Contracorazón Capítulo 27: Molinos de viento




Rafael despertó la mañana del domingo poco después de las nueve, algo cansado, como si no hubiera dormido bien; estaba tendido de espalda, sin querer levantarse, cuando su móvil anunció una llamada, que por un momento no quiso contestar por el estado en que estaba. Un segundo después miró hacia el velador y comprobó que era Martín y le contestó.

—Hola.
—¡Lo encontré! —dijo la voz del otro, con tono triunfante—. Lo encontré.
—Me alegro —replicó el moreno, aún confundido—, pero no sé de qué me estás hablando.
—Lo estaba buscando, cuando me desperté me vino una idea y lo empecé a probar y funcionó, encontré la información del padre de Miguel, y está vivo.

Rafael casi saltó de la cama al escuchar lo que dijo su amigo; en el momento de despertar no estaba pensando en eso, de modo que lo tomó por sorpresa.

—¿En serio? Eso es fantástico, cuéntame detalles.
—¿Y si mejor te vienes para acá? —Martín sonaba un poco divertido—. Apuesto que aún has tomado desayuno y todavía tengo de tu café.
—Es cierto, voy para allá.

Se vistió y arregló un poco, y bajó rápido, tras lo cual fue directo al departamento de Martín. Cuando entró, se le abrió el apetito al sentir el aroma del café y las tostadas que su amigo había preparado.

—Qué rico huele —comentó al entrar—, acabo de decidir que tengo mucha hambre.
—Fue algo que se me ocurrió a la rápida —Explicó el otro—, puse el pan en el microondas con un poco de aceite de oliva y algunos aliños, y después lo puse en el tostador para que quedara crujiente. Tengo mermelada y queso.
—Y eso que no eras bueno para la cocina —comentó el moreno con tono ligero—, se ve muy bien, creo que te voy a copiar la receta.

Se instalaron en los sillones, y Martín trajo el portátil: en esos momentos se veía muy satisfecho.

—Escucha, esto es lo que pude encontrar, y creo que ya sé por qué es que me costó tanto localizar todo esto.
—Espera, más despacio. ¿Por qué estabas haciendo esto tan temprano?
—No sé, sólo me desperté y se me había ocurrido —respondió sin dejar de hablar a toda velocidad—, la cosa es que pensé que había una posibilidad de que, si los padres de Miguel se divorciaron, esos datos no se pudieran ver a simple vista porque hubiera dinero de por medio.
—¿Dinero?
—Sí, ella tiene dinero, es obvio, y pensé que hubiera querido sostener las apariencias o algo por el estilo; hace años, podías pagarle a un agente de los servicios de registro civil para que torciera un poco las cosas, y que en su información oficial no dijera su estado civil.

Rafael lo miró con las cejas levantadas. Nada de eso le sonaba obvio.

—¿Se puede hacer como que uno no está divorciado?
—En realidad no, pero la ley antes tenía una modalidad distinta, lo que hacían era anular el matrimonio, es complicado. La cosa es que, para resumir, me puse a investigar, y el padre de Miguel estuvo en una empresa que tuvo un proyecto de trabajo con molinos, era para trabajar con semillas y cosas así; parece que la empresa quebró, porque todo se disolvió, pero lo importante es que todo esto sucedió hace casi treinta y siete años en una localidad que se llama San Andrés, que está para el sur de la ciudad.

La forma en que todos esos datos encajaban era casi mágica; Rafael se imaginó a Miguel y Joaquín, siendo adolescentes, conociéndose en ese lugar, enfrentados a un mar de emociones y cambios internos, sin saber qué iba a ser de ellos en un futuro. ¿Lo había descubierto ahí su madre, decidiendo borrarlo de su vida? Y la pregunta más importante ¿Sería el padre un fiel reflejo de esa misma forma de pensar?

—Es increíble; ¿Descubriste algún número de contacto?
—Nada —replicó Martín—. Esa es una zona semi rural, así que no tengo más información que darte. Incluso busqué el lugar en donde estuvo esta empresa, pero en el buscador de mapas sólo aparece terreno y algunas casas, supongo que habrá cambiado mucho en este tiempo, y más con que la empresa no funcione desde hace tanto.

El moreno se quedó mirando la imagen digital del lugar, que intentaba representar la textura del terreno con el mayor realismo posible ¿Había sido ahí que se conocieron y comenzó su amor?

