La última herida Capítulo 31: Un evento poco familiar - Capítulo 32: Escaleras arriba

Capítulo 31: Un evento poco familiar


Matilde se había levantado muy temprano el día Sábado 21 de Noviembre; sus padres habían llegado la noche anterior por causa de un anuncio de lluvia, y con los ya habituales problemas para trasladarse hacia la ciudad prefirieron evitar contratiempos.

—Buenos días hija.
—Buenos días mamá, buenos días papá.

Su departamento había sido dejado tiempo atrás, y en esos momentos estaba en uno nuevo en otro edificio, a cierta distancia de donde habitara anteriormente. Con el tiempo la decisión había sido la correcta, aunque no lo pareciera en un principio; el departamento estaba en un primer piso y era bastante amplio, con tres habitaciones en total además del cuarto de baño, la sala y la cocina comedor, por lo que resultaba perfecto para las constantes visitas de sus padres los fines de semana.

—Traje tarta de pollo hija, si quieres te sirvo un poco ahora para el desayuno.
—Muchas gracias mamá.

Las mañanas de Sábado eran agotadoras, tanto cuando sus padres llegaban a primera hora como cuando llegaban el Viernes; desde luego sus padres eran madrugadores y la vida en Río dulce no cambiaba eso, de modo que al llegar mantenían esa costumbre. Matilde no iba a discutir con ellos.

—Te dejé frutas sobre el refrigerador, para que tengas para la semana.
—Gracias papá.

Jamás habían estado tan pendientes de ella como en esos últimos cuatro meses y fracción; no habían querido entender que su forma de enfrentar los acontecimientos era distinta, y cualquier tipo de intervención en ese sentido los violentaba profundamente. No podía culparlos.
Al menos podía agradecer que en esos momentos ya era posible hacer algo tan cotidiano como encender el televisor sin ser bombardeados por información de todo tipo, tanto en los noticieros como en cuanto programa de televisión existiera. Si hubiera aceptado ir a las entrevistas a las que fue llamada y cobrado por ello, seguramente podría haber vivido tranquilamente el resto de su vida.

— ¿Quieres jugo?
—De naranja por favor.

Se sentó a la mesa circular de la cocina mientras su padre servía jugo en vasos altos y su madre cortaba otro trozo de tarta. Era enternecedor ver como con el paso de los años la relación entre ellos se había hecho tan fuerte como para que su padre dejara de modo sutil sus costumbres machistas para acompañar a su amada esposa en todo tipo de labores, en ese caso las cotidianas. El amor hacía cosas impensadas.

—Gracias papá.
—Por nada.

Los tres se sentaron a la mesa una vez que su madre terminó de servir tarta de pollo para los tres. En otra época una cocinera de la hacienda había hecho la preparación del pollo y el sazonado, que era sumamente importante, y con el paso del tiempo la receta se había ido traspasando a otros trabajadores, y seguía siendo uno de los platillos más exquisitos de Río dulce.
La vida jamás había sido tan amarga como entonces.
Las discusiones con sus padres habían llegado casi al mismo tiempo que la invasión de la prensa y la policía; por desgracia las comunicaciones parecieron restablecerse de forma mágica la tarde del 27 de Junio, ya que muy poco después de ocurrida la tragedia, fue necesario hacer las llamadas pertinentes. Matilde supo entonces que era posible sentir más dolor incluso del que había sentido mientras rogaba a gritos por la vida de su hermana.

— ¿Puedes pasarme el cuchillo?
—Claro.

La muerte de Cristian Mayorga solo había aumentado el interés de los medios por cualquier cosa relacionada, y ella junto con su familia eran parte medular de la noticia.
Aunque no era lo único que había sucedido.
Los acontecimientos estaban precipitándose desde antes y la prensa no tardó en establecer suspicaces conclusiones acerca de muchos de los hechos. Nada de eso servía de nada en esos momentos.
El vehículo del servicio legal había llegado casi al mismo tiempo que la policía, de modo que la autorización se gestionó casi de inmediato; en esa ocasión Matilde se sobrepuso a cualquier sentimiento de devastación que estuviera experimentando, y no permitió que se le alejara siquiera un milímetro. Las siguientes horas pasaron como en un ensueño, entre paredes blancas, mármol inmune a la sangre y al dolor y un olor indescriptible que parecía meterse por las fosas nasales hasta impregnar el alma y los recuerdos. Las lágrimas se estaban secando adheridas a las mejillas, pero de sus ojos no volvieron a brotar, como si aquellos hombres con trajes blancos se hubieran llevado, algo tardíamente, su capacidad de derramar lágrimas junto con ellos; se negó de forma tenaz a apartarse, y mantuvo en sus manos la pintura roja que como costras insensibles se secaba y endurecía sobre la piel, ya sin la tibieza que antes anunciaba que la fuente de ese color rojo era un cuerpo vivo con un corazón que latía.
Uno de los hombres del servicio legal le ofreció algo de beber con un calmante, pero la joven no lo aceptó; ya no necesitaba calmantes ni frases de consuelo, a partir de ese momento la vida que conocía había cambiado para siempre, y quería estar despierta y al pendiente de cada detalle, doliera lo que doliera.

—La tarta está deliciosa.
—Me alegro que te guste hija.

