Narices frías Capítulo 12: Durante un tiempo



Román Villar había caído en desgracia en el cuerpo de policía cuando se saltó todos los procedimientos para capturar a un delincuente; se trataba de un hombre que había asesinado a dos niños en su propio domicilio, pero también era una persona de recursos que habría podido usarlos para modificar la verdad en su beneficio.
Así que él, por su cuenta, logró llegar hasta él y sacarle la confesión que a la larga lo condenó a prisión, pero el costo fue perder todo lo que tenía en su puesto, incluyendo la confianza de sus superiores y el respeto de sus compañeros; no fue desvinculado, pero sí tuvo que irse del distrito en el que vivía, para comenzar una carrera desde abajo. Su superior le había dicho que sería temporal, pero él sabía que nunca volvería a su empleo anterior, que seguiría siendo un oficial de policía, pero ahí, en Victoria de Borou.
Había llegado el viernes 18 de octubre por la tarde, directo al departamento en que viviría; tras dejar sus cosas y arreglarse un poco, se presentó ante su oficial al mando, quien le dio un saludo vago, algunas recomendaciones vagas, le indicó cuál sería su minúsculo módulo de trabajo y le dijo, como si se tratara de alguna clase de premio, que podría descansar el fin de semana, para tomar sus funciones el lunes.
Pero las cosas habían cambiado; uno de los oficiales había tenido un accidente, y tuvo que reemplazarlo el sábado desde primera hora de la mañana.
Labor social. En todas partes tenía que haber un par de oficiales encargados de atender asuntos de tipo social, que no eran denuncias de delitos propiamente tal, pero requerían algún tipo de atención, o se trataba de personas en una situación en que pedían la ayuda de la policía por desconfiar o desconocer los servicios sociales. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en su anterior localización, sus nuevos compañeros le dijeron que en el distrito, literalmente, no pasaba nada, lo que debería considerar como un premio, ya que estaría todo el día sentado ante la pantalla revisando estadísticas, ordenando papeles y tomando café.
Román odiaba el trabajo de oficina; le gustaba estar en su departamento viendo series, pero no en el trabajo y menos amarrado a un escritorio. Por esto, cuando llegó una llamada de una señora mayor anunciando que podía haber un problema en una casa vecina, se ofreció para ir en persona a ver de qué se trataba.

—Esa señora debe tener ciento treinta y siete años —le dijo uno de sus compañeros—, debiste calmarla por teléfono y quedarte tranquilo aquí.
—Puede ser, pero prefiero ir a ver qué sucede —replicó Román, con una sonrisa—. Además, acabo de llegar aquí, me va a hacer bien conocer las calles.

El otro se había encogido de hombros ante esa respuesta.

—Pues será como tú digas —le dijo al fin—. Si eres tan anticuado como para ir a rescatar a una persona imaginaria de sus problemas imaginarios, tal vez quieras ver la dirección en nuestro mapa.

En efecto, tenían un mapa detallado del distrito como en cualquier departamento de policía; lo primero que le llamó la atención fue que la forma que daban los límites al lugar era casi un pentágono perfecto, con las calles principales convergiendo en torno a la Administración distrital en el centro, y muchas calles que parecían formar una red.

—Es raro —comentó, como al pasar—. Creo que no había visto un mapa tan ordenado.
—¿lo dices por las calles? —señaló otro de los presentes—. Se inspiraron en un diseño francés, o puede que irlandés; por allá hay una ciudad que es perfecta ¿Dani?

El aludido no estaba.

—Debe haber salido. Bueno, él tiene una imagen satelital de esa ciudad, y es una construcción geométrica perfecta; es para reducir los tiempos de viaje.

Román había escuchado algo de eso años atrás; los políticos siempre prometían hacer mejoras en la infraestructura de la ciudad para permitir la disminución de la congestión vehicular, pero a la hora de la verdad, las compañías inmobiliarias terminaban por hacer lo que querían. Y, en efecto, a su llegada al distrito había tenido un desplazamiento expedito aún con alto tráfico.

—Parece que lo han estado haciendo aquí también.

Salió en el auto hacia la dirección que le habían indicado; se trataba de un barrio residencial antiguo, ubicado a veinte minutos del departamento, y en apariencia un sitio extremadamente tranquilo.
La mujer mayor había indicado que estaba preocupada por la familia que vivía del otro lado de su calle, en la casa que estaba frente a la suya; decía que le había parecido un poco extraño que no se habían visto en los últimos días, pero que lo consideró normal porque ella no era una chismosa como otras personas.
Román pensaba que sí lo era, pero no lo verbalizó; de todos modos, era muy probable que solo se tratase de ideas de alguien mayor y con pocas personas a quien ver, pero no parecía difícil solucionarlo y ese tipo de acciones siempre beneficiaban a la institución, y a la sociedad.
Lo que haría sería confirmar que todo estaba en orden con esa familia, sin delatar a la anciana, y luego acercarse con disimulo a su casa, para tranquilizarla con respecto a la situación de ausencia que según ella aquejaba a unos vecinos.

—Buenos días.
—Buenos días, oficial, pase por favor.

La anciana apenas miró su placa antes de abrir la puerta, y lo invitó a pasar; su casa correspondía con lo que él esperaba del domicilio de una persona mayor que viviera sola: abundantes adornos en los muebles y cuadros en las paredes, aroma a desinfectante de lavanda y todo muy bien ordenado. Ella debía tener más de ochenta, era de baja estatura y vestía un traje de estar en casa, algo pasado de moda, pero impecable.

—Gracias por venir, no sabía si era correcto llamar.

No parecía demasiado convencida, pero tampoco lucía como la clásica anciana con demasiado tiempo libre para estar en las ventanas. Román la tranquilizó.

