Narices frías Capítulo 05: Solo cinco minutos




Cuando Sofía abrió los ojos el día sábado, lo primero que se preguntó fue por qué no había sonado su despertador; volteó en la cama, restregando sus ojos, y se quedó mirando el cerdito de color rosa sobre el velador.
Marcaba las diez menos cinco ¿Se había quedado dormida por tanto tiempo? Entonces recordó que era sábado, y se dijo que era por eso que no había sonado esa mañana, porque los fines de semana tenía permiso para dormir hasta más tarde.

—¡El calendario!

Se acordó de su misión y se levantó muy animada; alisó la tela del pantalón de su pijama de color rosa pálido, y caminó hacia la pared junto a la ventana.
Cuando adoptaron a Terry, Sofía le pidió a mamá un calendario, porque quería marcar en él los días desde que estaba con ellos; así que mamá compró un calendario muy bonito, y papá usó cinta mágica para pegarlo en la pared sin dañar el tapizado. El calendario tenía una pinza con forma de perrito en la parte superior, para que cuando pasara el tiempo, pudiera sostener los meses anteriores sin que le estorbaran para marcar los nuevos días.

—Sábado 21.

Dijo las palabras con alegría mientras tomaba el lápiz destacador desde su soporte al costado derecho del calendario; le pareció que la hoja del mes anterior, sujeta con la pinza, no estaba derecha, y se tomó un momento para enderezarla.
El lápiz destacador era de color violeta, su favorito, y tenía perfume, aunque estaba muy suave en ese momento; retiró la tapa y marcó, con mucho cuidado, la casilla correspondiente a ese día, teniendo atención en no salirse de los bordes. Marcaba un día con el color violeta y el siguiente con el color anaranjado que estaba del otro lado, así quedaba muy bien hecho, y siempre tenía que prestar atención para no repetir color. Era muy importante seguir la costumbre y no equivocarse, porque el calendario no se podía corregir.
Después de cumplir con esa importante tarea, se quedó un momento pensando en si debería vestirse o no; pero cuando lo meditó un instante, se dijo que quizás sería mejor quedarse con pijama por más tiempo, ya que mamá decía que el sábado era un día muy especial y se podía descansar y hacer cosas distintas.
Ya se había levantado y marcado ese nuevo día en el calendario, así que no tenía que preocuparse por nada.
Se puso unas zapatillas de estar en casa y se miró en el espejo de la puerta de su armario; su cabello, largo hasta más abajo de los hombros, era de un color castaño muy claro, liso, aunque en ese momento estaba un poco enredado. Lo arregló con las manos y decidió que estaba lista, así que salió de su cuarto y cerró la puerta.
La casa siempre le había parecido muy bonita e iluminada, muy parecida a la de Lola en la serie de televisión que veía todas las tardes; claro que en su casa no había un sótano secreto con muchos vestidos y trajes de todo tipo, pero sí era muy espaciosa y su cuarto estaba en el segundo piso.
La escalera era un medio círculo y tenía una baranda de un color que ella siempre olvidaba el nombre, pero que era un poco parecido a las joyas doradas de mamá; tal como le habían enseñado, se tomó del pasamanos y bajó los escalones, uno a uno, con calma, porque lo primero era la seguridad y no podía estar corriendo en la escalera.
Samanta había contado en la escuela que una vez había caído en una escalera, durante las vacaciones; se había golpeado en la cabeza y tuvo un chichón bastante grande con un corte, justo encima de la ceja izquierda. Cuando regresó, ya no tenía el chichón en la frente, pero le había quedado una marca de donde estuvo el corte, y Sofía no quería tener cortes ni nada por el estilo.
Cuando estuvo en el primer piso, caminó a través de la sala y fue directo hacia el cuarto que papá había preparado para Terry. Estaba al lado de la puerta de la cocina, y tenía una puerta del otro extremo que conectaba con el jardín; por supuesto, a Terry le gustó mucho, y aprendió en seguida que esa entrada era con una puerta especial que podía empujar con mucha facilidad, para que fuera a jugar o lo que quisiera, pero al mismo tiempo pudiera volver en cualquier momento.

—Buenos días, Terry.

Mamá decía que no era necesario dar un toque a la puerta en la mañana para entrar en el cuarto de Terry, pero que, si quería hacerlo, tampoco estaba mal; así que dio un golpe suave, y luego giró el pomo para poder entrar.
El cuarto de Terry tenía un par de metros cuadrados de espacio interior; las paredes eran lisas, y papá había puesto en el suelo una alfombra de color verde, de pelo muy grueso, y dijo que era especial para él, porque podía rascar en ella sin problema, y que le gustaría para frotar la espalda también. La cama, circular, estaba en una esquina, justo del lado opuesto a donde estaba su plato para la comida y el otro donde tomaba su agua.

—Vaya vaya —dijo, poniendo manos en las caderas—, así que estás durmiendo todavía.