—Dijiste que lo habías encontrado, pero que no tiene teléfono.
—Sí, lo saqué por conclusión en realidad —repuso Martín, respondiendo a la pregunta no formulada—, porque es el único dato que tengo de él y me estoy convenciendo de que es correcto, que sigue ahí.

Si no tenía teléfono, por lógica la única forma de encontrarlo era ir directo al lugar; Rafael ya tenía una idea.

—¿Me acompañarías hoy?
—Sí, pero no hemos hablado de cómo es que vamos a hablar con él; ya viste que lo que se nos ocurrió antes no funcionó con ella.
—Es cierto, pero para ser sincero no se me ocurre otra cosa. Apliquemos el mismo plan, por último, si eso no funciona, supongo que no nos puede ir peor.

Se puso de pie y marcó un número en su móvil.

—Voy a llamar a Mariano para pedirle prestado el auto ¿No te complica conducir?

2


Después de almorzar y planear lo que iban a decir, los dos amigos fueron hacia la casa que compartían Magdalena y Mariano; Rafael inventó un paseo de fin de semana que sostuvo en la idea de estar recuperándose del accidente. Esa excusa generó algunas dudas menores, pero al final fue aceptada de buena gana por el matrimonio, especialmente por Magdalena, quien celebró que su hermano se despegara de las obligaciones, al menos de momento.
Cuando llegaron al lugar, Rafael sintió una oleada de nerviosismo, pero también la seguridad de que estaban en el lugar correcto; Martín estacionó el auto cerca de la entrada del terreno que según las indicaciones de personas del sector correspondería a la dirección que estaban buscando, y ambos descendieron, mirando hacia la solitaria casa que se contraponía con el cielo celeste y puro de la tarde.
Antes que llegaran a la verja, una persona asomó por la puerta de la casa. De seguro en un lugar tan apartado como ese el sonido de un vehículo se escuchaba con toda claridad desde el interior.

—Buenos días —saludó Martín—, estamos buscando al señor Gerardo.

De la casa salió un hombre de edad avanzada, de raleado cabello cano; había sido fuerte en su juventud, y aunque los años habían hecho mella en su cuerpo, conservaba la postura erguida y una actitud determinada. A más de diez metros de ellos, casi era el de la borrosa foto que tomó Martín en la oficina de la empresaria.

—Soy yo.
—¿Podemos hablar un momento con usted?

La pregunta quedó vagando un momento en el aire, mientras el hombre se acercaba a ellos; cuando estuvo más cerca, Rafael pudo ver en su expresión un asomo de reconocimiento, pero el anciano lo desechó frunciendo el ceño; lo lógico sería que dentro de su mente eliminara una idea como esa, y aunque aún no tenían ningún conocimiento concreto de él, esa mínima, aunque significativa diferencia con la mujer decía mucho de él.

—¿Qué quieren?
—Necesitamos hablar sobre su hijo, Miguel —Respondió Rafael sin poder evitarlo.
—¿Qué?

Martín intentó hacerle un gesto para que no se adelantara y se apegaran al plan, pero Rafael no lo tomó en cuenta.

—Señor, sé que no es fácil de entender, pero hay algo que tenemos que hablar acerca de su hijo.

Una mirada de recelo, o quizás de alarma, cruzó por la mirada del anciano, pero se repuso a ella.

—Ustedes no pueden haber conocido a mi hijo —replicó con un tono de advertencia.
—No, pero sabemos que Miguel murió en un atentado terrorista —dijo Rafael, con cautela—, sabemos que murió de una forma violenta.
—¿Por qué me está diciendo eco? ¿Quiénes son ustedes?

Martín miró a Rafael, y aunque lo vio nervioso, también pudo ver la determinación en su rostro. Ese era el final del camino: o lo resolvían ahí, o todo lo que habían hecho sería en vano. De pronto, en una actitud inesperada, el hombre mayor abrió la puerta de la verja, y se acercó a Rafael, mirándolo con una atención que dejó a los dos jóvenes sin palabras; por un momento, incluso pareció que iba a sufrir una convulsión.

—No puede ser —murmuró, superado por la emoción repentina—, es imposible.
—Señor...
—Usted... —el anciano hizo un movimiento con la cabeza que podría ser un espasmo o una negativa…

Muchas expresiones pasaron por el rostro del anciano, todas ellas de forma violenta y casi simultánea; durante un eterno instante, los jóvenes fueron incapaces de hablar, mudos ante un mar de emociones que era la prueba más grande de que en él había un destello de una luz por completo distinta a la que conocieron en la madre de Miguel.
Pareció que el hombre iba a levantar las manos, quizá para tocar la imagen que ante sus ojos parecía una aparición imposible, pero ese gesto nunca llegó a concretarse, quedando sólo en un temblor de las extremidades superiores y una voz frágil, a punto de trizarse.

