Cada tarde el llegar de la escuela, Carlos sabía que
tenía que dejar la mochila en su cuarto y cambiarse para salir, pero ese día no
estaba de humor para hacerlo, de modo que subió a su cuarto y se quedó ahí,
sabiendo lo que iba a pasar.
—Carlos, baja por favor.
No contestó; en el primer piso, su madre estaba
terminando de ordenar algunas verduras en el refrigerador, por lo que no se dio
cuenta del paso de los minutos; un poco después notó que su hijo aún no bajaba.
—Carlos.
Ante la nula respuesta, dejó lo que estaba haciendo y
subió hasta su cuarto; el joven de catorce años estaba sentado en su cama, sin
moverse.
—Carlos, te he llamado dos veces.
—Estoy cansado, mamá.
La mujer puso los brazos en jarras ante esa respuesta.
—Yo también estoy cansada, y soy mayor que tú. Así que
por favor, cámbiate y cumple con tu obligación.
Carlos le dedicó una larga mirada; de verdad se sentía
muy cansado ese día, y no era algo que ocurriera en esos momentos, venía desde
la noche.
—¿No puede quedarse aquí hoy?
—No, no puede —sentenció ella—, Kor está todo el día en
casa y sabe que lo sacas a pasear a las cinco de la tarde ¿lo escuchas? Ya está
paseando nervioso por el patio de atrás, porque sabe que es la hora.
—Mamá, de verdad estoy muy cansado —insistió él.
La mujer caminó por el cuarto y lo enfrentó, molesta.
—Ponte de pie.
Lo siguió mirando con dureza, hasta que el muchacho lo
hizo; se mantuvo firme, reprendiéndolo sin palabras antes de continuar,
expresando su molestia por ese acto que consideraba infantil y por completo
inadecuado.
—Solo tienes dos responsabilidades: ir a la secundaria, y
cumplir con tus obligaciones en la casa. Solo tienes dos obligaciones, que son
ordenar tu cuarto y sacar a Kor todos los días a pasear ¿No es mucho pedir que
lo cumplas?
—¿Y no puedo sentirme mal un día?
La mujer entrecerró los ojos ante esa réplica, que se le
antojó una total falta de respeto.
—No cuando se trata de Kor. Es tu responsabilidad.
—Yo no lo pedí —replicó el adolescente, con voz seca—,
ustedes lo compraron.
—Lo hicimos porque tu comportamiento estaba saliéndose de
control —enumeró ella—, no estabas obedeciendo las órdenes, no estabas teniendo
buenas calificaciones en la escuela ¡incluso pudiste perder el año!
Carlos mantuvo la vista, haciendo un gran esfuerzo por no
poner los ojos en blanco. Cuando se trataba de ese asunto, sus sentimientos no
importaban.
—Tengo buenas calificaciones, no puedes decir que no es
así.
—Entonces cumple con tu deber —replicó ella, indicando
hacia la puerta—, llevas diez minutos de atraso, jovencito, así que irás con la
ropa de la escuela, ya no te queda tiempo.
Ante la expresión que no admitía réplicas, Carlos bajó la
cabeza y salió del cuarto sin decir palabra.
Cuando llegó al patio trasero de la casa, Kor estaba
sentado del otro lado de la puerta, esperando impaciente y atento a quien apareciera.
—Vamos.
El muchacho dio una única instrucción y caminó hacia la
puerta lateral, ya que en la casa estaba prohibido entrar con mascotas; el gran
danés lo siguió, atento y a cierta distancia, sin ladrar ni hacer ruido.
—Da la vuelta completa, te voy a estar vigilando.
Carlos no atendió a la advertencia de su madre y siguió
caminando sin ganas hacia el jardín delantero; ella se refería a que saliera de
la casa, fuera hasta la plaza, distante una cuadra de allí, y la rodeara por el
borde, para permitir que el perro pudiera olisquear, mirar y hurgar por todas
partes, en vez de simplemente atravesar en diagonal. Por supuesto que ella no
estaría ahí viéndolo, pero tenía una amiga que estaba todas las tardes bordando
en su jardín delantero, y esa mujer de seguro le informaría de todo lo que
sucediera.
—Quédate quieto.
Sabía que era innecesario, porque Kor obedecía todas y
cada una de las órdenes que le daban, siempre.
Nunca hacía desorden ni lloraba, ni labraba en momentos
inapropiados; sólo estaba ahí, como una estatua de color gris oscuro, con su
cara seria y mirada sumisa. Siempre era exactamente igual; no era necesario
ponerle la correa al cuello, porque siempre que estaba cerca de él se mantenía
a un brazo de distancia, mientras que con sus padres marcaba el paso casi
rozándolos, aunque nunca demasiado cerca como para interrumpir el avance.
Después de enganchar la cadena al collar, siguió
caminando, pero en el último tramo se detuvo, al tener una idea.
—Tal vez deberías aprender un nuevo truco.
