Narices frías Capítulo 12: Durante un tiempo



Román Villar había caído en desgracia en el cuerpo de policía cuando se saltó todos los procedimientos para capturar a un delincuente; se trataba de un hombre que había asesinado a dos niños en su propio domicilio, pero también era una persona de recursos que habría podido usarlos para modificar la verdad en su beneficio.
Así que él, por su cuenta, logró llegar hasta él y sacarle la confesión que a la larga lo condenó a prisión, pero el costo fue perder todo lo que tenía en su puesto, incluyendo la confianza de sus superiores y el respeto de sus compañeros; no fue desvinculado, pero sí tuvo que irse del distrito en el que vivía, para comenzar una carrera desde abajo. Su superior le había dicho que sería temporal, pero él sabía que nunca volvería a su empleo anterior, que seguiría siendo un oficial de policía, pero ahí, en Victoria de Borou.
Había llegado el viernes 18 de octubre por la tarde, directo al departamento en que viviría; tras dejar sus cosas y arreglarse un poco, se presentó ante su oficial al mando, quien le dio un saludo vago, algunas recomendaciones vagas, le indicó cuál sería su minúsculo módulo de trabajo y le dijo, como si se tratara de alguna clase de premio, que podría descansar el fin de semana, para tomar sus funciones el lunes.
Pero las cosas habían cambiado; uno de los oficiales había tenido un accidente, y tuvo que reemplazarlo el sábado desde primera hora de la mañana.
Labor social. En todas partes tenía que haber un par de oficiales encargados de atender asuntos de tipo social, que no eran denuncias de delitos propiamente tal, pero requerían algún tipo de atención, o se trataba de personas en una situación en que pedían la ayuda de la policía por desconfiar o desconocer los servicios sociales. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en su anterior localización, sus nuevos compañeros le dijeron que en el distrito, literalmente, no pasaba nada, lo que debería considerar como un premio, ya que estaría todo el día sentado ante la pantalla revisando estadísticas, ordenando papeles y tomando café.
Román odiaba el trabajo de oficina; le gustaba estar en su departamento viendo series, pero no en el trabajo y menos amarrado a un escritorio. Por esto, cuando llegó una llamada de una señora mayor anunciando que podía haber un problema en una casa vecina, se ofreció para ir en persona a ver de qué se trataba.

—Esa señora debe tener ciento treinta y siete años —le dijo uno de sus compañeros—, debiste calmarla por teléfono y quedarte tranquilo aquí.
—Puede ser, pero prefiero ir a ver qué sucede —replicó Román, con una sonrisa—. Además, acabo de llegar aquí, me va a hacer bien conocer las calles.

El otro se había encogido de hombros ante esa respuesta.

—Pues será como tú digas —le dijo al fin—. Si eres tan anticuado como para ir a rescatar a una persona imaginaria de sus problemas imaginarios, tal vez quieras ver la dirección en nuestro mapa.

En efecto, tenían un mapa detallado del distrito como en cualquier departamento de policía; lo primero que le llamó la atención fue que la forma que daban los límites al lugar era casi un pentágono perfecto, con las calles principales convergiendo en torno a la Administración distrital en el centro, y muchas calles que parecían formar una red.

—Es raro —comentó, como al pasar—. Creo que no había visto un mapa tan ordenado.
—¿lo dices por las calles? —señaló otro de los presentes—. Se inspiraron en un diseño francés, o puede que irlandés; por allá hay una ciudad que es perfecta ¿Dani?

El aludido no estaba.

—Debe haber salido. Bueno, él tiene una imagen satelital de esa ciudad, y es una construcción geométrica perfecta; es para reducir los tiempos de viaje.

Román había escuchado algo de eso años atrás; los políticos siempre prometían hacer mejoras en la infraestructura de la ciudad para permitir la disminución de la congestión vehicular, pero a la hora de la verdad, las compañías inmobiliarias terminaban por hacer lo que querían. Y, en efecto, a su llegada al distrito había tenido un desplazamiento expedito aún con alto tráfico.

—Parece que lo han estado haciendo aquí también.

Salió en el auto hacia la dirección que le habían indicado; se trataba de un barrio residencial antiguo, ubicado a veinte minutos del departamento, y en apariencia un sitio extremadamente tranquilo.
La mujer mayor había indicado que estaba preocupada por la familia que vivía del otro lado de su calle, en la casa que estaba frente a la suya; decía que le había parecido un poco extraño que no se habían visto en los últimos días, pero que lo consideró normal porque ella no era una chismosa como otras personas.
Román pensaba que sí lo era, pero no lo verbalizó; de todos modos, era muy probable que solo se tratase de ideas de alguien mayor y con pocas personas a quien ver, pero no parecía difícil solucionarlo y ese tipo de acciones siempre beneficiaban a la institución, y a la sociedad.
Lo que haría sería confirmar que todo estaba en orden con esa familia, sin delatar a la anciana, y luego acercarse con disimulo a su casa, para tranquilizarla con respecto a la situación de ausencia que según ella aquejaba a unos vecinos.

