Narices frías Capítulo 04: Visión borrosa




Carlos despertó a medianoche, atenazado por el terror; sentado en su cama, no pudo evitar mirar en todas direcciones, como si de algún modo su agresor estuviera ahí, esperando.
Estaba basado en sudor frío; la pesadilla había sido tan viva, que casi pudo sentir el cuerpo de Marcos sobre el suyo, su respiración jadeante en su oído, igual que algún tiempo atrás. Cansado y agobiado, se quitó la ropa para dormir y salió del cuarto con una toalla entre las manos; sus padres no aceptarían que deambulara desnudo por la casa, pero ellos a esa hora dormían, y no podrían saber de sus acciones.
Después de sacar el extremo extensible de la ducha, lo puso en la tina y dejó que el agua corriera, perdiendo su vista por momentos en las burbujas que cada tanto salían, breves, entre remolinos de agua.
Cuando la tina estuvo con la cantidad de agua suficiente, se metió y dejó que el tibio líquido cubriera su cuerpo, repitiéndose que eso tenía que servir para relajarse.
El palpitar de su corazón mecía la superficie, en donde el pálido reflejo de las luces en el techo bailaba al compás de una melodía silenciosa e inexistente, un cántico líquido que nadie podía escuchar.
Después de varios minutos, decidió que ya era suficiente, y dejó correr el agua, tapando con la mano la salida del desagüe para evitar que hiciera ruido; para ahogar el sonido igual que ahogaba su voz. En ocasiones se preguntaba si eso que le pasaba duraría siempre, o si en algún momento terminaría por olvidarlo; no tenía alguien con quien hablar, nadie con quien sincerarse o explicarle cómo ese miedo vivía ahí dentro de las paredes, alrededor suyo, nunca tocándolo, pero siempre presente, siempre amenazando. Los chicos de su clase le parecían tontos ahora ¿Cómo podía pensar distinto? Quería tener quince años de verdad, como ellos, y pensar en tonterías, en chicas y en bromas, pero constantemente aparecía el temor y también el cansancio mental, esa maldita sensación que se comía todo de él.
Después de asegurarse de dejar todo como estaba, volvió a su cuarto, pero no se sentía con ganas de acostarse; además, cuando se despertaba le era difícil volver a dormirse. Se dijo que era raro nunca haber salido de la casa durante la noche, de modo que, animado por una suerte de sentimiento de desafío, se puso una remera y un pantalón deportivo, zapatillas y salió caminando con cuidado para no hacer ruido por las escaleras ni el pasillo.
La noche estaba curiosamente tibia para ser agosto; el cielo del jardín estaba iluminado por las estrellas y las luminarias blancas de la calle interior, y nada de viento se sentía, como si todos los sonidos al mismo tiempo se hubieran quedado dormidos.
Buscó la llave oculta bajo la maceta de la izquierda, y abrió en silencio; no había lugar donde ir ni podía alejarse demasiado sin correr el riesgo de que algún vecino lo viera, y eso era exactamente lo que no quería. Quería algo de privacidad, aunque estuviera en el exterior.

—Hola.
—Fue casi un susurro, pero lo hizo detenerse; estaba a una casa por medio de la suya, y nada parecía haber alrededor, hasta que su vista localizó en el jardín, sentado junto a la reja, a un niño.

Para él era parte del paisaje que no le importaba a su alrededor; un niño que saludaba a quien pasara, alguien a quien había ignorado en todas las ocasiones, una voz que nunca escuchaba en realidad.

—Hola —saludó en voz baja.
—Es raro que alguien esté afuera a esta hora.

Tenía ocho o nueve años; Carlos se sintió intrigado por su forma de hablar tan madura para su edad, y se acercó un paso más a la reja.

—Mira quién lo dice, tú deberías estar acostado.
—Mis papás me dejan salir al jardín si no tengo sueño —explicó el pequeño, sin disimular su orgullo—, es para que practique mis movimientos.

Algo no encajaba en todo eso; Carlos se acercó un paso más, quedando a dos cuartas de él, por primera vez interesado. El chico llevaba un buzo deportivo con un capuchón que le cubría la cabeza.

—Puedes verme —afirmó, en vez de preguntar.
—Sí —respondió el pequeño, con alegría.

No se notaba a simple vista, pero el niño tenía algo en los ojos; Carlos se dijo que no era posible que fuera ciego porque le había hablado con seguridad, pero de todos modos no era común.

—¿Y me ves bien?
—No veo como el resto de las personas —respondió el niño con tono de total naturalidad—, Tengo una cosa en los ojos, mamá sabe cómo se llama, y veo de otra manera. El oftalmólogo —se tardó en pronunciar la palabra—, dice que veo borroso, aunque yo siempre he visto así, entonces no sé cómo ve la otra gente, pero el doctor me explicó que es como cuando tocas las cosas, si las tocas por encima solo sientes una cosa, pero si tocas con cuidado sientes muchas formas.

Era muy listo, y hablaba bien para su edad; Carlos no recordaba que sus padres en algún momento hubieran mencionado a algún hijo de vecino con un problema a la vista, pero también era cierto que la mayoría de las veces no les prestaba atención.

—Sabes mucho.
—Sí, es que no voy a la escuela porque podría chocar con las cosas —explicó el pequeño, como si no fuera algo relevante—, papá contrató unos maestros que vienen y me enseñan cosas, y tengo un reproductor de música, pero para clases, es como una persona que me cuenta de todo.
—Entonces te gusta aprender —murmuró, ido—, qué bueno.
—¿Y tú qué haces? —preguntó con interés—. Eres más grande que yo, pero no suenas como un adulto.

