Narices frías Capítulo 20: Soledad




El fin de semana había transcurrido con una tranquilidad que resultaba aterradora; Carlos había hecho el paseo del perro del domingo e intentado estar oculto en su habitación, mientras sus padres discutían sus asuntos tradicionales, pero atento para bajar por aparente casualidad cuando fuese necesario. Llegó el lunes y salió hacia la secundaria, sin dejar de dar una mirada rápida a la casa de Tobías, aunque a esa hora de la mañana no lo vio; desde luego, no había motivo para que estuviera fuera, por lo que no se preocupó mayormente.
Debería haber algún resultado pronto, de eso estaba convencido, aunque en realidad ese convencimiento obedecía mas a sus intenciones que a un hecho concreto ¿Cómo saberlo? Su plan era endeble, pero al menos tenía algo entre manos y eso lo ayudaba a concentrarse en sus quehaceres, para evitar que sus padres se entrometieran otra vez en sus estudios, lo que le causaría problemas otra vez.
Durante la mañana, las cosas en la secundaria siguieron el rumbo que esperaba, con un sentimiento general de celebración y sorpresa por su cambio; se dijo que, en el fondo, a todos les gustaba la mentira, porque permitía quedarse con la parte sencilla de la vida, esa en donde todo encajaba con un molde preestablecido.
Sin pensar, sin analizar, solo viviendo en un teatro constante, preguntas políticamente correctas, respuestas predecibles.
Cerca de las dos de la tarde recibió un alarmado mensaje de su madre, en donde le decía que había tenido que llevar a su amado perro con el veterinario, ya que aparentemente estaba enfermo; tendría que quedarse con él hasta que lo revisaran. Suspiró, aliviado de lo que acababa de leer; lo estaba consiguiendo, estaba avanzando un paso en la dirección correcta, aunque por desgracia no podía creer que fuese lo suficiente.
¿Sospecharían algo?
Había tenido poco tiempo para confirmarlo, pero estaba casi seguro de haber encontrado la semilla perfecta, y no era difícil de encontrar en alguno de los poblados jardines de casas cercanas; era necesario que el narciso estuviera lo suficientemente cerca para que todo sonara accidental, tal como esperaba que sucediera. Casi daban las tres y media cuando estaba llegando a su calle y recibió una llamada de su madre.

—Cariño, recién vamos a salir de aquí.

Su tono era angustiado pero triunfante, lo que quería decir que se había recuperado; decepcionado, pero no sorprendido, respiró profundo para no demostrar lo que de verdad estaba sucediendo en su mente.

—¿Sí? —dijo Con voz neutra.
—Sí, el pobre de Kor estaba casi intoxicado ¿Puedes creerlo? Y con todo lo que nos preocupamos por él, es increíble.
—Sí, increíble, —repitió él.
—Pero ya está mejor.

Lo siguiente era lo importante: saber cómo habían identificado el agente que le hizo daño.

—Estaba con el alma en un hilo —estaba diciendo ella—, desde la mañana me pareció que estaba un poco decaído, pero me dije que quizás solo era un poco de sueño, ya sabes.
—Claro.
—Pero al medio día estaba mal, podías verlo —agregó con aflicción—, así que llamé a la veterinaria de Narices frías y me dijeron que enviarían de inmediato el transporte para llevarlo. Son tan amables, ellos se hacen cargo de todo y son tan profesionales, te hacen sentir que todo estará bajo control. Tu padre estaba tan preocupado cuando lo llamé para decirle.
—Me imagino.

Realmente podría estar horas respondiendo en modo automático, pero en ese caso necesitaba saber lo que había pasado; necesitaba saber que todo iba a quedar como un accidente.

—El veterinario me dijo que todo era por culpa de una planta ¿Puedes creerlo? Bueno, dijo que el narciso, que es una planta con unas flores amarillas puede ser tóxico, y que seguramente era eso.
—¿Y cómo lo supo? —preguntó él, lívido.
—Porque lo revisó y le encontró un resto de unos pétalos entre los dientes ¿Cómo puede haber pasado?

Por un lado tenía algo que celebrar, pero por otro, no podría estar tranquilo hasta que supiera cada detalle.