—Buenos días.
—Buenos días, oficial, pase por favor.

La anciana apenas miró su placa antes de abrir la puerta, y lo invitó a pasar; su casa correspondía con lo que él esperaba del domicilio de una persona mayor que viviera sola: abundantes adornos en los muebles y cuadros en las paredes, aroma a desinfectante de lavanda y todo muy bien ordenado. Ella debía tener más de ochenta, era de baja estatura y vestía un traje de estar en casa, algo pasado de moda, pero impecable.

—Gracias por venir, no sabía si era correcto llamar.

No parecía demasiado convencida, pero tampoco lucía como la clásica anciana con demasiado tiempo libre para estar en las ventanas. Román la tranquilizó.

—Hizo lo correcto. Ahora, por favor, dígame lo que le preocupa.

La mujer hizo un gesto hacia la sala, pero él declinó la invitación con un asentimiento y una amable sonrisa; no quería que ese caso de rutina se volviera una tediosa charla.

—Lo que ocurre es que yo salgo todos los días a comprar pan fresco, por la tarde, es mucho más cómodo —explicó como si fuera obvio—, y por casualidad, veo cuando llega el matrimonio de la casa que está justo enfrente, junto con la niña, por supuesto.

El policía estaba empezando a pensar que su compañero tenía razón al decirle que debería haber resuelto eso por teléfono, pero no dijo nada; ya estaba ahí.

—Comprendo.
—Ellos son personas muy amables, usted entiende, y desde luego que nos hemos saludado en alguna ocasión; la pequeña va a la escuela que esta hacia allá —hizo un gesto vago hacia el poniente—, y ellos seguramente la pasan a buscar cuando salen de su trabajo. Ella tiene el uniforme, por eso sé que va a esa escuela ¿Comprende?
—Desde luego —replicó él.
—Entonces, es natural que uno vea a las personas, pero hace unos días, yo estaba volviendo y no los vi. Naturalmente no pensé nada sobre eso ¿Sabe? Porque una persona puede tener otros planes.

Parecía que se estaba disculpando constantemente para evitar que alguien pensara que era una chismosa, pero lo cierto era que no estaba resultando. Román se dijo que en cuanto cruzara la calle y comprobara algo que ella podría haber hecho por su cuenta, se sentiría como un novato.

—Desde luego —apuntó con tono de estar por completo de acuerdo— ¿Sucedió algo más?
Bueno, ellos realmente no estuvieron visibles los días siguientes —respondió ella—; yo no estaba husmeando, desde luego, pero me llamó la atención. Supuse que habrían cambiado de horario o algo parecido, pero ayer vi que una señorita estuvo tocando a su puerta, y nadie salió ¿Entiende? Y eso fue en la tarde, cuando deberían estar ahí.

¿Su preocupación era que un matrimonio al que no conocía no saliera a abrir una puerta? Román se sintió ridículo, pero contó hasta diez para calmarse, mientras la anciana seguía hablando.

—Así que pensé que podría haber sucedido algo; pero yo no podía hacer nada por ellos si hubiera pasado, de modo que creí que lo mejor era que un profesional se hiciera cargo. Es un matrimonio joven, pero uno nunca sabe, y es preocupante que hubiese pasado algo con ellos y nadie pudiera hacerse cargo de los dos pequeños.
—¿Dos? —preguntó él, temiendo haber pasado por alto alguna cosa—, disculpe, creí entender que dijo que tienen solo una hija.
—Oh, sí, la tienen —explicó ella—, me refería al perro que adoptaron hace poco, vive con ellos desde luego. Es un labrador, por lo que parece, los vi sacarlo a pasear en alguna ocasión, pero desde luego no los he visto haciendo eso, tampoco.

Perfectamente podían haber salido de vacaciones, excepto que octubre no era fecha para eso cuando se trataba de un matrimonio con hijos, y que los perros necesitaban ser sacados regularmente.

—Bien, veré qué puedo hacer —concluyó, dispuesto a salir—, le agradezco mucho la información que me ha dado.

