dijo que tendría que recurrir a un movimiento brusco que la asustaría, pero que no tenía tiempo de seguir intentando las cosas del modo sutil. Prefería hacerla llorar un poco en ese momento que exponerla a todo eso un minuto más.
Pero la puerta de la cocina se abrió justo en el momento en que el oficial iba a dar el paso, y tuvo que detenerse; la pequeña había hecho una pausa al mismo tiempo, y continuó hablando como si no se hubiese percatado del movimiento a su espalda.

—Yo hice unos bocadillos para comer — indicó con un dedo el juego sobre la mesa—, y papá y mamá tuvieron que salir, pero Terry está conmigo, y jugamos y miramos a las hormigas, y las hormigas fueron a ver a las estatuas porque no las conocían, se quedaron con las estatuas en la mesa.

Quien había entrado, desde la cocina, era un perro labrador de brillante pelaje, que se sentó tras la pequeña y lo miró con una expresión serena que nada tenía que ver con las dos escenas simultáneas que contrastaban en esa sala; la pequeña parecía cerrada en una versión de la historia que, seguramente, su mente había creado para protegerla del horror, pero el perro lucía por completo tranquilo, como si nada de lo que estaba sucediendo fuera capaz de afectarlo. ¿No sentía el pútrido olor, no había escuchado llantos o quejidos?

—Pero Terry no puede comer bocadillos —dijo la pequeña—, él tiene una comida especial y no se le puede dar otra cosa; pero papá y mamá sí podían comer bocadillos, yo hice y les di a ellos pero no están ahora.

Román no pudo evitar un instante de desesperación pura al ver algo que había pasado por alto, entre las cosas sobre la mesa de centro, y hacer las uniones lógicas dentro de todo eso ¿Cuánto tiempo había pasado desde que entró a esa casa, uno, dos minutos? Necesitaba que alguien llegara a apoyarlo, pero más que todo, necesitaba reaccionar, tomar a la niña y salir de ahí tan rápido como fuera posible; pero algo se lo impedía, el sentimiento de angustia que había provocado en él la presencia del perro.
Porque su actitud calmada escondía algo más, algo que él había visto, aunque quizás nunca podría explicar en su totalidad. Lo que lo había impresionado era sentir que eso no debía estar pasando, pero pasaba; el perro había estado ahí, había visto todo, y percibido cada detalle con sentidos mucho más desarrollados que los de un humano. Había visto, y sabía todo.


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Narices frías Capítulo 13: No tires




Carlos no estaba contento con la idea de salir temprano la mañana de un sábado a dar la vuelta, pero se mantuvo fiel a su plan original y no dijo palabra al respecto. Su madre planteó el tema como si fuera la mejor idea del mundo, y su padre por supuesto que estuvo de acuerdo.

—A Kor le va a hacer muy bien explicó ella, con total seguridad—, lo vi en el programa de Narices frías, ¿Sabes? Dijeron que es muy importante mantener una rutina estable en la semana, por supuesto, pero hay que hacer una diferencia el fin de semana, porque así ellos lo pueden sentir y es muy gratificante.

Las explicaciones habrían estado de más, porque la decisión era un hecho desde el principio; el joven solo asintió con tranquilidad, y preguntó a qué hora sería apropiado sacarlo el fin de semana.

—A las nueve treinta es una excelente hora —opinó su padre—, después puede hacer calor y no es bueno que salga con tanto sol.

