Cuento: Arriba en los rieles



Vicente sabía que existían los parques de diversiones porque aparecían en televisión y sus compañeros en el colegio hablaban acerca de ello, pero nunca había ido a uno; mamá decía que eran lugares peligrosos.
¿Dónde estaba mamá?
Sabía que estaba ocurriendo algo que no era habitual, porque en la mañana mamá no lo despertó, ni lo vistió para llevarlo al colegio; cuando abrió los ojos, papá estaba sentado en una silla mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Papá ¿dónde está mamá?

Había aprendido que no era bueno hacer muchas preguntas; mamá decía que era una falta de cortesía, pero ella le hacía preguntas a papá y él se enojaba. A veces cuando estaba en el cuarto, arriba, escuchaba a mamá y a papá discutir. Hablaban fuerte durante un rato muy corto y luego no decían nada más, y Vicente se metía bajo las cobijas intentando respirar lo más suave posible, intentando hacerse invisible, transportarse a otro mundo en donde no pudieran verlo ni oírlo. Cuando mamá y papá discutían no quería que lo miraran, porque ambos ponían una cara muy fea en esos casos, y esas caras le daban miedo. Papá no respondió, sólo siguieron caminando en línea recta por una calle que no conocía, era tarde, el cielo se estaba poniendo oscuro y no había sol; mamá decía que la gente de bien no salía cuando se ocultaba el sol, pero nunca le había dicho a Vicente qué ocurría afuera de casa cuando el sol se ocultaba, y tampoco le había dicho cómo era la gente que no era de bien. Sin embargo pensó que tal vez en esa calle vivía mucha gente de bien, porque no podía ver a nadie caminando en esa vereda ni a la vereda del frente; tampoco pasaban autos.

— ¿A dónde vamos?

Papá se detuvo y Vicente se quedó parado a su lado mirándolo sin comprender.

—Vamos a ir a un parque de diversiones.

Vicente sabía que no tenía que hacer preguntas. No sabía a qué hora funcionaban los parques de diversiones; tal vez sus compañeros en clase lo habían dicho porque muchos de ellos iban los fines de semana o en las vacaciones, pero él sólo escuchaba de lejos lo que hablaban, porque ellos a menudo no querían hablar con él.
Llegaron frente a una puerta de metal entre dos largas paredes de cemento; se parecía un poco a la parte de atrás del colegio al que iba pero esta puerta tenía un color como el del café que tomaba mamá y parecía que no la habían limpiado; papá empujó la puerta y ambos entraron al lugar. Era grande y espacioso, en eso también se parecía al patio de atrás del colegio, sólo que aquí en vez de haber tierra había pasto, no muy verde y con flores como el de algunas casas cerca de la suya, sino que parecido al pasto del campo. La maestra les había explicado el día anterior que en el campo el pasto crecía muy alto porque nadie lo cortaba, y cuando caminabas sobre él te hacía cosquillas en las piernas, pero en ese momento Vicente no sentía cosquillas ni creía que hubieran llegado al campo.
¿Dónde estaba mamá?
Papá le tomó la mano y lo hizo caminar hacia adelante; caminaba rápido y casi lo hacía correr. Vio una montaña rusa y la reconoció como las que aparecían en televisión: era como una calle sostenida en altura y tenía un aro en el centro; con los ojos muy abiertos, Vicente observó los pilares de metal que sostenían la estructura, y se fijó en los Rieles por donde pasaba el carrito. Los niños en el colegio decían que cuando el carrito pasaba por el aro, quedabas un momento de cabeza y era como estar volando. Los Rieles eran de color blanco, pero estaban manchados; miró en todas direcciones y no vio ningún carrito, no había nadie allí.
Papá lo llevó hasta un costado de la montaña rusa y lo hizo subir por una escalera, y los dos se pararon sobre una superficie de metal desde donde se veía a un costado el riel que continuaba hacia el aro; en televisión en esa parte había un señor con ropa de colores que les decía a las personas dónde sentarse y ajustaba unos cinturones para que no se cayeran del carrito.

—Aquí fue donde nos conocimos —dijo papá mirándolo con los ojos muy abiertos—, yo era un muchacho, sólo quería divertirme, pero ella me atrapó entre sus manos y jamás volvió a soltarme, me dijo que aunque fuera un parque de diversiones iba a enseñarme cosas de hombres, y que iba a hacerme feliz, pero nunca pudo cumplir ninguna de las dos cosas.

Parado sobre el suelo de metal, Vicente sentía el viento correr y empezó a tener frío, no entendía de qué estaba hablando papá, pero lo estaba mirando con los ojos muy abiertos igual que cuando discutía con mamá; quería irse de ahí, pero no podía hacerlo porque le habían enseñado que tenía que obedecer todo lo que le dijeran. Sintió deseos de llorar y no supo por qué papá seguía mirándolo de la misma manera.

—Mi vida tendría que haber sido perfecta, pero ella me atrapó con sus garras, y como nunca pudo ser feliz no dejó tampoco que yo lo fuera. El parque de diversiones cerró el mismo día en que tú naciste. Y entonces supe que sólo había una manera de escapar de esta vida maldita.

Vicente se mordió dio el labio mirando a los ojos a papá; no quería llorar frente a él porque si lloraba frente a él o frente a mamá lo castigaban sin cenar y le dolía la barriga al irse a acostar.

—Ella te está esperando.

Mamá decía que no debían expresarse los sentimientos o decir palabras dulces con mucha facilidad, porque eso era descortés, pero Vicente no quería que papá lo castigara, sabía que estaba enojado con él, y se arriesgó a decir algo.

—Te quiero papá.

Papá no dijo nada durante un rato muy largo. Vicente sentía que una lágrima corría por su mejilla izquierda, sin dejar de mirar a papá que tenía esa cara fea que ponía siempre. Había dicho que mamá estaba esperándolo, pero no la había visto.

El hombre se quedó mirando la escena, un poco extrañado de la inmensa facilidad con que, en esa ocasión, todo había sucedido; sólo había tenido que dar un empujón con la mano, la palma abierta hacia adelante, igual que cuando los padres empujaban suavemente a sus hijos a caminar; sin embargo, el sonido había sido el mismo, lejano, sordo, con un característico crujido de algo al quebrarse, y luego el silencio, ese hermoso silencio que por escuchó por primera vez esa misma mañana, en su anterior visita.
Se asomó al borde de la plataforma de metal y observó, casi con interés, la disposición de ambos en el lugar; al lado de la plataforma, los rieles corrían en paralelo, con todas las barras que iban entre uno y otro: ella parecía casi reposar de espalda recostada en la parte más baja, con sólo la mancha a la altura de la nuca interfiriendo en la representación de la escena. Su más reciente acompañante, por otro lado, tenía una posición casi cómica, de espalda como ella y con la cabeza torcida, pero con uno de los brazos enganchado en una barra, casi colgando como un muñeco inerte, inmóvil, silencioso.
Al fin, ella había cumplido al menos una de sus dos promesas: proporcionarle felicidad.


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