Ella pareció un poco decepcionada al ver que él no le hacía más preguntas, pero no lo dijo, y se limitó asentir. Una vez fuera, el oficial de policía decidió ir a dar un breve paseo por la cuadra, para analizar el entorno antes de ir al domicilio que lo había llevado ahí; se trataba de un barrio como cualquier otro, con casas muy parecidas entre ellas, jardines bien cuidados, cortinas cubriendo las ventanas, y nadie en el exterior, nadie aprovechando de tomar un poco de aire o cuidando de las plantas, como si de súbito todos hubieran decidido esconderse de él, dejándolo en medio de un desierto de cemento, a vista y merced de lo desconocido.
Después de unos momentos, dirigió sus pasos a la casa indicada; había decidido usar la versión en donde se presentaba con vecinos aleatorios del lugar, como una forma de mostrar cercanía y un buen trato.
Iba a tocar el timbre cuando algo llamó su atención; algo que no estaba bien en esa casa.
La puerta de la construcción distaba de la reja del jardín por unos cinco metros, pero no era demasiada distancia para su vista entrenada.
Como ocurría en las casas que no tenían buzón, las cartas con cuentas o anuncios se lanzaban al jardín, y verlas en el suelo era un indicador de que los habitantes no estaban allí. No había cartas en el suelo, pero toda la parte inferior de la puerta de entrada estaba obstaculizada con ellas, como si alguien las hubiese puesto a propósito, para evitar que alguien pudiera mirar por la hendija. ¿Podría ser alguna costumbre extravagante? Decidió tocar el timbre, pero se dio cuenta de que no estaba funcionando, solo era un botón de metal sin utilidad en un panel.
Bien, era sábado, ellos podían haber salido, pero eso no explicaba la forma tan extraña de cubrir la puerta; además, daba la impresión de haber sido desde el interior.
Extrañado de esa situación, probó la puerta de la reja, comprobando que solo tenía pestillo. Tras cruzar el jardín llegó hasta la puerta de la casa, con todos los sentidos alerta y estando en modo operativo, dispuesto a actuar en cualquier momento.
Golpeó tres veces sobre la madera de la puerta, haciendo caso omiso a la mirilla de cristal que lo contemplaba.
Esperó y volvió a golpear tres veces, pero nadie abrió.


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Narices frías Capítulo 11: Solo un terrón de azúcar



—Terry, mira, son hormigas.

Sofía estaba encantada con el descubrimiento que había hecho en el patio trasero de la casa; el lugar era plano y estaba cubierto de césped, alto como para hacer cosquillas en los tobillos, no demasiado como para que no se viera la suave tierra abajo.
Siempre se había preguntado por qué había tan pocas cosas en el patio trasero de la casa; solo la gran silla columpio, blanca y muy brillante bajo la luz del sol que se filtraba por el techo, y a la izquierda, la puerta que conectaba el patio con el jardín, cerrada con un pestillo que ella había aprendido a abrir durante las vacaciones pasadas.
Esa tarde, había salido junto a Terry, que observaba atento cómo ella se acercaba a su nuevo descubrimiento; una larga y ordenada hilera de hormigas que caminaba por la pared, muy cerca del suelo. Una a una, insignificantes, pero fuertes, capaces de transmitir un mensaje claro, comunicándose entre ellas a través de palabras que eran imposibles de descifrar, mudas e inaudibles para todos, voces que salían de lo más profundo de la tierra, y que algún día se llevarían a ella los más profundos secretos, cortados en trozos apenas tan minúsculos como ellas.

—Mira, el camino va hacia la casa.

Estaba arrodillada en el pasto, mirando con fascinación cómo la guía de hormigas seguía un curso que, en apariencia, ya había sido establecido desde antes; poco a poco desplazó la vista hacia el destino que llevaban, siguiendo el tren imaginario que milímetro a milímetro seguía su curso. Después de un trecho, las pequeñas habían encontrado la bisagra de la puerta por donde se podría entrar a la cocina.

—Oh, parece que estas chicas encontraron un pequeño túnel —dijo, con voz cantarina—, Tal vez deberíamos ver adónde van ¿No lo crees?

Miró en dirección a Terry; el labrador la miraba con una serena atención, brillando sus ojos color castaña mientras movía ligeramente las orejas. Ella lo interpretó como un sí, y poniéndose de pie, abrió la puerta y asomó al interior de la cocina, en donde la luz blanca contradecía a los rayos dorados del sol en el final de la jornada; el suelo de la cocina era blanco brillante, hecho de muchos cuadros perfectos, porque era necesario que estuviese siempre muy limpio y pudiera verse cualquier mancha.
Inclinándose nuevamente, la pequeña buscó en el suelo, hasta que encontró el camino que se había internado en el interior de la casa; se quedó mirando muy atenta, preguntándose si sería posible que se resbalaran, porque ella sentía que el suelo en la cocina, al igual que en el baño, era muy resbaloso. Pero a las hormigas, con sus seis patas largas y muy bien articuladas eso no parecía importarles ¿Hacia dónde irían? ¿Cuál era su destino dentro de la casa? Caminó muy despacio para no asustarlas, y descubrió que estaban llegando junto al refrigerador, desde donde escurrían unas gotas que ya habían formado algo que, pensó Sofía, para ellas debía ser un gran charco.

—Terry, encontraron algo para comer.

El labrador había entrado a paso lento, y se sentó tras ella, mirando hacia el suelo; Sofia vio con interés cómo las hormigas se acercaban al líquido, y se concentró mucho para poder observar con claridad.

—Creo que están bebiendo, pero no puedo ver bien ¿Qué podría hacer?

Al decirlo, recordó algo que había visto en un programa de televisión, y al hacerlo, también recordó que la maestra les había hablado de eso en la escuela, algún tiempo atrás; podía usar una lupa para ver con más claridad, y agrandar la imagen ¿Tendrían boca y ojos como las personas, o serían muy distintos? Se suponía que no tenía que tocar a ningún insecto, porque algunos podían ser malos y otros estar sucios, aunque ella no sabía cómo algo tan pequeño podrá hacerle daño.