Sonrió al decir esa frase, porque la decía mucho la mamá de Lola, y siempre había querido decirla; Terry estaba enrollado sobre la blanda superficie de la cama, y apenas abrió los ojos al verla.

—De acuerdo, cinco minutos más —dijo Sofía, encogiéndose de hombros—. Iré a la cocina para tomar un vaso de agua y volveré ¿De acuerdo?

Sin moverse, el pastor alemán olisqueó y la miró, con expresión soñolienta. Sofía salió del cuarto y entró en seguida a la cocina, que como todos los días tenía el suave aroma a lavanda y mucha luz gracias a la iluminación del techo. La pequeña abrió la puerta del refrigerador, y se quedó por un momento mirando el jarrón transparente en donde siempre había un poco de agua fresca para beber; el cristal exudaba gotas de agua muy pequeñas, que, como diminutas esferas espejo, eran universos en miniatura que replicaban la imagen alrededor.
Una y otra vez las gotas, pequeñas constelaciones de luces y destellos, se alejaban del borde suave, cayendo por una pendiente curva, como si fuesen arrastrados por una fuerza invisible que contaba el tiempo en unidades infinitas, mínimas, siempre constantes como el serpenteo de una aurora.
Tomó el jarrón, sintiendo en la piel el frío de la superficie como un cosquilleo en las palmas, y lo depositó con cuidado sobre la mesada junto al refrigerador; después fue por un vaso, para lo que acercó el banquito con escalera al mesón y subió los dos escalones necesarios. Papá le decía que siempre tenía que usar esa pequeña escalera cuando necesitara algo, hasta que pudiera ver lo que había dentro con claridad; de ese modo, no habría peligro de tirar algo o hacerse algún daño.
Papá y mamá siempre se preocupaban por ella y le daban consejos; mamá le había explicado que eso era porque querían lo mejor para ella, igual que desde algunas semanas atrás, para Terry. Él era parte de la familia como tal, todos querían cuidarlo para que estuviera en las mejores condiciones; de ese modo, ella también tenía una responsabilidad en todo eso.
Tenía que acompañarlo y jugar con él, y estar pendiente de que se sintiera cómodo; en las tardes la recibía muy contento después de no haberla visto por la escuela, pero los fines de semana dormía hasta un poco más tarde, al igual que ellos.
Después de beber una cantidad de agua hasta sentirse a gusto, tomó el jarrón y lo devolvió a su lugar en el refrigerador, sin recordar si mamá le había enseñado que debía volver a poner agua cuando se hubiese terminado, o, por el contrario, cuando quedara poco. Casi estaba saliendo de la cocina cuando recordó el vaso ¿Debería lavarlo con la esponja y espuma, o bastaría con hacerlo con agua?
Decidió que estaba bien sólo con agua, de modo que acercó la pequeña escalera al lavamanos y abrió el grifo; estaba en eso cuando sintió un movimiento a su espalda y volteó, un poco confundida.

—Buenos días —saludó con tono alegre—, ya te levantaste.

Terry estaba sentado en el umbral de la puerta, mirándola con suma atención; movía la cola de un lado a otro, pendiente de lo que fuera que ella decidiera hacer.

—¿Ya pasaron los cinco minutos? —dijo mientras cerraba la llave—, Te ves muy bien hoy, Terry.

Después de dejar el vaso en el escurridor y secarse las manos, la niña dejó la pequeña escalera en el espacio que había entre el refrigerador y el mueble, porque papá decía que cuando no se usara, era importante dejarla ahí para que él o mamá no tropezaran al pasar.
Se sentía contenta esa mañana, y pensó que quizás debería salir al jardín de atrás.

—¿Ya fuiste afuera? —preguntó con voz cantarina—, creo que hay sol y que podríamos ir un momento, sería divertido.

El perro la seguía mirando con mucha atención; mamá le había dicho que Terry no haría expresiones igual que los personas, pero que cuando una niña muy inteligente como ella lo conociera bien, podría reconocer todos sus gestos.
Y mamá nunca se equivocaba, porque poco a poco aprendió y ya lo entendía todo con mucha facilidad; podía ver que Terry estaba de acuerdo, que él también quería ir al patio trasero.

—Muy bien, entonces vamos —declaró con alegría—. Me gustaría que no estuviera corriendo viento, todo es mucho mejor cuando no hay ruido ¿No lo crees?


