Narices frías Capítulo 02: Un juego con la pelota




Cada tarde el llegar de la escuela, Carlos sabía que tenía que dejar la mochila en su cuarto y cambiarse para salir, pero ese día no estaba de humor para hacerlo, de modo que subió a su cuarto y se quedó ahí, sabiendo lo que iba a pasar.

—Carlos, baja por favor.

No contestó; en el primer piso, su madre estaba terminando de ordenar algunas verduras en el refrigerador, por lo que no se dio cuenta del paso de los minutos; un poco después notó que su hijo aún no bajaba.

—Carlos.

Ante la nula respuesta, dejó lo que estaba haciendo y subió hasta su cuarto; el joven de catorce años estaba sentado en su cama, sin moverse.

—Carlos, te he llamado dos veces.
—Estoy cansado, mamá.

La mujer puso los brazos en jarras ante esa respuesta.

—Yo también estoy cansada, y soy mayor que tú. Así que por favor, cámbiate y cumple con tu obligación.

Carlos le dedicó una larga mirada; de verdad se sentía muy cansado ese día, y no era algo que ocurriera en esos momentos, venía desde la noche.

—¿No puede quedarse aquí hoy?
—No, no puede —sentenció ella—, Kor está todo el día en casa y sabe que lo sacas a pasear a las cinco de la tarde ¿lo escuchas? Ya está paseando nervioso por el patio de atrás, porque sabe que es la hora.
—Mamá, de verdad estoy muy cansado —insistió él.

La mujer caminó por el cuarto y lo enfrentó, molesta.

—Ponte de pie.

Lo siguió mirando con dureza, hasta que el muchacho lo hizo; se mantuvo firme, reprendiéndolo sin palabras antes de continuar, expresando su molestia por ese acto que consideraba infantil y por completo inadecuado.

—Solo tienes dos responsabilidades: ir a la secundaria, y cumplir con tus obligaciones en la casa. Solo tienes dos obligaciones, que son ordenar tu cuarto y sacar a Kor todos los días a pasear ¿No es mucho pedir que lo cumplas?
—¿Y no puedo sentirme mal un día?

La mujer entrecerró los ojos ante esa réplica, que se le antojó una total falta de respeto.

—No cuando se trata de Kor. Es tu responsabilidad.
—Yo no lo pedí —replicó el adolescente, con voz seca—, ustedes lo compraron.
—Lo hicimos porque tu comportamiento estaba saliéndose de control —enumeró ella—, no estabas obedeciendo las órdenes, no estabas teniendo buenas calificaciones en la escuela ¡incluso pudiste perder el año!

Carlos mantuvo la vista, haciendo un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Cuando se trataba de ese asunto, sus sentimientos no importaban.

—Tengo buenas calificaciones, no puedes decir que no es así.
—Entonces cumple con tu deber —replicó ella, indicando hacia la puerta—, llevas diez minutos de atraso, jovencito, así que irás con la ropa de la escuela, ya no te queda tiempo.

Ante la expresión que no admitía réplicas, Carlos bajó la cabeza y salió del cuarto sin decir palabra.

Cuando llegó al patio trasero de la casa, Kor estaba sentado del otro lado de la puerta, esperando impaciente y atento a quien apareciera.

—Vamos.

El muchacho dio una única instrucción y caminó hacia la puerta lateral, ya que en la casa estaba prohibido entrar con mascotas; el gran danés lo siguió, atento y a cierta distancia, sin ladrar ni hacer ruido.

—Da la vuelta completa, te voy a estar vigilando.

Carlos no atendió a la advertencia de su madre y siguió caminando sin ganas hacia el jardín delantero; ella se refería a que saliera de la casa, fuera hasta la plaza, distante una cuadra de allí, y la rodeara por el borde, para permitir que el perro pudiera olisquear, mirar y hurgar por todas partes, en vez de simplemente atravesar en diagonal. Por supuesto que ella no estaría ahí viéndolo, pero tenía una amiga que estaba todas las tardes bordando en su jardín delantero, y esa mujer de seguro le informaría de todo lo que sucediera.

—Quédate quieto.

Sabía que era innecesario, porque Kor obedecía todas y cada una de las órdenes que le daban, siempre.
Nunca hacía desorden ni lloraba, ni labraba en momentos inapropiados; sólo estaba ahí, como una estatua de color gris oscuro, con su cara seria y mirada sumisa. Siempre era exactamente igual; no era necesario ponerle la correa al cuello, porque siempre que estaba cerca de él se mantenía a un brazo de distancia, mientras que con sus padres marcaba el paso casi rozándolos, aunque nunca demasiado cerca como para interrumpir el avance.

Después de enganchar la cadena al collar, siguió caminando, pero en el último tramo se detuvo, al tener una idea.

—Tal vez deberías aprender un nuevo truco.