—Voy a buscar una lupa —dijo con alegría, poniéndose de pie—, quédate aquí, y ten cuidado de no pisarlas, ¿de acuerdo?

Le dio un suave toque en la punta de la nariz, y dio un paso largo para no pisar en el lugar donde tenían hecho su camino.
Seguramente había una lupa en su cuarto, en el segundo piso; no estaba segura de que le hubieran regalado una, pero sí recordaba que un lápiz que había en su cajón de cosas para la escuela tenía una en el extremo ¿Serviría? Por supuesto que serviría, había usado esa lupa para ver los pétalos de una flor una vez, y había podido apreciar sus detalles; creía que un pétalo era algo liso, porque era muy suave, pero en realidad tenía unas especies de líneas que ella no podía sentir con los dedos.
Quizás las hormigas sí podían notar esas diferencias; Sofía caminó alegre hacia la sala pensando en esto, rodeó las dos sillas y caminó hacia la escalera, diciéndose que quizás al ser muy pequeñas, ellas podían sentir esas líneas de la misma forma que ella sentía las divisiones entre los cuadros del suelo al tocarlos con los dedos. Tal vez las cosas o los seres podían sentir, ser felices o sufrir, solo que no lo expresaban de la misma forma que ella.
Estatuas en la sala, luces en el techo para poder ver cada escalón sin tropezar, y un pasillo recto por el que nunca podía perderse; la eternidad del lugar en donde estaba era intangible y visible a la vez, un manto casi transparente que cubría sus ojos de cualquier cosa que pudiera perturbar.
Era su castillo, el deseo de tenerlo todo y conservarlo para siempre, solo ojos para ver lo que era necesario en el interior, y ceguera sorda y perpetua para cualquier cosa que estuviera afuera; cortinas de un color agradable, suaves al tacto, largas hasta el suelo y altas como el cielo, extendidas en todas las direcciones de su mundo, para que cuando levantara o girara la vista, no viera nada más.
Encontró el lápiz en donde debía estar; era grueso, de color azul claro, y le resultaba algo incómodo al tomarlo, porque sus manos aún eran muy pequeñas. Pero, lo que le importaba en ese momento era la lupa, y ahí estaba; un disco cristalino a través del cual las cosas se veían distintas, irreales, pero mucho más cercanas. Se acercó el objeto al ojo derecho y miró a su alrededor, pero las cosas no se veían realmente más grandes en su habitación; se preguntó si tal vez estaría descompuesta, pero después recordó que la maestra no le había dicho que esas cosas pasaran, y pensó que quizás era porque servía solo para ver las cosas pequeñas.
Bajó las escaleras con su trofeo en las manos, contenta de haberlo encontrado; después de rodear la mesa llegó de vuelta a la cocina, y le dedicó una gran sonrisa a Terry, quien seguía sentado en el mismo sitio, mirando con mucha atención.

—Lo hiciste muy bien —dijo, mientras se acercaba—, eres un muy buen guardián de hormigas; ahora, vamos a ver.

Le gustaba esa frase porque sonaba muy importante; se agachó, teniendo cuidado de no acercarse demasiado, y puso la lupa entre ella y las hormigas ¡Eran muy curiosas! Su cuerpo era delgado y tenían una cabeza grande, con antenas como las caricaturas, pero no tenían el mismo tipo de cara y ojos que tenían en televisión; había dos ojos oscuros a los costados, y una boca extraña, que era como la de los pájaros, pero estaba torcida.
En el silencio del lugar se quedó muy quieta, mirando la forma en que las hormigas se acercaban al líquido, y en apariencia comenzaban a beber, aunque en un principio no le pareció que lo estuvieran haciendo. Entonces se dijo que seguramente no veía la diferencia porque las hormigas eran muy pequeñas, de modo que beberían unas gotas de agua aún más pequeñas.
¿Qué tan pequeña podía ser una gota de agua?

—Se me ocurre una idea, Terry.

Sofía se puso de pie y se acercó al mesón en donde había algunos frascos; en uno de ellos, transparente, había azúcar en cubos, blanca y brillante bajo la luz de la cocina, y por un largo momento la niña los contempló, fascinada.

—Mira, esto es lo que hay que hacer ¿No lo crees? Las hormigas ahora son nuestras invitadas, tenemos que servir algo para ellas.
¿Crees que con un terrón de azúcar estaría bien, o mejor dos?

Volteó hacia el punto en donde estaban reunidas, y juzgó que con uno estaría bien; parecía suficientemente grande como para que todas ellas pudieran comer, o quizás no comerían y decidirían llevarse los granos uno a uno, de vuelta a su nido.
Las hormigas eran muy pequeñas, pero eran ordenadas y había muchas de ellas; si por accidente pisabas una, a veces podía esconderse entre las formas de la suela del zapato, a diferencia de las mariposas, que quedaban en el suelo como una marca de muchos colores, que después no se podía sacar, porque al tocarlas, se convertían en polvo.
Sofia pensó que tal vez podría dejar el terrón de azúcar en la mesa de la sala ¿Por qué no? Sería como invitarlas a comer, y seguramente una de ellas sentiría el olor tan dulce, y llamaría a las otras para que juntas devoraran ese exquisito regalo; de seguro llamarían a todas sus amigas del nido, y vendrían en tren, una tras otra buscando el premio, una tras otra sacando trozos con sus dientes, despedazando hasta que nada quedara.