Quizás se debía a que su mirada no podía intentar escudriñar en la suya, o que se expresaba más claramente que otros chicos de más edad, no lo supo, pero algo hizo que le agradara. Carlos se puso de cuclillas y lo miró a la cara.

—Tengo quince.
—Yo tengo ocho, voy a cumplir nueve en diciembre —explico con tono académico—, me llamo Tobías.
—Yo soy Carlos.

El pequeño extendió la diestra a través de los barrotes que separaban el jardín de su casa del mundo exterior; salvo por un leve desfase, había acercado el brazo en la dirección correcta.

—Un gusto conocerte, Carlos.

El joven estrechó su mano con amabilidad. Le resultó extraño pensar que en un par de minutos de conversación trivial con un niño desconocido se había sentido más cómodo que en lo habitual con sus compañeros en clase.

—¿Y tienes amigos en la escuela?

Era una pregunta justa para un niño de su edad, aunque también se trataba de una interrogante que iba en reversa. Fue extraño para Carlos pensar que no había razón para mentirle.

—No muchos, no me llevo muy bien con ellos.
—Mamá dice que es difícil entenderse con las personas —replicó el pequeño—. Yo no hablo con muchas personas, es decir que no sean los maestros, y no puedo jugar con otros niños de mi edad porque podría caerme o darme un golpe. Eres simpático ¿De dónde eres?

De ninguna parte ¿Puedo quedarme en tu casa? Yo jugaré contigo si me dejas esconder ahí, solo no le digas a nadie; las palabras aparecieron en su mente en ese mismo instante, y como tantas otras veces, se obligó a callarlas. Al menos en compañía de un niño que no conocía hasta entonces se había sentido en confianza y casi a gusto, y después de las pesadillas, era lo mejor a lo que podía aspirar.

—Mi casa esta una por medio de aquí.
—¿Para allá? —indicó en la dirección correcta, sin titubear—, eres de la casa del señor que sale todos los días en su auto y lo deja con el motor encendido ¿Cierto?

No estaba haciendo una pregunta. Carlos se dijo que era muy curioso, pero a diferencia de otros niños adelantados, este no se escuchaba pedante.

—Sí, vivo en esa casa.
—Entonces puede que te vea en alguna otra ocasión —declaró, con mucha seguridad—, me caes bien.
—Tú también. Tengo que ir a dormir.
—Sí, yo igual —se puso de pie—, buenas noches.

La familiaridad con la que hablaba era sorprendente, pero se sintió bien; protegido por las sombras, Carlos esperó hasta que el chico entró en su casa, y se devolvió con pasos lentos y silenciosos. A metro y medio de la puerta del jardín se quedó quieto, en apariencia mirando al suelo, pero en realidad, buscando de reojo la presencia que lo estaba observando.
El gran danés estaba del otro lado de la puerta de vaivén que separaba el pasillo lateral de la casa con el jardín, sentado mirando al exterior con su clásica actitud serena.
Tranquilo y sin ladrar, pero mirando.
Continuó su camino y entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado luego de hacerlo. Después, se quedó de pie en medio del jardín, dudando por un instante sobre qué hacer; quizás era descabellado pensarlo, pero sintió que no tenía que dejar que el perro viera en dónde estaba la llave, acaso cuando estuviera en el jardín con su madre se acercara y la sacara, dejando al descubierto que alguien le había enseñado el lugar.
Con la llave guardada en el bolsillo, siguió hasta el interior de la casa, ignorando por completo al perro. Esperaba que no se le ocurriera ladrar antes que él llegara hasta su cuarto, porque eso despertaría a sus padres de inmediato, como si de una acusación se tratase.
Quería encontrar algo de tranquilidad fuera de su casa, y la había hallado sin quererlo en el jardín de un vecino; pero se trataba de un evento pasajero, algo que no era muy probable repetir en otras circunstancias. Además, no sabía si tal vez los padres de Tobías verían con malos ojos que un adolescente se hiciera amigo de su hijo de la mitad de su edad.
Se recostó sobre la cama pensando en cómo podía enfrentar el tiempo que venía por delante; su padre no le había dicho algo sobre el incidente de la salida, lo que significaba que estaba dándole una oportunidad. Estaba descartado creer que ella no le diría, porque en los asuntos que ellos llamaban familiares nunca se guardaban la información. Pero de verdad estaba muy cansado cuando sucedió eso, no se trataba de una mentira; sin embargo, ellos habían decidido tiempo atrás que su hijo estaba deambulando por el mal camino y la única forma de salvarlo de la ruina y la degradación era rodearlo de reglas rígidas y que no admitieran preguntas, hasta que se olvidara de su horrible mal comportamiento.
No hables, no discutas, no pienses, sólo obedece.
Sintió ganas de reír de forma escandalosa; de golpear los vidrios y paredes y aullar como un loco, un poseso fuera de control, pero no lo hizo.
Sus padres querían que fuera como una de las mascotas de Narices frías: siempre callado, silencioso y obediente.
Un animal sin jaula era lo que querían. Pues muy bien, que ganaran la guerra.


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Narices frías Capítulo 03: Trucos y tratos




—¡Qué lindo!

Antonio estaba maravillado por el nuevo juego que su padre había comprado; el pequeño de nueve años era muy alegre y amaba las novedades, por lo que el anuncio de un nuevo juego para Dina lo puso de muy buen humor.

