La última herida capítulo 26: Fuera del mapa




Cristian Mayorga se había criado en una familia no muy numerosa, pero si profundamente unida, aunque en ciertos puntos se le había dado un exceso de libertad como él mismo opinaba ya de adulto. Por ese motivo es que al entrar en la policía se había sentido más poderoso de lo que debía y correspondía; en ese sentido Patricia había sido un factor decisivo por bajarlo de la nube en la que estaba, aunque desde luego no era lo único. Sus superiores y compañeros más antiguos en las unidades en que había estado le significaron un gran aprendizaje, y por supuesto el trabajo en terreno y la interacción con la gente día a día: como alguien le había dicho en una ocasión, ver una actitud positiva de una persona compensa mil malos ratos. Y era verdad. No se trataba de ser un héroe ni nada por el estilo, y de verdad que muchas veces las jornadas eran extensas y agotadoras, y que entregar malas noticias a familiares era realmente triste, pero a fin de cuentas las buenas noticias hacían que todo valiera la pena; y ahora estaba arriba de un auto junto con una víctima de intento de homicidio, hermana de una víctima de secuestro y de una especie de organización criminal que tenía contactos infiltrados en la policía, con alcances que no llegaba a imaginar del todo. Lo de Céspedes había sido doloroso porque significaba que una de las personas en las que confiaba dentro de la institución era parte de una agrupación que no solo empleaba métodos de intervención quirúrgica ilegales, sino que tenía una red de individuos dedicados a eliminar cualquier posible amenaza en pos de hacer prevalecer el anonimato e impunidad. Era un oficial antiguo, un hombre respetado y querido por muchos en la institución, y era un traidor, estaba del lado equivocado ¿por qué, por qué?
No podía seguir lamentándose por eso, pero si podía pensar en lo que significaba cada una de las palabras de Antonio, que en comparación era el más sincero de esos dos involucrados. Tenía razón en decir que Matilde había tenido mucha suerte, ya que al haber gente de la policía en medio, las posibilidades se reducían. Para ambos. A pesar de estar en servicio, Cristian no pudo evitar pensar en sus palabras y lo que representaban para su entorno "no te queda mucho tiempo Matilde, y a usted tampoco si sigue en medio"
Su madre.
La imagen de su madre ganó mucho espacio en su mente; su madre, esa mujer de aspecto bastante frágil en realidad pero que tenía dentro un gran carácter, y amor ilimitado para sus tres hijos. Él amaba a sus padres y hermanos por igual, pero sabía que de todos, a quien más iba a herir con su muerte llegado el día, sería a su madre, ella tenía tanto sentido de la protección y el cariño, que aunque sus hijos ya eran adultos, seguía atentamente todos sus momentos, desde la preocupación por una enfermedad hasta acompañarlos en cualquier trance. Sería tremendo para ella, pero él no era del tipo de persona que abandona por miedo, lo sabía cuando entró en la institución y pensaba mantener esa promesa. Más allá de eso, en un tema más práctico, pensar que podía hacer una investigación por sí solo cuando había personas como Céspedes trabajando para el bando contrario era francamente absurdo, y a la vez tan peligroso e insensato como pedir ayuda nuevamente sin tener la más remota idea de quién era quién en la organización a la que dedicaba su vida.

–Matilde, tenemos que hablar.

Detuvo el vehículo en una calle interior. Matilde también había estado muy callada en el viaje ¿sospecharía algo?

– ¿Qué ocurre?

¿Qué podía hacer? Dejarla al cuidado de quien fuera la ponía justo en la línea de fuego de la misma manera que mantenerse con ella, pero llegados a ese momento no tenía más opciones.

–Hay algo que tengo que decirle.

Matilde había estado pensando en todo lo ocurrido últimamente. Si bien era cierto que la conversación con Eliana la había herido, también era un punto de quiebre, su decisión de no involucrar a sus seres queridos en algo tan peligroso nuevamente. En la unidad policial le facilitaron un teléfono y pudo comprobar que las líneas seguían cortadas, de modo que podía sentirse relativamente segura respecto de sus padres, que muy probablemente estarían resignados a esperar mientras recuperaban la comunicación. Pero el policía estaba distinto al viaje anterior.

–Lo escucho.
–Matilde, esto es muy difícil para mí.

