—Terry, mira, son hormigas.
Sofía estaba encantada con el descubrimiento que había hecho en el patio trasero de la casa; el lugar era plano y estaba cubierto de césped, alto como para hacer cosquillas en los tobillos, no demasiado como para que no se viera la suave tierra abajo.
Siempre se había preguntado por qué había tan pocas cosas en el patio trasero de la casa; solo la gran silla columpio, blanca y muy brillante bajo la luz del sol que se filtraba por el techo, y a la izquierda, la puerta que conectaba el patio con el jardín, cerrada con un pestillo que ella había aprendido a abrir durante las vacaciones pasadas.
Esa tarde, había salido junto a Terry, que observaba atento cómo ella se acercaba a su nuevo descubrimiento; una larga y ordenada hilera de hormigas que caminaba por la pared, muy cerca del suelo. Una a una, insignificantes, pero fuertes, capaces de transmitir un mensaje claro, comunicándose entre ellas a través de palabras que eran imposibles de descifrar, mudas e inaudibles para todos, voces que salían de lo más profundo de la tierra, y que algún día se llevarían a ella los más profundos secretos, cortados en trozos apenas tan minúsculos como ellas.
—Mira, el camino va hacia la casa.
Estaba arrodillada en el pasto, mirando con fascinación cómo la guía de hormigas seguía un curso que, en apariencia, ya había sido establecido desde antes; poco a poco desplazó la vista hacia el destino que llevaban, siguiendo el tren imaginario que milímetro a milímetro seguía su curso. Después de un trecho, las pequeñas habían encontrado la bisagra de la puerta por donde se podría entrar a la cocina.
—Oh, parece que estas chicas encontraron un pequeño túnel —dijo, con voz cantarina—, Tal vez deberíamos ver adónde van ¿No lo crees?
Miró en dirección a Terry; el labrador la miraba con una serena atención, brillando sus ojos color castaña mientras movía ligeramente las orejas. Ella lo interpretó como un sí, y poniéndose de pie, abrió la puerta y asomó al interior de la cocina, en donde la luz blanca contradecía a los rayos dorados del sol en el final de la jornada; el suelo de la cocina era blanco brillante, hecho de muchos cuadros perfectos, porque era necesario que estuviese siempre muy limpio y pudiera verse cualquier mancha.
Inclinándose nuevamente, la pequeña buscó en el suelo, hasta que encontró el camino que se había internado en el interior de la casa; se quedó mirando muy atenta, preguntándose si sería posible que se resbalaran, porque ella sentía que el suelo en la cocina, al igual que en el baño, era muy resbaloso. Pero a las hormigas, con sus seis patas largas y muy bien articuladas eso no parecía importarles ¿Hacia dónde irían? ¿Cuál era su destino dentro de la casa? Caminó muy despacio para no asustarlas, y descubrió que estaban llegando junto al refrigerador, desde donde escurrían unas gotas que ya habían formado algo que, pensó Sofía, para ellas debía ser un gran charco.
—Terry, encontraron algo para comer.
El labrador había entrado a paso lento, y se sentó tras ella, mirando hacia el suelo; Sofia vio con interés cómo las hormigas se acercaban al líquido, y se concentró mucho para poder observar con claridad.
—Creo que están bebiendo, pero no puedo ver bien ¿Qué podría hacer?
Al decirlo, recordó algo que había visto en un programa de televisión, y al hacerlo, también recordó que la maestra les había hablado de eso en la escuela, algún tiempo atrás; podía usar una lupa para ver con más claridad, y agrandar la imagen ¿Tendrían boca y ojos como las personas, o serían muy distintos? Se suponía que no tenía que tocar a ningún insecto, porque algunos podían ser malos y otros estar sucios, aunque ella no sabía cómo algo tan pequeño podrá hacerle daño.
—Voy a buscar una lupa —dijo con alegría, poniéndose de pie—, quédate aquí, y ten cuidado de no pisarlas, ¿de acuerdo?
Le dio un suave toque en la punta de la nariz, y dio un paso largo para no pisar en el lugar donde tenían hecho su camino.
Seguramente había una lupa en su cuarto, en el segundo piso; no estaba segura de que le hubieran regalado una, pero sí recordaba que un lápiz que había en su cajón de cosas para la escuela tenía una en el extremo ¿Serviría? Por supuesto que serviría, había usado esa lupa para ver los pétalos de una flor una vez, y había podido apreciar sus detalles; creía que un pétalo era algo liso, porque era muy suave, pero en realidad tenía unas especies de líneas que ella no podía sentir con los dedos.
