No vayas a casa Capítulo 1: Remedio milagroso para un diente roto




Miércoles cinco de Mayo.

Año 2024. No es el futuro, es sólo un poco después de hoy.

—Vicente, cariño ¿no escuchaste cuando te grité que estás a punto de llegar tarde?

El hombre abrió los ojos y supo de inmediato que las cosas no estaban tomando el curso que se supone tomarían; Renata era linda, ágil en la cama y muy atractiva en general, pero tratarlo de “cariño” cuando llevaban acostándose apenas un par de semanas era ridículo y por lo demás, descortés.

— ¿Qué habrá sido de las mujeres que sabían ser amantes discretas?

Estaba tendido de espalda sobre la cama, mirando el tapizado del techo, una suerte de combinación de trazos al azar en varios colores; las líneas muy delgadas en tonos pastel de las paredes ascendían sin gracia, y en el techo formaban una especie de mapa con tonos surgidos de la nada que daban el aspecto de una zona de guerra con los puntos donde la guarnición iba perdiendo terreno.
Se levantó y caminó en línea recta hacia la puerta; tenía la costumbre de caminar hacia la puerta de salida de su habitación, pero en ese cuarto que no era el suyo, la puerta de enfrente a la cama era del enorme armario, la salida estaba más a la derecha. Rascándose la espalda dio con la puerta correcta y entró al baño y en seguida a la ducha.
Iris había cambiado al sujeto con el que se acostaba.

—Renata —gritó con falsa calma desde la ducha— ¿podrías poner un poco de café fuerte? Bajo en un instante.

Soltó el agua sin esperar respuesta. El trabajo de Iris siempre había requerido tiempo fuera de casa, y era justificado al cien porque era una de las vendedoras de propiedades más exitosas de la región; año a año otras empresas le ofrecían más dinero por cambiarse, pero ella declinaba con gentileza las invitaciones a abandonar “su barco” y les decía que, de seguro, cuando decidiera bajar en algún puerto, los llamaría para preguntar si tenían la oferta aún. Ella jamás se iría de Devo y Marcus Propiedades, en primer lugar porque ganaba más de lo que necesitaba para vivir, y en segundo porque en esa empresa tenía a sus alcahuetas que resguardaban sus espaldas mientras se revolcaba con un tipo.
En ocasiones, Vicente se preguntaba por qué no transparentaban ambos lo que sucedía en realidad en esa relación; Iris trabajaba moviéndose siempre, y por su parte, él tenía a su cargo la flota de despacho de insumos de la Tech-live, líder en la ciudad y de la cual se ocupaba tanto en la oficina como en el lugar de los hechos, cualquiera que fuera este. No estaban a menudo juntos en la casa, y siendo ambos personas saludables, enérgicas y estando en la treintena, era lógico que no bastara con un par de encuentros sexuales al mes, los que por cierto eran fogosos e intensos; nunca habían hecho el amor con desgano o por cumplir con algún tipo de obligación, pero eso no cambiaba el hecho de que tenían deseos que se quedaban inconclusos.
Aguantó el primer año por amor y respeto, el segundo porque tenían otras cosas en mente, y al tercero no se dio más excusas ni se siguió culpando; había pagado a una chica, hecho lo que quería y despachado a la monada de cabello largo y rubio a su casa en taxi, como todo un caballero. Después de eso, superado ya el escollo moral, decidió no invertir dinero en algo que podía conseguir gratis, y se aventuró a alargar algunos de sus viajes de trabajo, coartada de por medio, a  algún sitio alejado de la ciudad o incluso cerca del litoral o en las zonas campestres, donde un traje elegante y una cara desconocida seguían provocando interés y, en algunos afortunados casos, pasión. Con el tiempo los métodos habían mejorado, y un buen día, en uno de esos fines de semana que empezaban con desayuno en casa de sus padres y almuerzo en la casa de los padres de ella, supo que Iris tenía ya dado el primer paso. El sexo que tuvieron esa noche fue salvaje, y aunque no sucedió la clásica escena de nombres cambiados de las películas, algo en su comportamiento le dijo que ya era otra; tal vez lo que había hecho con ese sujeto la llevó a otros sitios de placer y desató nuevas intenciones con su marido, o quizás sólo se exacerbó algo que se obligaba a mantener controlado, pero sea como fuere, lo supo, y le gustó que así fuera. Cuatro años después, Vicente se figuraba un cambio de amante dependiendo de los cambios en la cama; sin embargo, su lado sensato, que en esos momentos no estaba en ese departamento, sabía que el matrimonio no resistiría aquella verdad, que la zona de confort en la que ambos estaban se mezclaría hasta fundirse en un campo de batalla, del que nadie saldría ganando. Y amaba a Iris lo suficiente como para no correr ese riesgo.
Salió de la ducha con las manos llevadas a la cabeza, secándose el cabello; lo llevaba con un corte muy tradicional, algo largo arriba y recortado al borde de las patillas, para poder tanto llevarlo casual como bien peinado hacia atrás. Tener el cabello color miel era algo raro en su familia de tez y pelo oscuros, pero a él le venía bien porque daba un cierto aire de distinción que, como líder dentro de una empresa, siempre era necesario; no era rubio como esos abogados deslavados de Tribunales, tenía piel bronceada y sin manchas, saludable y siempre con un muy buen tono, incluso si estaba cansado o con horas menos de sueño.
Entre el movimiento de la toalla sobre su cabeza, percibió que no estaba solo en el cuarto ¿acaso Renata iba a querer algo de cariño matutino? Se suponía que tenía que irse a trabajar, al igual que él.