No. No él también. Matilde contuvo la respiración, mirando al policía en una nueva dimensión que no se esperaba ¿Traicionada por sus percepciones? ¿Iba a decirle que tenía que matarla con alguna descarada excusa como las de Antonio? Tenía la espalda rígida, no podía moverse, y aunque pudiera, seguramente él la liquidaría antes siquiera de salir del auto.

–El comandante Céspedes, el hombre que le presenté diciendo que era de mi total confianza, está relacionado con la clínica.

Estaba congelada. ¿Ese iba a ser su destino, ser atacada en situaciones en las que no podía defenderse? La única vez que había reaccionado ante algo no consiguió nada, quizás todo ya estaba terminado desde antes y solo se negaba a creerlo.

–Él me manipuló para hacerme creer que hay una pista o un lugar que investigar, pero es una orden que le dieron. Me envió junto con usted a una trampa.

El hombre dejó de mirarla por el retrovisor y volteó hacia ella con ojos brillantes y una expresión de desazón total en el rostro. No era un hombre amenazante, todo lo contrario.

–Cometí un error imperdonable Matilde, le di a ese hombre toda la información del caso creyendo que iba a ayudarme, y lo que conseguí fue ponerlo al corriente de todos nuestros pasos. Ahora Matilde, igual que usted, no tengo en quien confiar.
– ¿Cómo es que sabe que él está involucrado?
–Lo descubrí en su oficina, vi una nota escrita diciéndole que me enviara a los Galpones Ictur, un lugar abandonado donde seguramente espera una trampa; él no me vio descubrir la nota, de modo que unos momentos después guió la conversación hacia ese punto. Lo siento Matilde, dije que iba a ayudarla y solo he empeorado las cosas.

Durante esos breves momentos la joven volvió a pasar de un extremo a otro de estado de ánimo; del temor fue directo a la incertidumbre, y en seguida a la confusión ¿Le estaba diciendo eso como confesión antes de hacer algo irreparable?

– ¿Qué va a hacer?
–Honestamente no sé muy bien qué hacer. He estado pensando en esto y el único punto bueno que veo es que supe lo que iba a pasar con algo de anticipación, pero sinceramente, Céspedes no es el único involucrado en lo de la clínica y no hay forma de descubrir cuánta gente más lo está. El solo hecho de saberlo a él, precisamente a él involucrado, hace que todo sea peor. Quiero ayudarla Matilde, terminar con esto y ponerla a usted y a su hermana a salvo, pero si tengo que decirle la verdad, no sé si pueda hacerlo.

No iba a matarla. Matilde sintió una oleada de alivio casi tan grande como el sentimiento de admiración hacia el policía: estaba ahí, con el poder de su lado, confesando un error y asegurando que quería ayudarla, en ese momento era la mujer más afortunada del mundo, y también la más desdichada.

–Lo lamento mucho.
–Gracias. Matilde, creo que hay una posibilidad de descubrir algo a través de la trampa que me puso el comandante, pero no quiero dejarla sola, ahora el peligro es muy grande; por desgracia tengo que ser honesto y decirle que no sé si pueda encontrar a su hermana, y ni siquiera asegurar su vida.

Pero ella sonrió.

–Me dijo la verdad y me dio esperanza, eso es más de lo que podía esperar después de todo lo que he vivido. Pero –siguió seriamente– también tengo que decirle algo; usted está involucrado en el caso por mí, seguir a mi lado es más peligroso.
–Ni lo mencione –la interrumpió él– eso no está en discusión. Voy a ayudarla hasta donde pueda, pero por desgracia tengo las manos desnudas, después de lo que pasó no puedo llamar a ningún informante ni contactar a mis colegas sin pensar que va a ser otro error.
–Estoy de acuerdo en eso, tampoco siento deseos de hablar con nadie, da la sensación de estar hablando con desconocidos o involucrando a más personas que son inocentes. Pero usted dijo que creía poder hacer algo.

Mayorga inspiró profundamente. No estaba especializado en trabajo se inteligencia y seguimiento, pero era lo único que se le ocurría.

–Antes le dije que pensaba que la desaparición de su hermana y la afección que tiene eran dos casos separados pero que estaban cruzados. Aún pienso lo mismo, y creo que lo que puedo hacer es tratar de descubrir los nexos de quienes intentan matarme para llegar a Patricia, porque su caso está más adelantado que el nuestro.
– ¿Por qué lo cree?
–Porque al pensar en todo lo que me dijo Céspedes, le quitó importancia a todo menos a esto; pienso que ya saben dónde está su hermana.
–O que ya está muerta.

