Narices frías Capítulo 15: Estrellas en el techo




Darío habría querido que el día de descanso que tenía una vez por semana fuera algo que pudiera elegir, o al menos que se moviera dentro de la semana, pero en ningún momento le preguntaron acerca de eso, de modo que tuvo que conformarse con el horario que decidieron por él para el trabajo. De lunes a viernes, medio día el domingo y día libre el sábado; él sabía que lo ponían a trabajar más días que al resto porque era parte del acuerdo al que habían llegado para aceptarlo, y al mismo tiempo el modo de mantenerlo ocupado como se suponía que era lo mejor para él.
Le habían conseguido casa y trabajo para que se hiciera cargo como un adulto, pero no podía tener dos días de descanso a la semana como los otros adultos.
En alguna ocasión se había preguntado cómo sería si un día simplemente se fuera. Nadie lo extrañaría, por supuesto, pero le causaba curiosidad saber qué pasaría con el espacio que él ocupaba. ¿Echarían a la basura las cosas del departamento y pondrían ahí a otra persona al día siguiente, sin preguntar ni decir palabra? Sí, seguramente sería de ese modo, porque no habría alguien preguntando por él y sería mucho más sencillo.
De seguro, pasaba lo mismo con las personas cuando morían.
Pero no era probable que lo hiciera, incluso si tenía ganas de eso, porque era poco práctico; la dificultad para comunicarse era un límite para cualquier cosa que quisiera hacer, y si se iba de la casa y el trabajo, no tendría de qué vivir.
Así que su opción era seguir lo que estaba establecido para él, y esperar. Su costumbre era levantarse tarde el sábado, como una forma de sacar algún provecho y hacer algo distinto a los otros días; cuando despertaba a las ocho treinta, iba al baño, se enjuagaba la boca y volvía a acostarse, quedando de espalda, tapado por la sábana hasta la cintura, quieto, acompañado por el sonido de su respiración.
Le gustaba mirar los puntos del techo; en un principio, no había puesto atención en ellos, pero un día se encontró mirando y uniendo un punto con otro, igual que las constelaciones que mostraban en los documentales que veía en la televisión.
Por supuesto que esas no eran estrellas; la pintura del techo estaba desgastada, y en numerosos puntos tenía picaduras que estaban desordenabas como estrellas negras en un cielo distante. No importaba cuánto lo deseara, mientras estuviera atado al suelo, jamás alcanzaría esos diminutos puntos en la eternidad.
Como siempre estaba recostado de espalda, el punto de vista que tenía era siempre el mismo, y cada mañana que volvía a mirar, podía reconocer los puntos que, silenciosamente y con gran atención, había conectado, formando sobre su bóveda celestial privada una colección única y magnífica de criaturas que sólo él podía identificar. En su cielo, los seres eran inmortales, creaciones de su mente todopoderosa que flotaban para él, mirando benevolentes a quien les había dado vida, danzando entre polvo de estrellas sin abandonarlo jamás; nunca nadie sabría lo poderosos que eran, jamás nadie podría entender cuán importante para él era su mirada dorada, ni qué tanto de sus palabras había escuchado, hasta hacerlas suyas en su mente.
Cada uno de esos seres estaban ahí, ocultos en un cielo oscuro y descascarado hasta que él llegaba, y con el poder de sus ojos dibujaba las líneas de fuego que los traía de vuelta, que los hacía aparecer y estar visibles, retozando en paz en el campo celestial de un paraíso que nunca iba a terminarse. Ellos hablaban en una lengua que solo Darío podía comprender, y le decían qué hacer en el futuro cercano; él había memorizado sus formas y miradas de la misma forma que sus palabras, y sabía qué y cuándo hacer.
El mundo del mito ardía en las constelaciones, rodeando todo con un manto de oscuridad luminosa suave y perfecto, una conjunción de todos los elementos en uno, que cuando se hiciera real, traería el paraíso ante sus pies.
Darío había conocido los monstruos en su vida. Los primeros fueron aquellos seres invisibles que sellaron sus manos y su voz; con aquellos aprendió a vivir, los aceptó como parte de su existencia y entendió que siempre estarían ahí.
Pero no todos los monstruos eran intangibles.
Cuando pasó la etapa de la adolescencia y su cuerpo cambió, escuchó en muchas ocasiones voces de algunas personas a su alrededor que hablaban de él de una forma que, con el tiempo, aprendió podía ser tan monstruosa como sus acciones; en los lugares donde experimentaban y hacían pruebas para intentar determinar el mal que lo afectaba, su cuerpo siempre fue un objeto de investigación, terreno sin censura en donde las agujas o los ojos exploraban sin preguntar. Pero esas voces hablaban de su cuerpo con un tono de apreciación, algo que él sabía que existía, pero que no quería recibir en esas condiciones; no quería ser un objeto admirado sin permiso, pero no pudo hacer algo al respecto, del mismo modo que no pudo evitar que esas manos lo tocaran como si tuvieran el derecho de hacerlo.