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Narices frías Capítulo 04: Visión borrosa




Carlos despertó a medianoche, atenazado por el terror; sentado en su cama, no pudo evitar mirar en todas direcciones, como si de algún modo su agresor estuviera ahí, esperando.
Estaba basado en sudor frío; la pesadilla había sido tan viva, que casi pudo sentir el cuerpo de Marcos sobre el suyo, su respiración jadeante en su oído, igual que algún tiempo atrás. Cansado y agobiado, se quitó la ropa para dormir y salió del cuarto con una toalla entre las manos; sus padres no aceptarían que deambulara desnudo por la casa, pero ellos a esa hora dormían, y no podrían saber de sus acciones.
Después de sacar el extremo extensible de la ducha, lo puso en la tina y dejó que el agua corriera, perdiendo su vista por momentos en las burbujas que cada tanto salían, breves, entre remolinos de agua.
Cuando la tina estuvo con la cantidad de agua suficiente, se metió y dejó que el tibio líquido cubriera su cuerpo, repitiéndose que eso tenía que servir para relajarse.
El palpitar de su corazón mecía la superficie, en donde el pálido reflejo de las luces en el techo bailaba al compás de una melodía silenciosa e inexistente, un cántico líquido que nadie podía escuchar.
Después de varios minutos, decidió que ya era suficiente, y dejó correr el agua, tapando con la mano la salida del desagüe para evitar que hiciera ruido; para ahogar el sonido igual que ahogaba su voz. En ocasiones se preguntaba si eso que le pasaba duraría siempre, o si en algún momento terminaría por olvidarlo; no tenía alguien con quien hablar, nadie con quien sincerarse o explicarle cómo ese miedo vivía ahí dentro de las paredes, alrededor suyo, nunca tocándolo, pero siempre presente, siempre amenazando. Los chicos de su clase le parecían tontos ahora ¿Cómo podía pensar distinto? Quería tener quince años de verdad, como ellos, y pensar en tonterías, en chicas y en bromas, pero constantemente aparecía el temor y también el cansancio mental, esa maldita sensación que se comía todo de él.
Después de asegurarse de dejar todo como estaba, volvió a su cuarto, pero no se sentía con ganas de acostarse; además, cuando se despertaba le era difícil volver a dormirse. Se dijo que era raro nunca haber salido de la casa durante la noche, de modo que, animado por una suerte de sentimiento de desafío, se puso una remera y un pantalón deportivo, zapatillas y salió caminando con cuidado para no hacer ruido por las escaleras ni el pasillo.
La noche estaba curiosamente tibia para ser agosto; el cielo del jardín estaba iluminado por las estrellas y las luminarias blancas de la calle interior, y nada de viento se sentía, como si todos los sonidos al mismo tiempo se hubieran quedado dormidos.
Buscó la llave oculta bajo la maceta de la izquierda, y abrió en silencio; no había lugar donde ir ni podía alejarse demasiado sin correr el riesgo de que algún vecino lo viera, y eso era exactamente lo que no quería. Quería algo de privacidad, aunque estuviera en el exterior.

—Hola.
—Fue casi un susurro, pero lo hizo detenerse; estaba a una casa por medio de la suya, y nada parecía haber alrededor, hasta que su vista localizó en el jardín, sentado junto a la reja, a un niño.

Para él era parte del paisaje que no le importaba a su alrededor; un niño que saludaba a quien pasara, alguien a quien había ignorado en todas las ocasiones, una voz que nunca escuchaba en realidad.

—Hola —saludó en voz baja.
—Es raro que alguien esté afuera a esta hora.

Tenía ocho o nueve años; Carlos se sintió intrigado por su forma de hablar tan madura para su edad, y se acercó un paso más a la reja.

—Mira quién lo dice, tú deberías estar acostado.
—Mis papás me dejan salir al jardín si no tengo sueño —explicó el pequeño, sin disimular su orgullo—, es para que practique mis movimientos.

Algo no encajaba en todo eso; Carlos se acercó un paso más, quedando a dos cuartas de él, por primera vez interesado. El chico llevaba un buzo deportivo con un capuchón que le cubría la cabeza.

—Puedes verme —afirmó, en vez de preguntar.
—Sí —respondió el pequeño, con alegría.

No se notaba a simple vista, pero el niño tenía algo en los ojos; Carlos se dijo que no era posible que fuera ciego porque le había hablado con seguridad, pero de todos modos no era común.

—¿Y me ves bien?
—No veo como el resto de las personas —respondió el niño con tono de total naturalidad—, Tengo una cosa en los ojos, mamá sabe cómo se llama, y veo de otra manera. El oftalmólogo —se tardó en pronunciar la palabra—, dice que veo borroso, aunque yo siempre he visto así, entonces no sé cómo ve la otra gente, pero el doctor me explicó que es como cuando tocas las cosas, si las tocas por encima solo sientes una cosa, pero si tocas con cuidado sientes muchas formas.

Era muy listo, y hablaba bien para su edad; Carlos no recordaba que sus padres en algún momento hubieran mencionado a algún hijo de vecino con un problema a la vista, pero también era cierto que la mayoría de las veces no les prestaba atención.

—Sabes mucho.
—Sí, es que no voy a la escuela porque podría chocar con las cosas —explicó el pequeño, como si no fuera algo relevante—, papá contrató unos maestros que vienen y me enseñan cosas, y tengo un reproductor de música, pero para clases, es como una persona que me cuenta de todo.
—Entonces te gusta aprender —murmuró, ido—, qué bueno.
—¿Y tú qué haces? —preguntó con interés—. Eres más grande que yo, pero no suenas como un adulto.