—Hizo lo correcto. Ahora, por favor, dígame lo que le preocupa.

La mujer hizo un gesto hacia la sala, pero él declinó la invitación con un asentimiento y una amable sonrisa; no quería que ese caso de rutina se volviera una tediosa charla.

—Lo que ocurre es que yo salgo todos los días a comprar pan fresco, por la tarde, es mucho más cómodo —explicó como si fuera obvio—, y por casualidad, veo cuando llega el matrimonio de la casa que está justo enfrente, junto con la niña, por supuesto.

El policía estaba empezando a pensar que su compañero tenía razón al decirle que debería haber resuelto eso por teléfono, pero no dijo nada; ya estaba ahí.

—Comprendo.
—Ellos son personas muy amables, usted entiende, y desde luego que nos hemos saludado en alguna ocasión; la pequeña va a la escuela que esta hacia allá —hizo un gesto vago hacia el poniente—, y ellos seguramente la pasan a buscar cuando salen de su trabajo. Ella tiene el uniforme, por eso sé que va a esa escuela ¿Comprende?
—Desde luego —replicó él.
—Entonces, es natural que uno vea a las personas, pero hace unos días, yo estaba volviendo y no los vi. Naturalmente no pensé nada sobre eso ¿Sabe? Porque una persona puede tener otros planes.

Parecía que se estaba disculpando constantemente para evitar que alguien pensara que era una chismosa, pero lo cierto era que no estaba resultando. Román se dijo que en cuanto cruzara la calle y comprobara algo que ella podría haber hecho por su cuenta, se sentiría como un novato.

—Desde luego —apuntó con tono de estar por completo de acuerdo— ¿Sucedió algo más?
Bueno, ellos realmente no estuvieron visibles los días siguientes —respondió ella—; yo no estaba husmeando, desde luego, pero me llamó la atención. Supuse que habrían cambiado de horario o algo parecido, pero ayer vi que una señorita estuvo tocando a su puerta, y nadie salió ¿Entiende? Y eso fue en la tarde, cuando deberían estar ahí.

¿Su preocupación era que un matrimonio al que no conocía no saliera a abrir una puerta? Román se sintió ridículo, pero contó hasta diez para calmarse, mientras la anciana seguía hablando.

—Así que pensé que podría haber sucedido algo; pero yo no podía hacer nada por ellos si hubiera pasado, de modo que creí que lo mejor era que un profesional se hiciera cargo. Es un matrimonio joven, pero uno nunca sabe, y es preocupante que hubiese pasado algo con ellos y nadie pudiera hacerse cargo de los dos pequeños.
—¿Dos? —preguntó él, temiendo haber pasado por alto alguna cosa—, disculpe, creí entender que dijo que tienen solo una hija.
—Oh, sí, la tienen —explicó ella—, me refería al perro que adoptaron hace poco, vive con ellos desde luego. Es un labrador, por lo que parece, los vi sacarlo a pasear en alguna ocasión, pero desde luego no los he visto haciendo eso, tampoco.

Perfectamente podían haber salido de vacaciones, excepto que octubre no era fecha para eso cuando se trataba de un matrimonio con hijos, y que los perros necesitaban ser sacados regularmente.

—Bien, veré qué puedo hacer —concluyó, dispuesto a salir—, le agradezco mucho la información que me ha dado.

Ella pareció un poco decepcionada al ver que él no le hacía más preguntas, pero no lo dijo, y se limitó asentir. Una vez fuera, el oficial de policía decidió ir a dar un breve paseo por la cuadra, para analizar el entorno antes de ir al domicilio que lo había llevado ahí; se trataba de un barrio como cualquier otro, con casas muy parecidas entre ellas, jardines bien cuidados, cortinas cubriendo las ventanas, y nadie en el exterior, nadie aprovechando de tomar un poco de aire o cuidando de las plantas, como si de súbito todos hubieran decidido esconderse de él, dejándolo en medio de un desierto de cemento, a vista y merced de lo desconocido.
Después de unos momentos, dirigió sus pasos a la casa indicada; había decidido usar la versión en donde se presentaba con vecinos aleatorios del lugar, como una forma de mostrar cercanía y un buen trato.
Iba a tocar el timbre cuando algo llamó su atención; algo que no estaba bien en esa casa.
La puerta de la construcción distaba de la reja del jardín por unos cinco metros, pero no era demasiada distancia para su vista entrenada.
Como ocurría en las casas que no tenían buzón, las cartas con cuentas o anuncios se lanzaban al jardín, y verlas en el suelo era un indicador de que los habitantes no estaban allí. No había cartas en el suelo, pero toda la parte inferior de la puerta de entrada estaba obstaculizada con ellas, como si alguien las hubiese puesto a propósito, para evitar que alguien pudiera mirar por la hendija. ¿Podría ser alguna costumbre extravagante? Decidió tocar el timbre, pero se dio cuenta de que no estaba funcionando, solo era un botón de metal sin utilidad en un panel.
Bien, era sábado, ellos podían haber salido, pero eso no explicaba la forma tan extraña de cubrir la puerta; además, daba la impresión de haber sido desde el interior.
Extrañado de esa situación, probó la puerta de la reja, comprobando que solo tenía pestillo. Tras cruzar el jardín llegó hasta la puerta de la casa, con todos los sentidos alerta y estando en modo operativo, dispuesto a actuar en cualquier momento.
Golpeó tres veces sobre la madera de la puerta, haciendo caso omiso a la mirilla de cristal que lo contemplaba.
Esperó y volvió a golpear tres veces, pero nadie abrió.


Próximo capítulo: No tires

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