Narices frías Capítulo 11: Solo un terrón de azúcar



—Terry, mira, son hormigas.

Sofía estaba encantada con el descubrimiento que había hecho en el patio trasero de la casa; el lugar era plano y estaba cubierto de césped, alto como para hacer cosquillas en los tobillos, no demasiado como para que no se viera la suave tierra abajo.
Siempre se había preguntado por qué había tan pocas cosas en el patio trasero de la casa; solo la gran silla columpio, blanca y muy brillante bajo la luz del sol que se filtraba por el techo, y a la izquierda, la puerta que conectaba el patio con el jardín, cerrada con un pestillo que ella había aprendido a abrir durante las vacaciones pasadas.
Esa tarde, había salido junto a Terry, que observaba atento cómo ella se acercaba a su nuevo descubrimiento; una larga y ordenada hilera de hormigas que caminaba por la pared, muy cerca del suelo. Una a una, insignificantes, pero fuertes, capaces de transmitir un mensaje claro, comunicándose entre ellas a través de palabras que eran imposibles de descifrar, mudas e inaudibles para todos, voces que salían de lo más profundo de la tierra, y que algún día se llevarían a ella los más profundos secretos, cortados en trozos apenas tan minúsculos como ellas.

—Mira, el camino va hacia la casa.

Estaba arrodillada en el pasto, mirando con fascinación cómo la guía de hormigas seguía un curso que, en apariencia, ya había sido establecido desde antes; poco a poco desplazó la vista hacia el destino que llevaban, siguiendo el tren imaginario que milímetro a milímetro seguía su curso. Después de un trecho, las pequeñas habían encontrado la bisagra de la puerta por donde se podría entrar a la cocina.

—Oh, parece que estas chicas encontraron un pequeño túnel —dijo, con voz cantarina—, Tal vez deberíamos ver adónde van ¿No lo crees?

Miró en dirección a Terry; el labrador la miraba con una serena atención, brillando sus ojos color castaña mientras movía ligeramente las orejas. Ella lo interpretó como un sí, y poniéndose de pie, abrió la puerta y asomó al interior de la cocina, en donde la luz blanca contradecía a los rayos dorados del sol en el final de la jornada; el suelo de la cocina era blanco brillante, hecho de muchos cuadros perfectos, porque era necesario que estuviese siempre muy limpio y pudiera verse cualquier mancha.
Inclinándose nuevamente, la pequeña buscó en el suelo, hasta que encontró el camino que se había internado en el interior de la casa; se quedó mirando muy atenta, preguntándose si sería posible que se resbalaran, porque ella sentía que el suelo en la cocina, al igual que en el baño, era muy resbaloso. Pero a las hormigas, con sus seis patas largas y muy bien articuladas eso no parecía importarles ¿Hacia dónde irían? ¿Cuál era su destino dentro de la casa? Caminó muy despacio para no asustarlas, y descubrió que estaban llegando junto al refrigerador, desde donde escurrían unas gotas que ya habían formado algo que, pensó Sofía, para ellas debía ser un gran charco.

—Terry, encontraron algo para comer.

El labrador había entrado a paso lento, y se sentó tras ella, mirando hacia el suelo; Sofia vio con interés cómo las hormigas se acercaban al líquido, y se concentró mucho para poder observar con claridad.

—Creo que están bebiendo, pero no puedo ver bien ¿Qué podría hacer?

Al decirlo, recordó algo que había visto en un programa de televisión, y al hacerlo, también recordó que la maestra les había hablado de eso en la escuela, algún tiempo atrás; podía usar una lupa para ver con más claridad, y agrandar la imagen ¿Tendrían boca y ojos como las personas, o serían muy distintos? Se suponía que no tenía que tocar a ningún insecto, porque algunos podían ser malos y otros estar sucios, aunque ella no sabía cómo algo tan pequeño podrá hacerle daño.

—Voy a buscar una lupa —dijo con alegría, poniéndose de pie—, quédate aquí, y ten cuidado de no pisarlas, ¿de acuerdo?