Quizás se debía a que su mirada no podía intentar escudriñar en la suya, o que se expresaba más claramente que otros chicos de más edad, no lo supo, pero algo hizo que le agradara. Carlos se puso de cuclillas y lo miró a la cara.

—Tengo quince.
—Yo tengo ocho, voy a cumplir nueve en diciembre —explico con tono académico—, me llamo Tobías.
—Yo soy Carlos.

El pequeño extendió la diestra a través de los barrotes que separaban el jardín de su casa del mundo exterior; salvo por un leve desfase, había acercado el brazo en la dirección correcta.

—Un gusto conocerte, Carlos.

El joven estrechó su mano con amabilidad. Le resultó extraño pensar que en un par de minutos de conversación trivial con un niño desconocido se había sentido más cómodo que en lo habitual con sus compañeros en clase.

—¿Y tienes amigos en la escuela?

Era una pregunta justa para un niño de su edad, aunque también se trataba de una interrogante que iba en reversa. Fue extraño para Carlos pensar que no había razón para mentirle.

—No muchos, no me llevo muy bien con ellos.
—Mamá dice que es difícil entenderse con las personas —replicó el pequeño—. Yo no hablo con muchas personas, es decir que no sean los maestros, y no puedo jugar con otros niños de mi edad porque podría caerme o darme un golpe. Eres simpático ¿De dónde eres?

De ninguna parte ¿Puedo quedarme en tu casa? Yo jugaré contigo si me dejas esconder ahí, solo no le digas a nadie; las palabras aparecieron en su mente en ese mismo instante, y como tantas otras veces, se obligó a callarlas. Al menos en compañía de un niño que no conocía hasta entonces se había sentido en confianza y casi a gusto, y después de las pesadillas, era lo mejor a lo que podía aspirar.

—Mi casa esta una por medio de aquí.
—¿Para allá? —indicó en la dirección correcta, sin titubear—, eres de la casa del señor que sale todos los días en su auto y lo deja con el motor encendido ¿Cierto?

No estaba haciendo una pregunta. Carlos se dijo que era muy curioso, pero a diferencia de otros niños adelantados, este no se escuchaba pedante.

—Sí, vivo en esa casa.
—Entonces puede que te vea en alguna otra ocasión —declaró, con mucha seguridad—, me caes bien.
—Tú también. Tengo que ir a dormir.
—Sí, yo igual —se puso de pie—, buenas noches.

La familiaridad con la que hablaba era sorprendente, pero se sintió bien; protegido por las sombras, Carlos esperó hasta que el chico entró en su casa, y se devolvió con pasos lentos y silenciosos. A metro y medio de la puerta del jardín se quedó quieto, en apariencia mirando al suelo, pero en realidad, buscando de reojo la presencia que lo estaba observando.
El gran danés estaba del otro lado de la puerta de vaivén que separaba el pasillo lateral de la casa con el jardín, sentado mirando al exterior con su clásica actitud serena.
Tranquilo y sin ladrar, pero mirando.
Continuó su camino y entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado luego de hacerlo. Después, se quedó de pie en medio del jardín, dudando por un instante sobre qué hacer; quizás era descabellado pensarlo, pero sintió que no tenía que dejar que el perro viera en dónde estaba la llave, acaso cuando estuviera en el jardín con su madre se acercara y la sacara, dejando al descubierto que alguien le había enseñado el lugar.
Con la llave guardada en el bolsillo, siguió hasta el interior de la casa, ignorando por completo al perro. Esperaba que no se le ocurriera ladrar antes que él llegara hasta su cuarto, porque eso despertaría a sus padres de inmediato, como si de una acusación se tratase.
Quería encontrar algo de tranquilidad fuera de su casa, y la había hallado sin quererlo en el jardín de un vecino; pero se trataba de un evento pasajero, algo que no era muy probable repetir en otras circunstancias. Además, no sabía si tal vez los padres de Tobías verían con malos ojos que un adolescente se hiciera amigo de su hijo de la mitad de su edad.
Se recostó sobre la cama pensando en cómo podía enfrentar el tiempo que venía por delante; su padre no le había dicho algo sobre el incidente de la salida, lo que significaba que estaba dándole una oportunidad. Estaba descartado creer que ella no le diría, porque en los asuntos que ellos llamaban familiares nunca se guardaban la información. Pero de verdad estaba muy cansado cuando sucedió eso, no se trataba de una mentira; sin embargo, ellos habían decidido tiempo atrás que su hijo estaba deambulando por el mal camino y la única forma de salvarlo de la ruina y la degradación era rodearlo de reglas rígidas y que no admitieran preguntas, hasta que se olvidara de su horrible mal comportamiento.
No hables, no discutas, no pienses, sólo obedece.
Sintió ganas de reír de forma escandalosa; de golpear los vidrios y paredes y aullar como un loco, un poseso fuera de control, pero no lo hizo.
Sus padres querían que fuera como una de las mascotas de Narices frías: siempre callado, silencioso y obediente.
Un animal sin jaula era lo que querían. Pues muy bien, que ganaran la guerra.