—Parece que te gusta.
—Sí, es muy bonito.

Gabriel, su padre, hacía todo lo posible por darle gustos y buenos momentos; en ese instante, mientras terminaba de guardar las cápsulas de aislante protector en la caja, se quedó mirando cómo su hijo admiraba el juego de niveles y túneles para Dina. Podía decir, con bastante seguridad, que estaban pasando por un buen momento.

—Vamos, ve por ella, para que conozca su nuevo juguete.
—Sí papá.

Mientras el pequeño iba hacia la terraza trasera, sonó el timbre, anunciando la llegada de Lorena, su novia.

—Hola cariño.
—Hola —ella le dio un suave beso en los labios—. ¿Cómo estuvo tu día?
—Intenso, tuve muchas solicitudes de gestión nuevas, estoy un poco cansado. Pasa.

Mientras entraban, el niño de nueve años regresó, seguido de una gata blanca de abundante pelaje; caminaba lento, aunque se trataba de un avance con paso seguro. Conocía la casa a la perfección y se sentía a sus anchas.

—Hola Lorena.
—Hola cariño —replicó la mujer, sonriendo—, ¿Qué hay ahí?
—Es el nuevo juego de trepar para Dina. Papá lo trajo.

La mujer se sentó en el sofá, volteada hacia la ventana puerta contra la que resaltaba la estructura.

—Es muy bonito, y lo escogieron en blanco, como ella.
—¡Sí! —asintió el pequeño—. Papá dijo que así se acostumbraría más rápido.

Antonio se sentó en el suelo, mientras la gata llegaba hasta el punto indicado; mirando con atención, olisqueó y caminó alrededor del artefacto, hasta que se dio por satisfecha y trepó con suma habilidad por uno de los costados. Se recostó en una de las pequeñas plataformas y clavó las garras en el borde acolchado, con una evidente actitud de satisfacción.

—Parece que le gusta —comentó Lorena—, se ve que se va a acostumbrar.
—Qué bueno —repuso Gabriel—, ya estaba empezando a preocuparme por los muebles, el rascador está muy desgatado.

El niño se volteó hacia ambos al escuchar esas palabras; su expresión había cambiado y lucía contrariado al momento de hablar.

—Dina es una chica muy bien educada, ella nunca rompería los muebles.
—Lo sé cariño —dijo su padre—, pero es algo que podría pasar en algunos casos.
—Dina no lo haría.

Su padre se puso de pie, se acercó a él y se sentó en el suelo, mirándolo con cariño.

—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Vamos —lo animó el hombre, sonriendo—, no me digas eso, algo está pasando.

Él pequeño se debatió unos momentos entre hablar y callar, hasta que finalmente tomó la decisión.

—Lo que ocurre es que el otro día cuando salimos, un chico me dijo que Dina era fea, y que seguramente rompía todos los muebles.

Gabriel entendió que su hijo se refería a la jornada de la semana pasada en que salieron a pasear con la gata; la recomendación de Narices frías era sacarla una vez al mes, de modo que lo hicieron el jueves quince. Habían ido a la plaza para que estuviera en un ambiente natural y pudiera trepar, y en algún momento dejó al pequeño rondar a gusto por entre los árboles junto a Dina. Los vio todo el tiempo, por lo que no sintió que hubiera sucedido nada fuera de lo común, y el hecho de verlo junto a otros niños no parecía raro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

El pequeño se quedó en silencio unos momentos; Gabriel miró a Lorena, preocupado de ver que su hijo había guardado esa información por varios días, sin que hasta entonces se notara algo de eso en su comportamiento. Ella, sin embargo, le dijo sin palabras que lo tomara con calma, de modo que él confió en su buen juicio antes de hablar.

—Escucha, campeón. No tienes que guardarte nada de lo que pase ¿Está bien?
—Es que no te quería preocupar —replicó el pequeño.
—Nunca me preocupas —repuso el hombre—, pero tengo que saber lo que sucede ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Quién era ese niño?
—No sé —se encogió de hombros—. Nunca lo había visto.

Gabriel pensó que en el último tiempo no había llegado gente nueva por los alrededores; más o menos, en el distrito todos se conocían al menos de vista.

—Bien, quiero que hablemos de esto. Para empezar, no puedes prestar atención a lo que diga alguien desconocido ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Muy bien. Ahora, otra cosa, los gatos necesitan rascar sus uñas en alguna zona ¿Recuerdas por qué?

La pregunta reanimó al pequeño; se había aprendido todas las normas de cuidado con más rapidez que cualquier otra cosa en la escuela, y se sentía orgulloso de ello.

—Sí, porque sus uñas crecen y si están largas no pueden caminar bien. No tenemos que cortar sus uñas, solo tenerles algo apropiado para rascar, y les gusta mucho hacerlo.
—Exacto —su padre sonrió ante la completa respuesta—, así es. Pero si no tiene un lugar apropiado o algo así, intentarán buscar otra cosa. No está mal.
—Sí.
—Bien, ahora, tú conoces a Dina, son grandes amigos ¿No es así?
—Sí.

Hicieron un silencioso choque de palmas; Gabriel tomó la decisión de ir a Narices frías poco tiempo después de la muerte de la madre de Antonio, a causa de una grave enfermedad tres años atrás, y ahí le dijeron que, para enfrentar la tristeza y el sentimiento de pérdida, tener a una mascota como Dina ayudaría mucho.
Después del tiempo transcurrido, podía confirmar que había sido la decisión correcta, ya que no solo se había acostumbrado a ella, sino que además había una relación de empatía sorprendente entre ambos. En alguna ocasión se había dicho que parecía que podían entenderse sin palabras, usando un misterioso lenguaje propio.