Los monstruos habían estado ahí, disfrazando sus acciones con palabras sofisticadas y sus cuerpos con delantales blancos; habían actuado sobre seguro, sabiendo que Darío nunca podría decirle al mundo lo que sus manos y cuerpos habían hecho en él, sintiéndose libres de inmiscuirse en el territorio inexplorado que fue, impunes y jocosos de sus actos. Y era cierto, él jamás podría expresar lo que le habían hecho, o lo que le obligaron a hacer, sus lágrimas en ese entonces habían sido atribuidas a otros hechos por los mismos culpables, y nadie quiso saber si esa verdad impuesta era de ese modo o no; pero su mente no olvidaba, tenía marcado cada hecho, cada horrenda palabra, cada susurro mientras era sometido, cada acción a la que fue obligado. Cada una con una cara, cada una como la imagen que representaba todo lo que debería olvidar, pero ante lo que se negaba; todos los días, mientras estaba en el trabajo, dejaba un momento para recordar, para revivir el momento en que uno de esos monstruos lo había sometido al horror, y decirse una vez más que nunca iba a olvidar.
Esos recuerdos eran dolor de fuego para él, pero en jornadas como esa, el dorado elemento se convertía en cura y sanación, ya que no venía de monstruos, sino de sus constelaciones, sus amigos eternos con quienes se podía entender, a los que escuchaba cada susurro.
Los monstruos del presente eran distintos; esos hasta el momento no parecían querer acercarse, pero de todos modos estaban ahí, presentes en cualquier punto al que dirigiera la vista en todo momento.
Había descubierto, con algo de sorpresa, pero mucha satisfacción, que la mascarilla operaba como un traje de superhéroe de las películas; una vez que la usó, supo que en la mayoría de los sitios creerían que él estaba enfermo o algo parecido, y harían lo posible por disminuir las preguntas, llegando incluso a darle opciones de respuesta para que él pudiera limitarse a asentir o negar, a diferencia del resto de las personas.
Por primera vez supo que aquello que lo había hecho diferente, no tenía que ser símbolo solo de algo negativo, que también podía ser un arma.
Y la primera vez que había usado esa arma como tal había sido la jornada anterior; había sido inesperado, algo por completo fuera de norma y al mismo tiempo, la oportunidad perfecta.
Siempre traía la mascarilla en el bolsillo del pantalón, pero no la usaba cuando iba o volvía del trabajo; siendo eso parte de su identidad alterna, se dijo que debía tener cuidado y usarla solo cuando fuese necesario, pero fue imposible negarse.
Lo vio en una calle, y reconoció a uno de los monstruos que lo sometió en el pasado; era un monstruo triunfante bajo la apariencia de un ser común, sonriente a la vida y a los demás. Lo siguió a prudente distancia, hacia una de las calles más concurridas del distrito, y entonces supo que podría hacerlo.
Con su mascarilla puesta, caminó tras él, guardando cada vez menos distancia, observando sus movimientos con atención y a la vez queriendo huir de ahí; en el fondo, las heridas seguían presentes, aún lo podían lastimar con miedo y esa angustia de repetición que era la peor amenaza de todas. Su mente sabía que no le haría algo en un lugar público, pero el instinto recuperaba esos interminables momentos de dolor silencioso y le advertía de esa cercanía, gritando en su interior que eso podía repetirse.
Pero se obligó a quedar, se ordenó seguir caminando por esa calle como uno más entre todos, esperando el momento, pero sin saber si ocurriría. De pronto, cuando la luz del semáforo cambió de verde a rojo para los peatones y todo el gentío que avanzaba por esa vereda tuvo que detenerse, Darío entendió.
El monstruo estaba de pie al borde de la calle, y él justo detrás, tan cerca que parecía imposible, riesgo y oportunidad a un paso de tocarse; solo debía hacer una cosa, respirar profundo y hacerlo, sintiéndose indiferente del peligro. Confiando en que sería tan invisible para todos como siempre lo era.
Y entonces lo hizo. Fue un movimiento muy leve, que nadie alrededor pudo advertir, pero que tuvo el efecto esperado; el monstruo tropezó, y cuando sucedió el siguiente movimiento, ya era demasiado tarde para reaccionar.
Los gritos alrededor fueron un coro de ángeles en sus oídos; lo había logrado, había podido hacerlo sin titubear, y a partir de ese momento, todo el miedo y el dolor podría comenzar a sanar. Aún quedarían las siguientes heridas, pero una de ellas podría ser curada con el fuego pacifico de sus constelaciones; sus seres míticos estaban ahí, esperándolo, cuando la jornada anterior llegó y pudo sentirse a salvo un día más. Quería gritar por la emoción, deseaba poder decir largas palabras que explicaron todo lo que estaba sintiendo, pero supo que eso no sería posible, al igual que no lo fue en el pasado. Pero ¿Qué importaba? Había hecho algo con lo que soñó tanto tiempo, y la alegría y satisfacción eran algo tan real en su interior como las voces de sus criaturas; se había dormido con una sensación de paz, que poco a poco se abría paso entre el miedo y la tristeza de los sueños, y eso permanecía cuando despertó, y ante sus ojos las líneas doradas volvieron a dibujar a sus amados seres.
Lo miraban con agrado y con amor, orgullosos de su logro. En la distancia de esa habitación, su capacidad sobrenatural había alcanzado a ver sus actos, y eso los llenaba de dicha.
El camino hacia el futuro estaba claro, solo era necesario dar los pasos apropiados, y avanzar.