Le dio un suave toque en la punta de la nariz, y dio un paso largo para no pisar en el lugar donde tenían hecho su camino.
Seguramente había una lupa en su cuarto, en el segundo piso; no estaba segura de que le hubieran regalado una, pero sí recordaba que un lápiz que había en su cajón de cosas para la escuela tenía una en el extremo ¿Serviría? Por supuesto que serviría, había usado esa lupa para ver los pétalos de una flor una vez, y había podido apreciar sus detalles; creía que un pétalo era algo liso, porque era muy suave, pero en realidad tenía unas especies de líneas que ella no podía sentir con los dedos.
Quizás las hormigas sí podían notar esas diferencias; Sofía caminó alegre hacia la sala pensando en esto, rodeó las dos sillas y caminó hacia la escalera, diciéndose que quizás al ser muy pequeñas, ellas podían sentir esas líneas de la misma forma que ella sentía las divisiones entre los cuadros del suelo al tocarlos con los dedos. Tal vez las cosas o los seres podían sentir, ser felices o sufrir, solo que no lo expresaban de la misma forma que ella.
Estatuas en la sala, luces en el techo para poder ver cada escalón sin tropezar, y un pasillo recto por el que nunca podía perderse; la eternidad del lugar en donde estaba era intangible y visible a la vez, un manto casi transparente que cubría sus ojos de cualquier cosa que pudiera perturbar.
Era su castillo, el deseo de tenerlo todo y conservarlo para siempre, solo ojos para ver lo que era necesario en el interior, y ceguera sorda y perpetua para cualquier cosa que estuviera afuera; cortinas de un color agradable, suaves al tacto, largas hasta el suelo y altas como el cielo, extendidas en todas las direcciones de su mundo, para que cuando levantara o girara la vista, no viera nada más.
Encontró el lápiz en donde debía estar; era grueso, de color azul claro, y le resultaba algo incómodo al tomarlo, porque sus manos aún eran muy pequeñas. Pero, lo que le importaba en ese momento era la lupa, y ahí estaba; un disco cristalino a través del cual las cosas se veían distintas, irreales, pero mucho más cercanas. Se acercó el objeto al ojo derecho y miró a su alrededor, pero las cosas no se veían realmente más grandes en su habitación; se preguntó si tal vez estaría descompuesta, pero después recordó que la maestra no le había dicho que esas cosas pasaran, y pensó que quizás era porque servía solo para ver las cosas pequeñas.
Bajó las escaleras con su trofeo en las manos, contenta de haberlo encontrado; después de rodear la mesa llegó de vuelta a la cocina, y le dedicó una gran sonrisa a Terry, quien seguía sentado en el mismo sitio, mirando con mucha atención.

—Lo hiciste muy bien —dijo, mientras se acercaba—, eres un muy buen guardián de hormigas; ahora, vamos a ver.

Le gustaba esa frase porque sonaba muy importante; se agachó, teniendo cuidado de no acercarse demasiado, y puso la lupa entre ella y las hormigas ¡Eran muy curiosas! Su cuerpo era delgado y tenían una cabeza grande, con antenas como las caricaturas, pero no tenían el mismo tipo de cara y ojos que tenían en televisión; había dos ojos oscuros a los costados, y una boca extraña, que era como la de los pájaros, pero estaba torcida.
En el silencio del lugar se quedó muy quieta, mirando la forma en que las hormigas se acercaban al líquido, y en apariencia comenzaban a beber, aunque en un principio no le pareció que lo estuvieran haciendo. Entonces se dijo que seguramente no veía la diferencia porque las hormigas eran muy pequeñas, de modo que beberían unas gotas de agua aún más pequeñas.
¿Qué tan pequeña podía ser una gota de agua?

—Se me ocurre una idea, Terry.

Sofía se puso de pie y se acercó al mesón en donde había algunos frascos; en uno de ellos, transparente, había azúcar en cubos, blanca y brillante bajo la luz de la cocina, y por un largo momento la niña los contempló, fascinada.

—Mira, esto es lo que hay que hacer ¿No lo crees? Las hormigas ahora son nuestras invitadas, tenemos que servir algo para ellas.
¿Crees que con un terrón de azúcar estaría bien, o mejor dos?

Volteó hacia el punto en donde estaban reunidas, y juzgó que con uno estaría bien; parecía suficientemente grande como para que todas ellas pudieran comer, o quizás no comerían y decidirían llevarse los granos uno a uno, de vuelta a su nido.
Las hormigas eran muy pequeñas, pero eran ordenadas y había muchas de ellas; si por accidente pisabas una, a veces podía esconderse entre las formas de la suela del zapato, a diferencia de las mariposas, que quedaban en el suelo como una marca de muchos colores, que después no se podía sacar, porque al tocarlas, se convertían en polvo.
Sofia pensó que tal vez podría dejar el terrón de azúcar en la mesa de la sala ¿Por qué no? Sería como invitarlas a comer, y seguramente una de ellas sentiría el olor tan dulce, y llamaría a las otras para que juntas devoraran ese exquisito regalo; de seguro llamarían a todas sus amigas del nido, y vendrían en tren, una tras otra buscando el premio, una tras otra sacando trozos con sus dientes, despedazando hasta que nada quedara.


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Narices frías Capítulo 10: Una equivocación