Sus palabras sonaron mucho más duras de lo que ella misma se esperaba. Desde el momento de su desaparición había estado aferrada a la esperanza, creyendo que podría encontrarla, ahora tenía que enfrentarse a la posibilidad real de haberla perdido para siempre. Pero el policía no.

–No creo que esté muerta.
– ¿Por qué no?
– ¿Recuerda lo que dijo Antonio? Patricia es lo único que amenaza a la gente de la clínica porque en su cuerpo está la prueba de lo que hacen. Si estuviera muerta no habría necesidad de matarla a usted, porque sería solo una persona sola sin pruebas, después de eso desestimar su versión es un juego de niños.

Tenía razón.

–No lo sé, creo que tiene razón. Pero si es así –continuó con más fuerza– eso no cambia nada. Si efectivamente mi hermana está condenada a muerte por lo que le hicieron, quiero que muera junto a la gente que ama, no encerrada en una habitación fría y oscura y rodeada de personas malvadas, al menos eso será un consuelo si no puedo hacer nada más.
–Tiene un corazón de oro Matilde. Escuche, como le decía, lo que se me ocurre es seguir a las personas que estén en el lugar del que le hablé, porque pienso que ya tienen pista de su hermana. Después de eso, creo que todo sería improvisar, pero no podemos ir en éste auto, es un blanco de disparo a distancia.

Matilde rebuscó en la mochila que milagrosamente seguía entera en su poder, y le enseñó las llaves de la doctora.

–Tenemos un auto. Pero estoy preocupada por la doctora Miranda, ella resultó herida por ayudarme y temo que alguien quiera hacerle daño.

Mayorga ya había pensado en eso acerca tanto de ella como de Antonio, y le parecía de lo más probable. Pero no podía hacerse cargo de tantas cosas a la vez.

–No creo que esté en peligro de momento, los golpes que sufrió se complicaron y está sedada y en observación, no es una amenaza para ellos, además recuerde que ella la ayudó a usted, no a su hermana.
–Espero que sea así.


2


– ¿Qué dijeron?
–Ya están cerca.

Patricia supo que no tenía más tiempo. De todos modos no tenía forma de armar un plan, lo único que tenía a su favor era el elemento sorpresa y las ganas de sobrevivir. Abrió los ojos lo mínimo que pudo, procurando no moverse, y miró hasta donde alcanzaba: nadie suficientemente cerca. Las voces venían de la izquierda, con un poco más de eco, seguramente la salida estaba en esa dirección; tenía que hacerse de un arma y salir de ahí lo más pronto posible, todo lo demás era irrelevante, incluso su cargo y sus conocimientos de la educación en el cuerpo de policía, en esos instantes debía preservar su vida y descubrir lo que ocurría. Conteniendo la respiración apretó y soltó los músculos, sentía las extremidades, de modo que creía poder moverse con relativa normalidad; se arriesgó a girar un poco la cabeza y por primera vez vio a las personas, dos hombres adultos, uno de aspecto fuerte, el otro rechoncho y más bajo, dándole la espalda en ese momento. Se tocó los muslos con las yemas de los dedos, tenía una sabanilla como las de hospital, aunque no sentía los parches o vendas que debería en las zonas quemadas, seguramente se las habían quitado también. Miró hacia la derecha y vio la pared, buen punto de arranque, pero todavía tenía que saber si había alguien más. No, no había tiempo. Levantar la cabeza fue sencillo, articular los brazos también; de ahí en más solo fue entrenamiento, se dirigió agazapada hacia los dos hombres, con la vista fija en una herramienta en el suelo. Un momento después se alzaba cuan alta era con la llave en las manos, cuando el hombre más gordo volteó hacia ella.

–Epa qu...

El golpe fue asestado justo en la cabeza, y con un sonido sordo hizo que quedara estático una milésima de segundo, antes de derribarlo aturdido. El otro hombre volteó sobresaltado, con los ojos muy abiertos hacia ella, con algo similar al temor dibujado en el rostro.

–No puede...