Todos los días se levantaba temprano para ir a la secundaria, por lo que le parecía injusto tener que comenzar la jornada de un sábado más temprano, pero desde luego, no lo dijo; su plan había funcionado bien, porque sus padres habían disminuido la vigilancia y la presión al verlo actuar de forma odebiente y no recibir reclamos por parte de los maestros, pero el asunto del perro era algo distinto, y estaba atrapado.
Al igual que todos los días, estaba esperando tras la puerta correspondiente a su espacio, cuando Carlos salió con la correa en la mano; casi podía sentir que el perro intentaba encontrar su mirada, y eso lo hizo sentir incómodo, más que de costumbre ¿Había descubierto que él no lo miraba a los ojos? ¿O siempre lo había sabido y ahora intentaba ponerlo de manifiesto?
Quizás, si lo intentaba con suficiente persistencia, si repetía esa acción una y otra vez, en algún momento sus padres lo notarían, y quizás ellos descubrirían que tampoco los miraba de un modo convencional, que hasta ese momento había estado mintiendo.
Aparentó frente a él de igual forma que ante sus padres, y se comportó como si esa alerta en su interior no estuviera gritando que se alejara, manteniendo firmes las manos mientras ponía el seguro en el collar y pasaba la mano por el otro extremo de la cuerda, que terminaba en una suerte de pulsera para asegurar el agarre.
Él también había hecho un cambio en esas salidas, aunque no lo había dicho; desde que tuvo esa particular conversación con un niño de una casa vecina, sintió que sus acciones estaban comprometidas, de modo que decidió salir con el perro por la ruta más larga, que exigía terminar esa cuadra y rodear la calle en la otra dirección. Podía ser que él tuviera que cargar con el animal, pero no quería que ese niño también lo hiciera.
Tan pronto como cerró la reja del jardín, sintió un tirón en la mano, y se quedó muy quieto, sorprendido de lo que estaba pasando; el perro, por primera vez desde que lo habían llevado a la casa, estaba haciendo algo distinto de quedarse quieto y obedecer.
Estaba de pie, tirando leve pero firmemente en la dirección opuesta a la que él había elegido desde unos días atrás; cualquiera que lo viera, de seguro pensaría que se trataba de un perro ansioso o alegre por la salida de casa, pero Carlos sabía que no era de eso, y esa seguridad lo hizo sentir un escalofrío terrible. Lo había descubierto, el perro sabía que él estaba hablando con alguien, o peor aún, ya había detectado quién era; tuvo la intención de darle una orden, pero no se atrevió a hablar en ese momento, incapaz de saber si podría mantener un tono de voz apropiado. No quería mostrar debilidad.
En vez de hablar, se limitó a comenzar la caminata en la dirección que había escogido, haciendo todo lo posible por ignorar la resistencia inicial del can. Después de un segundo de pugna, el perro siguió sus pasos, manteniendo la misma distancia y ritmo que en las ocasiones anteriores.
Pero algo había cambiado, y Carlos lo sabía; no podía explicarlo con claridad, pero sabía que era así; el perro estaba al tanto de lo que estaba sucediendo, y aunque una muralla divisora impidiese que tomara punto de vista de lo que estaba pasando a dos casas de distancia, sus otros sentidos sin duda podrían haberlo alertado.
¿Qué tan lejos podría oír? De pronto se sintió atenazado por el temor de estar siendo visto de un modo en que los ojos no eran capaces, algo que no se le había pasado por la mente ¿Había escuchado ese perro alguno de sus lamentos cuando, en la noche y oculto en su habitación, lo atormentaban las pesadillas? La sola idea resultaba repugnante en su mente, porque se trataba de un tipo de intrusión intangible, algo que no podía controlar ni detener, un acecho silencioso como la sombra, oculto en el patio de una casa bajo una apariencia imposible.
Estaba llegando a la esquina cuando el perro tiró de la correa. En un principio, Carlos creyó que se trataba del mismo gesto de hace unos momentos atrás, de modo que solo mantuvo el brazo firme, mientras el can adelantaba un par de pasos hasta tomar el largo completo de la correa. Estaba inmóvil, mirando al frente, quieto como si él no estuviera allí, y presionó un poco más hacia adelante.

«No, no lo creo»

No se había planteado la posibilidad de algo como eso, porque en el fondo estaba cómodo con la idea de que el perro hiciera todo de acuerdo con las órdenes que se le daban. Sostuvo la cuerda, y el can volvió a tirar, haciendo que la correa se tensara en torno a su muñeca.

—Quieto.

Dio la orden con la misma frialdad con la que le hablaba cada vez que era necesario, pero el perro siguió sin obedecer. Carlos pensó que era una buena oportunidad para dar una demostración de fuerza, incluso si se trataba de un escenario que no había previsto. Puso firmes las piernas y volvió a jalar, sintiendo esta vez que la resistencia disminuía al tirar, pero fue un pésimo momento para confiarse, porque el perro volvió a jalar, pero en esa ocasión con más fuerza que antes.

—Quieto.