La policía se había hecho presente en el lugar de la balacera debido al llamado de los vecinos asustados; el cuerpo de Cristian Mayorga había sido llevado por otro vehículo, seguramente porque los policías querían hacer sus propios trámites de manera particular, a fin de cuentas era parte de los suyos. Alguien le facilitó el teléfono para que pudiera hacer la llamada a sus padres, ya que había perdido el bolso y de todos modos no sabía si después de todo lo ocurrido su número siquiera funcionaría. Se sintió extrañamente desprovista de sentimientos, incluso cuando escuchó los llantos de su madre como música de fondo a la voz helada y quebrada de su padre; solo se limitó a decir lo que debía, y luego cortó.
La policía se dedicó a hacer su trabajo investigativo, mientras que sus padres viajaban a la cuidad; llegaron en poco tiempo, junto con algunos de los trabajadores antiguos de Río dulce que conocían a las hermanas desde pequeñas. En la ceremonia hubo mucho más gente de la esperada, amigos de la familia, de las hermanas, colegas de la unidad donde Patricia se había desempeñado hasta antes del accidente, y muchos otros con los que había trabajado antes; incluso llegaron varios compañeros del trabajo de Matilde además de algunos del instituto. Eliana no apareció. Soraya llegó un poco tarde, pero su presencia fue tan valiosa como siempre, y su abrazo, quizás el primero que despertó en ella una auténtica emoción digna de derramar lágrimas, aunque no llegó a hacerlo. Se contuvo.
Para el momento en que se llevó a cabo la ceremonia era el primer día de Julio, paradójicamente un día con mucha luz, aunque con mucho viento también; en medio de la llegada de los asistentes un policía le dijo que la investigación se estaba llevando a cabo, y que iban a necesitar más declaraciones de ella y de los otros involucrados en los hechos, aunque no eran muchos en realidad. Supo que el funeral de Cristian había sido realizado la jornada anterior, y consiguió que alguien le hiciera llegar el número de su madre, de modo que la llamó brevemente para darle las condolencias previa una explicación de lo que él había hecho por ayudarla. La voz de la mujer, traspasada de dolor, dando las gracias por la llamada, y haciendo patente la calidad humana de su hijo, le atravesó el pecho incluso desde el otro lado de una línea telefónica, haciendo que entendiera que la mejor opción había sido no presentarse ante ella, porque no habría podido soportarlo.
Sin embargo la ceremonia la soportó por un escaso margen.
La culpa y el dolor estaban mezclados en su interior desde el principio, pero las cosas se volvían mucho más complejas conforme las pensaba; no podía dejar de sentir que todo era culpa suya, que ella había acercado a su hermana a la posibilidad de tocar una solución inimaginable, para luego no poder rescatarla del mal que la amenazaba, ni a ella ni a las personas que la rodeaban. Sus padres escucharon la historia lo mismo que la policía, pero Matilde omitió o suavizó algunos de los datos relacionados con la clínica, ya que llegó a la conclusión que nada de eso serviría para aclarar nada, además de la amenaza implícita que significaba tener al superior de Mayorga del lado de la clínica, lo que significaba que en cada nuevo cuestionario podía haber un oído inapropiado. Por otro lado, estaba cada vez más segura de la capacidad de la gente de la clínica para eliminar de su camino no solo a personas, sino que también las pruebas que pudieran inculparlos, o tan siquiera levantar un sutil manto de sospecha.
Lo correcto era respirar, y continuar.
El desconsuelo de sus padres era completamente comprensible, si bien no culparon a Matilde de nada y se esforzaron por hacerle ver que estaban felices de verla con vida; la propia Matilde sabía que las cosas entre ellos jamás serían iguales a partir de ese momento. Tomó la decisión de abandonar el departamento porque ese lugar le producía demasiado dolor y necesitaba un sitio nuevo que le resultara al menos frío y ajeno, con lo que quizás dio la señal equivocada: sus padres decidieron hacerse presentes en la ciudad los fines de semana para estar con ella y acompañarla, sin querer escuchar nada al respecto. Solo hubo una discusión sobre las visitas, y Matilde tuvo la buena conciencia de guardar silencio antes de detonar una bomba de racimo que solo los habría hecho sufrir más: ellos llevarían ese dolor a la tumba, e independiente de lo que pudieran sentir en su interior acerca de las responsabilidades de su hija menor, incluso en caso de creerla culpable, no iban a hacer o decir algo en contra de ella. Matilde se preguntaba en ocasiones si la persistencia en visitarla y ocuparse de ella era para apoyarla, o para sentir que algo en sus vidas era normal. O si pretendían aliviar su conciencia de algún tipo de culpa. De todos modos, fuera de lo lógico cuando ella les contó su versión modificada de los acontecimientos pasados y la única discusión a la que llegaron, no volvieron a hablar de su hija mayor, al menos no con ella. Matilde no sabía si era una especie de trato tácito entre ellos o sólo que estaban en una etapa de negación, pero no tuvo fuerzas para averiguarlo, sobre todo porque cualquier cosa relacionada con Patricia revivía el ardor de la culpa que sentía en su interior; aceptó las visitas de sus padres cada fin de semana, y que la trataran con cordialidad, comenzando una rutina que no por extraña dejaba de ser real: en la semana hacía su trabajo, cada vez más integrada al grupo y más lejos de ser el centro de las atenciones y las condolencias, se iba a casa y trataba de descansar, y el fin de semana lo pasaba junto a sus padres, viviendo un ambiente aparentemente normal pero en el que sabía que ningún tema doloroso o grave se trataba. Era como estar suspendida.

—Mamá, tengo todo lo que me encargaste la semana pasada para lo del bordado.
—Gracias hija, quería volver a bordar hace tiempo.
—De nada.

Nunca había bordado en realidad, pero cuando ambas eran pequeñas lo hacía para detalles de la ropa como los nombres; probablemente estaba buscando en el pasado lo que no tenía en el presente.
La investigación de la policía, como era de prever, no avanzaba en ninguna dirección, y Matilde en particular no había hecho nada para aportar datos que de todos modos no ayudarían; se investigaba alguna posible venganza de delincuentes contra Mayorga, quienes lo habrían encontrado en descampado en medio de un operativo irregular; sobre las acciones del policía, si bien estaba claro que eran irregulares, en ningún momento se puso en duda que fueran por un bien mayor pese a las consecuencias, aunque para Matilde era un intento de aplacar cualquier duda porque otra cosa habría levantado sospechas. Ver a Céspedes en las noticias en el funeral con cara de sufrimiento había sido muy duro, pero ella no podía hacer nada, ni siquiera hablar al respecto. Respecto a Antonio no había noticias, lo que a ella le decía que jamás volvería a tenerlas gracias a la intervención de la clínica; sabía que probablemente debería alegrarse, pero con el tiempo había llegado a una especie de paz al respecto: él no era el enemigo. Lo que estaba claro era que lo relacionado con los actos criminales de Antonio quedaría suspendido en el aire mientras el involucrado siguiera figurando como persona en posible desgracia, mientras que cualquier delito cometido por el doctor Medel quedaba sin mayor objetivo al encontrarse su cuerpo; también seguía en investigación.
Matilde no podía menos que admirar el trabajo de la gente de la clínica y de aliados como Céspedes y quien estuviera con él. Visto de fuera, parecía un lamentable acto heroico de un policía que empleaba métodos equivocados con mal término, un doctor involucrado en alguna clase de ajuste de cuentas, un informático tal vez metido en líos de dinero con delincuentes peligrosos, y dos hermanas en medio de una serie de acontecimientos desafortunados. Y así quedaría para siempre, hasta que el archivo del caso tuviera tanto polvo encima que nadie quisiera saber el nombre bajo la capa gris.
La doctora Miranda era otro motivo por el que Matilde se sentía culpable: el golpe en la cabeza durante el enfrentamiento con los delincuentes que estaban en la chatarrería era más grave de lo que aparentaba. Matilde sintió horror al enterarse de eso, cuando esperaba que al menos ella no estuviera en malas condiciones. Había daño neurológico, por lo que la mujer había perdido el control de sí misma y casi toda la capacidad de comunicarse, de modo que estaba internada en un centro de tratamiento especializado, y en compañía de su esposo, que sorprendentemente tomó la decisión de acompañarla. Él se mostró muy gentil con ella tiempo después cuando le hizo una visita, le agradeció su preocupación y le dijo que era probable que en el mediano plazo Romina volviera a valerse por sí misma, si bien no iba a ser la de antes y jamás podría ejercer su profesión otra vez; el hombre la amaba profundamente y su determinación quizás consiguiera que los pronósticos se hicieran realidad.
Su amistad con Eliana estaba irremediablemente rota y la joven no hizo esfuerzos por buscarla; entendía, quizás mejor que cualquier persona, que ella tomara la decisión de mantenerse alejada por su propia seguridad antes que seguir las desventuras de otra persona. Además, tenía razón. Soraya era un caso que Matilde no podía determinar claramente, pero si tenía que hacer un juicio acerca de su comportamiento, podía decir que en su amiga se confrontaban el miedo y una cuota de resentimiento; desde su punto de vista, apartarla en un momento duro había sido un golpe, una forma de desconfiar de ella y no lo superaba por mucho que las pruebas dijeran que era lo correcto, y desde luego, el miedo hacía su parte para que la relación no fuera como antes. Hablaban cada pocos días, pero faltaba algo, esa parte lúdica y de comprensión mutua que siempre habían tenido. Matilde no tenía fuerzas para enfrentar conflictos de ese tipo, además que al mismo tiempo sentía que era mucho mejor que Soraya se mantuviera a prudente distancia de ella por mucho que le hiciera falta como amiga.
En un principio pensó en abandonar el trabajo de la misma manera que lo había hecho con el departamento, pero luego vio que eso no tendría sentido y agregaría problemas en vez de evitarlos ya que tendría el estrés de conseguir una nueva ocupación, y desde su jefe directo en adelante todos se habían mostrado tan comprensivos y cariñosos con ella que al final resultaba agradable poder contar con ellos. Por otro lado habían entendido su silenciosa manera de negarse a hablar del tema y eso también era de mucha ayuda. Trabajar le daba un norte a su vida.