—Entonces sabes cómo es ella, por supuesto. No te preocupes por lo que alguien desconocido pueda decir ¿Trato?
—Trato.
—¿Hay algo más que quieras contarme?

Por suerte, el pequeño ya estaba más tranquilo; al parecer, lo que había sucedido unos días antes no lo afectó en lo personal, sino en su relación con Dina, ya que sentía que alguien la atacaba y no sabía cómo defenderla. Gabriel se dijo que era bueno que quisiera protegerla, ya que eso demostraba que sus sentimientos eran honestos y fuertes.

—Rachel me dio un chocolate hoy en la escuela, porque se me cayó el mío.
—Ese es un gesto muy bonito de su parte —apuntó su padre—, y para agradecérselo, mañana vas a llevar un chocolate y se lo regalarás ¿Bien?
—Sí.
—Ahora diviértete, parece que Dina quiere jugar contigo.

Más tranquilo, el pequeño se acercó al artefacto, en donde la gata continuaba rasgando la superficie; Gabriel volvió a sentarse junto a Lorena, quien lo miró con cariño.

—Dijiste lo correcto, eso estuvo muy bien.
—Gracias.

Estaban hablando en voz más baja para no interrumpir el juego del pequeño; desde que oficializaron su noviazgo, hicieron todo paso a paso, asegurándose de un proceso bien estructurado en donde ella no sería una reemplazante sino una nueva integrante de la familia. En eso, la participación de Dina había sido muy relevante, ya que al sentirse cómoda y mostrarse amigable con Antonio, el niño sintió su presencia en la casa como algo natural. En el presente ya hablaba de Lorena como la novia de su padre y estaba a gusto con eso.

—Qué gusto que se lleven tan bien —observó ella.
—Sí, se complementan de una manera excelente —repuso él—, a veces pienso que se entiende mejor con ella que conmigo.
—¿Estás celoso?
—No —negó con la cabeza—, es solo un decir; es como si Dina siempre estuviera en sintonía con él.
Hace unos días Antonio llegó con una tarea de la escuela, y no estaba saliendo bien; entonces ella simplemente apareció, se acomodó junto a él, y fue como si le estuviera diciendo que todo iba a estar bien. Después todo funcionó, fue muy curioso; es increíble cómo me ha ayudado que esté aquí, porque sirve como compañía y al mismo tiempo le da algo que hacer y una responsabilidad a mi hijo.

En esos momentos el pequeño estaba sentado en el suelo, moviendo distraídamente el cordel que sostenía una pelota de lana, la que era mecida por la gata, con un gesto quedo, aunque atento; por un momento, a Lorena le pareció que esa escena de entendimiento silencioso podría durar toda la vida.

—Me alegro mucho.
—Una vez me preguntó —siguió él en voz más baja—, si era posible que a Dina le pasara algo malo; creo que estaba asociándolo con la muerte de su madre. Le dije que solo tenía que cuidarla mucho, quererla y preocuparse de ella, y que con eso todo estaría bien.
—¿Estaba angustiado?
—Para nada —respondió el hombre—, aunque reconozco que yo me preocupé un poco; nunca habla demasiado del tema, está tranquilo con que mamá está en el cielo, pero como está creciendo, nunca puedo saber si sucede algo o se está haciendo preguntas que antes no. Bueno, lo que sucedió es que después vio el anuncio de Narices frías, y se puso muy contento, dijo que era muy bueno que el señor supiera cómo hacer que las mascotas vivieran; fue lindo, es tan sencillo pero es eso, es todo lo que quiere, que su Dina nunca le haga falta.

Ambos se quedaron mirando el juego, hasta que un momento después, el niño volteó hacia ellos, con la alegría pintada en la cara.

—Papá, Lorena, miren ¡Dina y yo estamos haciendo un truco!

Los dorados ojos de la felina los miraban con serena atención; los adultos animaron al pequeño a mostrar lo que había descubierto, quedando atentos a lo que iba a suceder. El niño extendió la mano hacia su compañera de juegos, con la palma hacia arriba, y ella levantó la pata delantera derecha con un gesto sumamente delicado y elegante, bajándola hasta posar palma contra palma. Al hacerlo, el niño la miró con complicidad, a lo que ella le devolvió una mirada brillante, profunda, y sin pestañear.



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Narices frías Capítulo 02: Un juego con la pelota




Cada tarde el llegar de la escuela, Carlos sabía que tenía que dejar la mochila en su cuarto y cambiarse para salir, pero ese día no estaba de humor para hacerlo, de modo que subió a su cuarto y se quedó ahí, sabiendo lo que iba a pasar.

—Carlos, baja por favor.

No contestó; en el primer piso, su madre estaba terminando de ordenar algunas verduras en el refrigerador, por lo que no se dio cuenta del paso de los minutos; un poco después notó que su hijo aún no bajaba.

—Carlos.

Ante la nula respuesta, dejó lo que estaba haciendo y subió hasta su cuarto; el joven de catorce años estaba sentado en su cama, sin moverse.

—Carlos, te he llamado dos veces.
—Estoy cansado, mamá.

La mujer puso los brazos en jarras ante esa respuesta.