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Narices frías Capítulo 14: Unos dulces bocadillos




Román se había visto obligado a acercarse a la puerta, aunque no era su intención original; sabía que tendría que haber llamado a la unidad, pero en la práctica, no tenía más que un presentimiento al respecto, y los presentimientos no formaban parte del protocolo.
Pero era gracias a obedecer a su instinto que en más de una ocasión había hecho lo correcto.
Ignorando por completo la advertencia que su propia mente le hacía, se plantó delante de la puerta y golpeó, esperando que sucediera lo que su mente le estaba diciendo que sucedería; tal cual cono lo había previsto, no se escuchó sonido alguno, y tampoco que alguien se acercara, o girara el pomo de color bronceado. Cualquier persona podría decir que eso no significaba algo concreto, pero él ya había visto la delgada capa de polvo que reposaba sobre el pomo, lo que era señal inequívoca de un tiempo relativo en que nadie la había tocado.
Las cortinas estaban pulcramente ordenadas en las ventanas de ambos lados, para impedir que alguien pudiera ver en el interior; todo parecía una casa normal cuyos dueños no estaban en ese momento, pero para los sentidos de Román, nada de eso era normal.
Sacó un guante del bolsillo del pantalón, y tomó el pomo con mucha ligereza, intentando no eliminar la fina capa de polvo que era uno de sus indicadores de sucesos extraños; al girar, comprendió que no tenía pestillo y sólo los sobres y hojas en el suelo eran lo que hacían resistencia al movimiento. Al abrir con suavidad, el olor que salió desde el interior lo golpeó, inundando sus fosas nasales, con esa sensación acre y desagradable que nunca podría olvidar desde la primera vez que la sintió.
Siempre había tenido razón aquella vecina en sospechar de algo raro sucedía, pero seguramente ella jamás imaginó lo que estaba pasando a tan solo algunos metros de su casa.
Se vio en la obligación de juntar la puerta un instante y tratar de acostumbrarse, mientras con la otra mano sacó el móvil del bolsillo y envió su localización al jefe de turno en la unidad, con un mensaje breve, que sería comprendido de inmediato.
Después de guardar el teléfono móvil, apeló a su capacidad de concentración, abrió la puerta y entró en el lugar, dejando cerrado tras sí, en un intento de evitar que el olor saliera y preservar la intimidad que sería en vano, porque en unos minutos cualquier privacidad que hubiese existido, sería eliminada para siempre. En su mente, la idea principal en ese instante era localizar a la niña de la que la vecina había hablado, pero antes de poder hacer cualquier tipo de conjetura, o siquiera avanzar más de un paso, ella apareció en el lugar.

—Hola —dijo con un tono que no coincidía para nada con la dantesca escena que Román estaba viendo— ¿Quién eres tú?

A pesar de su entrenamiento, Román tuvo que hacer un esfuerzo por quitar la vista de lo que estaba pasando dentro de esa sala, y focalizarse en la primera prioridad, que era la niña ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, en esas condiciones? Se maldijo por haber tenido la poca precaución de no preguntarle a esa vecina el nombre de la niña, por no tomar más en serio lo que estaba sucediendo y ser riguroso en su actuar.

—Hola —dijo con toda la suavidad de la que fue capaz—, soy Román, soy policía ¿Cómo te llamas?

La niña llevaba pantalones cargo de color celeste y una remera azul, y el cabello castaño suelto cayendo sobre los hombros; parecía en estado de salud físico aceptable, aunque por supuesto, su estado mental era algo por completo distinto.

—Mi papá dice que no tengo que hablar con extraños, y que no pueden entrar visitas sin permiso.

Ella estaba del otro lado de la mesa de centro, a un paso de la puerta de lo que probablemente era la entrada de la cocina; estaba demasiado lejos como para acercarse de forma abrupta y contenerla, como sin duda sería necesario. Acerca de cuánto había visto, de seguro eso quedaría sepultado en su memoria infantil, detrás de un trauma que la perseguiría de por vida. Lo que había dicho era un discurso aprendido, que no estaba aplicado de acuerdo con lo que sucedía, porque de seguro, nunca nadie pudo prever lo que sucedería.

—Es cierto —replicó con cautela—, pero soy policía ¿ves —indicó la placa en su pecho— ¿Cómo te llamas?

Ella estaba en shock, eso para él era evidente; lo miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza, de seguro retenida en esa orden infantilmente repetida.

—Sofía.
—Sofía, yo me llamo Román. ¿Podrías acercarte?

La pequeña ladeó un poco la cabeza, algo confundida, como si no se esperara una pregunta como esa ¿Habría puesto ella esos sobres y papeles para tapar la hendija de la puerta?

—Mis papás no están, vuelven después.

Esa frase hizo que a Román se le helara la sangre peor que con lo que estaba viendo. Medio de espalda a la horrible escena que ocurría en la sala, sin mirar en esa dirección, parecía ciega y por completo apartada de la realidad, como si a su alrededor hubiera una muralla que Román no podía ver.

—Tuvieron que salir —explicó, con un tono de voz que no era el mismo de antes; en ese momento parecía confundida—, porque no se sentían bien del estómago.

Román había comenzado a acercarse a ella, procurando mantener una expresión neutra en el rostro, sin dejar de mirarla. En ese momento era vital tratar de evitar que ella mirara de nuevo en esa dirección, que al menos pudiera evitarse ver otra vez lo que desmentía sus palabras.

—Sofía ¿Qué te parece si hablamos afuera? ¿Te gustaría salir?