—Usted es él.

Después de tanto intentar, la respuesta estaba en algo tan sencillo como abrir la mente; Rafael le dedicó una amable sonrisa, conmovido.

—No, no soy él. Sé que tal vez hay un parecido, pero no soy él; escuche, hay muchas cosas que no puedo explicar, pero de alguna forma he podido ver parte de sus recuerdos, y aunque nunca lo conocí, sé que tuvo una muerte violenta, que no puede descansar en paz y yo sólo... yo sólo quiero ayudarlo.

El anciano respiró con algo de dificultad y les dijo escuetamente que entraran a la casa; los jóvenes lo siguieron en silencio, llegando poco después al interior de la vivienda. Se trataba de un lugar muy sencillo, no por falta de recursos, sino por una economía en el diseño; por un momento pareció no saber en qué lugar tomar asiento o qué hacer, pero finalmente se sentó en una antigua silla de madera junto a la ventana.

—¿Por qué vinieron aquí?

Era una pregunta justa, pero no sencilla de responder; los jóvenes se sentaron ante él y Rafael optó por decir la verdad completa. Incluso después de haber hablado con Martín sobre la forma de proceder, en esos instantes sentía que debía obedecer al instinto que lo estaba guiando.

—Porque creo que su hijo quedó con algo pendiente en este mundo, algo que no se pudo concretar; yo no debería poder ver partes de lo que pensaba Miguel, pero empezó a pasar, y me dije que no podía ser sin motivo.
Y entendí que tenía que tratar de ayudarlo a descansar en paz.
No sé si usted lo supo, pero Miguel estaba comprometido.

El anciano lo había estado mirando con atención, pero también con un sentimiento que la madre de Miguel no había mostrado en momento alguno.

—No, no lo sabía, pero supongo que era el menor castigo que me merecía por cómo me comporté.
—¿Castigo?

Martín nunca había escuchado una voz así; en sus palabras había un dolor y desesperanza que jamás imaginó conocer. Incluso antes de escuchar lo que iba a decir, supo que eso era el resultado de décadas de cargar con culpa y arrepentimiento.

—Siempre fui un hombre débil sin saberlo. Alicia se encargaba de todo, y yo nunca presté atención al daño que eso le estaba causando a nuestro matrimonio y a nuestro hijo.
Cuando nos pidió un tiempo para hablar y nos contó lo que ocurría con él —rememoró con un dolor amargo en la voz—, el pobre temblaba como una hoja. Alicia se puso furiosa, le dijo que era un enfermo, que no podía exponer a la familia a una vergüenza como esa y que tendría que irse de la casa. Él ya sabía que eso iba a pasar, pero no reclamó ni discutió con ella; tomó un bolso con su ropa y se fue.
Durante mucho tiempo no supe más de él, dejando que las cosas se quedaran así, que su propia madre lo matara en vida. Tiempo después lo localicé —su mirada se humedeció por el recuerdo—, y traté de hablar con él; intenté convencerlo de que buscara una forma de sanarse y que con eso se solucionarían todos los problemas, porque en mi ignorancia estaba convencido de lo que decía.
Sé que le dolió la actitud de su madre, pero cuando le hablé de ese modo, supe que de verdad había roto su corazón, porque en el fondo él esperaba mucho más de mí que de ella; pero aún con todo eso, aún siendo tan joven, fue tan generoso que incluso después de lo que le dije, no me atacó ni me reclamó por mis palabras. Me dijo que me quería, y que si algún día yo estaba dispuesto a quererlo tal como era, siempre me iba a recibir con los brazos abiertos.

Su vista vagó por las desnudas paredes de la casa, buscando algo que no podía encontrar; el amargo recuerdo parecía tan reciente en él como el eco de sus palabras.

—Dejé que mi hijo se marchara por segunda vez; mi matrimonio estaba arruinado desde mucho antes, así que no fue extraño que me separara. De todos modos, Alicia no necesita a nadie, nunca fue así.
Cuando se contactaron conmigo luego del atentado —continuó hablando en voz baja—, me di cuenta de que había desperdiciado la vida de mi hijo. Yo, un hombre adulto, había tirado a la basura la vida de mi hijo; no por su muerte, sino por todo lo que sucedió en vida, por las cosas que no pudieron ser.