—Y bien, confío en tu buena mano para el café.

Se colgó la toalla al cuello y confirmó que estaba solo en el cuarto; de acuerdo, empezaba a imaginar cosas.

— ¿Dijiste algo?
—Nada, bajo ahora mismo.

Se vistió rápido y bajó por las blancas escaleras del departamento rentado de Renata; había aprendido a identificar las señales que, poco a poco, evidenciaban que había llegado el momento de terminar con una aventura y no, no se trataba de sentimientos, en su caso nada de eso tenía lugar en aquella situación. En los últimos cuatro años había tenido, Renata incluida, un total de siete aventuras de más de una noche, y la situación siempre era la misma: comenzaban con reuniones en moteles, luego la chica lo invitaba a su casa, luego le decía que se quedara si quería, y en esa etapa, Vicente comenzaba a experimentar el rechazo a que ella tuviera la actitud incorrecta. Suponía que las chicas estaban convencidas de hacer que todo pareciera normal, pero si por una parte era más cómodo encontrarse en la casa que en un sitio de paso, era una forma de probar hasta adónde podían llegar, y de ellas, cada una a su manera, lo intentaban. Tener un fastuoso desayuno preparado un día de semana cuando él se encargaba la jornada previa de decir que apenas tenía tiempo para un café, sugerir que hicieran el viaje juntos porque, de forma casual, ella llevaba la misma dirección, llamarle cariño, todo eran pasos, pruebas que planteaban. No importaba que él jugara limpio y dijera que sólo quería diversión y sexo, ni siquiera importaba que dijera que era casado, igual estaba ese afán ¿por qué no se encontraba con una mujer que en realidad sólo quisiera utilizarlo para jugar y luego despacharlo a su casa? Es decir, las había, pero por alguna razón seguía sin encontrarla.
Renata era alta, de silueta voluptuosa y largo cabello oscuro, todo un bombón que tendría que dejar de lado de una vez por todas. Notó que ella hizo un gran esfuerzo por disimular su frustración al verlo en modo operativo acercarse a la cafetera que emitía un leve vapor.

—Tiene buen olor —dijo como si tal cosa—, es ideal para empezar el día, ahora tengo que irme a toda prisa.
— ¿De verdad?

Se dio un tiempo prudente para beber del jarrón y evitar así la mirada de ella; ese tono casual, como si no supiera nada de lo que él comentaba del trabajo y los horarios, de seguro esperando a que él dijera “No cariño, ven aquí, mi trabajo puede esperar”

—Sí —respondió con un tono neutral, sin dar a entender nada—, ¿tienes un día muy agitado hoy?
—No tanto en realidad.
—Fantástico, podrás descansar un poco. El café estaba muy bueno, lo necesitaba.

Sin decir más, con una actitud corporal natural, se acercó a la mesa de centro, dando la espalda a la cocina tipo americana en donde Renata seguía de pie, en un atento silencio. Tomó las llaves del auto, la chaqueta del traje y se dirigió hacia la puerta, con actitud relajada, pero sin volver a acercarse a ella.

—Me voy, que tengas un gran día.
—También tú.