—Yo también estoy cansada, y soy mayor que tú. Así que por favor, cámbiate y cumple con tu obligación.

Carlos le dedicó una larga mirada; de verdad se sentía muy cansado ese día, y no era algo que ocurriera en esos momentos, venía desde la noche.

—¿No puede quedarse aquí hoy?
—No, no puede —sentenció ella—, Kor está todo el día en casa y sabe que lo sacas a pasear a las cinco de la tarde ¿lo escuchas? Ya está paseando nervioso por el patio de atrás, porque sabe que es la hora.
—Mamá, de verdad estoy muy cansado —insistió él.

La mujer caminó por el cuarto y lo enfrentó, molesta.

—Ponte de pie.

Lo siguió mirando con dureza, hasta que el muchacho lo hizo; se mantuvo firme, reprendiéndolo sin palabras antes de continuar, expresando su molestia por ese acto que consideraba infantil y por completo inadecuado.

—Solo tienes dos responsabilidades: ir a la secundaria, y cumplir con tus obligaciones en la casa. Solo tienes dos obligaciones, que son ordenar tu cuarto y sacar a Kor todos los días a pasear ¿No es mucho pedir que lo cumplas?
—¿Y no puedo sentirme mal un día?

La mujer entrecerró los ojos ante esa réplica, que se le antojó una total falta de respeto.

—No cuando se trata de Kor. Es tu responsabilidad.
—Yo no lo pedí —replicó el adolescente, con voz seca—, ustedes lo compraron.
—Lo hicimos porque tu comportamiento estaba saliéndose de control —enumeró ella—, no estabas obedeciendo las órdenes, no estabas teniendo buenas calificaciones en la escuela ¡incluso pudiste perder el año!

Carlos mantuvo la vista, haciendo un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Cuando se trataba de ese asunto, sus sentimientos no importaban.

—Tengo buenas calificaciones, no puedes decir que no es así.
—Entonces cumple con tu deber —replicó ella, indicando hacia la puerta—, llevas diez minutos de atraso, jovencito, así que irás con la ropa de la escuela, ya no te queda tiempo.

Ante la expresión que no admitía réplicas, Carlos bajó la cabeza y salió del cuarto sin decir palabra.

Cuando llegó al patio trasero de la casa, Kor estaba sentado del otro lado de la puerta, esperando impaciente y atento a quien apareciera.

—Vamos.

El muchacho dio una única instrucción y caminó hacia la puerta lateral, ya que en la casa estaba prohibido entrar con mascotas; el gran danés lo siguió, atento y a cierta distancia, sin ladrar ni hacer ruido.

—Da la vuelta completa, te voy a estar vigilando.

Carlos no atendió a la advertencia de su madre y siguió caminando sin ganas hacia el jardín delantero; ella se refería a que saliera de la casa, fuera hasta la plaza, distante una cuadra de allí, y la rodeara por el borde, para permitir que el perro pudiera olisquear, mirar y hurgar por todas partes, en vez de simplemente atravesar en diagonal. Por supuesto que ella no estaría ahí viéndolo, pero tenía una amiga que estaba todas las tardes bordando en su jardín delantero, y esa mujer de seguro le informaría de todo lo que sucediera.

—Quédate quieto.

Sabía que era innecesario, porque Kor obedecía todas y cada una de las órdenes que le daban, siempre.
Nunca hacía desorden ni lloraba, ni labraba en momentos inapropiados; sólo estaba ahí, como una estatua de color gris oscuro, con su cara seria y mirada sumisa. Siempre era exactamente igual; no era necesario ponerle la correa al cuello, porque siempre que estaba cerca de él se mantenía a un brazo de distancia, mientras que con sus padres marcaba el paso casi rozándolos, aunque nunca demasiado cerca como para interrumpir el avance.

Después de enganchar la cadena al collar, siguió caminando, pero en el último tramo se detuvo, al tener una idea.

—Tal vez deberías aprender un nuevo truco.

Desde que lo compraron, no le habían enseñado ningún truco, y a él en realidad eso no le interesaba; no quería estar ahí ni tener esa responsabilidad, pero aparentemente eso lo perseguiría toda la secundaria.
Dos años atrás, Marcos lo había golpeado en la primaria, y lo dejó sangrando; era alto, tres años mayor que él y más fuerte en ese entonces, y desde ese momento tuvo problemas de rendimiento en la escuela primaria y de comportamiento en la casa. Su padre dijo que estaba bien si se sentía molesto por lo que había sucedido, pero que esa situación no justificaba su comportamiento.
Lo que nadie sabía era que Marcos no solo lo había golpeado; nadie sabía que cuando lo atacó en el patio trasero de la escuela, había tratado de violarlo. Se había montado sobre él, presionándolo contra el suelo, y le metió los dedos en la ropa, ejerciendo presión hasta hacer daño y al mismo tiempo sobajeándose y jadeando, diciendo lo que pretendía hacerle. Fue cuando, en un arranque de furia y miedo, Carlos logró golpearlo, lo que le permitió liberarse y correr, tan rápido como pudo.
Aún recordaba, en momentos de debilidad nocturna antes de dormir, el dolor de esa presión injustificada y no permitida contra su cuerpo, como si de alguna forma él hubiese dejado una cicatriz que aún no sanaba.
Nunca podría decírselo a sus padres, eso lo sabía; su padre, el pulcro médico de familia de renombre en el distrito, era recto como una barra de acero, y no haría concesiones al respecto: lo culparía, diría que todo era su responsabilidad, y eso solo aumentaría las llagas que arrastraba desde entonces. Si hablaba, ninguno de los dos lo apoyaría, y lo que era peor, se comportarían frente a la directora como si de verdad les importara, puniendo una cara muy seria, pero despreciándolo cuando estuvieran en casa.
Así que cuando las cosas se empezaron a salir de control, tuvo que masticar y tragar su rabia y frustración, y tratar por todos los medios de volver a comportarse como antes, aunque fuera solo en apariencia. A tiempo para que no se les ocurriera mandarlo a una academia militar, pero tarde para evitar que compraran el perro; su madre no paraba de decir que era una fantástica mascota y la mejor idea que habían tenido, y su padre, siempre con poco tiempo por estar haciendo cirugías, accedió y dijo que esa responsabilidad lo haría madurar.
Caminó a paso lento por la calle, ignorando a un niño pequeño que desde una casa vecina saludaba a todo quien pasara, y poco después llegó a la plaza, un perfecto rectángulo de verde, color y ruido que quebraba la monotonía armónica de ese barrio.