Patricia no le dio oportunidad y levantó nuevamente la llave hacia él; sin embargo el hombre reaccionó y se cubrió con los brazos. Su grito de auxilio resonó en el lugar.

– ¡Ayúdenme!

Patricia no se lo pensó dos veces y volvió a golpear, una, dos, tres veces más, hasta que lo hizo caer al suelo. Miró a los lados y vio a dos hombres correr hacia ella, uno de ellos tenía un arma en las manos.

–A–ayuda...

El hombre en el suelo se retorció, pero no reaccionaba lo suficiente como para poder hacer algo; llena de adrenalina y fuerza, la mujer corrió hacia la puerta y la encontró abierta, pero era un pesado artefacto de metal que iba a demorarla.

– ¡Quédate quieta!

El hombre levantó el arma mientras corría hacia ella junto al otro. No sabía dónde estaba, no era tan sencillo como salir y esperar que no le dieran alcance o que le asestaran un tiro. Miró de nuevo hacia el interior, y vio dos vehículos, eso sería mucho más útil, aunque probablemente saliera herida. Dejó la puerta y corrió hacia los vehículos, pero el hombre armado estaba peligrosamente cerca y volvió a gritarle amenazadoramente.

– ¡Que te quedes quieta!

Lo hizo. Miró fijamente a los dos, estaba claro que eran delincuentes, pero no eran asesinos, o al menos no de los que matan a la primera, o el hombre ya lo habría hecho. El desarmado se acercó corriendo al gordo; entonces ese era el jefe, y probablemente el importante de los cuatro.

–No me dispares.
–Maldita, no vuelvas a moverte.

Había sido un error dejar la llave con la que había desarmado a los otros.

–No está respirando ¿Qué hacemos?

Vio la indecisión en los ojos del hombre que tenía en frente, y no lo dudó más. Con toda su fuerza se lanzó sobre él, sabiendo que no tenía oportunidad ante alguien mucho más alto y fuerte que ella. A pesar de la cercanía, logró caer sobre él, con las manos llevadas a la diestra y evitar que le disparara. Durante eternos instantes forcejearon, pero ella sabía que solo disponía de un microsegundo más antes que el otro pudiera llegar ahí y golpearla.

– ¡Suéltame!

Se retorció en sí misma, logró tomar entre los dedos el cañón del arma y tiró con todas sus fuerzas. El hombre rugió de dolor por el tirón en la mano, y le dio la oportunidad de arrebatársela.


– ¡Cuidado!

Esa fue otra voz. Patricia no lo pensó dos veces, levantó el arma hacia el techo y disparó un tiro. De inmediato se puso de pie y retrocedió lo suficiente, pero la voz que había dado la alerta era de un tercer hombre que estaba armado. Ambos dispararon.

– ¡No!

Patricia se movió con rapidez y precisión, y disparó nuevamente contra el hombre armado, acertando también al segundo tiro; el hombre se derrumbó de espalda. Sin esperar más, disparó hacia el que había quitado el arma en una pierna, y otro disparo al tercero que ya comenzaba a correr. Con el sonido de los disparos  en sus oídos y los aullidos de dolor de dos de los delincuentes, la mujer se dio un momento para respirar y controlarse, sabía que no debía disparar de nuevo, no de manera gratuita y contra personas desarmadas y ya inmovilizadas. Por el momento tenía la situación bajo control, pero no iba a quedarse ahí, era demasiado peligroso y seguramente los disparos se escucharon a mucha distancia. Rápidamente se hizo de la segunda pistola, y fue hasta el hombre gordo al que había derribado en primer lugar y registró sus bolsillos: un teléfono celular, una billetera con dinero y tarjetas. El otro tenía un celular, una billetera y otro teléfono, los que se dejó consigo; necesitaba ropa, así que pensando en eso le quitó la chaqueta de casimir al hombre, pero los pantalones no le servirían y perdería demasiado tiempo, tendría que arreglárselas con eso.

–Ou...

Se quejó en voz baja, apretando los dientes. Tenía una herida en el brazo izquierdo, pero no era más que un raspón, seguramente por el disparo que falló por muy poco, sangraba y dolía, pero en realidad no era nada. ¿Cómo debía escapar, de a pie o en el auto o el furgón? Tal vez el auto, pero el tiempo apremiaba, no esperó más, se puso de pie y fue hasta el vehículo, sin poder creer la suerte que estaba teniendo al encontrarlo con la llaves en el encendido. Era un auto modificado o armado con partes de diferentes modelos, pero al mirar en el panel vio que tenía gasolina. Hizo un ovillo con la chaqueta con las cosas dentro y las puso en el asiento del copiloto, pero al pasar frente al espejo retrovisor, un rostro apareció frente a ella.