Desde que lo compraron, no le habían enseñado ningún
truco, y a él en realidad eso no le interesaba; no quería estar ahí ni tener
esa responsabilidad, pero aparentemente eso lo perseguiría toda la secundaria.
Dos años atrás, Marcos lo había golpeado en la primaria,
y lo dejó sangrando; era alto, tres años mayor que él y más fuerte en ese
entonces, y desde ese momento tuvo problemas de rendimiento en la escuela
primaria y de comportamiento en la casa. Su padre dijo que estaba bien si se
sentía molesto por lo que había sucedido, pero que esa situación no justificaba
su comportamiento.
Lo que nadie sabía era que Marcos no solo lo había
golpeado; nadie sabía que cuando lo atacó en el patio trasero de la escuela,
había tratado de violarlo. Se había montado sobre él, presionándolo contra el
suelo, y le metió los dedos en la ropa, ejerciendo presión hasta hacer daño y
al mismo tiempo sobajeándose y jadeando, diciendo lo que pretendía hacerle. Fue
cuando, en un arranque de furia y miedo, Carlos logró golpearlo, lo que le
permitió liberarse y correr, tan rápido como pudo.
Aún recordaba, en momentos de debilidad nocturna antes de
dormir, el dolor de esa presión injustificada y no permitida contra su cuerpo,
como si de alguna forma él hubiese dejado una cicatriz que aún no sanaba.
Nunca podría decírselo a sus padres, eso lo sabía; su
padre, el pulcro médico de familia de renombre en el distrito, era recto como
una barra de acero, y no haría concesiones al respecto: lo culparía, diría que
todo era su responsabilidad, y eso solo aumentaría las llagas que arrastraba
desde entonces. Si hablaba, ninguno de los dos lo apoyaría, y lo que era peor,
se comportarían frente a la directora como si de verdad les importara, puniendo
una cara muy seria, pero despreciándolo cuando estuvieran en casa.
Así que cuando las cosas se empezaron a salir de control,
tuvo que masticar y tragar su rabia y frustración, y tratar por todos los
medios de volver a comportarse como antes, aunque fuera solo en apariencia. A tiempo para que no se les ocurriera
mandarlo a una academia militar, pero tarde para evitar
que compraran el perro; su madre no paraba de decir que
era una fantástica mascota y la mejor idea que habían tenido, y
su padre, siempre con poco tiempo por estar haciendo cirugías, accedió y dijo
que esa responsabilidad lo haría madurar.
Caminó a
paso lento por la calle, ignorando a un niño pequeño que
desde una casa vecina saludaba a todo quien pasara, y
poco después llegó a la plaza, un perfecto rectángulo de verde,
color y ruido que quebraba la monotonía armónica de ese barrio.
—Vas a
aprender un truco.
Se puso
de pie frente al perro, que se mantuvo estático, mirándolo con
atención; Carlos había llevado consigo una antigua pelota de tenis,
que dejó en el jardín como un regalo forzado cuando sus padres le ordenaron hacerlo,
pocos días de la llegada de la mascota.
—Cuando
yo tire la pelota, vas a ir a buscarla. Hasta donde esté.
Había
dado la orden con frialdad y la misma distancia con la que
siempre se refería a él, porque ese no era su perro; no lo había pedido,
no lo había querido y nunca lo haría sin importar lo que sucediera.
Sus
padres nunca se habían fijado en que él jamás lo había
llamado por su nombre. Si algún día llegaban a notarlo, se ganaría más regaños;
casi podía imaginar a su padre diciendo que no era un mueble como para hacer
eso, y su madre daría un largo discurso acerca de su falta de empatía con un
ser inocente como ese.
Tampoco
habían descubierto que él nunca lo miraba a los ojos, aunque en ese caso, se
trataba de algo que había practicado a lo largo de mucho más tiempo, y que usaba
con todo el mundo; miraba en dirección a los ojos de la persona, pero
desenfocaba la vista, por lo que nunca estaba realmente viendo en su mirada. En
su mente, esto era una forma de mantenerse a salvo, de no permitir jamás una
conexión con los demás de ese modo; sus pensamientos eran lo único íntimo que
tenía.
Soltó la
correa del perro, arrojó la pelota a unos tres metros de distancia, y tal como
lo suponía, el animal caminó dando sus habituales grandes zancadas, hasta
recoger la pelota y devolverse con la misma actitud animada que de costumbre.
Se quedó de pie, a un brazo de él, con la pelota en el hocico y esperando con
atención. Carlos no había adelantado que la pelota estaría manchada de saliva,
pero hizo como que no le importaba y la tomó, para volver a lanzarla.
—Ve por
ella.
En esa
ocasión la lanzó un poco más lejos, viendo como se repetía exactamente la misma
reacción; por un momento tuvo ganas de echarse a correr para desaparecer de ahí
y que nadie lo viera, para tratar de descubrir si sus padres se preocupaban más
por él o por el perro, pero no hizo nada. Solo se quedó esperando.
Próximo
capítulo: Trucos y tratos
No hay comentarios:
Publicar un comentario