Al menos tuvo la dignidad de no hacer algún tipo de escena de fingida indiferencia. ¿Cómo se las arreglaría Iris en ese sentido? Por otro lado, los hombres eran menos románticos, a lo mejor se conseguía del tipo que sólo quiere sexo y odia el compromiso. Alguien justo como él cuando no estaba con ella
A veces se preguntaba por qué habría tanto matrimonio destruido existiendo una posibilidad sensata de mantener lo importante entre ambos; quitando el apartado moral, una relación era una especie de trato, un arreglo en donde ambos ofrecían y recibían algo. En ocasiones, los costos de esa relación saturaban a uno o a ambos, pero no tenía por qué significar el término de la relación; así como algunas parejas hacían largos viajes “para arreglar el matrimonio” y otros tenían más y más hijos, Iris y él descargaban sus instintos sexuales aunque el otro no estuviera disponible, por lo que quedaban fuera de ese grupo de personas que están acumulando más y más dolor, hasta que ya no les importa lo que pase entre ellos. Subió a su automóvil, un Nissan 370z color gris metalizado, que era todo lo que quería de un automóvil, al menos por el momento. Desde niño había querido un auto deportivo, de modo que cuando recibió un bono especial en la empresa un par de años atrás, al fin pudo deshacerse del viejo auto que tenía desde la época de la universidad, y acceder a un coupé que podía usar en la ciudad con comodidad y al mismo tiempo manteniendo el rango de velocidad que quería en determinados casos. Iris –y eso era otra de las cosas que amaba de ella- no tuvo la clásica reacción “esposa” de decirle que era un gasto innecesario, y de hecho se tomó de esa idea para plantear que debería haber un tercer vehículo en la casa, una camioneta familiar para aprovecharla en los escasos pero enriquecedores paseos de día libre o vacaciones. Después de un tiempo estuvieron en condiciones de inflar un poco el fondo común de la familia, y compraron una bonita Land rover, de color azul para contentar a Benjamín, que por ese momento pasaba por su etapa de querer que algo en la familia fuera de su gusto exclusivo.
Acomodó un poco el espejo retrovisor y se dio una mirada rápida, para verificar los puntos estratégicos que siempre podían quedar marcados de alguna manera; eres un tipo de treinta y siete que luce de treinta y tres, se dijo sonriendo, y tras la comprobación, emprendió el camino de regreso a su vida normal. No volvería a aparecer por ahí.
Tech-live era una empresa de más de diez años de sólida existencia en la capital; el viejo y sabio Gerardo Mendoza importó la idea de Europa, y la instauró no sin dificultades en un principio. Una empresa relativamente pequeña que importa, clasifica, vende y reparte insumos para el área de la pequeña industria era una idea bastante revolucionaria en su momento, pero funcionó, y Vicente llegó a hacerse cargo de la flota de vehículos pequeños que despachaban de manera constante. En los doce años que llevaba ahí, se había convertido en la estrella de los despachadores, estando siempre presto a ir en persona a solucionar cualquier problema de facturas erradas, reclamos de clientes o incluso problemas técnicos de los transportistas, el personal lo tenía en alta estima y sus superiores valoraban su trabajo con bonos extra que nunca venían mal.
Salió del intrincado juego de calles que rodeaba el edificio en donde vivía su futura ex amante, y siguió por la ruta que rodeaba el parque reserva de la ciudad; desde ahí llegaría en veinte minutos a la empresa y aún tendría tiempo de comer algo a modo de desayuno. Su teléfono anunció una llamada: a las nueve y cinco una llamada de Iris podía ser muy extraña, considerando que no había pasado la noche en casa; contestó con el manos libres.

—Vicente ¿dónde estás?

Oh Dios ¿había olvidado algo? Tenía la costumbre de apuntar cada evento futuro en la agenda del celular, hasta los más pequeños. Pero no, la noche anterior avisó que no iba a llegar hasta la madrugada por estar cuadrando unas existencias, y Jacinta tenía a su cargo dejar a Benjamín en la escuela.

—Estoy a minutos de la casa —mintió mientras viraba en la esquina más próxima—. Si veo otro número antes de ver la fachada de mi casa al menos, me volveré loco.
—Acaban de llamarme de la escuela —dijo ella como si no lo hubiera escuchado—, Benjamín se cayó, parece que se rompió un diente.

Oh no.

— ¿Por qué no me llamaron a mí? Les he dicho que no pueden molestarte porque podrías estar en un negocio muy importante.
—No lo sé ¿podrías ir? Estoy frente a la vieja galería de arte de la pintora de la que te hablé, y mis clientes están a treinta segundos de aquí.
—Ya voy en camino, despreocúpate —repuso él con ternura—, tan pronto sepa qué fue lo que pasó te dejo un mensaje en el chat directo, ahora ve por ellos y vende ese elefante blanco.
—Dios te escuche.
—Dios te compraría el edén si se lo ofrecieras.
—Gracias.
—A ti por hacerlo realidad. Un beso.
—Otro para ti.

Estaba a pocos minutos de la escuela; suerte que se trataba de un establecimiento de calidad, porque de lo contrario pasaría lo que a los hijos de algunos repartidores que muy bien podían desangrarse sin que a nadie le importara. Benjamín era un niño delicioso, vivaz e inquieto, que a sus siete años tenía la madurez de uno de nueve y la energía de uno de doce; tenía su rapidez mental y sus ojos, y el encanto y compasión de su madre. En la entrada de la escuela, un edificio grande, de tres pisos pintado de un tono indefinible para él, pero que definiría como hojas de la flor de cerezo y precedido de un gran patio, se estacionó y fue directo a la entrada.

—Buenos días.
—Buenos días, necesito hablar con la directora Méndez en este momento.

El asistente que vigilaba la puerta lo miró, sin reconocerlo.

—Señor, para hablar con la señorita Méndez necesita una cita, si desea…
—No necesito una cita, mi hijo está en este establecimiento y acaba de tener un accidente, tengo que entrar ahora a ver qué ocurre con él, y tengo que hablar con la directora ahora mismo. Maestra Santibáñez. Maestra.

Cuando alzó la voz, la mujer que iba pasando a cierta distancia de la entrada volteó en su dirección; era una mujer de más de cincuenta años, alta y esbelta, que cuando más joven había sido bonita; ahora conservaba la elegancia de sus movimientos y una mirada sabia y recatada. Durante una milésima de segundo no se movió, al final se acercó a la puerta, asintiendo con la cabeza.

—Señor Sarmiento, buenos días.
—Lamento molestarla, pero acabo de enterarme que mi hijo sufrió un accidente.
—Debe estar en la enfermería, lo acompañaré.

Vicente entró sin prestar atención a la expresión de sorpresa y ligero enfado en el rostro del asistente, mientras la maestra e dirigía unas palabras.