—Vas a aprender un truco.

Se puso de pie frente al perro, que se mantuvo estático, mirándolo con atención; Carlos había llevado consigo una antigua pelota de tenis, que dejó en el jardín como un regalo forzado cuando sus padres le ordenaron hacerlo, pocos días de la llegada de la mascota.

—Cuando yo tire la pelota, vas a ir a buscarla. Hasta donde esté.

Había dado la orden con frialdad y la misma distancia con la que siempre se refería a él, porque ese no era su perro; no lo había pedido, no lo había querido y nunca lo haría sin importar lo que sucediera.
Sus padres nunca se habían fijado en que él jamás lo había llamado por su nombre. Si algún día llegaban a notarlo, se ganaría más regaños; casi podía imaginar a su padre diciendo que no era un mueble como para hacer eso, y su madre daría un largo discurso acerca de su falta de empatía con un ser inocente como ese.
Tampoco habían descubierto que él nunca lo miraba a los ojos, aunque en ese caso, se trataba de algo que había practicado a lo largo de mucho más tiempo, y que usaba con todo el mundo; miraba en dirección a los ojos de la persona, pero desenfocaba la vista, por lo que nunca estaba realmente viendo en su mirada. En su mente, esto era una forma de mantenerse a salvo, de no permitir jamás una conexión con los demás de ese modo; sus pensamientos eran lo único íntimo que tenía.
Soltó la correa del perro, arrojó la pelota a unos tres metros de distancia, y tal como lo suponía, el animal caminó dando sus habituales grandes zancadas, hasta recoger la pelota y devolverse con la misma actitud animada que de costumbre. Se quedó de pie, a un brazo de él, con la pelota en el hocico y esperando con atención. Carlos no había adelantado que la pelota estaría manchada de saliva, pero hizo como que no le importaba y la tomó, para volver a lanzarla.

—Ve por ella.

En esa ocasión la lanzó un poco más lejos, viendo como se repetía exactamente la misma reacción; por un momento tuvo ganas de echarse a correr para desaparecer de ahí y que nadie lo viera, para tratar de descubrir si sus padres se preocupaban más por él o por el perro, pero no hizo nada. Solo se quedó esperando.


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Narices frías Capítulo 01: Regalo para la pequeña Sofía



Victoria de Borou. Año 2019. Sábado 17 de agosto

—Mami, ¿Puede ser un gatito?
—Puede ser lo que tú quieras, cariño.

Esa mañana no había clases, pero Sofía se despertó temprano, incluso más que los días de semana, en que había escuela; poco antes de las siete, su despertador con forma de cerdito emitió la melodía que nunca en la semana lograba su objetivo, y dejó oir esa música alegre y un poco chillona de una de las canciones de “Trágame, mundo” un programa infantil que era su adoración todas las tardes, después de la escuela.
Lo que iba a pasar ese día, era un evento largamente esperado por ella, y para el cual sus padres ya estaban preparados; después de haber cumplido nueve años, y además teniendo calificaciones sobresalientes, todas las condiciones estuvieron presentes para que pudiera cumplir ese sueño. Esa mañana se levantó, fue al baño, se arregló, y escogió un atuendo compuesto por pantalones cargo y una blusa blanca, que era su preferida; era muy importante estar presentable para un evento importante, eso lo sabía porque cuando papá tenía una reunión importante en la oficina, mamá sacaba del  placard un traje distinto a los que usaba todos los días en la oficina, uno de tela más costosa y con las costuras muy bien planchadas, para que pareciera siempre nuevo. Para el momento en que los padres bajaron desde el dormitorio, la pequeña ya  estaba sentada a la mesa, dispuesta a desayunar con la mejor disposición del mundo, reflejada en una gran sonrisa.
Jugo de naranja con sólo dos gotas de endulzante natural, tostadas de pan blanco, brillante bajo la luz del comedor, y un damasco en miniatura como fin de desayuno.

—Mamá ¿Cómo sabré que es la indicada?
—No te preocupes, cariño —Respondió la mujer.
—Sí, pero —replicó la niña con un dejo de ansiedad— ¿Qué pasa si me equivoco?
—Todo va a estar bien, cariño. Cuando lleguemos a  ese lugar, y los veas, lo sentirás dentro de tu corazón.