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Narices frías Capítulo 03: Trucos y tratos




—¡Qué lindo!

Antonio estaba maravillado por el nuevo juego que su padre había comprado; el pequeño de nueve años era muy alegre y amaba las novedades, por lo que el anuncio de un nuevo juego para Dina lo puso de muy buen humor.

—Parece que te gusta.
—Sí, es muy bonito.

Gabriel, su padre, hacía todo lo posible por darle gustos y buenos momentos; en ese instante, mientras terminaba de guardar las cápsulas de aislante protector en la caja, se quedó mirando cómo su hijo admiraba el juego de niveles y túneles para Dina. Podía decir, con bastante seguridad, que estaban pasando por un buen momento.

—Vamos, ve por ella, para que conozca su nuevo juguete.
—Sí papá.

Mientras el pequeño iba hacia la terraza trasera, sonó el timbre, anunciando la llegada de Lorena, su novia.

—Hola cariño.
—Hola —ella le dio un suave beso en los labios—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Intenso, tuve muchas solicitudes de gestión nuevas, estoy un poco cansado. Pasa.

Mientras entraban, el niño de nueve años regresó, seguido de una gata blanca de abundante pelaje; caminaba lento, aunque se trataba de un avance con paso seguro. Conocía la casa a la perfección y se sentía a sus anchas.

—Hola Lorena.
—Hola cariño —replicó la mujer, sonriendo—, ¿Qué hay ahí?
—Es el nuevo juego de trepar para Dina. Papá lo trajo.

La mujer se sentó en el sofá, volteada hacia la ventana puerta contra la que resaltaba la estructura.

—Es muy bonito, y lo escogieron en blanco, como ella.
—¡Sí! —asintió el pequeño—. Papá dijo que así se acostumbraría más rápido.

Antonio se sentó en el suelo, mientras la gata llegaba hasta el punto indicado; mirando con atención, olisqueó y caminó alrededor del artefacto, hasta que se dio por satisfecha y trepó con suma habilidad por uno de los costados. Se recostó en una de las pequeñas plataformas y clavó las garras en el borde acolchado, con una evidente actitud de satisfacción.

—Parece que le gusta —comentó Lorena—, se ve que se va a acostumbrar.
—Qué bueno —repuso Gabriel—, ya estaba empezando a preocuparme por los muebles, el rascador está muy desgatado.

El niño se volteó hacia ambos al escuchar esas palabras; su expresión había cambiado y lucía contrariado al momento de hablar.

—Dina es una chica muy bien educada, ella nunca rompería los muebles.
—Lo sé cariño —dijo su padre—, pero es algo que podría pasar en algunos casos.
—Dina no lo haría.

Su padre se puso de pie, se acercó a él y se sentó en el suelo, mirándolo con cariño.

—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Vamos —lo animó el hombre, sonriendo—, no me digas eso, algo está pasando.

Él pequeño se debatió unos momentos entre hablar y callar, hasta que finalmente tomó la decisión.

—Lo que ocurre es que el otro día cuando salimos, un chico me dijo que Dina era fea, y que seguramente rompía todos los muebles.

Gabriel entendió que su hijo se refería a la jornada de la semana pasada en que salieron a pasear con la gata; la recomendación de Narices frías era sacarla una vez al mes, de modo que lo hicieron el jueves quince. Habían ido a la plaza para que estuviera en un ambiente natural y pudiera trepar, y en algún momento dejó al pequeño rondar a gusto por entre los árboles junto a Dina. Los vio todo el tiempo, por lo que no sintió que hubiera sucedido nada fuera de lo común, y el hecho de verlo junto a otros niños no parecía raro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

El pequeño se quedó en silencio unos momentos; Gabriel miró a Lorena, preocupado de ver que su hijo había guardado esa información por varios días, sin que hasta entonces se notara algo de eso en su comportamiento. Ella, sin embargo, le dijo sin palabras que lo tomara con calma, de modo que él confió en su buen juicio antes de hablar.

—Escucha, campeón. No tienes que guardarte nada de lo que pase ¿Está bien?
—Es que no te quería preocupar —replicó el pequeño.
—Nunca me preocupas —repuso el hombre—, pero tengo que saber lo que sucede ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Quién era ese niño?
—No sé —se encogió de hombros—. Nunca lo había visto.

Gabriel pensó que en el último tiempo no había llegado gente nueva por los alrededores; más o menos, en el distrito todos se conocían al menos de vista.

—Bien, quiero que hablemos de esto. Para empezar, no puedes prestar atención a lo que diga alguien desconocido ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Muy bien. Ahora, otra cosa, los gatos necesitan rascar sus uñas en alguna zona ¿Recuerdas por qué?

La pregunta reanimó al pequeño; se había aprendido todas las normas de cuidado con más rapidez que cualquier otra cosa en la escuela, y se sentía orgulloso de ello.