—Hija.
—Dime mamá.

A veces sentía que sus padres la miraban largamente, lo que era comprensible por sus silencios; a veces pasaba horas sin moverse, callada, pensando, pero rara vez expresaba sus pensamientos de la manera en que aparecían, porque esas tormentas provocaban exactamente las reacciones que amenazaban la estabilidad de sus padres. Lo mejor era callar y continuar.
La muerte de Miranda Arévalo, cuyo verdadero nombre era Ariana De Rebecco, había tenido lugar mientras sucedían otros acontecimientos, y por los informes oficiales no tenía nada que ver con Matilde ni con la policía; según el informe del forense, la modelo había sido encontrada muerta en su departamento, ahogada en la tina de su baño producto de haberse quedado dormida por consumo de medicamentos. Perfecto, quizás dentro de todo eso, la muerte más perfecta de todas, la que menos llamaría la atención acerca de las horribles maquinaciones de la clínica y que a la vez distraería a la opinión pública. A diferencia de otras modelos, Miranda era muy gentil y amable con los medios y en los eventos en los que participaba y resultaba fantástica en las campañas, de modo que su muerte fue ampliamente cubierta por los medios, contando de su desconocida faceta solidaria al participar en fundaciones y entrevistando a sus compañeros de trabajo acerca de su personalidad; con su muerte opacaban la relevancia de los hechos realmente importantes y eso funcionaba en muchos niveles. En un principio Matilde había pensado tratar de comunicarse con sus familiares, pero le llamó muchísimo la atención que no los tuviera, o al menos eso es lo que informaron los medios; investigando un poco más supo que entre la biografía conocida de la modelo, se comentaba que era originaria de una ciudad al norte y de una familia muy pequeña, cuyo padre murió al ser ella una niña. La madre murió tiempo atrás. Fantástico, la más mediática de los involucrados no tenía familiares cercanos, por lo tanto nadie que pudiera reclamar por los informes del forense ni tratar de exigir verdad. Matilde buscó en los videos de la prensa, semanas después, al hombre que había visto con ella la primera vez que la viera luego del accidente de Patricia, pero no lo vio en ninguno de ellos; incluso trató de ubicarlo en videos o fotos de eventos anteriores, pero no estaba en ninguno, por lo que la lógica indicaba que él podría haber sido silenciado de la misma manera que otros involucrados, pero a Matilde le parecía que en su caso las cosas eran más bien diferentes: sentía que ese hombre era parte de la gente de la clínica  aunque a decir verdad no tenía ningún fundamento para eso; solo lo había visto una vez. Y sin embargo estaba segura de la conexión, y encontraba en su desaparición del funeral la respuesta a esa interrogante; solo podía respirar y continuar.

— ¿Por qué tienes marcado el día de mañana en al calendario?

El 22 de ese mismo mes estaba marcado desde días atrás en el calendario en la cocina, solo un círculo en rojo alrededor del número, pero que resaltaba porque por un lado ella no marcaba fechas, y por otro porque no se celebraba nada. Matilde desvió lentamente la vista hacia el papel colgado en la muralla.

—Tengo que visitar a alguien.

Sin embargo no era la única fecha. Otra fecha, el mes de Diciembre, también estaba resaltada; tampoco en ese caso daría respuestas.

— ¿Vas a visitar a algún amigo?
—Un conocido —respondió enigmáticamente— solo un conocido.


                                                 


Capítulo 32: Escaleras arriba


El Domingo 22 de Noviembre fue una jornada común para Matilde, excepto que en la tarde se despidió de sus padres y salió sin darles mayor información del sitio al que se dirigía. No pretendía informarles desde el principio, y por suerte para ella, fuera de la pregunta que le había hecho su madre la jornada anterior, no tuvo que esquivar otro tipo de cuestionamientos.
Seguramente en la mente de sus padres permanecería la duda sobre cuáles eran sus objetivos, pero no era asunto de ellos enterarse de eso; hablar sobre un supuesto novio o pretendiente sería un error infundado, y por otro lado, inventar cualquier tipo de mentira sobre otra actividad la pondría en el campo de las explicaciones y los comentarios, y durante los meses pasados había cultivado con esfuerzo y dedicación una política de hablar solo lo necesario, y nada de eso entraba en ese margen.
La visita que iba a realizar no era fácil para ella, y seguramente tampoco lo sería para el hombre que iba a ver, pero estaba convencida de estar tomando las decisiones correctas; antes habían hablado por teléfono, y también en persona, pero sería primera vez que estarían en contacto en terreno neutral, donde ninguno de los dos tendría protección ni apoyo de nadie. Donde ella no tendría ningún tipo de apoyo. Pero todo lo que habían hablado, las cosas que ella le había dicho en ese tiempo y los acuerdos a los que llegaron tenían que servir de algo, gran parte de todo dependía de eso.
Había estado pensando que era muy probable que después de la obra maestra de eliminación de testigos por parte de los asesinos de la clínica, alguien se encargara de seguirla, pero también recordaba, a veces con espantosa claridad, que uno de esos hombres le dijo al otro que ella no era importante, que sin Patricia todo estaba terminado. En eso tenían razón, y en querer investigarla o seguirla durante un tiempo también, pero a decir verdad, nada de lo que ella o quien fuera hubiese querido hacer sería un riesgo para la gente de la clínica, para todas esas personas con tanto poder: sin pruebas de lo que habían hecho, con la clínica convertida en un edificio móvil y las personas directamente involucradas anuladas a tal punto, solo un tonto habría sido capaz de pretender emprender algo en su contra; cualquier acción sería considerada un acto de locura, al nivel de los desequilibrados que viven en las calles. Tras seis meses la vida de Matilde era completamente normal.
Semanas antes había hecho algunos viajes de reconocimiento a la zona a la que se dirigía en esos momentos para no perderse, y tenía claro su objetivo: la casa estaba a media calle de un barrio residencial bastante antiguo, y venido a menos a decir verdad; seguramente en otros tiempos tuvo gente de esfuerzo que cuidaban de sus calles y plazas, pero al convertirse en parte de una periferia más poblada, las calles y pasajes lucían descuidados, y en varias esquinas se veían jóvenes vagando, aunque por suerte la zona no estaba tan mal como para tener que cuidarse de cualquier persona que viera pasar a su alrededor. De todos modos llevaba un atuendo muy sencillo, compuesto de jeans, zapatillas de diario y una camisa oscura, junto a una pequeña mochila a la espalda y el cabello recogido en una cola. La casa a la que iba no tenía reja ni jardín, solo una deslucida pared de concreto sin pintar. Un momento después de golpear a la puerta de madera alguien abrió y le dijo que entrara.

—Permiso.

Originalmente había pensado que lo mejor era reunirse con él en un sitio distinto y que no fuera del completo dominio de él, pero si en realidad quería ganarse su confianza en los días tan difíciles que se avecinaban, tendría que hacer algo al respecto; de todos modos si algo salía mal, no se perdería mucho.