Había avanzado un par de pasos más, pero aún no estaba a la distancia apropiada para acercarse sin resultar agresivo; la sala podría haber pasado por cualquiera, con el desorden apropiado de un hogar en donde hay niños, focalizado en la mesa de centro, en donde un juego infantil de moldeo de masas contrastaba con el marco de todo lo que Román estaba viendo, con aquello a lo que ella había estado expuesta ¿Un día, dos? Los colores vibrantes de aquel juguete y sus paletas y masas eran un contraste violento y agresivo, algo que por sólo estar ahí resultaba profanado por la aberración que había sucedido en ese lugar.





—Mis papás no están —repitió ella, confundida—, pero no estoy sola, Terry está conmigo.

¿Terry? Román hizo un esfuerzo por mantener la misma expresión, pero en su interior se dispararon todas las alarmas ¿Había estado tobo ese tiempo acompañada? Frente a ese horrendo espectáculo, la idea de otra persona involucrada disparaba las alertas hasta niveles insospechados, y también lo hacía ver a él las cosas de un modo por completo diferente. Si había cometido la torpeza de entrar a la casa sin ocuparse de un potencial cuarto individuo, tanto él como la pequeña estaban en riesgo.

—¿Terry? —intentó sonar lo más natural posible.
—Sí, él es mi amigo —declaró ella.
—¿Y dónde está ahora?
—En la cocina —explicó ella—, Terry me acompaña.
—¿Y quién es él?

La expresión de confusión de la pequeña se intensificó, y el policía se arrepintió de haber hecho esa pregunta; era una niña sometida a una presión y estrés incalculable, no era propio hacer una pregunta compleja de ese tipo. El objetivo tenía que seguir siendo el mismo: sacarla de la casa, aunque su faceta de policía gritara que tenía que saber.

—Es mi amigo —reiteró ella, como si eso explicara todo—, es mi amigo.

Al mirarla de cerca, a dos pasos como estaba en ese momento, podía ver que su estado no era tan pulcro como le había parecido en un primer momento; su cabello no parecía limpio, y en la ropa tenía algunas manchas menores.

—Vamos afuera ¿sí?
—Mis papás no están, estoy con Terry —repitió la pequeña, retrocediendo dos pasos—, no puedo salir.

En el nombre del cielo que tenía que hacerlo; Román se dijo que tendría que recurrir a un movimiento brusco que la asustaría, pero que no tenía tiempo de seguir intentando las cosas del modo sutil. Prefería hacerla llorar un poco en ese momento que exponerla a todo eso un minuto más.
Pero la puerta de la cocina se abrió justo en el momento en que el oficial iba a dar el paso, y tuvo que detenerse; la pequeña había hecho una pausa al mismo tiempo, y continuó hablando como si no se hubiese percatado del movimiento a su espalda.

—Yo hice unos bocadillos para comer — indicó con un dedo el juego sobre la mesa—, y papá y mamá tuvieron que salir, pero Terry está conmigo, y jugamos y miramos a las hormigas, y las hormigas fueron a ver a las estatuas porque no las conocían, se quedaron con las estatuas en la mesa.

Quien había entrado, desde la cocina, era un perro labrador de brillante pelaje, que se sentó tras la pequeña y lo miró con una expresión serena que nada tenía que ver con las dos escenas simultáneas que contrastaban en esa sala; la pequeña parecía cerrada en una versión de la historia que, seguramente, su mente había creado para protegerla del horror, pero el perro lucía por completo tranquilo, como si nada de lo que estaba sucediendo fuera capaz de afectarlo. ¿No sentía el pútrido olor, no había escuchado llantos o quejidos?

—Pero Terry no puede comer bocadillos —dijo la pequeña—, él tiene una comida especial y no se le puede dar otra cosa; pero papá y mamá sí podían comer bocadillos, yo hice y les di a ellos pero no están ahora.

Román no pudo evitar un instante de desesperación pura al ver algo que había pasado por alto, entre las cosas sobre la mesa de centro, y hacer las uniones lógicas dentro de todo eso ¿Cuánto tiempo había pasado desde que entró a esa casa, uno, dos minutos? Necesitaba que alguien llegara a apoyarlo, pero más que todo, necesitaba reaccionar, tomar a la niña y salir de ahí tan rápido como fuera posible; pero algo se lo impedía, el sentimiento de angustia que había provocado en él la presencia del perro.
Porque su actitud calmada escondía algo más, algo que él había visto, aunque quizás nunca podría explicar en su totalidad. Lo que lo había impresionado era sentir que eso no debía estar pasando, pero pasaba; el perro había estado ahí, había visto todo, y percibido cada detalle con sentidos mucho más desarrollados que los de un humano. Había visto, y sabía todo.


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Narices frías Capítulo 13: No tires




Carlos no estaba contento con la idea de salir temprano la mañana de un sábado a dar la vuelta, pero se mantuvo fiel a su plan original y no dijo palabra al respecto. Su madre planteó el tema como si fuera la mejor idea del mundo, y su padre por supuesto que estuvo de acuerdo.

—A Kor le va a hacer muy bien explicó ella, con total seguridad—, lo vi en el programa de Narices frías, ¿Sabes? Dijeron que es muy importante mantener una rutina estable en la semana, por supuesto, pero hay que hacer una diferencia el fin de semana, porque así ellos lo pueden sentir y es muy gratificante.