—Sí, porque sus uñas crecen y si están largas no pueden caminar bien. No tenemos que cortar sus uñas, solo tenerles algo apropiado para rascar, y les gusta mucho hacerlo.
—Exacto —su padre sonrió ante la completa respuesta—, así es. Pero si no tiene un lugar apropiado o algo así, intentarán buscar otra cosa. No está mal.
—Sí.
—Bien, ahora, tú conoces a Dina, son grandes amigos ¿No es así?
—Sí.

Hicieron un silencioso choque de palmas; Gabriel tomó la decisión de ir a Narices frías poco tiempo después de la muerte de la madre de Antonio, a causa de una grave enfermedad tres años atrás, y ahí le dijeron que, para enfrentar la tristeza y el sentimiento de pérdida, tener a una mascota como Dina ayudaría mucho.
Después del tiempo transcurrido, podía confirmar que había sido la decisión correcta, ya que no solo se había acostumbrado a ella, sino que además había una relación de empatía sorprendente entre ambos. En alguna ocasión se había dicho que parecía que podían entenderse sin palabras, usando un misterioso lenguaje propio.

—Entonces sabes cómo es ella, por supuesto. No te preocupes por lo que alguien desconocido pueda decir ¿Trato?
—Trato.
—¿Hay algo más que quieras contarme?

Por suerte, el pequeño ya estaba más tranquilo; al parecer, lo que había sucedido unos días antes no lo afectó en lo personal, sino en su relación con Dina, ya que sentía que alguien la atacaba y no sabía cómo defenderla. Gabriel se dijo que era bueno que quisiera protegerla, ya que eso demostraba que sus sentimientos eran honestos y fuertes.

—Rachel me dio un chocolate hoy en la escuela, porque se me cayó el mío.
—Ese es un gesto muy bonito de su parte —apuntó su padre—, y para agradecérselo, mañana vas a llevar un chocolate y se lo regalarás ¿Bien?
—Sí.
—Ahora diviértete, parece que Dina quiere jugar contigo.

Más tranquilo, el pequeño se acercó al artefacto, en donde la gata continuaba rasgando la superficie; Gabriel volvió a sentarse junto a Lorena, quien lo miró con cariño.

—Dijiste lo correcto, eso estuvo muy bien.
—Gracias.

Estaban hablando en voz más baja para no interrumpir el juego del pequeño; desde que oficializaron su noviazgo, hicieron todo paso a paso, asegurándose de un proceso bien estructurado en donde ella no sería una reemplazante sino una nueva integrante de la familia. En eso, la participación de Dina había sido muy relevante, ya que al sentirse cómoda y mostrarse amigable con Antonio, el niño sintió su presencia en la casa como algo natural. En el presente ya hablaba de Lorena como la novia de su padre y estaba a gusto con eso.

—Qué gusto que se lleven tan bien —observó ella.
—Sí, se complementan de una manera excelente —repuso él—, a veces pienso que se entiende mejor con ella que conmigo.
—¿Estás celoso?
—No —negó con la cabeza—, es solo un decir; es como si Dina siempre estuviera en sintonía con él.
Hace unos días Antonio llegó con una tarea de la escuela, y no estaba saliendo bien; entonces ella simplemente apareció, se acomodó junto a él, y fue como si le estuviera diciendo que todo iba a estar bien. Después todo funcionó, fue muy curioso; es increíble cómo me ha ayudado que esté aquí, porque sirve como compañía y al mismo tiempo le da algo que hacer y una responsabilidad a mi hijo.

En esos momentos el pequeño estaba sentado en el suelo, moviendo distraídamente el cordel que sostenía una pelota de lana, la que era mecida por la gata, con un gesto quedo, aunque atento; por un momento, a Lorena le pareció que esa escena de entendimiento silencioso podría durar toda la vida.

—Me alegro mucho.
—Una vez me preguntó —siguió él en voz más baja—, si era posible que a Dina le pasara algo malo; creo que estaba asociándolo con la muerte de su madre. Le dije que solo tenía que cuidarla mucho, quererla y preocuparse de ella, y que con eso todo estaría bien.
—¿Estaba angustiado?
—Para nada —respondió el hombre—, aunque reconozco que yo me preocupé un poco; nunca habla demasiado del tema, está tranquilo con que mamá está en el cielo, pero como está creciendo, nunca puedo saber si sucede algo o se está haciendo preguntas que antes no. Bueno, lo que sucedió es que después vio el anuncio de Narices frías, y se puso muy contento, dijo que era muy bueno que el señor supiera cómo hacer que las mascotas vivieran; fue lindo, es tan sencillo pero es eso, es todo lo que quiere, que su Dina nunca le haga falta.

Ambos se quedaron mirando el juego, hasta que un momento después, el niño volteó hacia ellos, con la alegría pintada en la cara.

—Papá, Lorena, miren ¡Dina y yo estamos haciendo un truco!