Gabriel había tenido una semana muy ocupada, por lo que había tenido que posponer una parte de su plan; en momentos de la tarde de los días previos había hablado un poco con el resto de los vecinos cercanos, procurando verse siempre correcto y amable, pero teniendo en mente el asunto del vecino en todo momento. No se sorprendió mucho al comprobar que ese hombre no tenía redes dentro de la zona; prácticamente nadie lo conocía más que de vista, y los comentarios respecto a él eran vagos, como si estuviera hablando de alguien que se hubiese mudado de forma reciente, y no varios meses atrás.
Se dijo que eso no estaba bien, que no era posible que una persona llegara a un barrio y no conociera a nadie, pasando de todos como si se tratara de un fantasma; una persona normal saludaba a sus vecinos, mantenía una conversación trivial en la tienda, los veía desde el jardín, no se encerraba en una casa para salir solo al trabajo o a lo que fuera que hiciera.
Además, había estado pensando que era muy extraño que un hombre solo viviera en una casa como esa, que estaba pensada al igual que las otras, para ser utilizada por grupos familiares.
El jueves por la tarde, tuvo la oportunidad de dejar a su pequeño en casa de una vecina cuyo hijo era su compañero de estudio; así, se sintió en tranquilidad para hacer lo que tenía en mente.
En un principio había pensado en invitarlo a su casa para estar en su ambiente, pero desechó la idea por considerarla poco segura; no era apropiado dejar que un extraño entrara en su casa, accediendo a todo lo que eso significaba. No era la mejor opción, pero decidió ir hasta su puerta y hacer un buen acto como un vecino ejemplar.
Cuando tocó el timbre, tuvo que esperar cerca de un minuto y medio antes que su vecino se apareciera.

—Vecino, buenas tardes.

Saludó con una sonrisa amable tan pronto la puerta se abrió. Dante lo reconoció y le hizo un gesto.

—Hola, qué tal.

Esperaba que el otro hombre saliera hasta el jardín, pero como no lo hizo, optó por hablar de inmediato.

—¿Cómo estás? Me preguntaba si podíamos hablar un poco.

Dante asintió, un poco confundido.

—Sí, si quieres, pasa, está abierto.

Sorprendido otra vez por esa actitud, pero soslayándola en el exterior, Gabriel abrió la puerta del jardín y entró; el terreno previo a la casa tenía pasto y algunas flores, y aunque no lucía descuidado, no parecía como que alguien hubiese puesto algo de esfuerzo en ello. Al llegar a la casa, su vecino estrechó su mano y le hizo un gesto vago para que pasara.

—Entonces venías por esa cerveza ¿No es así?
—Sí, más bien era para conversar un poco.

La sala no estaba bien iluminaba, por causa de una única luz que pendía del techo; además del mobiliario habitual en una casa, como la mesa de centro o los sillones, no parecía haber nada propio, nada que hiciera que aquel espacio perteneciera a alguien; Gabriel pensó que se trataba de una forma muy extraña de vivir.

—Siéntate —dijo Dante mientras se sentaba en el sillón opuesto al que estaba indicando—. Puse las cervezas hace poco en el frío, así que en un rato estarán a buena temperatura.
—Sí, no hay problema con eso —Había practicado esa parte y estaba seguro de poder hacerlo bien—. Y entonces ¿No tienes familia? Me refería a aquí, contigo.

Por una milésima de segundo, Dante aguzó la vista, pero lo que sea que estuviera pensando fue dejado de lado.

—No, de hecho, me preguntaste lo mismo cuando llegué aquí y te presentaste.

Gabriel no recordaba eso con tanta exactitud; para salir del paso, asintió y sonrió con amabilidad.

—Es cierto, lo había olvidado. Eres soltero, entonces.

Dante soltó una risa muy breve, pero no parecía alegre.

—¿Por qué no me dices exactamente a qué viniste?
—A conversar, hacer un poco de vida social —Respondió Gabriel, sin sentirse demasiado seguro.
—No creo que hayas venido a eso —Sentenció el otro hombre—; no te ves cómodo, obviamente estás nervioso, así que mejor hazlo más fácil y dilo.

Entonces no había conseguido disimular de la forma que creía; pero ya estaba ahí, de modo que no le quedaba opción.

—Bien, como quieras. Sucede —Hizo un gesto como de invitar a la conversación—, hay algo que me parece que deberías cuidar más, no estoy siendo critico, en serio, pero hay que conservar ciertas normas de comunidad.

Dante entrecerró los ojos, con expresión seria.

—Sé más específico.
—El otro día —Estaba intentando usar el mayor tacto posible, para tener éxito—, vi una conducta que me pareció un poco inapropiada, cuando estabas colgando la hamaca ¿lo recuerdas?
—¿Y qué es lo que según tú estaba haciendo?

La mirada de Dante era directa, un poco dura, aunque su expresión era serena hasta ese momento.

—Bueno, tú sabes.
—No, no lo sé —repuso el otro hombre, frunciendo ligeramente el ceño—, no sé lo que piensas.

A Gabriel le parecía de mal gusto explicitarlo, pero llegado a ese momento, no le quedaba otra opción.

—Ese día, en el patio, estabas sin ropa. No pasa nada —se apresuró a aclarar—, pero puede haber niños cerca y hay que tener cuidado con el comportamiento.

El otro hombre soltó una especie de resoplido antes de hablar.

—Déjame ver si entiendo; tú vienes a mi casa aparentando que quieres ser amable conmigo, ¿para decirme que no tengo que andar desnudo en mi propia casa?

Gabriel carraspeó, incómodo ante la pregunta; de nuevo le parecía que el actuar del otro hombre era demasiado inapropiado.