— ¿Puede anotar al señor Sarmiento por favor? Se lo agradezco mucho.

A pesar de no ser maestra de su hijo, la señorita Santibáñez era relevante en su estadía allí; su madre, maestra de igual forma, le había hecho clases a él, de modo que cuando Benjamín estuvo en edad, ambos decidieron buscar referencias, y a través de esa búsqueda llegaron a ella. La mujer recordaba a Vicente de la secundaria, y de inmediato le recomendó la escuela en donde se desempeñaba su hija.

—Ya llegamos, al parecer está en la sala del fondo  —dijo asomando la vista por la ventana junto a la puerta.
—Se lo agradezco mucho.
—Recuerde tomarlo con calma —dijo ella con un perfecto tono académico—, no olvide que si su hijo sufrió un accidente, va a estar muy sensible a sus reacciones.
—Lo sé, es sólo que me preocupé, además que dejé instrucciones de que me avisaran a mí por cualquier situación y en lugar de eso llamaron a mi esposa; ya sabe que por su trabajo, ella puede perder un negocio que lleva semanas en realizar sólo por el hecho de que la interrumpan con una llamada. De hecho había pedido hablar con la directora.

La mujer lo contempló de la misma manera que su madre lo hacía más de veinte años atrás; con interés, pero tomando distancia de la situación.

—Entiendo a qué se refiere, pero ya sabe que aquí algunos procedimientos aún son algo anticuados. Si habla con la directora no conseguirá mucho, pero vamos a hacer el siguiente trato: usted va a mantener la calma ahí dentro, y tan pronto como yo esté en la sala de notas, corregiré el orden de los números de teléfono almacenados; de esa forma, en el caso de que sea necesario, la secretaria que esté a cargo llamará a su número aunque no lo pretenda, y el objetivo se cumplirá de todas formas.

Podría haber sido abogada. Su forma de hablar era convincente, y si bien la triquiñuela era sencilla, ponía en práctica un truco que dejaba a todos tranquilos a la vez y sonaba como la mejor idea. Vicente sonrió.

— ¿De verdad me ayudaría con este asunto?
—Por supuesto, no se diga más del asunto —replicó ella en voz baja—. Sólo necesito que se comprometa a mantenerse en su centro.
—Es una promesa.

La maestra se alejó, y Vicente entró en la enfermería con otra actitud. Adentro, la enfermera a cargo estaba tras un gran escritorio, redactando un informe.

—Buenos días enfermera.
—Buenos días —replicó la mujer levantándose del asiento—, lo lamento ¿usted es el padre de Benjamín?

Vicente se acercó y la saludó con suma cortesía.

—Soy Vicente.
—Es un placer, no nos habíamos visto.
—No —respondió él—, mi hijo no tiene una marca muy alta de accidentes.
—Es un verdadero amor —replicó la mujer con una amplia sonrisa—, le aseguro que se ha comportado como todo un héroe.
— ¿Se rompió un diente, cómo fue?

Ella hizo un gesto vago con las manos.

—Le he dicho tantas veces a Berenice que no hable sobre cosas de las que no tiene conocimiento, pero hay algunas cosas que son un poco incorregibles. Se cayó corriendo por el patio y se le salió el diente, el colmillo que ya tenía suelto, pero se puso triste porque insiste en que tenía que salírsele en la casa y no aquí; desde luego que tiene que guardar algo de reposo por el golpe, pero no es nada muy grave, en un rato estará bien.
—Entonces no es algo de mucho cuidado.
—En absoluto, pero sabe que siempre preferimos notificar cada hecho a los padres para que ellos tomen las precauciones del caso; de todos modos, nadie quiere que su hijo sufra un golpe aunque sea leve, y no le den aviso.
—En eso tiene razón.
—Lo dejo con él.

Benjamín siempre le parecía adorable en su uniforme de escuela. El pantalón de color gris cemento y esa camisa blanca como la nieve le daban un aspecto de un pequeño uniformado, con el toque de desorden visual propio de su edad enmarcando sus expresivos ojos color miel.

—Hola papá.

Estaba en modo reflexivo. Tenía en las manos una cajita transparente, dentro de la cual estaba el diente que había perdido poco antes, y lo miraba como si hubiera perdido la fe en la vida.

— ¿Qué sucede, por qué esa cara?
—El diente se cayó —explicó con tono muy serio—, me caí, me pegué en la boca y el diente se salió.
— ¿Te duele?

Negó con la cabeza, pero su expresión decía lo contrario.

—Y si no te dolió, dime por qué tienes esa cara de tristeza.
—Porque tenía que salirse en casa —replicó como si fuera obvio—, el ratón tiene un distrito y este no es su distrito, después ¿cómo va a saber que este diente es de su distrito y no lo robé?

La película del ratón de los dientes había aterrizado el mito de antaño, pero por otra parte, al convertirlo en una empresa, generó una nueva categoría de problemas asociados; por suerte en la cinta no se hablaba de sumas de dinero específicas.

—Creo que olvidaste algo muy importante sobre el ratón.

Benjamín lo miró sin demostrar estar de acuerdo con esa afirmación.