Los dorados ojos de la felina los miraban con serena atención; los adultos animaron al pequeño a mostrar lo que había descubierto, quedando atentos a lo que iba a suceder. El niño extendió la mano hacia su compañera de juegos, con la palma hacia arriba, y ella levantó la pata delantera derecha con un gesto sumamente delicado y elegante, bajándola hasta posar palma contra palma. Al hacerlo, el niño la miró con complicidad, a lo que ella le devolvió una mirada brillante, profunda, y sin pestañear.



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Narices frías Capítulo 02: Un juego con la pelota




Cada tarde el llegar de la escuela, Carlos sabía que tenía que dejar la mochila en su cuarto y cambiarse para salir, pero ese día no estaba de humor para hacerlo, de modo que subió a su cuarto y se quedó ahí, sabiendo lo que iba a pasar.

—Carlos, baja por favor.

No contestó; en el primer piso, su madre estaba terminando de ordenar algunas verduras en el refrigerador, por lo que no se dio cuenta del paso de los minutos; un poco después notó que su hijo aún no bajaba.

—Carlos.

Ante la nula respuesta, dejó lo que estaba haciendo y subió hasta su cuarto; el joven de catorce años estaba sentado en su cama, sin moverse.

—Carlos, te he llamado dos veces.
—Estoy cansado, mamá.

La mujer puso los brazos en jarras ante esa respuesta.

—Yo también estoy cansada, y soy mayor que tú. Así que por favor, cámbiate y cumple con tu obligación.

Carlos le dedicó una larga mirada; de verdad se sentía muy cansado ese día, y no era algo que ocurriera en esos momentos, venía desde la noche.

—¿No puede quedarse aquí hoy?
—No, no puede —sentenció ella—, Kor está todo el día en casa y sabe que lo sacas a pasear a las cinco de la tarde ¿lo escuchas? Ya está paseando nervioso por el patio de atrás, porque sabe que es la hora.
—Mamá, de verdad estoy muy cansado —insistió él.

La mujer caminó por el cuarto y lo enfrentó, molesta.

—Ponte de pie.

Lo siguió mirando con dureza, hasta que el muchacho lo hizo; se mantuvo firme, reprendiéndolo sin palabras antes de continuar, expresando su molestia por ese acto que consideraba infantil y por completo inadecuado.

—Solo tienes dos responsabilidades: ir a la secundaria, y cumplir con tus obligaciones en la casa. Solo tienes dos obligaciones, que son ordenar tu cuarto y sacar a Kor todos los días a pasear ¿No es mucho pedir que lo cumplas?
—¿Y no puedo sentirme mal un día?

La mujer entrecerró los ojos ante esa réplica, que se le antojó una total falta de respeto.

—No cuando se trata de Kor. Es tu responsabilidad.
—Yo no lo pedí —replicó el adolescente, con voz seca—, ustedes lo compraron.
—Lo hicimos porque tu comportamiento estaba saliéndose de control —enumeró ella—, no estabas obedeciendo las órdenes, no estabas teniendo buenas calificaciones en la escuela ¡incluso pudiste perder el año!

Carlos mantuvo la vista, haciendo un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Cuando se trataba de ese asunto, sus sentimientos no importaban.

—Tengo buenas calificaciones, no puedes decir que no es así.
—Entonces cumple con tu deber —replicó ella, indicando hacia la puerta—, llevas diez minutos de atraso, jovencito, así que irás con la ropa de la escuela, ya no te queda tiempo.

Ante la expresión que no admitía réplicas, Carlos bajó la cabeza y salió del cuarto sin decir palabra.

Cuando llegó al patio trasero de la casa, Kor estaba sentado del otro lado de la puerta, esperando impaciente y atento a quien apareciera.

—Vamos.

El muchacho dio una única instrucción y caminó hacia la puerta lateral, ya que en la casa estaba prohibido entrar con mascotas; el gran danés lo siguió, atento y a cierta distancia, sin ladrar ni hacer ruido.

—Da la vuelta completa, te voy a estar vigilando.

Carlos no atendió a la advertencia de su madre y siguió caminando sin ganas hacia el jardín delantero; ella se refería a que saliera de la casa, fuera hasta la plaza, distante una cuadra de allí, y la rodeara por el borde, para permitir que el perro pudiera olisquear, mirar y hurgar por todas partes, en vez de simplemente atravesar en diagonal. Por supuesto que ella no estaría ahí viéndolo, pero tenía una amiga que estaba todas las tardes bordando en su jardín delantero, y esa mujer de seguro le informaría de todo lo que sucediera.

—Quédate quieto.

Sabía que era innecesario, porque Kor obedecía todas y cada una de las órdenes que le daban, siempre.
Nunca hacía desorden ni lloraba, ni labraba en momentos inapropiados; sólo estaba ahí, como una estatua de color gris oscuro, con su cara seria y mirada sumisa. Siempre era exactamente igual; no era necesario ponerle la correa al cuello, porque siempre que estaba cerca de él se mantenía a un brazo de distancia, mientras que con sus padres marcaba el paso casi rozándolos, aunque nunca demasiado cerca como para interrumpir el avance.