—No es un problema, es solo que puede haber niños, o alguna persona sensible y no es bueno…
—¿No es bueno que descanse desnudo en mi hamaca, en mi patio?
—Es una precaución…
—Escucha, para —Dante lo interrumpió, secamente—. Lo que estás diciendo es estúpido. ¿Sabes por qué escogí esta casa? Porque las ventanas de todas las casas alrededor están orientadas hacia otra parte.

Otra vez sorprendido, Gabriel no supo qué decir; pero Dante estaba tranquilo, y dueño de sí mismo.

—Ya había pensado en eso ¿Me ves? Tengo una remera y un pantalón porque alguien tocó el timbre y tenía que salir. Pero el patio es parte de mi casa, está separado por muros, hay plantas, y tengo todo el maldito derecho a andar como quiera aquí.
—Pero ese día no te tapaste —Protestó Gabriel, inseguro.
—Eras tú el que estaba arriba de una escalera —Apuntó Dante.
—Pero yo no pretendía mirar —Argumentó Gabriel, sin saber cómo reaccionar ante esas palabras.

El otro hombre se reclinó en el sillón en donde estaba, cruzándose de brazos.

—Pudiste haber bajado cuando me viste y hablar desde abajo, o pudiste decir algo como “Oye, mejor ponte algo” como seguramente haría alguien que parece que está tan preocupado por esas cosas. Pero yo estoy en mi casa —Señaló alrededor con un gesto antes de cruzar los brazos otra vez—, puedo andar como quiera, y se supone que otro hombre debería estar tranquilo con eso.

Nada estaba resultando como Gabriel lo había proyectado; el otro hombre lucía molesto, sin conectar en momento alguno con el punto de vista de él.

—Creo que te lo estás tomando un poco mal.
—No me lo estoy tomando de ninguna manera —replicó el otro, con frialdad—, estoy en mi casa, no me vengas a decir lo que tengo que hacer. La próxima vez, métete en tus asuntos, no en los del resto. Ahora sal de mi casa, ya sabes en donde está la puerta.

Gabriel, estupefacto, sintió que los colores se le subían a la cara, y superado por la situación, no tuvo más remedio que ponerse de pie y salir.
Momentos después entró en su casa, por completo descompuesto por el actuar de ese hombre; se trataba de algo que no se esperaba en absoluto, porque resultaba violento y extremo, algo que se separaba de todos los conceptos que tenía.

Dina entró en la sala justo en el momento en que él se estaba sentando en el sofá, derrotado.

—¿Qué voy a hacer?

La gata, como una nube blanca, se desplazó hacia él caminando suave, sin hacer ruido, casi flotando sobre la superficie; sus enormes ojos dorados le dedicaron una larga mirada, que en ese estado de confusión se le antojó tranquilizadora y comprensiva, como si ella en ese momento pudiera comprenderlo. Como si lo entendiera todo.
Ella avanzó dando breves y seguros pasos por la acolchada superficie, sin dejar de mirarlo en momento alguno; Gabriel sintió como si en ese momento nada más importara, como si dependiera de esa mirada de oro y luz toda la estabilidad de su mundo. Había dos orbes flotando frente a él, dos universos vivos que podían darle paz, y respuestas a todas las preguntas, incluso a aquellas que no se hubiese planteado.
Era el inicio y el fin de todo, la existencia misma, la razón por la que estaba ahí, y la que tendría para hacer cualquier cosa que fuera necesaria; podía entender esa mirada silenciosa y leer en ella cada una de las mínimas variaciones, viendo a la vez su reflejo, el rostro de un hombre sencillo y bueno, que no merecía amenazas, riesgos ni miedos en su horizonte.
Las luces alcanzaban todo rincón, como una danza silenciosa que se expandía más allá del borde de su visión, envolviendo todo en un halo de colores sólidos, que llegaban a cualquier sitio existente; se filtraban entre los resquicios más antiguos, consiguiendo tocar recuerdos antes inexplorados, momentos irrepetibles, y sucesos que desde su concepción habían quedado blogueados para siempre.
La dorada sensación era un baño de calma y seguridad, que lo llevaba a un mejor sitio, la ubicación de todo lo que estaba bien en su mundo y en cualquier otro.
Serenidad, decisión, claridad. Pronto no habría nada más por lo que preocuparse.


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Narices frías Capítulo 09: A través del cristal