– ¡Aaaahh!

Cayó sentada en el asiento sin poder moverse por la sorpresa. Toda la adrenalina se esfumó de golpe, y fue sustituida por un poderoso escalofrío que la recorrió por completo. No era posible.

–Tranquila, tranquila.

Su propia voz resultó demasiado débil y aguda; lentamente se acercó al espejo y volvió a mirar, sin querer ver.

–Dios mío...

No era su cara. Era otro rostro, otras facciones, no las suyas, las que estaban ahí mirándola con temor y nerviosismo. Torpemente se tocó la cara mientras se miraba, como si con palpar su propia piel pudiera comprobar de manera irrefutable que lo que había en el pequeño espejo no era una fantasía.
¿Qué le habían hecho? ¿Por qué su cara había desaparecido junto con las quemaduras, por qué era otra persona distinta a la que siempre había sido?

–Respira, solo respira...

Se obligó a mantener la calma, retiró la vista del espejo y al ver a los hombres el sonido volvió a sus oídos; tenía que salir de ese sitio cuánto antes. Tomó las llaves con dedos temblorosos y encendió el auto, que hizo un suave ronroneo; contuvo las ganas de vomitar, de llorar y de gritar con todas sus fuerzas, estaba obligada a ser fuerte, al menos mientras no estuviera fuera de ahí. Condujo lentamente, como una principiante, esquivó a los hombres caídos y salió del lugar a una calle que no le era conocida. Era de día.

–Mantén la calma –se ordenó– sal de aquí, busca a Matilde, busca ayuda.

Se aferró al volante y presionó el acelerador, procurando no mirar el rostro aterrorizado que se dibujaba en el reflejo, haciendo un esfuerzo por no pensar para no entrar en pánico. Sin embargo mientras conducía a mayor velocidad las lágrimas asomaban a sus ojos sin que lo pudiera evitar.

– ¡Deja de llorar!

Su corazón azotaba violentamente su pecho. Estaba viva, había escapado de una situación de extremo peligro con solo unos rasguños, todo lo demás era por completo irrelevante de momento, tenía que seguir siendo fuerte, los llantos estaban completamente de más. Volvió a gritarse con toda su fuerza, se dio la orden como si dependiera de ello su vida, y con la vista fija en la calle recta y sin cruces cerca, mantuvo el curso hacia adelante, conduciendo sin saber aún donde estaba y sin saber qué destino tomar.




Próximo capítulo: La segunda mujer

La última herida Capítulo 25: Una nota sobre el escritorio




Llegando a la unidad policial donde se desempeñaba Céspedes, Cristian dejó a Matilde en la recepción y le dijo a Lorena, la encargada ese día de la recepción, que se mantuviera atenta a ella, mientras él iba a la oficina del comandante.

–Permiso.
–Pasa.

Entró a la oficina que como de costumbre olía a madera nueva. En las paredes los trenes representados en distintas repisas en réplicas de alta calidad, que brillaban en su pequeña perfección; el comandante siempre estaba agregando alguno nuevo a su colección, y a los que se les ocurría, como a él el año anterior, hacerle un regalo, les resultaba cada vez más difícil encontrar un modelo que no tuviera.
Durante su carrera, Céspedes había estado a cargo de varias unidades, pero finalmente se había quedado en la de búsqueda de personas extraviadas, motivo por el cual no le era difícil entender lo que Mayorga le había dicho sobre el caso de las hermanas; en determinado momento habían trabajado juntos, y aunque de eso hacía un tiempo ya, el viejo policía era una fuente inagotable de conocimiento y apoyo, el que compartía con gusto, por lo cual no había sido difícil forjar una buena relación con él, que prácticamente era una amistad.

– ¿Cómo te fue en la oficina?
–Mal, la saquearon. Señor, todo esto parece solo confirmar mis suposiciones anteriores, hay alguien que está tratando por todos los medios de hacer desaparecer cualquier prueba de lo que ha sucedido; lo único bueno que puedo rescatar de todo es que hay una pista concreta del furgón en donde se llevaron a la paciente.