Quizás las hormigas sí podían notar esas diferencias; Sofía caminó alegre hacia la sala pensando en esto, rodeó las dos sillas y caminó hacia la escalera, diciéndose que quizás al ser muy pequeñas, ellas podían sentir esas líneas de la misma forma que ella sentía las divisiones entre los cuadros del suelo al tocarlos con los dedos. Tal vez las cosas o los seres podían sentir, ser felices o sufrir, solo que no lo expresaban de la misma forma que ella.
Estatuas en la sala, luces en el techo para poder ver cada escalón sin tropezar, y un pasillo recto por el que nunca podía perderse; la eternidad del lugar en donde estaba era intangible y visible a la vez, un manto casi transparente que cubría sus ojos de cualquier cosa que pudiera perturbar.
Era su castillo, el deseo de tenerlo todo y conservarlo para siempre, solo ojos para ver lo que era necesario en el interior, y ceguera sorda y perpetua para cualquier cosa que estuviera afuera; cortinas de un color agradable, suaves al tacto, largas hasta el suelo y altas como el cielo, extendidas en todas las direcciones de su mundo, para que cuando levantara o girara la vista, no viera nada más.
Encontró el lápiz en donde debía estar; era grueso, de color azul claro, y le resultaba algo incómodo al tomarlo, porque sus manos aún eran muy pequeñas. Pero, lo que le importaba en ese momento era la lupa, y ahí estaba; un disco cristalino a través del cual las cosas se veían distintas, irreales, pero mucho más cercanas. Se acercó el objeto al ojo derecho y miró a su alrededor, pero las cosas no se veían realmente más grandes en su habitación; se preguntó si tal vez estaría descompuesta, pero después recordó que la maestra no le había dicho que esas cosas pasaran, y pensó que quizás era porque servía solo para ver las cosas pequeñas.
Bajó las escaleras con su trofeo en las manos, contenta de haberlo encontrado; después de rodear la mesa llegó de vuelta a la cocina, y le dedicó una gran sonrisa a Terry, quien seguía sentado en el mismo sitio, mirando con mucha atención.
—Lo hiciste muy bien —dijo, mientras se acercaba—, eres un muy buen guardián de hormigas; ahora, vamos a ver.
Le gustaba esa frase porque sonaba muy importante; se agachó, teniendo cuidado de no acercarse demasiado, y puso la lupa entre ella y las hormigas ¡Eran muy curiosas! Su cuerpo era delgado y tenían una cabeza grande, con antenas como las caricaturas, pero no tenían el mismo tipo de cara y ojos que tenían en televisión; había dos ojos oscuros a los costados, y una boca extraña, que era como la de los pájaros, pero estaba torcida.
En el silencio del lugar se quedó muy quieta, mirando la forma en que las hormigas se acercaban al líquido, y en apariencia comenzaban a beber, aunque en un principio no le pareció que lo estuvieran haciendo. Entonces se dijo que seguramente no veía la diferencia porque las hormigas eran muy pequeñas, de modo que beberían unas gotas de agua aún más pequeñas.
¿Qué tan pequeña podía ser una gota de agua?
—Se me ocurre una idea, Terry.
Sofía se puso de pie y se acercó al mesón en donde había algunos frascos; en uno de ellos, transparente, había azúcar en cubos, blanca y brillante bajo la luz de la cocina, y por un largo momento la niña los contempló, fascinada.
—Mira, esto es lo que hay que hacer ¿No lo crees? Las hormigas ahora son nuestras invitadas, tenemos que servir algo para ellas.
¿Crees que con un terrón de azúcar estaría bien, o mejor dos?
Volteó hacia el punto en donde estaban reunidas, y juzgó que con uno estaría bien; parecía suficientemente grande como para que todas ellas pudieran comer, o quizás no comerían y decidirían llevarse los granos uno a uno, de vuelta a su nido.
Las hormigas eran muy pequeñas, pero eran ordenadas y había muchas de ellas; si por accidente pisabas una, a veces podía esconderse entre las formas de la suela del zapato, a diferencia de las mariposas, que quedaban en el suelo como una marca de muchos colores, que después no se podía sacar, porque al tocarlas, se convertían en polvo.
Sofia pensó que tal vez podría dejar el terrón de azúcar en la mesa de la sala ¿Por qué no? Sería como invitarlas a comer, y seguramente una de ellas sentiría el olor tan dulce, y llamaría a las otras para que juntas devoraran ese exquisito regalo; de seguro llamarían a todas sus amigas del nido, y vendrían en tren, una tras otra buscando el premio, una tras otra sacando trozos con sus dientes, despedazando hasta que nada quedara.
Próximo capítulo: Durante un tiempo