Las explicaciones habrían estado de más, porque la decisión era un hecho desde el principio; el joven solo asintió con tranquilidad, y preguntó a qué hora sería apropiado sacarlo el fin de semana.

—A las nueve treinta es una excelente hora —opinó su padre—, después puede hacer calor y no es bueno que salga con tanto sol.

Todos los días se levantaba temprano para ir a la secundaria, por lo que le parecía injusto tener que comenzar la jornada de un sábado más temprano, pero desde luego, no lo dijo; su plan había funcionado bien, porque sus padres habían disminuido la vigilancia y la presión al verlo actuar de forma odebiente y no recibir reclamos por parte de los maestros, pero el asunto del perro era algo distinto, y estaba atrapado.
Al igual que todos los días, estaba esperando tras la puerta correspondiente a su espacio, cuando Carlos salió con la correa en la mano; casi podía sentir que el perro intentaba encontrar su mirada, y eso lo hizo sentir incómodo, más que de costumbre ¿Había descubierto que él no lo miraba a los ojos? ¿O siempre lo había sabido y ahora intentaba ponerlo de manifiesto?
Quizás, si lo intentaba con suficiente persistencia, si repetía esa acción una y otra vez, en algún momento sus padres lo notarían, y quizás ellos descubrirían que tampoco los miraba de un modo convencional, que hasta ese momento había estado mintiendo.
Aparentó frente a él de igual forma que ante sus padres, y se comportó como si esa alerta en su interior no estuviera gritando que se alejara, manteniendo firmes las manos mientras ponía el seguro en el collar y pasaba la mano por el otro extremo de la cuerda, que terminaba en una suerte de pulsera para asegurar el agarre.
Él también había hecho un cambio en esas salidas, aunque no lo había dicho; desde que tuvo esa particular conversación con un niño de una casa vecina, sintió que sus acciones estaban comprometidas, de modo que decidió salir con el perro por la ruta más larga, que exigía terminar esa cuadra y rodear la calle en la otra dirección. Podía ser que él tuviera que cargar con el animal, pero no quería que ese niño también lo hiciera.
Tan pronto como cerró la reja del jardín, sintió un tirón en la mano, y se quedó muy quieto, sorprendido de lo que estaba pasando; el perro, por primera vez desde que lo habían llevado a la casa, estaba haciendo algo distinto de quedarse quieto y obedecer.
Estaba de pie, tirando leve pero firmemente en la dirección opuesta a la que él había elegido desde unos días atrás; cualquiera que lo viera, de seguro pensaría que se trataba de un perro ansioso o alegre por la salida de casa, pero Carlos sabía que no era de eso, y esa seguridad lo hizo sentir un escalofrío terrible. Lo había descubierto, el perro sabía que él estaba hablando con alguien, o peor aún, ya había detectado quién era; tuvo la intención de darle una orden, pero no se atrevió a hablar en ese momento, incapaz de saber si podría mantener un tono de voz apropiado. No quería mostrar debilidad.
En vez de hablar, se limitó a comenzar la caminata en la dirección que había escogido, haciendo todo lo posible por ignorar la resistencia inicial del can. Después de un segundo de pugna, el perro siguió sus pasos, manteniendo la misma distancia y ritmo que en las ocasiones anteriores.
Pero algo había cambiado, y Carlos lo sabía; no podía explicarlo con claridad, pero sabía que era así; el perro estaba al tanto de lo que estaba sucediendo, y aunque una muralla divisora impidiese que tomara punto de vista de lo que estaba pasando a dos casas de distancia, sus otros sentidos sin duda podrían haberlo alertado.
¿Qué tan lejos podría oír? De pronto se sintió atenazado por el temor de estar siendo visto de un modo en que los ojos no eran capaces, algo que no se le había pasado por la mente ¿Había escuchado ese perro alguno de sus lamentos cuando, en la noche y oculto en su habitación, lo atormentaban las pesadillas? La sola idea resultaba repugnante en su mente, porque se trataba de un tipo de intrusión intangible, algo que no podía controlar ni detener, un acecho silencioso como la sombra, oculto en el patio de una casa bajo una apariencia imposible.
Estaba llegando a la esquina cuando el perro tiró de la correa. En un principio, Carlos creyó que se trataba del mismo gesto de hace unos momentos atrás, de modo que solo mantuvo el brazo firme, mientras el can adelantaba un par de pasos hasta tomar el largo completo de la correa. Estaba inmóvil, mirando al frente, quieto como si él no estuviera allí, y presionó un poco más hacia adelante.

«No, no lo creo»

No se había planteado la posibilidad de algo como eso, porque en el fondo estaba cómodo con la idea de que el perro hiciera todo de acuerdo con las órdenes que se le daban. Sostuvo la cuerda, y el can volvió a tirar, haciendo que la correa se tensara en torno a su muñeca.

—Quieto.

Dio la orden con la misma frialdad con la que le hablaba cada vez que era necesario, pero el perro siguió sin obedecer. Carlos pensó que era una buena oportunidad para dar una demostración de fuerza, incluso si se trataba de un escenario que no había previsto. Puso firmes las piernas y volvió a jalar, sintiendo esta vez que la resistencia disminuía al tirar, pero fue un pésimo momento para confiarse, porque el perro volvió a jalar, pero en esa ocasión con más fuerza que antes.