Después de enganchar la cadena al collar, siguió caminando, pero en el último tramo se detuvo, al tener una idea.

—Tal vez deberías aprender un nuevo truco.

Desde que lo compraron, no le habían enseñado ningún truco, y a él en realidad eso no le interesaba; no quería estar ahí ni tener esa responsabilidad, pero aparentemente eso lo perseguiría toda la secundaria.
Dos años atrás, Marcos lo había golpeado en la primaria, y lo dejó sangrando; era alto, tres años mayor que él y más fuerte en ese entonces, y desde ese momento tuvo problemas de rendimiento en la escuela primaria y de comportamiento en la casa. Su padre dijo que estaba bien si se sentía molesto por lo que había sucedido, pero que esa situación no justificaba su comportamiento.
Lo que nadie sabía era que Marcos no solo lo había golpeado; nadie sabía que cuando lo atacó en el patio trasero de la escuela, había tratado de violarlo. Se había montado sobre él, presionándolo contra el suelo, y le metió los dedos en la ropa, ejerciendo presión hasta hacer daño y al mismo tiempo sobajeándose y jadeando, diciendo lo que pretendía hacerle. Fue cuando, en un arranque de furia y miedo, Carlos logró golpearlo, lo que le permitió liberarse y correr, tan rápido como pudo.
Aún recordaba, en momentos de debilidad nocturna antes de dormir, el dolor de esa presión injustificada y no permitida contra su cuerpo, como si de alguna forma él hubiese dejado una cicatriz que aún no sanaba.
Nunca podría decírselo a sus padres, eso lo sabía; su padre, el pulcro médico de familia de renombre en el distrito, era recto como una barra de acero, y no haría concesiones al respecto: lo culparía, diría que todo era su responsabilidad, y eso solo aumentaría las llagas que arrastraba desde entonces. Si hablaba, ninguno de los dos lo apoyaría, y lo que era peor, se comportarían frente a la directora como si de verdad les importara, puniendo una cara muy seria, pero despreciándolo cuando estuvieran en casa.
Así que cuando las cosas se empezaron a salir de control, tuvo que masticar y tragar su rabia y frustración, y tratar por todos los medios de volver a comportarse como antes, aunque fuera solo en apariencia. A tiempo para que no se les ocurriera mandarlo a una academia militar, pero tarde para evitar que compraran el perro; su madre no paraba de decir que era una fantástica mascota y la mejor idea que habían tenido, y su padre, siempre con poco tiempo por estar haciendo cirugías, accedió y dijo que esa responsabilidad lo haría madurar.
Caminó a paso lento por la calle, ignorando a un niño pequeño que desde una casa vecina saludaba a todo quien pasara, y poco después llegó a la plaza, un perfecto rectángulo de verde, color y ruido que quebraba la monotonía armónica de ese barrio.

—Vas a aprender un truco.

Se puso de pie frente al perro, que se mantuvo estático, mirándolo con atención; Carlos había llevado consigo una antigua pelota de tenis, que dejó en el jardín como un regalo forzado cuando sus padres le ordenaron hacerlo, pocos días de la llegada de la mascota.

—Cuando yo tire la pelota, vas a ir a buscarla. Hasta donde esté.

Había dado la orden con frialdad y la misma distancia con la que siempre se refería a él, porque ese no era su perro; no lo había pedido, no lo había querido y nunca lo haría sin importar lo que sucediera.
Sus padres nunca se habían fijado en que él jamás lo había llamado por su nombre. Si algún día llegaban a notarlo, se ganaría más regaños; casi podía imaginar a su padre diciendo que no era un mueble como para hacer eso, y su madre daría un largo discurso acerca de su falta de empatía con un ser inocente como ese.
Tampoco habían descubierto que él nunca lo miraba a los ojos, aunque en ese caso, se trataba de algo que había practicado a lo largo de mucho más tiempo, y que usaba con todo el mundo; miraba en dirección a los ojos de la persona, pero desenfocaba la vista, por lo que nunca estaba realmente viendo en su mirada. En su mente, esto era una forma de mantenerse a salvo, de no permitir jamás una conexión con los demás de ese modo; sus pensamientos eran lo único íntimo que tenía.
Soltó la correa del perro, arrojó la pelota a unos tres metros de distancia, y tal como lo suponía, el animal caminó dando sus habituales grandes zancadas, hasta recoger la pelota y devolverse con la misma actitud animada que de costumbre. Se quedó de pie, a un brazo de él, con la pelota en el hocico y esperando con atención. Carlos no había adelantado que la pelota estaría manchada de saliva, pero hizo como que no le importaba y la tomó, para volver a lanzarla.

—Ve por ella.

En esa ocasión la lanzó un poco más lejos, viendo como se repetía exactamente la misma reacción; por un momento tuvo ganas de echarse a correr para desaparecer de ahí y que nadie lo viera, para tratar de descubrir si sus padres se preocupaban más por él o por el perro, pero no hizo nada. Solo se quedó esperando.


Próximo capítulo: Trucos y tratos