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Narices frías Capítulo 10: Una equivocación



Gabriel había tenido una semana muy ocupada, por lo que había tenido que posponer una parte de su plan; en momentos de la tarde de los días previos había hablado un poco con el resto de los vecinos cercanos, procurando verse siempre correcto y amable, pero teniendo en mente el asunto del vecino en todo momento. No se sorprendió mucho al comprobar que ese hombre no tenía redes dentro de la zona; prácticamente nadie lo conocía más que de vista, y los comentarios respecto a él eran vagos, como si estuviera hablando de alguien que se hubiese mudado de forma reciente, y no varios meses atrás.
Se dijo que eso no estaba bien, que no era posible que una persona llegara a un barrio y no conociera a nadie, pasando de todos como si se tratara de un fantasma; una persona normal saludaba a sus vecinos, mantenía una conversación trivial en la tienda, los veía desde el jardín, no se encerraba en una casa para salir solo al trabajo o a lo que fuera que hiciera.
Además, había estado pensando que era muy extraño que un hombre solo viviera en una casa como esa, que estaba pensada al igual que las otras, para ser utilizada por grupos familiares.
El jueves por la tarde, tuvo la oportunidad de dejar a su pequeño en casa de una vecina cuyo hijo era su compañero de estudio; así, se sintió en tranquilidad para hacer lo que tenía en mente.
En un principio había pensado en invitarlo a su casa para estar en su ambiente, pero desechó la idea por considerarla poco segura; no era apropiado dejar que un extraño entrara en su casa, accediendo a todo lo que eso significaba. No era la mejor opción, pero decidió ir hasta su puerta y hacer un buen acto como un vecino ejemplar.
Cuando tocó el timbre, tuvo que esperar cerca de un minuto y medio antes que su vecino se apareciera.

—Vecino, buenas tardes.

Saludó con una sonrisa amable tan pronto la puerta se abrió. Dante lo reconoció y le hizo un gesto.

—Hola, qué tal.

Esperaba que el otro hombre saliera hasta el jardín, pero como no lo hizo, optó por hablar de inmediato.

—¿Cómo estás? Me preguntaba si podíamos hablar un poco.

Dante asintió, un poco confundido.

—Sí, si quieres, pasa, está abierto.

Sorprendido otra vez por esa actitud, pero soslayándola en el exterior, Gabriel abrió la puerta del jardín y entró; el terreno previo a la casa tenía pasto y algunas flores, y aunque no lucía descuidado, no parecía como que alguien hubiese puesto algo de esfuerzo en ello. Al llegar a la casa, su vecino estrechó su mano y le hizo un gesto vago para que pasara.

—Entonces venías por esa cerveza ¿No es así?
—Sí, más bien era para conversar un poco.

La sala no estaba bien iluminaba, por causa de una única luz que pendía del techo; además del mobiliario habitual en una casa, como la mesa de centro o los sillones, no parecía haber nada propio, nada que hiciera que aquel espacio perteneciera a alguien; Gabriel pensó que se trataba de una forma muy extraña de vivir.

—Siéntate —dijo Dante mientras se sentaba en el sillón opuesto al que estaba indicando—. Puse las cervezas hace poco en el frío, así que en un rato estarán a buena temperatura.
—Sí, no hay problema con eso —Había practicado esa parte y estaba seguro de poder hacerlo bien—. Y entonces ¿No tienes familia? Me refería a aquí, contigo.

Por una milésima de segundo, Dante aguzó la vista, pero lo que sea que estuviera pensando fue dejado de lado.

—No, de hecho, me preguntaste lo mismo cuando llegué aquí y te presentaste.

Gabriel no recordaba eso con tanta exactitud; para salir del paso, asintió y sonrió con amabilidad.

—Es cierto, lo había olvidado. Eres soltero, entonces.

Dante soltó una risa muy breve, pero no parecía alegre.

—¿Por qué no me dices exactamente a qué viniste?
—A conversar, hacer un poco de vida social —Respondió Gabriel, sin sentirse demasiado seguro.
—No creo que hayas venido a eso —Sentenció el otro hombre—; no te ves cómodo, obviamente estás nervioso, así que mejor hazlo más fácil y dilo.

Entonces no había conseguido disimular de la forma que creía; pero ya estaba ahí, de modo que no le quedaba opción.

—Bien, como quieras. Sucede —Hizo un gesto como de invitar a la conversación—, hay algo que me parece que deberías cuidar más, no estoy siendo critico, en serio, pero hay que conservar ciertas normas de comunidad.

Dante entrecerró los ojos, con expresión seria.