Cristian se sentó ante el escritorio donde, del otro lado, estaba el comandante atendiendo a todo lo que escuchaba.

–Al menos hay algo bueno que rescatar. Según mi experiencia, cuando una persona es sustraída o retenida, es de vital importancia saber cuáles son las motivaciones de  quien lo hizo, para poder determinar con más precisión los movimientos que puede realizar después.
–En este caso no lo sabemos con total claridad, pero siguiendo la idea que le decía antes, es decir dos móviles cruzados, es posible que el doctor descubriera algo en la paciente que podría serle de utilidad, y viendo un buen negocio, decidió poner manos a la obra.
–En ese caso es improbable que el vehículo sea el mismo durante mucho tiempo, puede ser que no les sea de utilidad, sobre todo si es que ella está en un estado delicado. Tal vez otro vehículo grande como ese, incluso un camión pequeño donde transportarla, aunque yo no dejaría fuera a las ambulancias de servicios médicos particulares.

El más joven frunció el ceño, pensativo.

–Son demasiadas posibilidades, pero confío en la pista que tenemos y a partir de ahí y de los datos que encontremos del doctor y del otro hombre podamos construir algo más concreto.
– ¿Ya tienen sus datos?
– ¿Del otro hombre? Sí, es básicamente un delincuente de poca monta, ha estado en prisión algunas veces e involucrado en otras tantas por delitos de todo tipo, desde robo y agresión hasta falsificación de documentos públicos, aunque su área favorita parece ser la mecánica. La chatarrería es propiedad de un anciano que no se hace cargo de ella y desde luego no hay documentos en regla, pero el aporte desde ese lado no es mucho más.

Céspedes se puso de pie y caminó a paso lento hacia el pequeño bar que estaba en la esquina opuesta al escritorio. No era un mini bar en el estricto sentido de la palabra ya que no tenía licores en su interior, a cambio de ellos había todo tipo de infusiones que el comandante bebía constantemente para combatir su deseo de fumar, como él mismo se lo explicara en alguna ocasión. Cristian se sentía bastante preocupado por la rapidez que estaban demostrando quienes estuvieran detrás de aquel misterioso tratamiento y asesinato, porque a pesar de saber que en palabras sencillas no podía dar por hecho algo solo porque las circunstancias se lo indicaban, no había forma de pensar de otra forma.

– ¿Quieres un trago?
–Gracias.
– ¿Algo en particular?

Para él no había mayor diferencia entre unas y otras que había probado, pero para no ser descortés se decantó por la primera que recordó.

–Menta estaría bien.
–Tal vez hay que investigar un poco más por ese lado, quizás el anciano que mencionaste no sea tan inocente como parece.

Cristian se puso de pie. Tenía que encontrar algo, una pista o prueba que lo ayudara a orientarse, y definitivamente decidir qué hacer con Matilde; momentáneamente creía que era lo correcto estar junto a ella, pero no podía seguir así de manera indefinida, no era una película de acción y ya era bastante irregular no haber derivado su cuidado a alguien más. Entonces su vista fue a dar al escritorio, a un trozo de papel bajo uno de los trenes de colección a escala. Nunca había trenes en el escritorio a excepción del grande en la esquina y que era regalo de su esposa, los demás estaban todos en diferentes repisas en las paredes, en dos muebles de esquina en las que quedaban desocupadas. Era una locomotora que le había regalado él, la reconoció porque le había costado muchísimo encontrar alguna que no estuviera ya en la colección del comandante. Regalo de amigo secreto para las festividades de fin de año, el regalo oficial era una enciclopedia de la historia de los trenes.

– ¿Hielo?
–Si, por favor.

De pronto la habitación pareció sumergirse en un silencio absoluto, donde lo único que Cristian podía oír era el sonido de su respiración, y a su espalda el sonido de los cubos de hielo. Uno, dos. Céspedes tomaba su infusión siempre con tres cubos.
La nota estaba evidentemente debajo del tren para ocultarla, pero desde el ángulo de él, del otro lado del escritorio, podía ver con relativa claridad las letras, que aunque estaban orientadas hacia quien se sentara al otro extremo, eran breves y claras.
Uno.