—Quieto.

Volvió a decir la orden en el momento, pero no sirvió; en esa ocasión el perro tiró con toda su fuerza, tensando la musculatura al punto de hacerlo trastabillar. Carlos quiso detenerse, pero avanzó dos, tres pasos hacia la calle, siendo tirado por el perro en vez de estar dirigiéndolo.
Al mismo tiempo, sintió el sonido de un camión acercándose por la izquierda, y notó con espanto que no había persona alguna en la calle en ese momento, y que la distancia con la vía por donde pasaría el camión era cada vez menos; intentó soltar la correa, pero esta se había cerrado en torno a su muñeca y no podía soltarse.
En milésimas de segundo, el can inició una carrera, que lo derribó de bruces; sintió el latigazo en el hombro, al tiempo que sus piernas se estrellaban con el suelo, y detenía el golpe en el torso con la mano libre. Faltaba demasiado poco para que llegara a la calle, y la correa estaba cerrada en torno a su muñeca como una trampa mortal; desesperado, el joven se revolvió en el suelo y tiró, luchando por detener el avance sin tener algo de lo que sujetarse, sabiendo que la pared de la casa a su izquierda estaba demasiado lejos como para poder alcanzarla.
Sin más opciones, se sujetó el antebrazo con la mano libre y tiró con toda su fuerza, ignorando cómo el material de la ajustada correa raspaba su piel; con un sonido sordo, la costura de ese extremo se desgarró, dejándolo libre muy poco antes de llegar al límite. El joven quedó en el suelo, sujetándose el brazo lastimado mientras intentaba recuperar la respiración luego de la terrible experiencia.
El perro se había detenido justo en el borde de la vereda, y esperaba inmóvil mirando adelante, como si nada hubiera pasado y sólo estuviera de pie aguardando el paso del camión, como si quien lo llevara siguiera de pie a su lado.
Como si no hubiese tratado de matarlo.
Carlos miró en todas direcciones, inspirando y botando el aire rápido, y comprobó que nadie había estado a la vista en esos segundos; por un instante había estado solo por completo en plena calle. Con piernas temblorosas se puso de pie, sujetándose el antebrazo que palpitaba por la presión de la correa antes de romperse ¿Podía ser todo eso un error?  No, no podía serlo, no era un acto de la casualidad ni un suceso fortuito, había sido intencional, y solo por una casualidad había logrado librarse. El perro seguía ahí, inmóvil, y no había volteado hacia él, manteniéndose a la espera de un suceso que debía ser normal y cotidiano.
Tenía que pensar y decidir qué hacer; lo más lógico sería decir lo que sucedió a su madre, pero lo descartó de inmediato, consciente de lo imposible de esa situación. Su madre nunca le creería, y mencionar algo como eso significaría volver a meterse en un problema, justo cuando las cosas estaban tranquilas; casi pudo escuchar a su madre diciendo que era imposible, que el pequeño, como solía decirle en ocasiones, nunca haría algo como eso. Podía imaginar la expresión de desaprobación de su padre, y la forma en que ambos hablarían de ese pésimo comportamiento, evaluando qué hacer para corregirlo.
¿Qué habría pasado si la correa no se hubiese roto? Él habría sido arrollado por el camión, y sus padres habrían estado muy tristes y angustiados por el peligro al que había estado expuesto su amado perro, por culpa de su hijo irresponsable.
Hablar de eso, sin testigo más que el brazo lastimado y una correa rota no era posible; tendría que callar eso junto con todo lo demás.
Decidió, un poco más calmado, que tendría que hacer la farsa con respecto a todo eso; se acercó al perro, luchando contra el fuerte sentimiento que lo impulsaba a alejarse de ahí corriendo, y recogió el extremo descosido de la correa, el mismo que momentos antes se había cerrado en torno a su muñeca como una cadena mortal. El perro seguía quieto, aguardando, y solo en ese momento, Carlos comprendió la real consecuencia de lo que había sucedido: al destruirse el extremo de la correa que lo sujetaba, había perdido una oportunidad única de causar lo que quería, y esa era una advertencia que lo había puesto sobre aviso. Ahora volvería a tener el mismo comportamiento de siempre, hasta que encontrara una nueva forma de perjudicarlo.
Sería una guerra, se dijo, pero iba a pelear en sus términos, no en los de él; decidió que diría que la correa se había descosido porque él tiró del extremo sin prestar atención, omitiendo todo lo sucedido en esa silenciosa y abandonada esquina, a tan solo unas cuantas casas de la suya. Lo protegería delante de sus padres, para que, entre silencio y silencio, no pudiera descubrir su miedo, pero tampoco lo que iba a hacer.