—Sé más específico.
—El otro día —Estaba intentando usar el mayor tacto posible, para tener éxito—, vi una conducta que me pareció un poco inapropiada, cuando estabas colgando la hamaca ¿lo recuerdas?
—¿Y qué es lo que según tú estaba haciendo?

La mirada de Dante era directa, un poco dura, aunque su expresión era serena hasta ese momento.

—Bueno, tú sabes.
—No, no lo sé —repuso el otro hombre, frunciendo ligeramente el ceño—, no sé lo que piensas.

A Gabriel le parecía de mal gusto explicitarlo, pero llegado a ese momento, no le quedaba otra opción.

—Ese día, en el patio, estabas sin ropa. No pasa nada —se apresuró a aclarar—, pero puede haber niños cerca y hay que tener cuidado con el comportamiento.

El otro hombre soltó una especie de resoplido antes de hablar.

—Déjame ver si entiendo; tú vienes a mi casa aparentando que quieres ser amable conmigo, ¿para decirme que no tengo que andar desnudo en mi propia casa?

Gabriel carraspeó, incómodo ante la pregunta; de nuevo le parecía que el actuar del otro hombre era demasiado inapropiado.

—No es un problema, es solo que puede haber niños, o alguna persona sensible y no es bueno…
—¿No es bueno que descanse desnudo en mi hamaca, en mi patio?
—Es una precaución…
—Escucha, para —Dante lo interrumpió, secamente—. Lo que estás diciendo es estúpido. ¿Sabes por qué escogí esta casa? Porque las ventanas de todas las casas alrededor están orientadas hacia otra parte.

Otra vez sorprendido, Gabriel no supo qué decir; pero Dante estaba tranquilo, y dueño de sí mismo.

—Ya había pensado en eso ¿Me ves? Tengo una remera y un pantalón porque alguien tocó el timbre y tenía que salir. Pero el patio es parte de mi casa, está separado por muros, hay plantas, y tengo todo el maldito derecho a andar como quiera aquí.
—Pero ese día no te tapaste —Protestó Gabriel, inseguro.
—Eras tú el que estaba arriba de una escalera —Apuntó Dante.
—Pero yo no pretendía mirar —Argumentó Gabriel, sin saber cómo reaccionar ante esas palabras.

El otro hombre se reclinó en el sillón en donde estaba, cruzándose de brazos.

—Pudiste haber bajado cuando me viste y hablar desde abajo, o pudiste decir algo como “Oye, mejor ponte algo” como seguramente haría alguien que parece que está tan preocupado por esas cosas. Pero yo estoy en mi casa —Señaló alrededor con un gesto antes de cruzar los brazos otra vez—, puedo andar como quiera, y se supone que otro hombre debería estar tranquilo con eso.

Nada estaba resultando como Gabriel lo había proyectado; el otro hombre lucía molesto, sin conectar en momento alguno con el punto de vista de él.

—Creo que te lo estás tomando un poco mal.
—No me lo estoy tomando de ninguna manera —replicó el otro, con frialdad—, estoy en mi casa, no me vengas a decir lo que tengo que hacer. La próxima vez, métete en tus asuntos, no en los del resto. Ahora sal de mi casa, ya sabes en donde está la puerta.

Gabriel, estupefacto, sintió que los colores se le subían a la cara, y superado por la situación, no tuvo más remedio que ponerse de pie y salir.
Momentos después entró en su casa, por completo descompuesto por el actuar de ese hombre; se trataba de algo que no se esperaba en absoluto, porque resultaba violento y extremo, algo que se separaba de todos los conceptos que tenía.

Dina entró en la sala justo en el momento en que él se estaba sentando en el sofá, derrotado.

—¿Qué voy a hacer?

La gata, como una nube blanca, se desplazó hacia él caminando suave, sin hacer ruido, casi flotando sobre la superficie; sus enormes ojos dorados le dedicaron una larga mirada, que en ese estado de confusión se le antojó tranquilizadora y comprensiva, como si ella en ese momento pudiera comprenderlo. Como si lo entendiera todo.
Ella avanzó dando breves y seguros pasos por la acolchada superficie, sin dejar de mirarlo en momento alguno; Gabriel sintió como si en ese momento nada más importara, como si dependiera de esa mirada de oro y luz toda la estabilidad de su mundo. Había dos orbes flotando frente a él, dos universos vivos que podían darle paz, y respuestas a todas las preguntas, incluso a aquellas que no se hubiese planteado.
Era el inicio y el fin de todo, la existencia misma, la razón por la que estaba ahí, y la que tendría para hacer cualquier cosa que fuera necesaria; podía entender esa mirada silenciosa y leer en ella cada una de las mínimas variaciones, viendo a la vez su reflejo, el rostro de un hombre sencillo y bueno, que no merecía amenazas, riesgos ni miedos en su horizonte.
Las luces alcanzaban todo rincón, como una danza silenciosa que se expandía más allá del borde de su visión, envolviendo todo en un halo de colores sólidos, que llegaban a cualquier sitio existente; se filtraban entre los resquicios más antiguos, consiguiendo tocar recuerdos antes inexplorados, momentos irrepetibles, y sucesos que desde su concepción habían quedado blogueados para siempre.
La dorada sensación era un baño de calma y seguridad, que lo llevaba a un mejor sitio, la ubicación de todo lo que estaba bien en su mundo y en cualquier otro.
Serenidad, decisión, claridad. Pronto no habría nada más por lo que preocuparse.