Volvió a decir la orden en el momento, pero no sirvió; en esa ocasión el perro tiró con toda su fuerza, tensando la musculatura al punto de hacerlo trastabillar. Carlos quiso detenerse, pero avanzó dos, tres pasos hacia la calle, siendo tirado por el perro en vez de estar dirigiéndolo.
Al mismo tiempo, sintió el sonido de un camión acercándose por la izquierda, y notó con espanto que no había persona alguna en la calle en ese momento, y que la distancia con la vía por donde pasaría el camión era cada vez menos; intentó soltar la correa, pero esta se había cerrado en torno a su muñeca y no podía soltarse.
En milésimas de segundo, el can inició una carrera, que lo derribó de bruces; sintió el latigazo en el hombro, al tiempo que sus piernas se estrellaban con el suelo, y detenía el golpe en el torso con la mano libre. Faltaba demasiado poco para que llegara a la calle, y la correa estaba cerrada en torno a su muñeca como una trampa mortal; desesperado, el joven se revolvió en el suelo y tiró, luchando por detener el avance sin tener algo de lo que sujetarse, sabiendo que la pared de la casa a su izquierda estaba demasiado lejos como para poder alcanzarla.
Sin más opciones, se sujetó el antebrazo con la mano libre y tiró con toda su fuerza, ignorando cómo el material de la ajustada correa raspaba su piel; con un sonido sordo, la costura de ese extremo se desgarró, dejándolo libre muy poco antes de llegar al límite. El joven quedó en el suelo, sujetándose el brazo lastimado mientras intentaba recuperar la respiración luego de la terrible experiencia.
El perro se había detenido justo en el borde de la vereda, y esperaba inmóvil mirando adelante, como si nada hubiera pasado y sólo estuviera de pie aguardando el paso del camión, como si quien lo llevara siguiera de pie a su lado.
Como si no hubiese tratado de matarlo.
Carlos miró en todas direcciones, inspirando y botando el aire rápido, y comprobó que nadie había estado a la vista en esos segundos; por un instante había estado solo por completo en plena calle. Con piernas temblorosas se puso de pie, sujetándose el antebrazo que palpitaba por la presión de la correa antes de romperse ¿Podía ser todo eso un error?  No, no podía serlo, no era un acto de la casualidad ni un suceso fortuito, había sido intencional, y solo por una casualidad había logrado librarse. El perro seguía ahí, inmóvil, y no había volteado hacia él, manteniéndose a la espera de un suceso que debía ser normal y cotidiano.
Tenía que pensar y decidir qué hacer; lo más lógico sería decir lo que sucedió a su madre, pero lo descartó de inmediato, consciente de lo imposible de esa situación. Su madre nunca le creería, y mencionar algo como eso significaría volver a meterse en un problema, justo cuando las cosas estaban tranquilas; casi pudo escuchar a su madre diciendo que era imposible, que el pequeño, como solía decirle en ocasiones, nunca haría algo como eso. Podía imaginar la expresión de desaprobación de su padre, y la forma en que ambos hablarían de ese pésimo comportamiento, evaluando qué hacer para corregirlo.
¿Qué habría pasado si la correa no se hubiese roto? Él habría sido arrollado por el camión, y sus padres habrían estado muy tristes y angustiados por el peligro al que había estado expuesto su amado perro, por culpa de su hijo irresponsable.
Hablar de eso, sin testigo más que el brazo lastimado y una correa rota no era posible; tendría que callar eso junto con todo lo demás.
Decidió, un poco más calmado, que tendría que hacer la farsa con respecto a todo eso; se acercó al perro, luchando contra el fuerte sentimiento que lo impulsaba a alejarse de ahí corriendo, y recogió el extremo descosido de la correa, el mismo que momentos antes se había cerrado en torno a su muñeca como una cadena mortal. El perro seguía quieto, aguardando, y solo en ese momento, Carlos comprendió la real consecuencia de lo que había sucedido: al destruirse el extremo de la correa que lo sujetaba, había perdido una oportunidad única de causar lo que quería, y esa era una advertencia que lo había puesto sobre aviso. Ahora volvería a tener el mismo comportamiento de siempre, hasta que encontrara una nueva forma de perjudicarlo.
Sería una guerra, se dijo, pero iba a pelear en sus términos, no en los de él; decidió que diría que la correa se había descosido porque él tiró del extremo sin prestar atención, omitiendo todo lo sucedido en esa silenciosa y abandonada esquina, a tan solo unas cuantas casas de la suya. Lo protegería delante de sus padres, para que, entre silencio y silencio, no pudiera descubrir su miedo, pero tampoco lo que iba a hacer.


Próximo capítulo: Unos dulces bocadillos