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Narices frías Capítulo 12: Durante un tiempo



Román Villar había caído en desgracia en el cuerpo de policía cuando se saltó todos los procedimientos para capturar a un delincuente; se trataba de un hombre que había asesinado a dos niños en su propio domicilio, pero también era una persona de recursos que habría podido usarlos para modificar la verdad en su beneficio.
Así que él, por su cuenta, logró llegar hasta él y sacarle la confesión que a la larga lo condenó a prisión, pero el costo fue perder todo lo que tenía en su puesto, incluyendo la confianza de sus superiores y el respeto de sus compañeros; no fue desvinculado, pero sí tuvo que irse del distrito en el que vivía, para comenzar una carrera desde abajo. Su superior le había dicho que sería temporal, pero él sabía que nunca volvería a su empleo anterior, que seguiría siendo un oficial de policía, pero ahí, en Victoria de Borou.
Había llegado el viernes 18 de octubre por la tarde, directo al departamento en que viviría; tras dejar sus cosas y arreglarse un poco, se presentó ante su oficial al mando, quien le dio un saludo vago, algunas recomendaciones vagas, le indicó cuál sería su minúsculo módulo de trabajo y le dijo, como si se tratara de alguna clase de premio, que podría descansar el fin de semana, para tomar sus funciones el lunes.
Pero las cosas habían cambiado; uno de los oficiales había tenido un accidente, y tuvo que reemplazarlo el sábado desde primera hora de la mañana.
Labor social. En todas partes tenía que haber un par de oficiales encargados de atender asuntos de tipo social, que no eran denuncias de delitos propiamente tal, pero requerían algún tipo de atención, o se trataba de personas en una situación en que pedían la ayuda de la policía por desconfiar o desconocer los servicios sociales. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en su anterior localización, sus nuevos compañeros le dijeron que en el distrito, literalmente, no pasaba nada, lo que debería considerar como un premio, ya que estaría todo el día sentado ante la pantalla revisando estadísticas, ordenando papeles y tomando café.
Román odiaba el trabajo de oficina; le gustaba estar en su departamento viendo series, pero no en el trabajo y menos amarrado a un escritorio. Por esto, cuando llegó una llamada de una señora mayor anunciando que podía haber un problema en una casa vecina, se ofreció para ir en persona a ver de qué se trataba.

—Esa señora debe tener ciento treinta y siete años —le dijo uno de sus compañeros—, debiste calmarla por teléfono y quedarte tranquilo aquí.
—Puede ser, pero prefiero ir a ver qué sucede —replicó Román, con una sonrisa—. Además, acabo de llegar aquí, me va a hacer bien conocer las calles.

El otro se había encogido de hombros ante esa respuesta.

—Pues será como tú digas —le dijo al fin—. Si eres tan anticuado como para ir a rescatar a una persona imaginaria de sus problemas imaginarios, tal vez quieras ver la dirección en nuestro mapa.

En efecto, tenían un mapa detallado del distrito como en cualquier departamento de policía; lo primero que le llamó la atención fue que la forma que daban los límites al lugar era casi un pentágono perfecto, con las calles principales convergiendo en torno a la Administración distrital en el centro, y muchas calles que parecían formar una red.

—Es raro —comentó, como al pasar—. Creo que no había visto un mapa tan ordenado.
—¿lo dices por las calles? —señaló otro de los presentes—. Se inspiraron en un diseño francés, o puede que irlandés; por allá hay una ciudad que es perfecta ¿Dani?

El aludido no estaba.

—Debe haber salido. Bueno, él tiene una imagen satelital de esa ciudad, y es una construcción geométrica perfecta; es para reducir los tiempos de viaje.

Román había escuchado algo de eso años atrás; los políticos siempre prometían hacer mejoras en la infraestructura de la ciudad para permitir la disminución de la congestión vehicular, pero a la hora de la verdad, las compañías inmobiliarias terminaban por hacer lo que querían. Y, en efecto, a su llegada al distrito había tenido un desplazamiento expedito aún con alto tráfico.

—Parece que lo han estado haciendo aquí también.

Salió en el auto hacia la dirección que le habían indicado; se trataba de un barrio residencial antiguo, ubicado a veinte minutos del departamento, y en apariencia un sitio extremadamente tranquilo.
La mujer mayor había indicado que estaba preocupada por la familia que vivía del otro lado de su calle, en la casa que estaba frente a la suya; decía que le había parecido un poco extraño que no se habían visto en los últimos días, pero que lo consideró normal porque ella no era una chismosa como otras personas.
Román pensaba que sí lo era, pero no lo verbalizó; de todos modos, era muy probable que solo se tratase de ideas de alguien mayor y con pocas personas a quien ver, pero no parecía difícil solucionarlo y ese tipo de acciones siempre beneficiaban a la institución, y a la sociedad.
Lo que haría sería confirmar que todo estaba en orden con esa familia, sin delatar a la anciana, y luego acercarse con disimulo a su casa, para tranquilizarla con respecto a la situación de ausencia que según ella aquejaba a unos vecinos.

—Buenos días.
—Buenos días, oficial, pase por favor.

La anciana apenas miró su placa antes de abrir la puerta, y lo invitó a pasar; su casa correspondía con lo que él esperaba del domicilio de una persona mayor que viviera sola: abundantes adornos en los muebles y cuadros en las paredes, aroma a desinfectante de lavanda y todo muy bien ordenado. Ella debía tener más de ochenta, era de baja estatura y vestía un traje de estar en casa, algo pasado de moda, pero impecable.

—Gracias por venir, no sabía si era correcto llamar.

No parecía demasiado convencida, pero tampoco lucía como la clásica anciana con demasiado tiempo libre para estar en las ventanas. Román la tranquilizó.

—Hizo lo correcto. Ahora, por favor, dígame lo que le preocupa.

La mujer hizo un gesto hacia la sala, pero él declinó la invitación con un asentimiento y una amable sonrisa; no quería que ese caso de rutina se volviera una tediosa charla.