—Siéntese.
—Gracias.

Ocupó un sillón enfrente de él. De una rápida mirada apreció que la propiedad era sencilla solo por fuera, ya que tanto los muebles como los elementos electrónicos que podía ver eran recientes y por cierto, no precisamente baratos.

—Gracias por recibirme.
—No hay nada que agradecer.

Él le había dicho que era casi un milagro estar vivo, y más aún poder hablar de manera normal. A ella también le parecía.

—Supongo que ahora me va a decir la verdad.

El hombre la miraba muy fijo, y su mirada era dura e inflexible, aunque en esos momentos estaba tranquilo y se sentía dueño de la situación; Matilde asintió, no era bueno irse con rodeos.

—No podía hablar de algunas cosas cuando nos vimos antes, era muy inseguro.
—En la cárcel la gente habla todo tipo de cosas —dijo él simplemente—, eso no significa que alguien ponga atención.

Realmente era más joven de lo que aparentaba, pero por la forma de vida que había llevado, en su apariencia había algo avejentado, más que maduro. En ese momento el hombre estaba vestido con un buzo blanco con líneas rojas a los costados, el cabello muy corto y solo un arete visible en la aleta derecha de la nariz.

—Siempre hay gente que pone atención. Más de la cuenta de hecho.

El hombre frunció el ceño. Se notaba que aún en esos momentos desconfiaba, lo cual era lógico desde todo punto de vista. Ya no se podía ir con más rodeos.

—Soy hermana de la policía que estaba en el lugar cuando explotó el camión de gas.

Lo dijo sin poner inflexión en la voz. Eso sí lo había practicado, la forma en que iba a decirlo, para que no sonara a una amenaza, pero aún después de haber estado bastante segura de decirlo sin dramatismo ni dolor o reproche, supo de inmediato que todos los sentidos de ese hombre estaban mucho más alerta que un instante antes. Pero estaba en su terreno, desde luego que no iba a comportarse como aquella vez, ni a gritar o desesperarse.

— ¿Qué quiere?
—Ayudarlo —replicó con serenidad—, ayudarte, y que tú me ayudes a mí. Nos podemos ayudar mucho, por eso te estuve visitando desde que me fue posible.

El hombre lucía mayor que lo que recordaba de él, o tal vez solo era un efecto de verlo acorralado por la policía, en un momento en que ella estaba muy asustada. Y sin embargo, a pesar de verlo ahí, sólo sentado frente a ella, sabía que era mucho más peligroso ahí que cuando gritaba que no iba a volver a la cárcel al tiempo que Patricia y otro oficial apuntaban tratando de persuadirlo.

—Mire Matilde, durante este tiempo en que me fue a ver a la cárcel siempre me pregunté qué quería o por qué lo hacía. Se lo pregunté. Solo me dijo que quería ayudarme cuando saliera. Me pagó el abogado, aunque usted insista en que no lo hizo. Pero no entiendo qué quiere, o cómo nos podemos ayudar.

Lo mejor era mantener la versión de no haber ayudado a conseguir y pagar el abogado, aunque por cierto que lo había hecho o él estaría aún en la cárcel.

—Tú y yo nos parecemos en mucho más de lo que crees —dijo tomando una frase hecha— Los dos nos hemos equivocado. Mucho. Los dos hemos sufrido por eso.

El hombre levantó las manos para hacerla callar.

—No necesito que nadie me hable de errores y esas cosas, mi madre murió hace años.
—Y los errores que cometiste fueron con la justificación de proteger a tus hermanos y a tu tía —replicó ella, sin piedad—, mientras que yo cometí errores con la justificación de ayudar a mi hermana a reponerse de las heridas que la deformaron en ese accidente. Yo perjudiqué a personas. Hay muertos por mi causa, porque fui ciega y fui de cabeza contra todo para tratar de hacer las cosas como creía que estaban bien. Y con eso no solo le hice daño a personas importantes, también permití que otras personas se aprovecharan de eso, y que hicieran más daño.

El hombre la miraba sin comprender sus palabras del todo, pero al mismo tiempo asombrado de la frialdad con la que Matilde se estaba expresando. Para ella también era la primera vez que escuchaba su propia voz de esa forma.

— ¿Por qué me dice esto?
—Porque los dos tenemos demonios, que yo haya nacido en condiciones... diferentes, no cambia nada, excepto que yo no fui a la cárcel. Excepto que tú no perdiste a seres queridos.
—No entiendo nada.
—Hay gente que se aprovechó de mi dolor y el sufrimiento de mi hermana, gente que usa a personas como tú como ratas de experimento, y a personas como yo como forma de financiarse. Necesito hacer algo, y la policía no me puede ayudar porque dentro de ellos hay gente que trabaja para esos delincuentes de los que te estoy hablando.

Ambos mantuvieron la mirada del otro durante la explicación de Matilde; esa sería la única oportunidad de conseguir su ayuda.

— ¿Qué clase de delincuentes?
—De los que jamás van a la cárcel —repuso ella con total sinceridad—, roban y matan con ayuda de la ley, la misma que puede matarte a ti si les estorbas, la misma que no hace nada cuando a un familiar tuyo lo matan y nadie sabe por qué. Contra esa gente quiero hacer algo, y contra esa gente necesito que me ayudes. Lo que te ofrezco es el dinero suficiente para que no tengas que hacer nada en muchos años, quizás en toda tu vida. O que le pagues la educación a tus hermanos para que no sean ladrones. O para que hagas el viaje de tu vida. Tú decides. Solo necesito que me ayudes.

El hombre continuaba mirándola, pero ahora su expresión era diferente.

— ¿Cuánto?
—Cincuenta mil dólares.


2


Subir esas escaleras era siempre un trámite doloroso en su interior, y por partida doble. Primero, por la mentira que significaba, y segundo, por la obligación de guardar silencio que se había autoimpuesto.
Un edificio de seis plantas en una zona residencial muy antigua en la ciudad, una reliquia viviente entre calles donde vivían ancianos y extranjeros que siempre estaban de paso, una iglesia derruida cerca y nada más que calles para deambular hasta salir a la siguiente ruta por donde pasaba el transporte público; sin contar con el interés de las grandes tiendas y almacenes, la vida por esos lados parecía haberse quedado treinta años atrás, con un ritmo distinto, con niños jugando en los pasajes interiores, y vecinos saludándose unos a otros al pasar. El almacén de abarrotes de un par de calles al sur invitaba a la nostalgia con su pesa centenaria y el olor que salía de los hornos de atrás, demasiado hogareño, demasiado atractivo para descansar y quedarse ahí. Matilde no hacía nada de eso, sabía que era vulnerable a algunas cosas, y no quería que la tristeza y la melancolía la golpearan más. Allí, al igual que en la casa de aquel delincuente, tenía que ser fría.
El edificio estaba en la segunda casa desde la esquina y orientado al Norte; usando la llave que llevaba oculta en el bolso, Matilde entraba y torcía a la derecha, para tomar las escaleras. Al igual que la mayor parte de las estructuras visibles de ese edificio, estaban construidas en piedra, con tallados y formas que en otros tiempos habían sido hermosos, pero que con el desgaste de los años se habían convertido en tétricas sombras de sí mismos; a ella le parecían incluso adecuados.
Su conversación con Adrián había sido larga y bastante tensa en una gran parte, pero finalmente se habían entendido; el dinero desde luego que llamaba su atención, pero también había una buena cuota de resentimiento en su mente y eso era lo que ella necesitaba; paulatinamente se entendieron, y aunque aún era pronto para decir detalles del plan, consiguió los dos puntos que eran necesarios en esos momentos: el primero de ellos, que siguiera con su vida mientras ella volvía a contactarlo, y el segundo, que entendiera que la gente contra la que iban a enfrentarse era realmente peligrosa, por lo que mantener el secreto era fundamental. Mantener secretos se había convertido en una costumbre de vida durante los últimos meses.
Dos golpes en la puerta de madera, y después silencio. Era solo para mantener una apariencia de normalidad, ya que su visita estaba programada, igual que otras cosas. Unos momentos después la puerta se abría.