Darío se había esforzado mucho para conseguir lo que quería; no se trataba de un problema de inteligencia, habían dicho los médicos, sino de la forma de expresar y comunicar con el mundo.
Lo hicieron ir a muchos especialistas durante un largo tiempo; todos eran personas muy entendidas, de larga experiencia en aquello que hacían, y todos eran muy gentiles con él.
Pero, de todos modos, durante esos años había sido un experimento, un animal de laboratorio; estaba lleno de diminutas marcas de los pinchazos de agujas, de todas esas veces que le extrajeron sangre para hacer pruebas, y de las otras ocasiones en que realizaron infiltraciones de distintos líquidos para verificar ciertas reacciones.
Pasaron años en los que investigaban si su problema era de origen neuronal, físico, o una mezcla de ambos; años de llegar a la oficina de un doctor y dejar que hicieran análisis, que lo pesaran, midieran, que comprobaran su musculatura, índice de grasa, el estado de sus ojos, la salivación, la capacidad de sus oídos, e incontables otros conteos y muestras; desde que lo "descubrieron" en el centro para niños sin hogar a los catorce, creció con docenas de manos sobre su cuerpo, decenas de ojos sobre su fisonomía y cientos de voces que opinaban acerca de él, pero ningún oído que supiera escucharlo de la forma correcta.
Cuando cumplió diecinueve y el interés de los profesionales estaba decayendo, apareció un nuevo doctor que se especializaba en trastornos de conducta conoció su caso, bastante habitual entre la comunidad médica del distrito, y dijo que su problema era acerca de comunicarse con otros individuos, pero que esa dificultad no era a la inversa. Darío siempre había sabido eso, pero no podía decirlo de un modo en que los demás pudieran comprender; podía decir algunas palabras, frases cortas, pero las ideas complejas siempre quedaban atrapadas en el interior de su mente, girando como un carrusel de tiro al blanco al él nunca podía disparar con éxito.
No era mudo, no era hablante, no era retasado, no era super dotado, era solo una cáscara con una pequeña abertura que no permitía salir casi todo, pero que sí podía recibir; al final, esa revelación médica hizo que todos perdieran interés en su caso, porque en general los médicos buscaban soluciones, y en particular los asuntos del comportamiento y el cerebro eran fuente de investigación para alcanzar un resultado que les valiera un mérito, un diploma o una serie de seminarios a los que mucha gente quisiera asistir.
Pero el caso de Darío era algo extraño por sumar algunas características de diferentes trastornos, no era algo realmente novedoso, y por lo que todos decían, no había forma de curarlo, por lo que lo único que podían hacer por él era buscar un lugar en donde pudiera vivir, y otro en donde pudiera trabajar. Necesitaba un trabajo en donde tuviera que hacer siempre lo mismo, con el mismo horario, sin interactuar con otras personas, pero al mismo tiempo, sin estar aislado.
Necesitaban dejarlo en un lugar donde sirviera de algo, y donde no molestara a la gente.
Consiguieron localizar una opción válida para él; le dijeron que tendría un contrato de trabajo, con un sueldo acorde, y que podía vivir en un departamento en un modesto edificio a unas cuantas cuadras de ese sitio. Que no tendría que preocuparse por hacer el pago de los gastos, porque había un acuerdo entre la dueña del edificio y el dueño de la empresa, y descontarían eso del salario.
Le enseñaron a usar la tarjeta para el cajero automático, y le dijeron que sería muy seguro usarla, porque así, no tendría que estar cargando con dinero, que podría ser muy peligroso.
Todos estaban preocupados de proporcionarle las mejores condiciones, por supuesto, y por eso fue que hicieron todas esas cosas sin preguntarle: para crear un espacio seguro en él que pudiera vivir y trabajar, ser útil a la sociedad y no depender de los demás.
Tenía veinte años cuando todo eso sucedió, y para asegurarse de que todo funcionaría bien según sus planes, los médicos y terapeutas que habían estado trabajando con él le dijeron que lo estarían observando, pero sin entrometerse; tenía que cumplir su horario de entrada y salida del trabajo, llegar todos los días a casa y completar un cuestionario que le enviaban impreso una vez al mes. Le dieron un teléfono celular básico, en donde estaba indicado el número de su jefe en la empresa, el del conserje del edificio, el de la terapeuta que revisaría los cuestionarios, y un número al que llamar en caso de alguna emergencia.
Al cabo de un mes, le dijeron que todo estaba muy bien y que podría vivir solo y trabajar como un hombre adulto y productivo, y que estarían siempre pendientes al teléfono por si el necesitaba algo, pero que confiaban en su gran capacidad.
En realidad, él siempre entendió tobo lo que estaba sucediendo; entendía las ansias de algunos de esos profesionales por encontrar una revolucionaria cura para su enfermedad, así como entendió el aburrimiento de la mayoría cuando pasaba el tiempo y no había avance. Entendió que el proceso para insertarlo en la sociedad era una forma elegante de deshacerse de él, y que con el tiempo, nadie iría a verlo o a preguntar cómo estaba. Al final, ser un adulto normal era estar solo en el mundo.

