Narices frías Capítulo 21: Manos de luz



Cuando Darío entendió que todo lo que necesitaba estaba al alcance de sus manos, tuvo ganas de reír, aunque no pudo hacerlo; sin embargo, se quedó quieto en el lugar en donde estaba, riendo en su interior, haciendo un escándalo de risas y gritos más allá de toda imaginación, celebrando haber descubierto lo que iba a suceder.
Su trabajo era la clave de todo. ¿Cuánto había pasado desde que había eliminado al monstruo? Dos días completos, y no lo olvidaba, todo seguía frente a sus ojos como en el primer momento: el leve empujón con la pierna, la forma en que perdía el equilibrio y su cuerpo se inclinaba hacia adelante, guiado por una fuerza inesperada y que no podía controlar; el maletín cayendo al suelo, el monstruo intentando con desesperación recuperar el agarre del suelo.
El vehículo demasiado cerca como para detenerse, la bocina atronando en la calle, y ese instante, ínfimo pero inolvidable, en que todo el mundo se quedó congelado. Habría querido ver su expresión de horror cuando sucedió, pero no fue posible, solo pudo quedarse ahí, viendo cómo el vehículo embestía y el monstruo desaparecía bajo las ruedas con un sonido similar a un crujido. Gritos entre la multitud.
Pero a pesar de estar feliz con su logro, descubrió que en realidad eso sería por causa de la suerte, que en esa ocasión había estado de su lado; no podía creer que el resto de las oportunidades aparecieran por si solas ante él en un corto plazo. Así que pensó y pensó, y ese día lo descubrió, claro como las constelaciones doradas sobre su cama; su trabajo era la solución a todos los problemas, y era el sitio en donde podría encontrar esa clave tan necesaria.  Estaba ahí, la conexión entre sus deseos y la forma de conseguirlos se escondía tras los pasillos de la prisión diaria, el sitio en donde pasaba tan desapercibido como siempre.
Su situación era ventajosa, se dijo esa mañana, porque le permitiría llegar hasta donde era necesario; desde un principio le explicaron con detalle sus ocupaciones, las que él había entendido, pero no podía replicar haberlo hecho. Tenía que llegar por el acceso posterior, cuya puerta estaba custodiada por un guardia que lo dejaría entrar al ver la tarjeta de identificación colgada de su cuello, y luego caminar por el pasillo hasta el pequeño baño en donde se cambiaría de ropa; él sabía que todos lo hacían en un recinto común, pero no le importaba que lo dejaran aparte, incluso se sentía recompensado, aunque ese lugar fuera algo incómodo. En el otro lugar tendría imágenes demasiado claras que podrían hacerlo recordar el pasado, y esa exposición sería innecesaria y dolorosa.
En cambio, lo que hacia todos los días era llegar y entrar a ese baño, en donde había un casillero metálico pequeño que contenía su ropa de trabajo: un pantalón de una tela gruesa, zapatos resistentes, una camisa y chamarra del mismo material que el pantalón. Se colgaba la tarjeta al cuello otra vez, guardaba su ropa y salía, para recorrer un par de pasillos más y llegar hasta un gabinete grande en donde se guardaba útiles de aseo de todo tipo.
Su ocupación iniciaba cuando tomaba el carrito de color amarillo y la escoba, y ponía una cantidad apropiada de un líquido para limpiar pisos que tenía olor a vainilla. No sabía si le gustaba el olor a vainilla, solo sabía que duraba muy poco en el aire y le parecía que era un desperdicio, pero no podía decirlo y en realidad tampoco quería hacerlo; con el carro, el escobillón y el trapo para limpiar el piso iba hasta la escalera del fondo, y bajaba por el largo declive hecho para ese tipo de objetos. En realidad él podría cargarlo y llevarlo por las escaleras, pero le dijeron que era un asunto de seguridad no hacerlo, y con el tiempo se sintió agradecido de esa decisión, ya que le permitía sentir que el inicio y el fin de la jornada como la llegada y salida de una mazmorra: al llegar se hundía en el subterráneo, al irse podía emerger por fin y regresar a la luz, el aire y lo que fuera que hubiese en el exterior.
El subterráneo de la estación era grande, mucho más grande que lo que parecía el edificio desde el exterior; había poco movimiento y muchas máquinas, siempre ronroneando al ritmo del trabajo que realizaban. Ocasionalmente pasaba alguien por ahí, siempre personas ocupadas, eficientes y capacitadas para realizar su labor y que hablaban en términos complejos, o bromeaban acera de sus vidas y amistades. Todos pasaban a su lado sin prestarle atención, sin mirarlo, como si su presencia fuera lo mismo que un mueble en medio del camino; era posible que les hubiesen dicho desde un principio que no le hablaran para importunarlo, pero a menudo él pensaba que era porque era invisible para ellos. No en el sentido práctico, sino de un modo mental, algo parecido a lo que le pasaba a él, pero en el caso de ellos era algo voluntario, que hacían por gusto o por desinterés; ellos decidían ignorar a una persona y lo hacían así sin más, convirtiendo a aquel en aquello y, por lo tanto, indigno de la suficiente atención.
Pero la invisibilidad, así como su mascarilla, era un tipo de poder, una cualidad especial que le permitía conseguir cosas, aunque con cierta dificultad; tenía que ser cuidadoso, moverse con la misma velocidad, manteniendo el paso y los gestos, y la mirada baja como si siguiera concentrado solo en la acción monótona que realizaba durante horas cada día.
Pero Darío sabía que ser invisible ante las mentes de las personas no lo hacía invisible a sus ojos; aunque estuviera siempre ahí como un mueble, la realidad era que, si hacía algo inapropiado, todos lo verían. Por lo tanto, tenía que ser cuidadoso y actuar de un modo sigiloso; como los gatos cuando caminaban sin hacer ruido, debía ser insonoro y no llamar la atención, para poder desplazarse a voluntad.
Su cuerpo era un arma, sus manos eran luces distantes convertidas en una herramienta del presente, e iluminaban el camino que era necesario recorrer para llegar a su destino; desde esa jornada el tiempo ya no existía, solo tenía que encontrar el momento apropiado. ¿Y si el momento era ese mismo día? Desplazaba con movimientos quedos el escobillón, sin prestar atención a lo que estaba haciendo, absorto en sus pensamientos; toda su vida había sido decidida por otros, pero no se trataba solo de eso, porque también, sus intereses o sueños habían sido pospuestos.
El mismo había dejado de lado sus intenciones por fuerza de las circunstancias; había crecido siempre esperando, siempre dejando todo a merced del tiempo una y otra vez, aguardando a que las gotas rellenaran el espacio disponible como granos de arena atrapados en un reloj. Pero, enfrentado a esa situación, a esa red de pasillos subterráneos que eran parte de una estructura enorme que controlaba toda la ciudad, se dijo que tal vez no tenía que esperar, que sus manos, ahora iluminadas, eternas e indestructibles le habían proveído de una capacidad superior, la de adelantarse al paso de los días y las horas y lograr lo que quería.
Nunca más esperar, nunca más quedarse detrás de otros o de las decisiones de otros, solo caminar y llegar a la meta.


Próximo capítulo: Certezas poco probables

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