—¿Lo habrá tirado alguien?
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, confundida.
—A veces hay niños que juegan a tirar semillas a los techos —replicó él, controlando la pronunciación para sonar escéptico ante su propia declaración—, porque cuando sale, tú sabes que no puede morder cosas al pasar.

Con eso se aseguraba de no quedar expuesto a que le dijeran que podía ser responsable de eso pero, ¿Sería suficiente?

—Oh, en ocasiones he sentido algunos golpes en el techo ¿Será eso? Ay, pero cómo fue a tomar justo algo que le hiciera daño, es una coincidencia terrible.
—Es cierto.
—Pero en fin —declaró ella—, lo importante es que se actuó a tiempo y no pasó de un susto.
—Eso es lo importante.
—Sí. Bueno, el caso es que ya vamos de regreso, el muchacho que nos ayudó es tan encantador; tiene que descansar, y hay que estar pendiente, aunque el veterinario de Narices frías dijo que todo estaría bien sin duda. Solo me dijo que por precaución revisara el cuenco del agua para descartar cualquier cosa.

El cuenco del agua. Carlos apuró el paso hacia la casa al escuchar eso; por suerte su madre terminó la conversación y pudo guardar el móvil en el bolsillo y entrar rápido ¿Por qué no le había preguntado cuánto le faltaba para llegar? Después de entrar a la casa y dejar la mochila, corrió hacia espacio donde estaba el cuenco de agua, pero se detuvo.

«¿Qué hago?»

Había aprovechado un instante de descuido para bajar y aparentar entrar en la cocina mientras sus padres reían y jugueteaban con el perro al interior de la sala; era una jugada arriesgada, pero la única forma de hacerlo sin llamar la atención sobre él.
Con el corazón en la mano y casi aguantando la respiración, entró apenas en el lugar, sin dejar de mirar en dirección a la puerta cristalera que podía delatarlo, y dejó en el cuenco de agua el líquido que había extraído de las flores que consiguió antes. Pudo salir y disimular a la perfección, pero no había tenido oportunidad de retirar los restos que pudiesen delatarlo en el agua; se suponía que no había intervenido, por lo que no tenía que dejar evidencia y el tiempo se estaba agotando.
Procuró calmarse, tomó unos guantes, volcó el agua en el fregadero, limpió el cuenco con una toalla desechable y se dispuso a dejarlo con agua nueva, pero entonces se dio cuenta de que no debería estar fría, sino a temperatura ambiente.

«Rayos»

Por suerte había tenido la precaución de tomar una foto del cuenco al entrar, de modo que calentó un poco de agua, la mezcló con agua fría y dejó el cuenco con la cantidad exacta de agua en el mismo lugar y corrió al segundo piso para dejar sus cosas en el cuarto y meterse a la ducha, aparentando que había llegado directo a eso. Sin atreverse a abrir la ventana para confirmar, tuvo que conformarse con el sonido del motor del vehículo que se estacionó segundos después, y la voz de su madre hablando con él, pero con ese usual tono cariñoso.

—Ya estamos de regreso ¿Ves? Debes estar cansado, vas a recostarte un momento o toda la tarde ¿Bien?

Carlos cerró el paso del agua y se secó distraídamente. Ya estaba hecho, ya había dado el primer paso, con miedo y prisas, pero lo había conseguido y sabía del efecto que eso causaría en el perro a partir de ese momento; era obvio para él que lo entendería, que sabría que todo eso no era casual, sino una acción por parte de él.
Era una curiosa paradoja que a Carlos no le sirviera hablar, pero al mismo tiempo esa fuera un arma en su favor, porque el enemigo que estaba instalado en su casa tampoco podía hacerlo, y desde aquel suceso en la calle se estaba comportando con cautela.
Era un enfrentamiento silencioso, una lucha de intenciones que tenía dos caras; no lo diría, ya que eso molestaría a sus padres, pero había empezado a echar el pestillo en la puerta antes de irse a dormir, esperando que en las noches siguientes solo la oscuridad se colara por las hendijas.


Próximo capítulo: Manos de luz

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