Su vida había sido programada por otros para ser de una cierta forma, y era muy difícil que él pudiera hacer algo al respecto; en ocasiones, como en otras tantas, se sentaba ante la mesa con un cuaderno, tomaba el lápiz y trataba de escribir algo, o hacer un dibujo, pero una y otra vez las ideas chocaban con un muro invisible y nunca llegaban a salir. Al igual que su voz no podía transmitir el sonido completo de las palabras, las manos parecían atrofiadas ante cualquier intento de comunicar: su vida era la de un conejillo de indias, roto y fallado, que observaba el mundo detrás de una ventana sin bisagras, un muro cristalino, sin reflejo.
Si dependiera de él, haría muchísimas cosas, pero esa incapacidad de expresarse como el resto de las personas obstaculizaba todo.
Eso había sido dos años atrás.
Descubrió que la tecnología podía ayudarlo; en el mundo social, decir algunas palabras sueltas lo convertiría en un anormal, pero la red no tenía tiempo, y lo más importante, no podía verlo. Necesitaba un teléfono celular con acceso a internet, pero no podía conseguir uno con facilidad, porque en una tienda le harían preguntas como en los anuncios de televisión y eso le pondría de manifiesto, lo que era justo lo opuesto a lo que quería.
Empezó a hacer algunas caminatas cuando salía del trabajo, acercándose a las tiendas con actitud de normalidad, quedándose en un costado, observando. La mayoría de las personas pagaba con una tarjeta como la suya, lo que supondría una facilidad, pero para llegar a pagar, primero se acercaban a un vendedor, le explicaban lo que querían, y después de algunas confirmaciones, se llevaban su producto; esto suponía demasiados pasos para realizar, un riesgo de arruinarlo, y peor, la posibilidad de exponerse, que era justo lo que no quería.
Tuvo que buscar algunas alternativas, hasta que encontró una tienda que funcionaba como autoservicio; tenía un catálogo impreso, en donde podía ver los detalles de los productos. No vendían teléfonos avanzados, pero sí tenían uno básico con conexión a internet; nunca había navegado en internet, sólo sabía lo que escuchaba de los médicos, que tenían la costumbre de hablar como si él no estuviera presente, y lo que había visto en los ordenadores al pasar. De todos modos, algo era mejor que nada, de modo que hizo el intento y lo logró, lo que le dio su primer triunfo como independiente.
Una vez con el móvil en su poder, inició el navegador, sorprendiéndose de ver que este cargaba de forma inmediata un buscador; tras algún tiempo de adaptación, descubrió que buscar cosas en internet era sencillo y difícil a partes iguales, porque había mucha información y no toda era útil.
Pero tenía tiempo y poco que hacer excepto trabajar; así, fue pasando el tiempo, y descubrió un sitio en donde se podía comprar y solicitar que enviaran a domicilio. Esa lucía como una buena opción, excepto que no quería que el conserje se enterara; decidió seguir buscando, hasta que localizó otro sitio, en donde podía comprar y luego tomar el producto en la tienda. Y era en una calle céntrica del distrito.
Había pasado menos de un año desde que tuvo el móvil cuando diseñó un plan para conseguir otro; tomó una mascarilla para enfermos que había robado tiempo atrás de uno de los tantos laboratorios en que estuvo, hizo la compra a través del móvil y fue a buscar el producto a la tienda con el rostro cubierto. Funcionó a la perfección, ya que el vendedor interpretó su dificultad para hablar como un resfriado, y solo le pidió que le enseñara un número en el móvil, que había recibido como un mensaje.
El nuevo teléfono era un universo completo en sí mismo, y aunque lo había comprado para un motivo muy específico, le gustó mucho; su pantalla era grande, y funcionaba sin botones, como los de los médicos o la gente común, aunque no era tan costoso. No solo tenía un navegador más rápido, sino que tenía otras cosas; descubrió que los íconos eran las aplicaciones de las que la gente hablaba todo el tiempo, aunque eso realmente no le importaba. Ese móvil era el acceso al mundo y como tal, era su tesoro.
Con el tiempo, hizo otras compras a través de una aplicación que servía para eso, entre ellas un adorno que siempre había querido: un cubo de cristal.
No era realmente de cristal como decía en el anuncio, pero eso no importaba; era de acrílico transparente, con una base gris. En su interior tenía una esfera metálica plateada, que destellaba solitaria contra las paredes invisibles; esa esfera era él, una estructura sólida que no podía salir, un prisionero libre que podría estar toda la eternidad rodando desde una esquina a otra, nada más que un objeto, el sordo sonido del otro lado del cristal.


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Narices frías Capítulo 08: Invisible




—Buenos días, hijo.
—Buenos días papá.

Carlos se sentó ante la mesa del comedor, en donde su padre ya estaba ocupando la cabecera; el joven llevaba jeans y una remera blanca, algo sencillo y nada llamativo, especial para estar en casa un domingo.

—Cariño ¿Quieres jugo de naranja?
—Sí, gracias mamá.

Su madre llegó hasta la mesa con un jarrón con el colorido líquido para completar el nutrido desayuno; un día como ese era una especie de evento dentro de la familia, porque como decía ella "no siempre era sencillo reunirse"
Siempre era igual: ella hacía un desayuno fastuoso, igual a los de los comerciales de televenta, y llenaba la mesa del todo lo que se le ocurriera para que fuera decorativo y al mismo tiempo pareciera variado, como si en algún momento fuera a aparecer de sorpresa un vecino que pudiera impresionarse ante esa demostración.
Carlos había tomado algo ligero la noche anterior para poder comer de acuerdo con las expectativas de ella para esa mañana, porque si no lo hacía, ella se molestaría y estaría hablando todo el día de lo mucho que se esforzaba por conservar las tradiciones, y sobre lo desatendidos que eran los jóvenes. Toda esa pantomima a él le parecía patética y falsa, pero al menos esa mañana tenía hambre y podría distraerse de todo lo que significaba ser parte de esa familia.