—Pasa.
—Permiso.

El departamento era austero hasta más no poder, debido a los requerimientos del lugar y los planes que estaban tejidos alrededor de esa idea; por lo demás no estaría ocupado por mucho tiempo. Una vez cerrada la puerta, la mujer que recibió a Matilde se sentó ante la mesa de madera en una de las sillas a juego que habían sido conseguidas en una tienda de descuentos: en esos momentos llevaba una sencilla tenida compuesta de un vestido veraniego con sandalias y un bolero blanco que cubría sus entonces delgados hombros. Su cabello estaba corto, tinturado de un tono miel bastante sencillo, que iluminaba su rostro de piel morena y los brillantes ojos del mismo color; tener ese color en el cabello era también una forma de mantener la esencia de su ser, que por esos momentos solo se demostraba a través de la mirada. Se trataba de una mujer de alrededor de treinta años, de figura adelgazada por los acontecimientos de los últimos tiempos, pero que mantenía la estructura fuerte que había cultivado durante muchos años; el rostro de piel morena era algo anguloso, de pómulos sobresalientes, cejas de curva gentil y nariz pequeña y ligeramente curva. La intensidad de su mirada solo se dejó ver durante un instante, antes de volver a mostrarse serena y tranquila como de costumbre.

—Matilde.

Mencionó su nombre de una manera ausente, totalmente carente de sentimientos y que Matilde sabía era parte de un entrenamiento que había llevado a cabo de manera intensiva y voluntaria. A veces se preguntaba si ese cambio de actitud estaría metiéndose en su mente, al punto de amenazar con cambiarla para siempre. Pero no podía hablar con ella de otra manera, desde el principio su plan exigía apegarse a las reglas con absoluta rigurosidad.

—Aniara.

Ella también habló con frialdad, como si las dos no se conocieran, como si tan solo fueran dos personas hablando por motivos de trabajo. Carentes de sentimiento.

— ¿Fuiste a hablar con Adrián?
—Sí.

Ambas hicieron una pausa. En momentos como ese parecía que estaban separadas por kilómetros de distancia, tal era la distancia que tenían establecida entre ellas.

—Supongo que hay buenas noticias.
—Está de acuerdo como lo supusimos antes. Va a ayudar en los planes, por lo tanto está de nuestra parte.
—Excelente. Falta muy poco.
—Es verdad.

Tantos meses de callar, de comerse las lágrimas, de desgarrarse la garganta por dentro conteniendo los gritos, el llanto, la rabia y la frustración, y tantos otros sentimientos que a diario acudían a su mente en oleadas continuas. Habría sido igual de difícil, pero sin sus padres permanentemente visitando su nuevo departamento, al menos podría haberle dado espacio a la tristeza y la desesperación; sin embargo, sus visitas todos los fines de semana se convirtieron desde un principio en una amenaza para cualquier cosa que pretendiera hacer, incluso para dar rienda suelta a su tristeza. Al principio las preocupaciones de ambos por ella habían sido magnificadas por el solo hecho de verla abatida y llorosa, lo que hizo que tomara muy pronto la decisión de contener sus sentimientos. El principal problema entonces fue, que no podía controlar lo que le pasaba, y la presencia de ellos hacía aflorar más aún su dolor, de modo que guardó sus sentimientos y decidió callar, callar todo; en ese sentido la decisión de sus padres de no tocar los temas relativos a Patricia le servía mucho, ya que así podía pasar día tras día como una máquina, funcionando correctamente para todos, menos para ella.
La planificación se había llevado a cabo meticulosamente, y uno de los primeros pasos definidos consistía en dejar fuera cualquier tipo de sentimiento, por lo que se vio nuevamente atrapada en una mecánica de fábrica, donde todo sucedía de una manera específica; sabía que era lo correcto, que sin esa preparación no habría podido despojarse de los sentimientos para, por ejemplo, acudir donde Adrián y enfrentarlo como lo había hecho, pero no por saberlo conscientemente, dejaba de sufrir por ello.
Y en ese momento estaba sentada en una sala vacía, frente a Aniara.
Frente a Patricia, su hermana.




Próximo capítulo: Fiesta de gala






La última herida Capítulo 29: La verdad junto a ti - Capítulo 30: Dos caminos




Cristian Mayorga no le había contado a nadie en el cuerpo de policía que había sido fármaco dependiente en la época de la secundaria. Ni siquiera sus padres los sabían. Todo empezó cuando un amigo le dio pastillas que probó de manera reiterativa hasta necesitarlas con desesperación; cuando perdió el conocimiento y despertó en un lugar que no conocía, vomitado y sin poder ponerse en pie, se asustó tanto que juró jamás haría algo como eso. Dio resultado, pero jamás había olvidado como encontrar unos almacenes de fármacos en las cercanías de lo que fuera un derruido estadio deportivo y que en el presente era un centro de alto rendimiento; como policía sabía que debería dar aviso, pero el miedo de ser delatado de alguna manera, o que alguno de los que conoció en ese corto tiempo pudiera hablar, siempre lo detuvo. Un pecado diario que trataba de pagar con esfuerzo y trabajo. Detuvo el auto a un par de calles de distancia y esposó a Antonio por ambas manos y además del tobillo sano, sin tomar en cuenta las protestas del hombre.

—No me ha dicho dónde vamos.
—Si su hermana está en manos de gente que quiere algo de ella —explicó mientras caminaban rápidamente—, no pueden dejarla morir, por lo que necesitarán fármacos para mantenerla estable. Cerca de aquí puedo conseguir información, por favor no diga nada.

Siguieron caminando en silencio. Matilde estaba sorprendida de la capacidad del policía para deducir y tener siempre algo que hacer ante lo que iba sucediendo, aunque estaba claro que las cosas estaban fuera de la ley. No le había dicho directamente que Antonio había salido de forma ilegal de la urgencia, pero no necesitaba hacerlo para saberlo, y el riesgo que estaba corriendo, yendo por ahí de civil con un prófugo y corriendo tanto peligro junto a ella hablaba demasiado bien de su persona como para cuestionar cualquier cosa; además en esos momentos era la única persona en quien podía confiar para encontrar a su hermana, y a pesar de todo, la esperanza no moría en su corazón, estaba segura de conseguir algo bueno de todo eso.
Unos minutos después llegaron a una casa, y el policía le hizo algunas preguntas al hombre de edad avanzada que salió, aunque hablaban en código porque no entendió a qué se referían. Un momento después la puerta se cerró.

—No hay noticias aquí. Pero aún podemos ir a otro sitio.
— ¿Dónde?
—A un depósito de medicamentos con los que trabajamos. Tendremos que llegar también a pie, pero será más distancia porque no quiero arriesgarme a que alguien vea a este hombre en las cercanías. Esperemos que todo salga bien.