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Narices frías Capítulo 09: A través del cristal



Darío se había esforzado mucho para conseguir lo que quería; no se trataba de un problema de inteligencia, habían dicho los médicos, sino de la forma de expresar y comunicar con el mundo.
Lo hicieron ir a muchos especialistas durante un largo tiempo; todos eran personas muy entendidas, de larga experiencia en aquello que hacían, y todos eran muy gentiles con él.
Pero, de todos modos, durante esos años había sido un experimento, un animal de laboratorio; estaba lleno de diminutas marcas de los pinchazos de agujas, de todas esas veces que le extrajeron sangre para hacer pruebas, y de las otras ocasiones en que realizaron infiltraciones de distintos líquidos para verificar ciertas reacciones.
Pasaron años en los que investigaban si su problema era de origen neuronal, físico, o una mezcla de ambos; años de llegar a la oficina de un doctor y dejar que hicieran análisis, que lo pesaran, midieran, que comprobaran su musculatura, índice de grasa, el estado de sus ojos, la salivación, la capacidad de sus oídos, e incontables otros conteos y muestras; desde que lo "descubrieron" en el centro para niños sin hogar a los catorce, creció con docenas de manos sobre su cuerpo, decenas de ojos sobre su fisonomía y cientos de voces que opinaban acerca de él, pero ningún oído que supiera escucharlo de la forma correcta.
Cuando cumplió diecinueve y el interés de los profesionales estaba decayendo, apareció un nuevo doctor que se especializaba en trastornos de conducta conoció su caso, bastante habitual entre la comunidad médica del distrito, y dijo que su problema era acerca de comunicarse con otros individuos, pero que esa dificultad no era a la inversa. Darío siempre había sabido eso, pero no podía decirlo de un modo en que los demás pudieran comprender; podía decir algunas palabras, frases cortas, pero las ideas complejas siempre quedaban atrapadas en el interior de su mente, girando como un carrusel de tiro al blanco al él nunca podía disparar con éxito.
No era mudo, no era hablante, no era retasado, no era super dotado, era solo una cáscara con una pequeña abertura que no permitía salir casi todo, pero que sí podía recibir; al final, esa revelación médica hizo que todos perdieran interés en su caso, porque en general los médicos buscaban soluciones, y en particular los asuntos del comportamiento y el cerebro eran fuente de investigación para alcanzar un resultado que les valiera un mérito, un diploma o una serie de seminarios a los que mucha gente quisiera asistir.
Pero el caso de Darío era algo extraño por sumar algunas características de diferentes trastornos, no era algo realmente novedoso, y por lo que todos decían, no había forma de curarlo, por lo que lo único que podían hacer por él era buscar un lugar en donde pudiera vivir, y otro en donde pudiera trabajar. Necesitaba un trabajo en donde tuviera que hacer siempre lo mismo, con el mismo horario, sin interactuar con otras personas, pero al mismo tiempo, sin estar aislado.
Necesitaban dejarlo en un lugar donde sirviera de algo, y donde no molestara a la gente.
Consiguieron localizar una opción válida para él; le dijeron que tendría un contrato de trabajo, con un sueldo acorde, y que podía vivir en un departamento en un modesto edificio a unas cuantas cuadras de ese sitio. Que no tendría que preocuparse por hacer el pago de los gastos, porque había un acuerdo entre la dueña del edificio y el dueño de la empresa, y descontarían eso del salario.
Le enseñaron a usar la tarjeta para el cajero automático, y le dijeron que sería muy seguro usarla, porque así, no tendría que estar cargando con dinero, que podría ser muy peligroso.
Todos estaban preocupados de proporcionarle las mejores condiciones, por supuesto, y por eso fue que hicieron todas esas cosas sin preguntarle: para crear un espacio seguro en él que pudiera vivir y trabajar, ser útil a la sociedad y no depender de los demás.
Tenía veinte años cuando todo eso sucedió, y para asegurarse de que todo funcionaría bien según sus planes, los médicos y terapeutas que habían estado trabajando con él le dijeron que lo estarían observando, pero sin entrometerse; tenía que cumplir su horario de entrada y salida del trabajo, llegar todos los días a casa y completar un cuestionario que le enviaban impreso una vez al mes. Le dieron un teléfono celular básico, en donde estaba indicado el número de su jefe en la empresa, el del conserje del edificio, el de la terapeuta que revisaría los cuestionarios, y un número al que llamar en caso de alguna emergencia.
Al cabo de un mes, le dijeron que todo estaba muy bien y que podría vivir solo y trabajar como un hombre adulto y productivo, y que estarían siempre pendientes al teléfono por si el necesitaba algo, pero que confiaban en su gran capacidad.
En realidad, él siempre entendió tobo lo que estaba sucediendo; entendía las ansias de algunos de esos profesionales por encontrar una revolucionaria cura para su enfermedad, así como entendió el aburrimiento de la mayoría cuando pasaba el tiempo y no había avance. Entendió que el proceso para insertarlo en la sociedad era una forma elegante de deshacerse de él, y que con el tiempo, nadie iría a verlo o a preguntar cómo estaba. Al final, ser un adulto normal era estar solo en el mundo.