Hizo una larga pausa; su mentón tembló ligeramente, muestra quizás muy pequeña de todo el dolor que estaba reviviendo. A pesar de haber dos personas más en ese lugar, ese hombre anciano estaba completamente solo.

—Las personas tenemos solo una oportunidad de ser quienes somos —declaró. Sin embargo, su voz no sonaba a orgullo por las palabras que había dicho, más bien se escuchaban amargas—; si hubiera sabido eso en esa época, tal vez habría podido ayudarlo, pero ayudarlo de verdad, no diciéndole que estaba enfermo. Debí quererlo, estar con él; debí escuchar lo que tenía para decirme y quizás no me habría enterado por extraños que estaba enamorado.

Se hizo un silencio extenso entre ellos; Rafael y Martín se miraron, comprendiendo que el anciano no había terminado de hablar. Estaba luchando, décadas después, por reconciliarse con su pasado.

—¿El sabrá lo arrepentido que estoy?

Por un momento, Rafael tuvo que reconocer que sentía ganas de satisfacer ese deseo y decirle que sí, que podía comunicarse con él. Pero no era posible, él no era un médium, y llegado a ese momento, la verdad era lo único que podía darles paz.

—Su hijo no tenía rabia ni resentimiento contra nadie —explicó con calma—, yo no puedo hablar por él, sólo estoy diciendo lo que vi, lo que sentí.
De alguna manera él me pidió ayuda, y creo que su forma de hacerlo fue transmitirme parte de lo que estaba sintiendo antes que todo cambiara; él estaba feliz, estaba comprometido con un chico que lo amaba y tenía planes para el futuro. No tenía espacio para el rencor.

Esas palabras llegaron al anciano con un efecto mucho más fuerte de lo que se esperaba; tragó saliva con dificultad antes de volver a hablar.

—No merecía a mi hijo entonces, y no me lo merezco ahora. Pero, si no puedo escucharlo hablar, si no puedo protegerlo ¿Qué puedo hacer por él?
—Usted no sabía que él estaba con alguien ¿No es así? —preguntó Martín.
—Nunca lo supe.

Esa era la parte a la que quería llegar, la suposición a la que Martín y él llegaron después de una serie de conjeturas, lo único que aparentemente podía guiar a una solución. Ya no les quedaba más.

—Descubrimos que ambos estaban en el lugar del atentado —explicó lentamente—, y ambos murieron cuando sucedió. Ellos estaban juntos en ese sitio, pero lo que sucedió los separó, y como nadie sabía de su relación…
—Quedaron separados —intervino Martín—. Pensamos que de alguna forma sus almas no pueden estar juntas, y creo que por alguna razón los molinos tienen algo que ver.

El hombre mayor frunció el ceño, por un instante confundido; luego soltó el aire en una exhalación, como si hubiese estado conteniendo la respiración sin darse cuenta.

—Los molinos. Por supuesto, ellos estuvieron ahí. Usted sabe quién era él ¿verdad?
—Estoy casi seguro de que su nombre era Joaquín.

El anciano esbozó una leve y triste sonrisa, entendiendo antes de replicar a esas palabras.

—Claro, esa era la respuesta. Joaquín era hijo de un trabajador de la empresa que administraba los molinos, su padre era un amigo que yo conocía; los chicos se conocieron aquí, un verano, y yo nunca lo comprendí.

Rafael sintió cierto alivio por escuchar eso; entonces había una conexión entre ellos, algo que iba más allá de las suposiciones de un padre solitario y de las cosas que él había comprendido luego de experimentar todos esos sueños.

—Entonces ¿Usted conoció a Joaquín?
—Sí, era un muchacho muy educado, su padre lo había educado bien, es lo que siempre pensé. Se conocieron aquí, aunque por supuesto este lugar no era así hace casi cuarenta años. Estaba el molino grande, de agua, con el que se molían cereales para la casa grande —de pronto su dolor remitió un poco, dejando algo de espacio para la nostalgia de tiempos que sin duda habían sido mejores—. Yo pensé sólo que se habían hecho buenos amigos como pasa con los jóvenes; no me puedo imaginar cuánto miedo debe haber sentido en ese tiempo, siendo tan joven, conociendo todas esas cosas que deberían ser bonitas, escondido y con temor de que su padre lo descubriera. Debe haberse sentido tan solo y perdido.