Matilde notó que algo no estaba bien con el policía, no se estaba expresando como de costumbre.

— ¿Se siente bien?
—Sí, estoy bien.
—No lo parece.

EL oficial sonrió.

—No se supone que usted se preocupe por mí sino al contrario.
—Ha hecho por mí y por mi hermana mucho más de lo que debería —replicó ella sin hacer referencia a lo de Antonio, de lo que ninguno de los dos había hablado—, lo menos que puedo hacer es preocuparme por usted, y no se ve bien.

El hombre observó por un momento a Matilde más allá de lo que estaban viviendo, algo que no había hecho en su momento con su hermana. Estaba hecha de acero aunque ella misma no se diera cuenta, pero a la vez era una mujer compasiva y dedicada a quienes creía que necesitaban su apoyo. Pasara lo que pasara, era afortunado por haberla conocido.

—Todos tenemos algunos fantasmas —respondió con evasivas—, no es importante, pero se lo agradezco mucho.
—Nada que agradecer.

La imitación de la frase de él lo hizo sonreír un momento. Volvieron a subir al auto.


2


No se estaba sintiendo bien.
No sabía muy bien lo que le ocurría, pero claramente no estaba bien y eso ponía en riesgo sus planes y el anonimato en el que pretendía mantenerse hasta tener una idea clara de lo que estaba ocurriendo.

—Cálmate Patricia.

Por momentos no sabía dónde estaba, y ese maldito sonido dentro de su cabeza no cesaba; tenía las manos y el cuerpo frío, pero no era como el frío habitual, y tampoco se parecía a una baja de presión, era otra cosa que no había experimentado antes.

— ¿Qué otra cosa entonces?

Se dio cuenta de estar hablando en voz alta y miró en todas direcciones; la calle por la que iba estaba casi vacía, de modo que no tuvo que preocuparse ¿sería algún tipo de fiebre, algo relacionado con lo que le habían hecho?
No podía andar hablando por la vía pública, y definitivamente tenía que hacer algo al respecto. Poco antes había intentado comer, pero tenía el estómago cerrado y sintió náuseas al primer bocado, de modo que lo dejó y se ocupó de hidratarse, eso le caía mal también pero al menos podía soportarlo e ingerir líquidos era lo más importante en ese momento para seguir funcionando. Mientras caminaba se cruzó de brazos, casi rodeando el torso con ellos, intentando dar calor a su cuerpo, pero tenía una especie de insensibilidad en la piel, las manos parecían estar adormecidas. Además le costaba caminar con rapidez. Claro, como si la estuvieran esperando.

— ¿Dónde...?

Se guardó la pregunta cuando notó que estaba hablando en voz alta de nuevo; no lo necesitaba, era de hecho bastante importante guardar silencio y aparentar ser una persona normal caminando por la calle.

—Yo...

¿Cuál era su destino?
Por un momento que le pareció muy largo estuvo detenida cerca de una esquina, sin saber lo que iba a hacer o el destino de sus pasos; después lo recordó, pero las cosas se hacían cuesta arriba, parecía que estuviera quedándose dormida poco a poco a pesar de no tener sueño. Tal vez algún efecto de medicamentos, o resultado del ataque que había sufrido, pero estaba entendiendo que necesitaba mantenerse despierta y atenta. Tendría que hacer una parada en un sitio en donde podría conseguir algo para sentirse mejor.


3


El siguiente viaje había sido una discusión constante con Antonio; éste comenzó a demostrarse preocupado por la demora y a suponer que todo era una trampa para sacarle información. Por suerte la discusión terminó cuando Mayorga le dijo que ya que había infringido la ley para sacarlo de la urgencia, muy bien podía arrojarlo a un canal para que se ahogara. Después de eso siguieron el viaje en silencio, hacia el nuevo destino, por lo que el oficial no se molestó en quitarle las esposas.

—No vaya a ninguna parte y trate de no llamar la atención.

Antonio le dedicó una mirada resentida.

—Es difícil moverme.
—No vamos a tardar tanto así que no se queje.

Antonio dijo algo más pero el policía ya había cerrado la puerta. Comenzaron a caminar alejándose del lugar donde estaba estacionado el auto.

— ¿Qué va a pasar con Antonio?
—Voy a ayudarlo a salir del país.
— ¿Qué? Pero eso no puede ser, es un criminal, no puede ayudarlo a...
—Matilde —la interrumpió él—, sé que no es la decisión correcta para él, pero es lo único que nos permitió tener esa información, jamás se la habría dicho a la policía de manera oficial porque eso aumentaría el peligro, y dado como han sucedido las cosas le creo.

Matilde suponía algo como eso, pero de ninguna manera algo tan extremo. Sin embargo y pensando fríamente, no tenía argumento válido para criticar o estar en contra de esa decisión, y por otro lado lo mejor sería mantener a Antonio lo más lejos posible de ellas.

—Lo lamento, no quise sonar dura con usted.
—Tiene razón en serlo —concedió el hombre—, pero de momento es lo único que podemos hacer que nos mantiene en un umbral de seguridad aceptable, o al menos mientras no nos encuentre alguien.

Se alejaron varias cuadras hacia el almacén del que había hablado Mayorga con anterioridad. El lugar no era más que una bodega en una casa que aparentaba ser común y corriente, salvo que estaba habitada por personal contratado por la policía; eso significaba algún tipo de seguridad, aunque por precaución Cristian prefirió pedirle a Matilde que se quedara un poco retirada. Como la vez anterior volvió sin éxito.

—Lo siento, aquí tampoco hay información que nos sea útil.

Ninguno de los dos habló mientras caminaban de regreso al auto; en ese momento no era necesario decir que si el presentimiento del policía estaba errado, tenían las mismas posibilidades que antes, es decir ninguna. A medio camino Matilde se detuvo, lo que hizo que él la enfrentara.

— ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé Matilde, pero voy a pensar en algo, le prometo que voy a pensar en algo, no puede quedar así.

Sin pensarlo se había acercado más, y estaba justo frente a ella, las manos sobre sus hombros, intentando de alguna manera transmitirle calma, aunque él mismo no estaba seguro de nada. Durante un momento ambos permanecieron en silencio ¿Qué estaba haciendo? No podía tener ese tipo de actitud, era irregular y además era absurdo, solo producto del nerviosismo y de las cosas que habían dicho; debía mantener la mente clara y alejada de cualquier tipo de confusión.

—Yo...

La voz se le quebró. No debía hacer eso, lo que era correcto era mantener una distancia prudente y ser sensato. Pero parecía que no podía dejar de mirarla. Cuando se percató, el cañón del arma estaba apuntando a su rostro.

—Suelta a mi hermana.

Matilde dio un salto al percatarse de la presencia de otra persona junto a ellos, pero su sorpresa fue mayor al mirar a la mujer frente a ella. Estaba vestida de un modo muy extraño, pero la reconoció.

— ¡Patricia!

Dio un grito de alegría, y sin pensar en nada se arrojó a abrazarla; el policía no alcanzó a reaccionar a mantenerlas a distancia o prevenir del arma apuntando y se quedó un milisegundo congelado, aunque por suerte las dos mujeres se abrazaron sin que el arma se disparara. La joven rompió en llanto al poder abrazar a su hermana.

—Patricia, estás viva, no sabes cuánto te he buscado hermana...