—Sé cómo funciona la corporación —dijo con tono de orgullo—, el maestro Bigotes lo dijo todo muy claro.
—Y no dudo que lo sepas, pero no hablo de eso. ¿Recuerdas que el ratón viene a buscar tu diente cuando el radar recibe una alerta?
—Sí.
—Esa alerta es por un diente caído, y el ratón asignado debe ir por él esa misma noche; él no llega hasta tu habitación porque sí, llega porque tu diente activó esa señal al caerse, y seguirá emitiéndola hasta que lo recupere. Las señales de cada diente son únicas, por eso es que el ratón puede ir hasta el correcto, no importa lo que pase.

La cara del niño se iluminó; Vicente estaba harto de la película, pero hasta que no llegara el siguiente estreno antes de navidad, seguiría viéndola de común cada tantos días. Por suerte había pensado en esa solución.

— ¿Lo dices en serio?

Vicente se cruzó de brazos, ofendido.

— ¿Y cómo crees que recibí mis obsequios del ratón cuando tenía tu edad? La corporación existe desde siempre, sé cómo solucionan esos pequeños inconvenientes.

Benjamín sonrió al fin, y se bajó de la camilla en la que estaba sentado, pero aunque estaba más animado gracias a la explicación que solucionaba su problema, aún tenía algo más en mente.

—Papá.
—Dime hijo.
—Si se me rompe un diente ¿me va a doler más que se haya salido este?

Amaba esas preguntas; no sólo eran importantes para su hijo, también eran una oportunidad increíble para él de crecer y ser mejor como padre. Asintió con lentitud, sonriendo sólo un poco, pero con expresión seria.

—Sí, te va a doler más, pero es como cuando te caes y te golpeas ¿recuerdas que se pasa luego?
—Sí. Soy valiente.
—Lo sé, confío en ti.

Salieron de la enfermería y caminaron por el pasillo hacia el patio. El salón en donde tenía clase estaba justo del otro lado de la superficie de cemento en donde ahora no había nadie.

— ¿Vas a ser más cuidadoso?
—Sí papá.
—Eso me gusta mucho. Ahora papá debe seguir en el trabajo. Nos veremos más tarde ¿de acuerdo?
—Sí papá.

Y se fue corriendo sin prestar mayor atención hacia la sala, desapareciendo tras la puerta de color celeste cielo. Vicente suspiró, era verdad que esas pequeñas situaciones podían causar problemas, pero al mismo tiempo resultaba maravilloso poder estar presente y ayudar a dar forma a esa pequeña mente que se estaba formando cada día. Cuando Benjamín nació, si bien las leyes asociadas al cuidado compartido ya eran un hecho, persistía en la sociedad una sensación de extrañeza ante un hombre que quisiera cuidar de su bebé; siendo honesto consigo mismo, él inclusive se sorprendió ante el torrente de emociones que provocó el embarazo de Iris. Siendo joven jamás había sentido un interés especial por los niños ni lo que llamaban “instinto” pero el hecho de sentir los latidos de su corazón en el vientre materno bastó para que supiera que se trataba de una de las cosas más importantes en su vida. Los últimos siete años en ese sentido, habían pasado muy rápido; sin embargo, recientemente Iris le había hablado de la parte que le iba a tocar a él en exclusiva en la crianza del niño dentro de poco tiempo, cuando estuviera entrando a la adolescencia. Al principio se sintió desconcertado, incluso un poco traicionado, como si el hecho de que su hijo, en determinado momento, fuese a ser un hombre, le arrebatara algo de lo que él como padre amaba en su persona; luego de meditarlo mucho, llegó a la conclusión de que su crecimiento, y eventualmente su paso a hombre, lo convertían como padre en algo más que lo que era en ese momento de modo que se transformaba en una expectativa enriquecedora y una posibilidad maravillosa de acompañarlo. Fue extraño, pero se sintió en extremo conservador pensando en hablar de sexo seguro y de relaciones amorosas, pero por otra parte, en ese aspecto tenía que hacer lo correcto, amén que en sus años de correrías siempre había sido consciente en ese sentido.
Después de dar una jovial despedida al asistente que custodiaba la puerta de la escuela, regresó al auto y emprendió camino a casa; no estaba cansado y pretendía llegar al trabajo de inmediato, pero ante la llamada de Iris, tenía que pasar por la casa y dar la impresión de que eso era el plan desde el principio.
Faltaban diez minutos para las diez cuando estacionó el auto frente a la casa; Jacinta estaba justo en el jardín, regando las plantas con una regadera portátil de color amarillo encendido. A esa hora era un buen momento porque, a pesar de que el sol daba justo sobre sus cabezas, por la orientación de la construcción quedaría muy pronto en sentido opuesto; la instrucción de Iris había sido muy específica cuando compraron la casa y desde luego tenía razón, ya que con una casa que miraba al oriente, se aseguraban mañanas iluminadas y tardes frescas, algo que era probable muchas personas no supieran al momento de adquirir una propiedad.

—Vicente, tan temprano por aquí.
—Vengo a darme una ducha y salgo para el trabajo; apenas terminé lo de ayer.
—Parece que hay mucho trabajo.
—Si todo lo que ordené anoche quedó como quiero, entonces no debería haber tanto. Me llamaron de la escuela.