Sofía no estaba muy segura de que eso fuera a pasar, pero mamá siempre tenía razón, así que eso la tranquilizó. Durante el viaje en automóvil, a lo largo de un rato, ambos comenzaron a hablar de cosas de adulto, por lo que Sofía se quedó mirando por la ventana, cómo pasaban en sentido contrario los otros autos y los edificios. En un momento, mamá le habló desde el asiento delantero.

—Estamos llegando ¿puedes verlo?

La niña quitó la vista de la ventana, y miró hacia adelante, donde el estacionamiento se extendía aún desierto a esa hora de la mañana, excepto por un par de carros de asistentes seguramente tan ansiosos como ella; de acuerdo a la costumbre, se estacionaron, y Sofía miró el número del espacio escogido en el aparcadero mientras papá ponía el seguro con el mando a distancia.

— ¿Listo? —Preguntó él, mientras abría los brazos, enseñando el lugar.
—Sí papá, es el 38, estamos estacionados en el 38.
—Excelente, no lo olvides —comentó el padre—, recuerda que tú eres la encargada de los números.
—No lo haré.

Caminaron por el estacionamiento, mientras frente a ellos, se veía la edificación a la que se dirigían, una construcción de dos pisos, con el letrero color celeste cielo, con las letras blancas justo en el centro "Narices Frías" y una tenue luz dando realce al nombre del lugar.

—Ahora cariño, sé que estás muy emocionada —Le dijo papá mientras caminaban—, pero no olvides que es importante mantener un tono de voz bajo y no hacer ruido, porque algunos pueden estar durmiendo.
—Sí, papá. 

El lugar era muy acogedor ; paredes blancas como la nieve, luces preparadas para dar calidez al lugar sin resultar molestas, y mucho espacio disponible. Tan pronto cruzaron el umbral de la puerta, una chica se acercó a ellos con una actitud muy gentil y la sonrisa brotando de forma espontánea.

—Muy buenos días.
—Buenos días.
—Hola —Saludó la niña.
—Hola —replicó la chica, sonriendole—, yo soy Mariana ¿Cuál es tu nombre?

La pequeña miró de reojo a su madre, quien hizo un asentimiento muy leve, como confirmación de que la muchacha era alguien en quien podía confiar.

—Me llamo Sofía.
—Sofía, es un gusto conocerte. Déjame adivinar ¿Vienes a adoptar?
—¡Sí!
—Eso es maravilloso —La chica le indicó una puerta de color anaranjado, mientras le guiñaba un ojo—, si quieres, puedes ir ahora mismo; Marcos te va a acompañar y te mostrará el lugar ¿Te parece?

La niña se quedó un momento inmóvil, y luego miró alternadamente a sus padres y a la puerta; su padre le sonrió dándole ánimos.

—Hazlo, lo vas a disfrutar.
—¿No vienen conmigo?
—Te vamos a esperar al final del recorrido —Explicó oportunamente su madre—, mientras tanto, tenemos que firmar algunos documentos ¿de acuerdo?
—Está bien.

Mientras Sofía desaparecía tras la puerta, la joven los acompañó hacia un mesón.

—Se veía muy ansiosa.
—Ha estado esperando este momento todo el año —Explicó su madre—; el año pasado le dijimos que si subía las calificaciones a partir de este semestre, podría tener una mascota.
—Al parecer la idea funcionó.
—Perfectamente —exclamó el padre—. No sé cómo no se nos ocurrió antes.
— ¿Cuántos años tiene? —Preguntó la dependienta.
—Nueve; en realidad siempre ha tenido buenas calificaciones en la escuela, pero el año pasado los bajó un poco. Pero es muy responsable, sabe comprometerse en algo cuando se lo pides.

La chica pasó detrás del mesón y les entregó una forma y un bolígrafo.

—Estoy segura de que ese buen comportamiento va a mejorar aun más ¿Vieron el reporte que fue lanzado al respecto?
—No aún ¿Lo tienes?
—Por supuesto.

Usó el mando a distancia para cambiar el clip ambiental por un video en lista; un instante después apareció en la pantalla empotrada en la pared la conocida figura de Elías Restrepo, portavoz de la organización Tiempo Futuro. El hombre lucía un impecable traje de color gris perlado, y el cabello blanco que enmarcaba su gentil rostro estaba peinado hacia atrás con pulcritud.

—Como saben —Explicó con voz reposada—, nuestra organización siempre está realizando estudios en la población, para comprobar la efectividad de nuestros métodos y obtener datos que nos ayuden a mejorar los procedimientos.
En esta ocasión quiero hablarles de un estudio realizado en dos mil voluntarios, que tienen una mascota y uno o dos hijos en casa. Como pueden ver en el gráfico a mi costado, la tenencia de una mascota en casa ayuda a aumentar los niveles de bienestar general en la familia, y en particular en los niños y adolescentes, promueven la estabilidad emocional, el control de las responsabilidades y la mejora en la sociabilidad, lo que definitivamente impulsó su rendimiento cotidiano.
Si usted aún no ha tomado la decisión de adoptar una mascota, le recuerdo que nuestros números de atención están disponibles las veinticuatro horas del día, todos los días, y nuestros agentes capacitados están listos para resolver cualquier duda. Asimismo, nuestros centros de adopción están disponibles para su visita, entre las nueve de la mañana y las ocho de la noche, y en cada uno de ellos tenemos personal destinado a acompañarlos en este proceso tan importante de adoptar una mascota.