Patricia devolvió quedamente el abrazo, sin quitar la vista del hombre; no estaba segura de haberlo visto antes ¿Por qué no se alegraba de ver a su hermana?

—Matilde...

Matilde se separó un poco para poder mirarla a los ojos; en ese momento no importaba nada más, solo tenía espacio en su ser para la alegría de ver nuevamente a su hermana después de tanto sufrimiento. Secó las lágrimas de sus ojos para no dejar de verla.

—Estás viva, tuve tanto miedo.
—Estoy bien.

De inmediato Matilde notó que no estaba bien. Estaba muy pálida y tenía la mirada perdida.

—Patricia dime cómo te sientes.
—Estoy bien. Dime quién es ese hombre.

El policía mantuvo la distancia y eligió una postura corporal relajada para no parecer amenazante, aunque en su interior le estaba pareciendo a cada segundo más peligroso que ella tuviera un arma.

—Cristian Mayorga.

Patricia se separó de Matilde y caminó hacia él con pasos lentos y torpes; el policía no quitaba la vista del arma ahora en el brazo al costado del cuerpo y el seguro descorrido, sabiendo que si ella decidía disparar probablemente no tendría tiempo de sacar el arma que había puesto en el cinturón a la espalda.

—Mayorga.
—Usted me conoce —respondió con sinceridad—, he estado tratando de ayudar a su hermana a encontrarla.

Matilde se quedó inmóvil al ver la mirada de Mayorga. Había comprendido que no debían sobresaltarla, y en ese momento era el hombre quien podía hacer que su hermana reaccionara; estaba rebosante de felicidad al verla nuevamente, viva y consciente, pero pasado el segundo de alegría, las preguntas comenzaban a aparecer en su mente con espantosa rapidez, y también los miedos. Se veía distinta y a primera vista no estaba bien, quizás afectada por los malestares de los que habían hablado antes, pero sostenía en arma en la diestra con asombrosa firmeza.

—Mayorga.
—Soy yo, no quiero hacerle ningún daño Patricia.
—Te conozco.

Estaban a dos pasos de distancia. El policía vio la mirada de ella,  muy fija en él pero a la vez haciendo veloces movimientos al resto el cuerpo, y supo que estaba preparada para todo a pesar de su estado.

—Solo quiero ayudarla Patricia.
—Eres policía.
—Lo soy —repuso lentamente—, estamos aquí por usted, queremos ayudarla, por favor ponga el seguro en el arma.

Le estaba costando pensar. Pero Matilde estaba bien, y eso tenía que ser lo importante ¿Por qué estaba ahí? Continuaba mirando al policía, esperando algo, sin tener claro lo que estaba sucediendo, pero sabía que lo conocía, era Mayorga, el arrogante novato que había perdido el arma. El de los chocolates.

—Eres tú.

Mayorga asintió. Necesitaba que le pusiera el seguro al arma, y que todos dejaran de estar a campo traviesa en medio de la calle, porque si bien era bueno que la hubieran encontrado, su aparición por propio pie suponía una serie de preguntas adicionales, y hacía que el peligro confluyera en un solo punto.

—Por favor ponga el seguro, todo está bien.

Patricia estaba inmóvil ante el hombre y dándole la espalda a su hermana, que no se atrevía a moverse para no provocar algún contratiempo.

—Patricia, por favor ponga el seguro.

No estaba resultando. La mujer estaba en una situación compleja, al parecer estaba en shock, lo que por cierto no era extraño considerando los acontecimientos que había vivido, pero eso solo aumentaba el riesgo en esos momentos; no era un delincuente, era una víctima, lo que indicaba que el miedo podía hacerla mucho más peligrosa que a una persona en estado normal con un arma, y a eso agregaba el peligro de ser policía y por lo tanto tener conocimiento de los movimientos del cuerpo humano en situaciones de tensión. Si él hacía cualquier movimiento inesperado, la reacción era inesperada, y si no lo hacía, probablemente también.
La mujer armada levantó el brazo armado hacia el policía.

— ¡Patricia no!



Capítulo 30: Dos caminos


Los tres quedaron congelados durante un interminable instante; Matilde se había cubierto la boca con las manos después de soltar un grito de horror al ver que, en un rápido movimiento, su hermana había levantado el brazo y apuntado al policía. Nadie se movió.

—Los chocolates.

Con un rápido movimiento de los dedos giró el arma y se la entregó al policía, que reaccionó y la recibió con un gesto estudiadamente lento.

—Sí, los chocolates.

Patricia volteó con suma lentitud hacia Matilde.

— ¿Por qué no contestas el teléfono?
—Han pasado muchas cosas hermana.
—Supongo que si —dijo vagamente—, pero no me siento bien, no sé qué es lo que me pasa.

Matilde no supo qué decir, pero Mayorga intervino.

—Escuche, sé que vino aquí para conseguir medicamentos, déjeme ayudarla; después tenemos que salir de aquí para ir a un lugar seguro, entonces le explicaré todo.

La mujer se quedó mirando a su hermana un largo momento; estaba muy cansada. Pero tenía claros sus objetivos, o al menos estaba bastante segura de tenerlos claros.

—Está bien.


2


Antonio no tenía considerado quedar esposado al vehículo mientras el policía y Matilde iban a buscar a Patricia, o al menos se lo esperaba, pero no con la precaución de cazarle también un pie. Sin embargo y por primera vez en su vida, le sería útil la capacidad de dislocar los huesos de las manos, aptitud que de niño parecía una gracia frente a los otros; se había tardado y resultada difícil, pero al fin tenía la mano libre, así que se ocupó de buscar en el auto algo que pudiera ayudarle a escapar.

—Vamos, vamos, tiene que haber algo.

Estaba empezando a preocuparse por el paso de los minutos, pero al parecer algo estaba demorando a la parejita y eso de momento le venía estupendamente; estirando el cuerpo todo lo que pudo y tratando de ignorar el dolor de la pierna herida, consiguió hacerse de un clip, con el que empezó a intervenir la esposa que ataba su tobillo. El auto no tenía las llaves en el encendido y en eso el policía había sido precavido, pero una vez libre daba igual como desplazarse, lo esencial era escapar del peligro y estar junto a Matilde mientras buscaba a Patricia era el segundo peor lugar en el mundo después de estar en manos de la policía. Sabía que las oportunidades eran pocas, pero si por azar del destino se abría una puerta cuando pensaba que todo estaba perdido, al menos lo iba a intentar. Logró hacer que la esposa cediera y se dispuso a sentarse en el asiento trasero para recuperar el aliento, pero al levantar la vista vio algo que le congeló la sangre.

—No puede ser...

Era un automóvil blanco con los vidrios ahumados, incluso el delantero. Era de la clínica, de eso no había duda; se agazapó en el asiento para poder mirar sin ser visto ¿Solo  una cuadra de distancia? Era lo mismo que nada, pero tenía un mínimo de espacio para poder reaccionar. Las llaves no estaban en el encendido y con la pierna herida su única alternativa era el auto, de modo que se dedicó a los cables para poder hacerlo arrancar.
¿Cómo habían descubierto donde estaban? Por un momento creyó que podía escapar de las garras de la clínica gracias a que el policía estaba infringiendo la ley y eso no se lo esperarían, pero por lo visto alguien dentro estaba siguiendo sus pasos. Eso era, alguien dentro de la policía, alguien muy cercano a Mayorga era de la clínica, y por eso el grandote se escapó, para evitar que lo mataran. O porque estaba interesado en Matilde, o ambas.