Jacinta era una mujer de una edad indeterminada entre los cincuenta y los sesenta; de estatura baja, fuerte como un roble, parecía la encarnación de la típica Nanny de las películas norteamericanas: con el cabello recogido en un moño a la altura de la nuca, sus rasgos eran fuertes y decididos, pero en su mirada se evidenciaba el cariño que tenía por su profesión, y la dedicación que ponía tanto en el cuidado de la casa como en la asistencia en la crianza de Benjamín. A veces Vicente se preguntaba por qué no había sido maestra, pero Jacinta no era dada a hablar de sí misma, de modo que el asunto había permanecido para siempre como una incógnita para el matrimonio.

—Oh Dios ¿qué le sucedió a Benjamín?
—Nada grave, sólo es un golpe; vengo de allá, y por suerte está todo bien, excepto el asunto ese de los dientes para el ratón, pero creo que lo tengo controlado.

El suspiro de alivio de Jacinta era auténtico.

—Qué alivio, por un momento pensé que podía ser algo grave.
—De todas maneras quiero ser un poco flexible con él por hoy, se portó muy bien y no lloró según la enfermera.
—No diga más —lo interrumpió ella con  una sonrisa cómplice—, tengo unas frutas, haré su postre preferido para la tarde.
—Fantástico, se lo agradezco.

Entró a la casa y dejó la chaqueta del traje sobre el sofá.

La puerta de entrada se abrió, y en la sala entró el sol de la tarde, iluminando la estancia; estaba sentado en el viejo sofá, mirando sin demasiada atención hacia adelante, hasta que su visión fue inundada por Dana, que caminaba hacia él con esa gracia simple que la caracterizaba. No había en el mundo una mujer que pudiese parecerle más hermosa que ella, metida en esos jeans recortados hasta la mitad de los muslos y esa polera blanca ancha que ocultaba su silueta; le gustaba que no quisiera esforzarse por ser atractiva, y en cambio estaba segura de serlo. Los demás decían que era un poco marimacho, pero en realidad hablaban de esa forma porque Dana los intimidaba ¿quién más en el lugar sabía de mecánica sino ella? Ninguna otra mujer. Había crecido en un garaje con su padre y su tío, quienes la dejaron deambular entre juegos y preguntas curiosas; a menudo hablaban de esa época, la más feliz de su vida, cuando jugaba con las llaves y las tuercas en las tardes y se probaba el maquillaje y los vestidos de su madre los fines de semana. Cuando, como ella decía, la vida era perfecta; ahora era menos perfecta, pero no se dejaba apabullar por los cambios que habían ocurrido en su vida. Lo mejor de lo que había entre ellos y que no tenía nombre, era que podían hablar con un nivel de confianza que rayaba en lo infantil; con Dana no sentía vergüenza de nada, ni de ser inexperto, porque ella también lo era, y quería experimentar con él pero sin compromisos, sin hacer algo sólo por complacerlo. A diferencia de los otros, que buscaban a las chicas sólo por satisfacer su instinto de momento; en una ocasión, Vicente le dijo que eso lo había aprendido de su padre, la lección acerca de que cuando eres entregado en el sexo, lo que más recibes son beneficios. Pocos en el sector sabían lo de ellos, y menos aún alguien podía suponer que aún no habían llegado demasiado lejos; por las noches se torturaba y a la vez descargaba pensando en ella, recordando las cosas que hacían a veces, y al mismo tiempo ansiando llegar a más pero se mantenía fiel a su postulado original, esperar a que ella quisiera hacer lo que se le diera la gana. Sus amigos decían que para iniciarse con todas las de la ley, tenía que salir de ahí y visitar la ciudad, que en ese pueblo alejado y con pocos habitantes resultaba muy difícil, pero Vicente no estaba en realidad preocupado por eso: sucedería de la mejor manera, no por una aventura de una noche.


—Vicente, tu celular.

Reaccionó y miró en la dirección de la voz de Jacinta, lo miraba con una media sonrisa.

—Te estabas quedando dormido.
—Eso parece.

El teléfono móvil estaba anunciando una llamada: miró en la pantalla y vio que se trataba de Joaquín, su principal compinche en la empresa.

—Qué tal amigo.
—Vicente —la voz le dijo de inmediato que algo no estaba bien. Joaquín no era de hablar con seriedad a menos que estuviera sucediendo algo de verdad importante—, escucha, deja lo que estés haciendo y ven a la oficina.

Lo peor de una persona como Joaquín eran sus reacciones cuando se enfrentaba a cosas que no podía controlar o a las que no estaba habituado; se trataba de un hombre de naturaleza inocente, era bromista y muy relajado, por lo que cualquier situación triste o compleja lo hacía ponerse en extremo rígido y protocolar. Según él, como le había dicho en alguna ocasión, las malas noticias que tenías que dar en persona no se decían por teléfono porque era de mala educación, de modo que cuando le dio ese escueto mensaje, se despidió como si estuviera hablando con un comandante y cortó la llamada. Vicente pensó en llamar a alguien más, pero ante la duda y el peligro de llamar la atención de forma innecesaria, salió muy rápido en el auto.
A las diez cuarenta estaba estacionando en su puesto en el aparcamiento de la Tech-live e ingresó de inmediato por la puerta lateral, que daba a una de las tres bodegas de suministros; de inmediato supo lo que había pasado.