—Este pan está delicioso, querida.

Carlos miró a su padre, no sin sorprenderse de nuevo de su imagen tan correcta y perfecta, incluso un fin de semana. Un domingo como ese usaba una de sus remeras de estilo clásico, con cuello similar a las camisas, que tenía un bordado con el símbolo que representaba mundialmente a los médicos, con pantalones semiformales a juego y pantuflas especiales para estar en casa.
Era de piel más bien blanca, y siempre estaba muy bien afeitado, con el cabello corto y peinado hacia atrás.
El muchacho se había preguntado en ocasiones cómo lograba su padre estar siempre igual; era como esos muñecos de acción que eran idénticos pero vendían muchos con atuendos o armaduras diferentes. Jamás lo había visto sucio, o con ojeras, o con un vestuario que no fuera exactamente el apropiado para la ocasión.
Los fines de semana con esa ropa, en la semana, de traje y corbata; él ni siquiera lo había visto alguna vez sin camisa, y una o dos veces en que por casualidad se topó con él saliendo del baño luego de ducharse, llevaba una bata de toalla blanca impoluta, muy bien cerrada y aún así, perfectamente ordenado y peinado. Ahora que era un adolescente, se había hecho preguntas de todo tipo con respecto a él, pero la que más se repetía era cómo podía ser que una persona así fuera real; le gustaría hablar con él de cosas de hombres, pero al ver su aspecto, su forma de comportarse y esa actitud perfecta, le resultaba imposible, era intentar hablar con un completo extraño.
Ninguno de sus padres le provocaba el sentimiento de confianza que debería, y sin embargo, ahí estaba, sentado ante la mesa del comedor, desayunando con ellos.

—Querido, esta semana recibí una llamada de la secundaria.

Supuestamente, eso debería generar algún tipo de alarma, pero él, seguro y calmado como siempre, solo volteó hacia ella y miró con mucha atención.

—Me dijeron que el comportamiento de Carlos ha mejorado mucho en los últimos días —explicó ella ante la pregunta no planteada—, está siempre atento, tomando notas en el cuaderno y haciendo las preguntas necesarias.
—Eso es una muy buena noticia —replicó su padre, esbozando una leve sonrisa de aceptación—, quiere decir que hay un buen diagnóstico de los maestros.

Él siempre asociaba todo con la medicina, y a ella siempre le parecía muy ingenioso. Pero, por sobre todo, cada vez que hablaban de su comportamiento o calificaciones, de forma automática lo ignoraban, volviéndolo parte de la ambientación; él no tenía derecho a opinar ni  cuestionar, ya que como decían ellos, se trataba de asuntos importantes que solo podían atender los adultos responsables.
Había sido muy duro para él estar fingiendo todo el tiempo, tanto en casa como en la secundaria, pero era la única forma de mantenerse a salvo; decidió no mencionar palabra al respecto ni hacer promesas de ningún tipo, y dejar que las cosas fueran evidentes por sí solas. Silencioso, comenzó a llegar muy puntual a las clases después de los descansos, y estaba siempre disponible para hacer alguna pregunta o comentario que fuera apropiado a la clase, incluso si no tenía interés en ello o ya lo sabía.
Llegaba de la secundaria, se cambiaba ropa y salía a pasear al perro, procurando hacer el circuito completo y pasar por aparente coincidencia por la puerta de la vecina que era amiga de su madre; regresaba, dejaba al can en su sitio, se daba una ducha y tras quedar en ropa de estar en casa, se quedaba estudiando en el cuarto, con la puerta abierta, para asegurarse de que su madre lo vería ocupado en actividades provechosas cuando pasara por fuera, por una programada casualidad.
Dentro de todo, podía agradecer que su padre estuviera tantas horas ocupado con sus análisis y cirugías, y que su madre siempre tuviera algo que hacer en la casa, porque en ningún momento intentaban conversar con él, salvo para algo muy concreto; podía estar ahí, desayunando con ellos por una hora sir decir una palabra, y ellos no lo considerarían extraño o llamativo.

—Estoy bastante satisfecha —estaba diciendo ella—, lo que me pregunto es si esto podría considerarse una etapa.

Muy bien, habían pasado de las probabilidad de enviarlo a la academia militar a preguntarse si “eso” era una etapa, en tan solo algunos días transcurridos.

—Es un muchacho joven, puede que sí lo sea —reflexionó él—, aunque hay que ser cautos, y siempre estar muy pendientes. En ocasiones los jóvenes pasan por una etapa en que quieren probar el mundo en el que están, pero no se trata de salirse con la suya, no es sólo eso.

Inspiración, y un tono pausado eran el momento previo a un discurso, y por supuesto, su madre reaccionaba atendiendo con mucha concentración, pues era algo de gran importancia.

—Los jóvenes a veces necesitan una dirección, una mano que les indique qué es lo que tienen que hacer, hacia dónde tienen que ir, pero desde luego, no van a decirlo, no lo pedirán de una manera directa, muchas veces porque no lo saben de forma concreta. Y ahí es donde tenemos que estar, atentos.