El video terminaba con una imagen de Bobby, un hermoso pastor alemán de color negro, que se preparaba para cabecear una pelota que le había sido lanzada; en el distrito, Bobby era una auténtica celebridad, algo que tenía ganado por que era, en toda regla, el primer hijo adoptivo de Narices frías, y la muestra viviente de un sistema cuyos engranajes lo hacían funcionar a la perfección.

—Es precioso —comentó la chica, en relación al perro—, y es tan encantador, es una real ternura. Disculpen, por favor completen los datos en esta forma; además, les pido un método de pago por concepto de gastos asociados.
—De acuerdo, lo cargaremos a la cuenta de la familia.

Mientras él realizaba los cargos, ella reflexionaba acerca del paseo que estaba dando su hija en ese momento.

—Me pregunto qué mascota será la que elija.
—Siempre es una sorpresa —Observó la joven—, pero una positiva ; hay tantas opciones como personas.
— ¿Y alguna vez pasa que alguien no encuentre a la mascota que está buscando?
—Sí —replicó mientras archivaba la forma, ya completa—, aunque es un caso muy especial, sucede muy pocas veces. En ese caso, nos hacemos cargo de transportar a la persona a otro de nuestros centros, si es que lo desea en el momento, y se resuelve de inmediato. Todos tienen una mascota para ellos, todos la encuentran.

Mientras los padres hablaban, Sofía empujó la puerta y entró en el lugar indicado; del otro lado del salón de entada, las paredes eran de un color que se le hizo similar a un damasco, aunque no era igual. Mami tenía un vestido de ese color, y lo usaba a veces cuando tenía una cita con papá, y se veía muy bonita cuando lo usaba.

—Hola —Saludó un hombre joven.
—Hola —Respondió ella.
—Mi nombre es Marcos. Eres Sofía ¿verdad?
—Sí.
—Es un gusto conocerte —El hombre sonrió con gentileza— ¿Quieres comenzar ahora el camino?
—Sí.

Caminaron hasta otra puerta, que los condujo a un largo pasillo zigzagueante; de techo alto, el túnel tenía puertas de vidrio a ambos costados, las que permitían ver el interior de habitaciones, todas ellas adaptadas para dar las condiciones de descanso y cuidado necesario para cada uno de los habitantes.
Había hermosas reposaderas, túneles, cuerdas, juegos en altura, trapecios, barras y mucho más, cada cosa dispuesta para que quien estuviera ahí, disfrutara de la mejor vida.

—Voy a caminar junto contigo —Explicó el hombre—, pero puedes tomar todo el tiempo que necesites.
— ¿Pueden verme?
—Claro que sí —Respondió, con alegría—, pero ahora mismo algunos están dormidos todavía. —Mira ese gato —Señaló la niña a la izquierda—, está jugando con la cuerda.

Sofía se distrajo un momento en ver al felino, pero luego siguió avanzando, mirando una a una las puertas en donde los distintos animales jugaban o descansaban. De pronto lo vio, y recordó que mami le había dicho que cuando viera al indicado, lo sabría.

—Ese es.

Se acercó a una puerta, en donde un pastor alemán la miraba con mucha atención; sin decir palabra, el hombre activó un mando a distancia y abrió la puerta, que se deslizó dentro de la pared sin hacer ruido. El can, joven y vigoroso, se sentó frente a ella, mirándola con una atención que parecía una instantánea recíproca para la actitud de la niña.

—Parece que te gustó.

La pequeña no contestó; se sentó en el suelo frente a él, y sin moverse, se quedó mirando en sus ojos.
Se quedó perdida en su mirada, eternamente.


Próximo capítulo: Un juego con la pelota



Una breve pausa y ya vuelvo


No, no voy a retrasar el primer capítulo de Narices Frías, eso sigue su curso y es un agrado poder publicarla.
Pero, sí quiero hacer algunas precisiones con respecto a esa historia; es mi segunda novela de terror, pero ahora he decidido aplicar un concepto distinto y un modo de presentar la historia que nunca había usado con anterioridad.
En principio, esta novela tendrá muchos capítulos. Muchos. Aún no tengo la lista completa de ellos, pero es muy probable que supere la cifra de sesenta. Esto implica un tiempo más extendido de publicación, pero también va otro cambio, y es que los capítulos son unicelulares: cada uno cuenta una historia en concreto , y muchos de ellos no parecerán estar conectados con los demás, al menos en un comienzo.

Acerca de Academia de piedra, prometí que durante el segundo semestre continuaría con el libro dos, pero he estado revisando el libro uno, y veo que hay muchas fallas en su creación; algo lógico si recuerdo que dije que esa obra la escribí sobre la marcha, pero no por ser entendible, quiere decir que está bien.
El punto es que cuando hago correcciones fuertes en mis historias las vuelvo a publicar, pero no puedo hacerlo en este caso con el formato semanal porque eso me tomaría más de ocho meses. ¿Qué hacer? Durante noviembre corregiré la obra y publicaré de nuevo los episodios, pero realizaré la publicación de estos tan pronto los tenga listos, con la meta de concluir lo más pronto posible con ese trabajo; inmediatamente después de publicar el último del primer libro, realizaré el inicio del segundo, que irá en el formato semanal.
Ahora, esto significa que podría tener saturado este humilde blog. Lo sé, pero lo de Academia debería tomar un mes, y no interrumpirá los domingo, en donde tiene asegurado su día el nuevo capítulo de esta historia. De esta forma, desde mañana el día domingo seguirá siendo de material nuevo, con estos dos proyectos , y a futuro con Pacto de siete y las sucesivas historias.
Y ahora me voy porque tengo mucho que escribir.