–Sobre eso –lo de la chatarrería– me parece bastante lógico que el doctor haya contactado a alguien que sepa de vehículos si quería transportar a una persona en ese estado, de pronto hay otro lugar en donde tengan furgones adaptados.

Dos.

–Es posible.

"Llévalos a los galpones Ictur"

Su mundo estaba derrumbándose mientras el comandante le servía una infusión. Las palabras de amenaza de Antonio, los temores de Matilde, la muerte de la modelo, la desaparición de la clínica, la existencia misma de la clínica, todo estaba relacionado con los tentáculos de una organización cuyo alcance no sólo no llegaba a dimensionar, sino que había subestimado por completo.
Tres.
El tercer cubo de hielo. Tenía que cambiar la expresión en su rostro, todo lo que era, su vida probablemente dependía de eso, de mantenerse sereno y no demostrar lo que estaba sucediendo. ¿Cuánto podía tardar en devolver la pinza al balde de metal y cerrar la puerta del mini bar? Domina tus sentimientos, vuelve a tu centro, no dejes que tu cuerpo exprese lo que te está pasando.

–Yo prefiero Arándano.

Volteó hacia el comandante y recibió el vaso con mano firme, mirándolo a los ojos.

–Gracias.
–Por nada.
–Es posible que tengan algún otro depósito o escondite.
–Los sectores donde se están construyendo autopistas al norte de la ciudad.

Que no lo diga.

–Es una opción.
–El hospital abandonado de la calle San Pedro. Los galpones Ictur, están dejados hace años y el dueño no hace nada por ellos.

¿Por qué no le había dado un tiro ahí, en medio de la oficina? ¿O enviado que le dispararan antes de llegar?

–No lo había pensado –dijo mientras bebía– esos galpones son enormes, podría ocultarse cualquier cosa ahí.
–Puede ser, además tiene buena conectividad.

Bebió otro trago, lento para poder mirar sin hablar. Qué capacidad de mentir, cuánta falsedad detrás de todo lo que conocía. Pero él mismo estaba aprendiendo, estaba dando examen al mirarlo sin demostrar que ya sabía todo de sus planes. Estaba usando toda su fuerza, los conocimientos de control de impulso, todo lo que tenía a la mano para mantenerse fuerte y no reaccionar como quería.

–Tal vez pueda darme una vuelta por ahí, para no despertar sospechas.

Céspedes asintió en silencio. El más joven se terminó la infusión de un trago, sintiendo que le quemaba la garganta, y dio un par de pasos hasta el bar para dejar el vaso encima.

–Gracias por todo, me ha ayudado mucho con sus consejos, señor.
–Nada que agradecer –dijo el otro sonriendo– lamento no poder hacer más.
–Ayudarme a tener la mente clara es mucho.
–Llámame si necesitas cualquier otra cosa; mientras tanto voy a tener a mi gente al pendiente de lo que sea necesario.
–Gracias. Permiso.

Salió de la oficina casi completamente seguro de haber representado su papel tan bien como Céspedes, pero no fue capaz de ir donde Matilde de inmediato. Se metió al baño y cerró con pestillo, tras lo cual se quedó de pie, inmóvil, tapando su boca con las manos para no gritar. Había estado en casa de sus padres como invitado, cenando y charlando de la vida, el muy maldito lo conocía, y había acudido a su llamado con tanta intención de ayudarlo, atendiendo a todas sus palabras. Y él le había dicho todo, absolutamente todo acerca del caso. Ni siquiera era necesario que le dijera lo de los galpones Ictur, podría haberlo dejado pasar a través de un soplo de alguien, pero al final las cosas iban a tomar el mismo rumbo, al final él, en su intención de ayudar y descubrir la verdad, habría ido a ese sitio. De una u otra manera lo habría hecho, por eso le había dicho que tenía que separar los hechos de las suposiciones, por eso su interés en delegar los temas al forense, a los oficiales, a quien sea, para despejar el camino. En algún momento, incluso, alguien, alguno de sus informantes podría haberlo llamado "Oiga Mayorga, hay gente cerca de los galpones Ictur." y él se habría hecho cargo personalmente porque era el jefe de la unidad, porque tenía un alto sentido del deber, y porque ya le habían aconsejado no hacer demasiado ruido sin tener pruebas.

–Maldita sea...