Su vida había sido programada por otros para ser de una cierta forma, y era muy difícil que él pudiera hacer algo al respecto; en ocasiones, como en otras tantas, se sentaba ante la mesa con un cuaderno, tomaba el lápiz y trataba de escribir algo, o hacer un dibujo, pero una y otra vez las ideas chocaban con un muro invisible y nunca llegaban a salir. Al igual que su voz no podía transmitir el sonido completo de las palabras, las manos parecían atrofiadas ante cualquier intento de comunicar: su vida era la de un conejillo de indias, roto y fallado, que observaba el mundo detrás de una ventana sin bisagras, un muro cristalino, sin reflejo.
Si dependiera de él, haría muchísimas cosas, pero esa incapacidad de expresarse como el resto de las personas obstaculizaba todo.
Eso había sido dos años atrás.
Descubrió que la tecnología podía ayudarlo; en el mundo social, decir algunas palabras sueltas lo convertiría en un anormal, pero la red no tenía tiempo, y lo más importante, no podía verlo. Necesitaba un teléfono celular con acceso a internet, pero no podía conseguir uno con facilidad, porque en una tienda le harían preguntas como en los anuncios de televisión y eso le pondría de manifiesto, lo que era justo lo opuesto a lo que quería.
Empezó a hacer algunas caminatas cuando salía del trabajo, acercándose a las tiendas con actitud de normalidad, quedándose en un costado, observando. La mayoría de las personas pagaba con una tarjeta como la suya, lo que supondría una facilidad, pero para llegar a pagar, primero se acercaban a un vendedor, le explicaban lo que querían, y después de algunas confirmaciones, se llevaban su producto; esto suponía demasiados pasos para realizar, un riesgo de arruinarlo, y peor, la posibilidad de exponerse, que era justo lo que no quería.
Tuvo que buscar algunas alternativas, hasta que encontró una tienda que funcionaba como autoservicio; tenía un catálogo impreso, en donde podía ver los detalles de los productos. No vendían teléfonos avanzados, pero sí tenían uno básico con conexión a internet; nunca había navegado en internet, sólo sabía lo que escuchaba de los médicos, que tenían la costumbre de hablar como si él no estuviera presente, y lo que había visto en los ordenadores al pasar. De todos modos, algo era mejor que nada, de modo que hizo el intento y lo logró, lo que le dio su primer triunfo como independiente.
Una vez con el móvil en su poder, inició el navegador, sorprendiéndose de ver que este cargaba de forma inmediata un buscador; tras algún tiempo de adaptación, descubrió que buscar cosas en internet era sencillo y difícil a partes iguales, porque había mucha información y no toda era útil.
Pero tenía tiempo y poco que hacer excepto trabajar; así, fue pasando el tiempo, y descubrió un sitio en donde se podía comprar y solicitar que enviaran a domicilio. Esa lucía como una buena opción, excepto que no quería que el conserje se enterara; decidió seguir buscando, hasta que localizó otro sitio, en donde podía comprar y luego tomar el producto en la tienda. Y era en una calle céntrica del distrito.
Había pasado menos de un año desde que tuvo el móvil cuando diseñó un plan para conseguir otro; tomó una mascarilla para enfermos que había robado tiempo atrás de uno de los tantos laboratorios en que estuvo, hizo la compra a través del móvil y fue a buscar el producto a la tienda con el rostro cubierto. Funcionó a la perfección, ya que el vendedor interpretó su dificultad para hablar como un resfriado, y solo le pidió que le enseñara un número en el móvil, que había recibido como un mensaje.
El nuevo teléfono era un universo completo en sí mismo, y aunque lo había comprado para un motivo muy específico, le gustó mucho; su pantalla era grande, y funcionaba sin botones, como los de los médicos o la gente común, aunque no era tan costoso. No solo tenía un navegador más rápido, sino que tenía otras cosas; descubrió que los íconos eran las aplicaciones de las que la gente hablaba todo el tiempo, aunque eso realmente no le importaba. Ese móvil era el acceso al mundo y como tal, era su tesoro.
Con el tiempo, hizo otras compras a través de una aplicación que servía para eso, entre ellas un adorno que siempre había querido: un cubo de cristal.
No era realmente de cristal como decía en el anuncio, pero eso no importaba; era de acrílico transparente, con una base gris. En su interior tenía una esfera metálica plateada, que destellaba solitaria contra las paredes invisibles; esa esfera era él, una estructura sólida que no podía salir, un prisionero libre que podría estar toda la eternidad rodando desde una esquina a otra, nada más que un objeto, el sordo sonido del otro lado del cristal.


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