—Vamos, vamos...

Lo que estaba haciendo ese policía era ilegal, por eso estaba de civil y tan nervioso, de hecho había traspasado la línea entre la primera y la segunda visita que le hizo. Tal vez su superior, o su pareja de trabajo o como se le llamara; seguramente le dijo algo a la persona incorrecta y trataron de convencerlo ¿Dinero quizás? Tal vez esa persona le ofreció mucho dinero, pero el muchachito bonito escogió ser honesto, y tuvo que escapar antes que lo mataran. Por eso salieron a hurtadillas de la urgencia, y en ningún momento se comunicó por radio ni habló con nadie.

—Por favor...

Consiguió que el auto arrancara, pero antes de hacer algo más volvió a asomarse. El auto estaba detenido por la misma calle a tan solo unos cuantos metros, y de él descendió un hombre alto, vestido de pies a cabeza de blanco, con las manos dentro de los bolsillos del cortaviento que llevaba puesto. Era un asesino de la clínica ¿Entonces lo que hablaron acerca de Patricia era mucho más grave de lo que se imaginaba? Por un momento pensó en hablarles y delatar a la parejita, pero de inmediato recordó las palabras de aquella voz diciéndole que no tendría oportunidades. No, no podía confiar en nadie. Sin esperar más, y mientras el hombre caminaba hacia el auto, sujetó el volante con fuerza y presionó el acelerador a fondo.
El cuerpo del hombre chocó contra el auto, pero Antonio no aminoró la marcha.
Vio a alguien más saliendo del auto, creyó ver un arma, pero nada lo detuvo. Esquivó el auto blanco a toda velocidad y siguió conduciendo en línea recta.


3


Los tres estaban muy cerca de la esquina tras la cual estaba estacionado el auto cuando sintieron un chirrido infernal de neumáticos. Mayorga supuso que lo peor había pasado, e inmediatamente corrió hacia la esquina mientras sacaba el arma de servicio. Ya no le importaba Antonio; lo que hubiera pasado con él estaba fuera de su poder, y aunque fuera un acto criminal pensarlo, lo que fuera que hubiera pasado con él se lo merecía, o como mínimo era la consecuencia de sus actos. Pero quizás nunca antes había estado tan seguro de algo en su vida, y más aún en su trabajo, en esos momentos no era un policía, era un hombre que estaba dispuesto incluso a transgredir la ley, a cambio de hacer lo que creía correcto. Volvió a pensar en su madre, y rogó al cielo que pasara lo que pasara, ella siempre estuviera bien. Lentamente se acercó al muro exterior de la casa de la esquina, y se asomó con cuidado.
El disparo dio de lleno en el pecho y lo arrojó de espaldas como si un ariete lo hubiera golpeado.

— ¡No!

Matilde gritó de horror al ver caer al policía al mismo tiempo que escuchaba el disparo. Inconscientemente había volteado hacia el origen del sonido, y pudo ver con horrenda claridad al hombre aparecer empuñando un arma.

— ¡No, no!

Volvió a gritar de desesperación al ver que el hombre apuntaba hacia ellas ¿Cómo las habían encontrado? Todo estaba perdido entonces, había encontrado a su hermana solo para morir, lo mismo que habría pasado si no hubiera luchado tanto.
Se escuchó un nuevo disparo.

— ¡No!

Pero Patricia había reaccionado con impensada rapidez, y se interpuso entre el atacante y su hermana. Matilde no alcanzó a hacer nada en esa milésima de segundo, y ambas cayeron al suelo, la menor de las hermanas abrazando a la mayor.

— ¡Patricia!

Cayó semisentada, con Patricia desfallecida en sus brazos. Tenía los ojos en blanco, y en medio del terror sintió como sus manos se manchaban de sangre; había recibido el disparo por ella.

—Patricia ¿por qué? No te mueras hermanita, no te mueras...

Se aferró a ella gritando y llorando sin poderse controlar, olvidando incluso la amenaza del hombre que a pocos metros mantenía la pistola en alto. Su hermana enfocó la vista en la de ella.

—Hermanita...
—Patricia por favor no...

Durante un instante solo la miró con unos ojos tan fijos que podrían perderse en el vacío. Estaba desangrándose en sus brazos sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo, pero estaba ahí, mirándola con ternura, la misma ternura con que la miraba cuando eran niñas.

—Hermanita...
—Patricia no... no...

Sus lágrimas cayeron sobre las mejillas desprovistas de color de su hermana. No importaba cuánto hubiera cambiado por fuera, por dentro seguía siendo la misma de siempre, nunca dejaría de ser su hermana mayor.

—Perdón —dijo con un hilo de voz—, tenía que hacerlo...

Matilde apretó el cuerpo inmóvil en sus brazos.

—Perdóname Patricia —dijo entre sollozos—, perdóname por haberte hecho esto...
—Está bien —repuso lentamente, en un susurro—, solo... solo...

Su voz se apagó, y se quedó inmóvil en brazos de su hermana, mientras la sangre de la herida de la espalda brotaba con menos intensidad. Dos mujeres tendidas en el suelo, sangre y silencio después de los disparos.

El hombre que había hecho el disparo estaba a pocos metros de distancia y mantuvo el blanco en la mira.

—Terminemos con todo esto.

Pero otro de los hombres lo detuvo. Por el momento los disparos habrían asustado a las personas del lugar lo suficiente para no hacerlos salir, pero eso no sería por mucho tiempo.

—Espera. Los del otro grupo están detrás del automóvil, tenemos que irnos.
—No he terminado.

El segundo asintió, contradiciendo las palabras de su colaborador.

—La que tenía que desaparecer es ella, esa es la orden. El policía estaba en el camino, pero la mujer no es nuestro objetivo.
—Es ella la que dio problemas.

Se miraron fijo un instante.

—A Dartre solo le importan las pruebas. Y todo morirá con ella, la otra mujer no importa. Déjala vivir.

El hombre bajó el arma, la guardó y se pasó las manos por el cabello, nervioso.

—Está bien. Vámonos de aquí entonces.

Los hombres se subieron rápidamente al auto, y éste emprendió la marcha.

Ya no se movía. Matilde se abrazó con desesperación a su hermana, luchando con la fuerza de su alma por mantenerla consigo, rogando al universo que no se la llevaran, que le permitieran mantenerla a su lado más allá de lo físicamente posible. No se movía.
La sangre escurriendo entre sus dedos, escapando del cuerpo inmóvil de su hermana, y el sonido del motor comenzando a alejarse. Todo el mundo había desaparecido de sus ojos y de sus oídos, y se concentraba en su hermana, en su amada hermana que no reaccionaba. Sin poder contener las lágrimas que brotaban de sus ojos, con el corazón violentamente azotado por el dolor y la desesperanza, Matilde rogaba, desde lo más profundo de su ser, que las cosas no terminaran así; no podían terminar así, no para su hermana, para la mujer fuerte y noble que tantas veces le había demostrado que ser correcto era lo correcto en la vida. Las cosas no podían ser tan injustas, no podía ser que se cometiera un crimen en plena calle, y que los asesinos escaparan impunemente, llevándose consigo la vida de una persona hermosa, destruyendo todo lo que había construido, destruyendo sus sueños, y a los seres que amaba junto con ella.

—Patricia... ¡Patricia!



Próximo capítulo: Un evento poco familiar