—No puede ser…

Joaquín apareció justo en ese momento y se acercó a él, con el rostro muy tenso; en la Tech-live se desempeñaba como analista de datos, lo que lo dejaba en la línea de fuego de situaciones de todo tipo cuando alguien más faltaba.

—Es tremendo Vicente, ya me contacté con Sergio y dice que viene para acá.

Aún estaba mirando lo que había sucedido en la bodega, con el impacto vívido, pero escuchar el nombre del hijo del dueño hizo que reaccionara.

— ¿Sergio? ¿Y qué le puede importar esto a Sergio?

Señaló las tres estanterías metálicas que estaban caídas como piezas de dominó, y el incontable desastre de piezas y partes desperdigadas por todos lados; se había vuelto loco ordenando todo eso la jornada anterior para poder justificar su ausencia la noche pasada, y ahora era un desastre peor que antes de empezar.

—Vicente, los estantes están así porque ocurrió un accidente: Abel se subió a ese para alcanzar algo de la última repisa, perdió el equilibrio y cayó encima del segundo, fue como un efecto en cadena. Por suerte alcanzó a proteger la cabeza del golpe.

Abel era un trabajador que ya había causado otras situaciones de peligro.

—Por Dios ¿Y qué le pasó, cómo está?
—Bien en general. Se lo llevaron a la urgencia del Martín del río hace como diez minutos, te llamé en cuanto pasó todo esto.

Vicente se inclinó y tomó del suelo un bombillo de ahorro Gu10; por un elemento de ese tipo un sujeto podría haberse matado.

— ¿Estaba despierto?
—Sí, puede que se haya roto una pierna además de los golpes, pero no parece nada más; sin contar todo esto por supuesto.
—Maldición, en diez minutos tiene que llegar el camión de Jorge.
—Esperemos que no pase nada grave, Abel estaba dando voces cuando se lo llevaron.
—Pero si fue su culpa.
—Por eso llamé a Sergio —explicó el otro—, porque me pareció que Abel podría querer aprovecharse del asunto, ya sabes cómo es.

Esa referencia era por un asunto que había pasado antes. Abel era un hombre conflictivo aunque evaluado por Sergio; algunos meses atrás había insinuado que las medidas de seguridad o anuncios en las instalaciones eran escasos o incompletos, y dejó entrever que una denuncia sería muy mal mirada. Hasta ahí podría considerarse una advertencia hecha con buenas intenciones, pero acto seguido dijo que sería una pena que algún trabajador descontento con su salario tuviera además un accidente por culpa de la empresa. Era improbable que este accidente fuese premeditado, pero existía la posibilidad de que quisiera utilizarlo en su beneficio.

—Oh cielos.
— ¿Qué pasa?
—Nada, es sólo que…

En ese momento recordó algo que se le había pasado por la mente poco después de aquel desagradable incidente: estaba revisando unas notas en la bodega principal sentado ante una mesita, cuando Abel pasó a su lado y le dio una patada accidental a su silla. Se disculpó de inmediato y sonaba sincero, pero Vicente no pudo evitar pensar, aunque no lo verbalizó, que si tenía por costumbre patear el mobiliario por no prestar atención a dónde ponía los pies, entonces le vendría bien quebrarse una pierna o caer por una escalera para aprender, antes que le causara un accidente a alguien más.

—Vas a pensar que es una tontería, pero hace tiempo deseaba que Abel tuviera un accidente.

Una sonrisa fugaz pasó por el rostro de Joaquín, pero se mantuvo serio.

—Casi la mayoría lo hemos pensado en algún momento, no tiene importancia.

Vicente esbozó una sonrisa; en su fuero interno, no estaba tan preocupado por Abel como deprimido por el trabajo perdido.

—Rayos, tengo diez minutos para ordenar todo esto.
—Y a todo esto, no me has dicho si este —indicó el suelo— trabajo valió la pena o no.
—Sí, lo valió y al mismo tiempo no.

Ambos comenzaron a recoger cosas del suelo y ponerlas en pequeños contenedores plásticos.

—Qué bueno que no movieron las cosas de aquí, ahora que miro con calma, la mayoría de los artículos cayeron en cierto orden así que no será tan trágico.
— ¿Y a qué te refieres con eso de sí y no?
—Todo eso se terminó.

Joaquín dio un bufido de incredulidad.

—Por favor, te conozco hace demasiado tiempo como para creer eso.
—No me refiero a eso, sino a ella en particular.
—Ya decía yo.
—Es en serio; hoy apareció una de las “señales.”
—Ah, entonces la nena empezó a imaginar que las cosas contigo iban más allá. Francamente —continuó meneando la cabeza, reflexivo—, me cuesta entender que tengas la capacidad de mantener esta doble “situación” de forma constante, yo le miento sobre mi sueldo a Eugenia y empiezo a transpirar.

Vicente se puso de pie y dejó el recipiente en un espacio vacío en una de las repisas que no se habían caído. Sí, resultaba extraño, sobre todo cuando pensaba de forma fría en las consecuencias de que sus planes quedaran al descubierto.