—Lo que ocurre es que yo salgo todos los días a comprar pan fresco, por la tarde, es mucho más cómodo —explicó como si fuera obvio—, y por casualidad, veo cuando llega el matrimonio de la casa que está justo enfrente, junto con la niña, por supuesto.

El policía estaba empezando a pensar que su compañero tenía razón al decirle que debería haber resuelto eso por teléfono, pero no dijo nada; ya estaba ahí.

—Comprendo.
—Ellos son personas muy amables, usted entiende, y desde luego que nos hemos saludado en alguna ocasión; la pequeña va a la escuela que esta hacia allá —hizo un gesto vago hacia el poniente—, y ellos seguramente la pasan a buscar cuando salen de su trabajo. Ella tiene el uniforme, por eso sé que va a esa escuela ¿Comprende?
—Desde luego —replicó él.
—Entonces, es natural que uno vea a las personas, pero hace unos días, yo estaba volviendo y no los vi. Naturalmente no pensé nada sobre eso ¿Sabe? Porque una persona puede tener otros planes.

Parecía que se estaba disculpando constantemente para evitar que alguien pensara que era una chismosa, pero lo cierto era que no estaba resultando. Román se dijo que en cuanto cruzara la calle y comprobara algo que ella podría haber hecho por su cuenta, se sentiría como un novato.

—Desde luego —apuntó con tono de estar por completo de acuerdo— ¿Sucedió algo más?
Bueno, ellos realmente no estuvieron visibles los días siguientes —respondió ella—; yo no estaba husmeando, desde luego, pero me llamó la atención. Supuse que habrían cambiado de horario o algo parecido, pero ayer vi que una señorita estuvo tocando a su puerta, y nadie salió ¿Entiende? Y eso fue en la tarde, cuando deberían estar ahí.

¿Su preocupación era que un matrimonio al que no conocía no saliera a abrir una puerta? Román se sintió ridículo, pero contó hasta diez para calmarse, mientras la anciana seguía hablando.

—Así que pensé que podría haber sucedido algo; pero yo no podía hacer nada por ellos si hubiera pasado, de modo que creí que lo mejor era que un profesional se hiciera cargo. Es un matrimonio joven, pero uno nunca sabe, y es preocupante que hubiese pasado algo con ellos y nadie pudiera hacerse cargo de los dos pequeños.
—¿Dos? —preguntó él, temiendo haber pasado por alto alguna cosa—, disculpe, creí entender que dijo que tienen solo una hija.
—Oh, sí, la tienen —explicó ella—, me refería al perro que adoptaron hace poco, vive con ellos desde luego. Es un labrador, por lo que parece, los vi sacarlo a pasear en alguna ocasión, pero desde luego no los he visto haciendo eso, tampoco.

Perfectamente podían haber salido de vacaciones, excepto que octubre no era fecha para eso cuando se trataba de un matrimonio con hijos, y que los perros necesitaban ser sacados regularmente.

—Bien, veré qué puedo hacer —concluyó, dispuesto a salir—, le agradezco mucho la información que me ha dado.

Ella pareció un poco decepcionada al ver que él no le hacía más preguntas, pero no lo dijo, y se limitó asentir. Una vez fuera, el oficial de policía decidió ir a dar un breve paseo por la cuadra, para analizar el entorno antes de ir al domicilio que lo había llevado ahí; se trataba de un barrio como cualquier otro, con casas muy parecidas entre ellas, jardines bien cuidados, cortinas cubriendo las ventanas, y nadie en el exterior, nadie aprovechando de tomar un poco de aire o cuidando de las plantas, como si de súbito todos hubieran decidido esconderse de él, dejándolo en medio de un desierto de cemento, a vista y merced de lo desconocido.
Después de unos momentos, dirigió sus pasos a la casa indicada; había decidido usar la versión en donde se presentaba con vecinos aleatorios del lugar, como una forma de mostrar cercanía y un buen trato.
Iba a tocar el timbre cuando algo llamó su atención; algo que no estaba bien en esa casa.
La puerta de la construcción distaba de la reja del jardín por unos cinco metros, pero no era demasiada distancia para su vista entrenada.
Como ocurría en las casas que no tenían buzón, las cartas con cuentas o anuncios se lanzaban al jardín, y verlas en el suelo era un indicador de que los habitantes no estaban allí. No había cartas en el suelo, pero toda la parte inferior de la puerta de entrada estaba obstaculizada con ellas, como si alguien las hubiese puesto a propósito, para evitar que alguien pudiera mirar por la hendija. ¿Podría ser alguna costumbre extravagante? Decidió tocar el timbre, pero se dio cuenta de que no estaba funcionando, solo era un botón de metal sin utilidad en un panel.
Bien, era sábado, ellos podían haber salido, pero eso no explicaba la forma tan extraña de cubrir la puerta; además, daba la impresión de haber sido desde el interior.
Extrañado de esa situación, probó la puerta de la reja, comprobando que solo tenía pestillo. Tras cruzar el jardín llegó hasta la puerta de la casa, con todos los sentidos alerta y estando en modo operativo, dispuesto a actuar en cualquier momento.
Golpeó tres veces sobre la madera de la puerta, haciendo caso omiso a la mirilla de cristal que lo contemplaba.
Esperó y volvió a golpear tres veces, pero nadie abrió.


Próximo capítulo: No tires