Sonaba como estuvieran rectificando el motor de un automóvil o algo parecido; Carlos se detuvo a esparcir la mermelada de fresa con suma delicadeza, como si quisiera pintar con ella la rebanada de pan de centeno, aparentando ignorancia, siempre en silencio, siempre con la cara de normalidad, como si fuera un niño pequeño que no entendiera las conversaciones de los mayores.

—Sucedió algo.

El tono de su madre tenía un leve toque de ligereza, como si fuera a contar una anécdota, y eso preocupó a Carlos ¿Se le había pasado algo? Había procurado mantener un comportamiento de autómata todo el tiempo ¿Había sido así?

—Fue hace unos días, la verdad —comentó ella—, no quise comentarte en ese momento para no preocuparte.
—Pero, querida —intervino él—, lo que sea, debiste decírmelo y no cargar con eso tú sola.
—Lo sé, pero fue ese día ¿Te acuerdas cuando tuviste esa cirugía tan compleja, que se extendió por horas?

Su padre hizo un gesto que reflejaba el cansancio que había vivido ese día, y Carlos se preocupó más; había dado por sentado que su madre le contó todo lo que pasó cuando lo regañó por no sacar al perro, y que habían llegado a alguna clase de acuerdo de no mencionarlo, en ningún caso que el tema había pasado a un segundo plano. Pero por supuesto, cuando él llegó por la tarde y todo el fin de la jornada fue hablar sobre esa cirugía tan difícil, cualquier otro tema quedó olvidado.

—Esa chica, tuvo mucha suerte de que su familia tomara la decisión rápida de llevarla para que la atendiéramos. ¿Qué sucedió?
—Bueno, pasó que Carlos no estaba muy motivado en ese momento para sacar a Kor —replicó ella—, y durante un instante pensé en dejar las cosas así. Pero después lo pensé mejor y dije que eso no era lo correcto, porque si dejas pasar una oportunidad, después todo puede salirse de control; así que le dije muy firmemente que debía hacerlo, porque es su responsabilidad.
—Hiciste lo correcto, por supuesto —concluyó él—, pero ¿Qué sucedió después?

Ella suspiró profundo; de momento, Carlos pensaba que toda esa situación podía ir en cualquier dirección, por lo que solo le quedaba esperar.

—Bueno, la verdad, una se queda preocupada cuando sucede algo como esto —comentó, con tono reflexivo—, sabía que me iba a obedecer, porque fui muy firme ¿Sabes? Pero de todos modos estaba un poco preocupada por su actitud afuera, y no quería que algo afectara a Kor, porque él siente las cosas que suceden.
—Eso es cierto —apuntó su padre—, es muy listo y puede notar esos cambios de ánimo.
—Así que al día siguiente estaba un poco preocupada, aunque Kor se veía como de costumbre cuando volvieron; pero hablé con Leonor ¿Y sabes lo que me dijo? Que los vio en la plaza, paseando juntos, y esto es lo mejor. ¡Le estaba enseñando un truco a Kor!

Por el tono, sonaba a que no tendría problemas; sólo en ese momento, pareció como si ambos hubieran notado que Carlos estaba sentado a la mesa junto con ellos, y lo miraron a un tiempo.

—Así que han estado aprendiendo a hacer trucos —comentó su padre, con cierto tono de agrado.
—Creo que así es —dijo su madre.

Ella sonaba como si estuviera hablando de la travesura de un niño pequeño; Carlos luchó contra el verdadero sentimiento que eso hacía aflorar en él, y respondió con calma, sin querer explayarse en el asunto.

—No es nada, solo fueron algunos intentos.
—Tal vez está esperando el momento indicado para enseñarnos lo que han aprendido —dijo su madre—, eso es lo que creo.
—Parece que sí —añadió su padre—. Pero está bien, es un gran paso y es bueno que fortalezcan esas actitudes, es muy sano ¿Por qué no lo traes un momento? Será un segundo, nada más.

Al decirlo, hizo un ligero encogimiento de hombros, como disculpándose por pasar por alto la norma de la familia de mantener a la mascota en el sitio apropiado y no en el interior. Sin decir palabra, Carlos se puso de pie y fue hasta la puerta que conectaba el corredor con el patio trasero, y abrió lentamente; no le pareció extraño que el can estuviera sentado del otro lado, muy atento, casi como si hubiera estado escuchando esa conversación.
Como si supiera que lo iban a llamar.

—Venga, Kor, venga, bonito.

Dando sus habituales pasos largos, el gran danés se acercó al matrimonio y se sentó entre ellos, mientras ambos le hablaban en murmullos y acariciaban su gris pelaje. Como si se tratara de una imagen publicitaria, quedaron los tres en esa actitud, perdidos en la perfección de su actuar, regocijados en su comprensión y entendimiento recíproco; había en ellos un lenguaje propio que iba más allá de las palabras, un sonido mudo que solo ellos podían comprender, una forma de verse que solo ellos entendían.


Próximo capítulo: A través del cristal