—Te entiendo, es sólo que…no lo sé, tal vez es que funcionamos en frecuencias diferentes; sea como sea, tendré que tomar algunos días de descanso y abandonar las pistas, dejar que todo se calme y luego ver qué hacer.

Joaquín dio un aplauso.

—Eso suena bien; te doy una semana.
—Qué divertido.

Una hora treinta minutos más tarde, la bodega ya se encontraba casi en las mismas condiciones en que Vicente la había dejado la jornada anterior; siendo Miércoles, debería sentirse tranquilo, puesto que en la empresa era el día más flojo de la semana, pero como había dedicado hasta pasado el mediodía a ordenar, en ese momento tenía acumulado todo el trabajo de esa mañana. Se estaba despidiendo mentalmente del almuerzo cuando su celular anunció una llamada, la que contestó sin siquiera mirar la pantalla por estar realizando el conteo de los interruptores conmutados para la fábrica de salchichas del sur.

—Hola.
—Lo hice Vicente, lo hice.

Tardó un segundo en asociar la voz con las palabras.

— ¿Vendiste la galería de arte?
—Sí —respondió Iris con tono triunfal—, lo logré, fui brillante.
—Siempre eres brillante cariño ¿y a quien se la vendiste?
—A una sociedad sin fines de lucro dedicada a la preservación de los inmuebles dedicados al fomento del arte y la cultura.
—Por Dios —exclamó él, sonriendo—, ese sí que es un nombre largo. Pero no entiendo, dijiste que esa galería estaba desvalorizada desde hace tiempo y que las obras perdieron mucho de su valor desde que la pintora desapareció del mapa para siempre después de esos escándalos con la prensa.

Se trataba de historia antigua, una serie de hechos policiales que habían sido cubiertos por la prensa hace doce o trece años; Iris le había contado mucho de ello en las últimas semanas mientras se enfrentaba al desafío de vender la que ella denominaba como “la galería maldita.”

—Sí, el tema es que en realidad sólo van a conservar el edificio, le cambiarán el nombre, rematarán los cuadros y pondrán en el interior algunas muestras de artistas de menos renombre y harán eventos como lanzamientos de libros o cócteles de la sociedad hípster; es decir que la galería les viene de lujo porque ya sabes que todos esos esnobs aman los edificios con historias macabras pero que hayan sido convenientemente redecorados y tengan mucha luz.

Hablaba a toda velocidad cuando estaba emocionada; ninguno de los dos lo había mencionado, pero ella estaba muy nerviosa, se trataba del primer negocio en su vida que le había costado tanto tiempo y además tantos fracasos previos.

—Muy inteligente de tu parte, apuesto a que los atacaste con lo del rediseño.
—Cayeron rendidos a mis pies cuando les mostré lo versátil del interior del lugar y cité, por pura casualidad, algunas muestras de arte poco conocidas pero de gran valoración en el norte de Escocia.
—Eres brillante, te amo.
—Yo también te amo. Tengo que colgar, llegaré más temprano hoy, espero que puedas también.
—Me jugaré la vida porque así sea, tenemos mucho de qué hablar y no puedo esperar para darte un abrazo y beber un poco de esa cerveza especial para celebrar.
—Es un excelente momento para eso —comentó ella con tono desenfadado—. Estaba pensando, de verdad esta vez tuve que poner mucha energía de mi parte, casi podría decir que lo conseguí sólo a punta de fuerza de voluntad.
—Por favor, eso sería subestimar tu talento.
—Para nada —replicó Iris con sencillez—, nunca he sido supersticiosa y lo sabes, pero en un caso como este, con tanto en contra, en alguna parte de mi cabeza pienso que tal vez si no es la intervención de algo sobrenatural, los deseos que tienes porque algo se haga realidad producen un tipo de energía.

Vicente tampoco era supersticioso; sin embargo, a lo que se refería Iris era algo mucho más terrenal, similar a lo que te hace terminar una maratón sólo por orgullo, incluso más allá de tu capacidad física. Él lo había hecho el verano anterior.

— ¿Te refieres a que produces ondas que le dicen al mundo “voy a lograrlo?”
—Exacto, justo algo como eso. Si no lo hubiera deseado tanto, si no hubiese querido con tanta fuerza no fracasar, no habría llegado a encontrar esos informes perdidos en internet con los que armé mi argumento de venta. Como cuando éramos niños ¿Cuánto tienes que desear que Santa te haga un regalo fabuloso para que esté en el árbol a la mañana siguiente? —se interrumpió una milésima de segundo—. Tengo que colgar, te veo más tarde.
—Te veo más tarde.

Iris estaba eufórica, lo que significaba que la noche sería fenomenal; si bien la intimidad entre ambos siempre era satisfactoria, el éxito comercial tendía a liberar más aún a su esposa, lo que lo ponía a él en una situación difícil de ignorar. Sergio aún no regresaba de la urgencia donde estaba internado Abel, y Vicente decidió decirle tan pronto lo viera, que necesitaba retirarse un poco antes; apuraría el trabajo lo más posible, dejando todo a punto, de forma que no tuviera opción de negarse.



Próximo capítulo: Karma a pedido