Se mojó la cara y se miró al espejo; estaba alterado, pero de momento en control. ¿Qué iba a hacer? Decirle a Matilde estaba descartado por completo, eso sería un error y sobre la gente ¿Acaso tenía alguna idea? Él mismo, como un completo idiota, había ido de cabeza a meterse allí a pedir consejo al policía que consideraba más recto y sabio de todos los que conocía. Se secó la cara con una toalla de papel y salió con la misma expresión serena que tenía antes.

–Matilde.

Ella se puso de pie al verlo. El policía, haciendo una jugada ciega, se acercó al mesón de recepción.

–Lorena, más tarde voy a volver por acá para hablar con el comandante, pero no sé si tiene mi número ¿se lo podrías dejar por si se surge algo para que me avise?
–Claro –replicó ella– sin problema.
–Gracias. ¿Por casualidad tienes por ahí el dato del nombre del dueño de los galpones Ictur?

Ella buscó hábilmente en el ordenador.

–Jeremías Órdenes, vive en el sur, jubilado, empresario, poco más.
–Gracias, me voy.
–Hasta luego.

Salió junto a Matilde y subieron al auto. Una vez arriba ella le dedicó una mirada interrogadora.

– ¿Dónde vamos?

No lo sé. Quería decirle a ella, o a alguien, que no lo sabía, que era un estúpido de pies a cabeza por ponerse a sí mismo, a ella y a toda una investigación en juego por tomar una mala decisión, pero a la vez se preguntó si eso sería realmente así ¿Qué habría pasado si no llama a Céspedes? Viendo las cosas nuevamente, tal vez nada habría cambiado, excepto que no sabría de dónde venía el golpe.

–Hay una nueva pista.

Quizás sí era lo correcto. De esa forma tenía un arma que antes o de otra forma no, y eso debía agradecerlo. Las cosas no eran igual que antes y realmente no sabía en quien confiar, pero tenía un arma, y dependía de él utilizarla de la manera correcta.


2


Sólo había abierto los ojos un momento, pero le servía para saber a ciencia cierta que estaba viva. Y no estaba en un centro asistencial, ni en su departamento o el de Matilde. Y no había nadie a quien conociera cerca. Dos voces alrededor, dos hombres, a una distancia de algunos metros, las voces hacían cierto eco, por lo que podía suponer que el sitio era grande o de techo alto, o ambas cosas.

Tenía el cuerpo adormecido, no podía saber si estaba en condiciones de moverse con libertad, pero su mente estaba clara. Como quizás en mucho tiempo no había estado.

Estaba en el departamento, preparada para salir con Vicente, cuando fue a la habitación para ingerir la píldora. La había olvidado. Con la prisa y la emoción del momento se precipitó sobre el velador y tomó la caja para sacar de ella una de las pequeñas pastillas llenas de líneas como un mapa.
La píldora cayó de su mano sobre el velador.
No se preocupó, simplemente la tomó y se la echó a la boca.
Pero en el mismo momento en que la tragaba, vio la píldora en el velador, a muy poca distancia de donde tomara antes el otro objeto ¿Qué había ingerido? De golpe recordó la píldora que ella misma había dejado fuera antes, y que olvidó tirar a la basura; por error tomó la otra, lo supo un instante después cuando sintió que algo le quemaba la vía digestiva. Era algo que no se parecía a nada, pero en una milésima de segundo sintió una horrible quemazón dentro de su ser, mil veces más fuerte que el condimento picante o el licor más fuerte que conociera, y además dolía. Quiso llamar a Matilde, pero se le cerró la garganta, y todo alrededor se puso oscuro. Sintió el golpe contra el suelo, como una descarga eléctrica.
De niña había metido el dedo en un enchufe, y aunque era muy pequeña, recordaba el efecto a la perfección. Estaba siendo electrocutada, sin poder defenderse, sin siquiera gritar. Lo siguiente era que estaba tendida de espalda en algún sitio que no conocía, sola y probablemente rodeada de gente peligrosa, eso lo supo al escuchar algo como "solo tenemos que dejársela a ellos y nos darán el dinero"
Tranquila, se dijo una vez más. Podía estar desnuda y desorientada, pero estaba lúcida, aparentemente no atada, y viva, y seguramente eso era más de lo que podía esperar. Matilde. ¿Estaría viva ella también? Por favor, se dijo, que no le hayan hecho daño a ella, no a mi hermanita.




Próximo capítulo: Fuera del mapa