Desde que lo compraron, no le habían enseñado ningún truco, y a él en realidad eso no le interesaba; no quería estar ahí ni tener esa responsabilidad, pero aparentemente eso lo perseguiría toda la secundaria.
Dos años atrás, Marcos lo había golpeado en la primaria, y lo dejó sangrando; era alto, tres años mayor que él y más fuerte en ese entonces, y desde ese momento tuvo problemas de rendimiento en la escuela primaria y de comportamiento en la casa. Su padre dijo que estaba bien si se sentía molesto por lo que había sucedido, pero que esa situación no justificaba su comportamiento.
Lo que nadie sabía era que Marcos no solo lo había golpeado; nadie sabía que cuando lo atacó en el patio trasero de la escuela, había tratado de violarlo. Se había montado sobre él, presionándolo contra el suelo, y le metió los dedos en la ropa, ejerciendo presión hasta hacer daño y al mismo tiempo sobajeándose y jadeando, diciendo lo que pretendía hacerle. Fue cuando, en un arranque de furia y miedo, Carlos logró golpearlo, lo que le permitió liberarse y correr, tan rápido como pudo.
Aún recordaba, en momentos de debilidad nocturna antes de dormir, el dolor de esa presión injustificada y no permitida contra su cuerpo, como si de alguna forma él hubiese dejado una cicatriz que aún no sanaba.
Nunca podría decírselo a sus padres, eso lo sabía; su padre, el pulcro médico de familia de renombre en el distrito, era recto como una barra de acero, y no haría concesiones al respecto: lo culparía, diría que todo era su responsabilidad, y eso solo aumentaría las llagas que arrastraba desde entonces. Si hablaba, ninguno de los dos lo apoyaría, y lo que era peor, se comportarían frente a la directora como si de verdad les importara, puniendo una cara muy seria, pero despreciándolo cuando estuvieran en casa.
Así que cuando las cosas se empezaron a salir de control, tuvo que masticar y tragar su rabia y frustración, y tratar por todos los medios de volver a comportarse como antes, aunque fuera solo en apariencia. A tiempo para que no se les ocurriera mandarlo a una academia militar, pero tarde para evitar que compraran el perro; su madre no paraba de decir que era una fantástica mascota y la mejor idea que habían tenido, y su padre, siempre con poco tiempo por estar haciendo cirugías, accedió y dijo que esa responsabilidad lo haría madurar.
Caminó a paso lento por la calle, ignorando a un niño pequeño que desde una casa vecina saludaba a todo quien pasara, y poco después llegó a la plaza, un perfecto rectángulo de verde, color y ruido que quebraba la monotonía armónica de ese barrio.

—Vas a aprender un truco.

Se puso de pie frente al perro, que se mantuvo estático, mirándolo con atención; Carlos había llevado consigo una antigua pelota de tenis, que dejó en el jardín como un regalo forzado cuando sus padres le ordenaron hacerlo, pocos días de la llegada de la mascota.

—Cuando yo tire la pelota, vas a ir a buscarla. Hasta donde esté.

Había dado la orden con frialdad y la misma distancia con la que siempre se refería a él, porque ese no era su perro; no lo había pedido, no lo había querido y nunca lo haría sin importar lo que sucediera.
Sus padres nunca se habían fijado en que él jamás lo había llamado por su nombre. Si algún día llegaban a notarlo, se ganaría más regaños; casi podía imaginar a su padre diciendo que no era un mueble como para hacer eso, y su madre daría un largo discurso acerca de su falta de empatía con un ser inocente como ese.
Tampoco habían descubierto que él nunca lo miraba a los ojos, aunque en ese caso, se trataba de algo que había practicado a lo largo de mucho más tiempo, y que usaba con todo el mundo; miraba en dirección a los ojos de la persona, pero desenfocaba la vista, por lo que nunca estaba realmente viendo en su mirada. En su mente, esto era una forma de mantenerse a salvo, de no permitir jamás una conexión con los demás de ese modo; sus pensamientos eran lo único íntimo que tenía.
Soltó la correa del perro, arrojó la pelota a unos tres metros de distancia, y tal como lo suponía, el animal caminó dando sus habituales grandes zancadas, hasta recoger la pelota y devolverse con la misma actitud animada que de costumbre. Se quedó de pie, a un brazo de él, con la pelota en el hocico y esperando con atención. Carlos no había adelantado que la pelota estaría manchada de saliva, pero hizo como que no le importaba y la tomó, para volver a lanzarla.

—Ve por ella.

En esa ocasión la lanzó un poco más lejos, viendo como se repetía exactamente la misma reacción; por un momento tuvo ganas de echarse a correr para desaparecer de ahí y que nadie lo viera, para tratar de descubrir si sus padres se preocupaban más por él o por el perro, pero no hizo nada. Solo se quedó esperando.


Próximo capítulo: Trucos y tratos











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