Seguramente así era, pero no valía la pena remarcar esas palabras cuando el anciano ya estaba haciendo un proceso sin necesidad de ello.

—El proyecto de los molinos de viento no fue rentable en esa época —continuó, perdiendo el toque de sana emoción en la voz—, hoy en día funcionaría, pero ya no. Miguel tenía diecisiete, y cuando supo que todo eso iba terminar se puso muy triste; nunca pude ver que había algo más, que no eran sólo los molinos.

Significaba que también se separaría del chico del que estaba enamorado; nunca podrían saber a ciencia cierta si en ese entonces esa tristeza era por separarse de su pareja, o el miedo de perder contacto antes de tener el valor para hablar.

—Después del cierre de la planta de los molinos, y con todo lo que sucedió, nunca se me ocurrió averiguar lo que pasó con esa familia.
—Solo el padre de Joaquín sobrevive —dijo Rafael como réplica a esas palabras—, aún no hemos hablado con él, pero estamos casi seguros de que tampoco estaba al tanto de la relación de ellos dos.
—Entonces ese pobre muchacho estaba en una situación parecida.

Tal vez había estado bajo una presión menor, pero ellos ya sabían que Joaquín también había mantenido todo en secreto.

—¿Por qué dice que cree que los molinos tienen algo que ver? Es decir —Se corrigió—, entiendo que es muy posible que se hayan conocido aquí, pero ya no hay nada de eso. No queda nada.
—Señor, nosotros pensamos que aquí hay un lugar —Rafael apeló una última vez a los recuerdos, e intentó transmitir lo que sentía—, un sitio que era importante para ellos.
Hay un lugar al que siempre podían volver, es algo propio de los dos, es donde sintieron que podían decirse que se amaban con total libertad. Y ahora que ya no están, lo que creo es que Joaquín está esperando a Miguel en ese sitio, pero que Miguel estaba tan perdido y asustado que no puede encontrar el camino.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Tal vez podría empezar por perdonarse —repuso Martín—, su hijo no habría querido eso para usted, eso es seguro. Y tal vez estamos aquí porque usted sin saberlo conoce esa clave; tal vez usted conoce ese lugar.

El anciano guardó silencio por largos momentos; de seguro, estaba intentado revivir algún concepto o hecho de hace más de treinta años, algo que sin duda no podría entender en el presente por no haber querido comprender en el pasado.

—No se me ocurre nada —dijo al fin—. Usted dijo que el padre de Joaquín aún vivía, pero no ha hablado con él.
—No hemos podido —Explicó Martín—, no tenemos contacto hasta ahora.
—¿Y tampoco saben dónde vive?
—No de un modo concreto.

El hombre se puso de pie con algo de dificultad; enfrentado a ese mar de recuerdos y revelaciones, su aspecto parecía haberse deteriorado por completo, como si estuviera haciendo aquel viaje al ayer con toda la carga que significaba.

—¿Podrían darme un momento? Necesito pensar un poco y aclararme.
—Sí, por supuesto —replicó Rafael—, esperaremos afuera.

Los dos jóvenes salieron de la casa, quedando en el exterior a la espera; Rafael se dijo que de seguro el hombre mayor necesitaba algo de espacio, porque no podría mostrar tristeza frente a otras personas. Incluso habiendo tenido la apertura mental para reconocer en él los rasgos de su hijo y para reconocer su error, aún vivían en su interior aquellos prejuicios antiguos que impedían a los hombres mostrar sus sentimientos frente a otros. En el presente, una parte de él estaba aún cautiva.

—¿Qué crees que va a pasar ahora? —Preguntó Martín.
—No lo sé —replicó en voz baja—, lo único que sé es que todo se termina aquí, ya no podemos hacer más.

Aguardaron en silencio, hasta que el hombre apareció momentos después; lucía un poco más repuesto, aunque ambos pudieron ver que había llorado.

—Hay algo que necesito saber. ¿Por qué están haciendo todo esto? Ustedes ni siquiera habían nacido en esa época.
—Lo estamos haciendo porque pensamos que esta conexión está sucediendo por alguna razón —explicó Rafael—; y lo que creo es que algo de ellos quedó aquí.
—¿En ustedes? —preguntó el hombre mayor, con un cierto tono de alarma.
—Tal vez, pero no somos nosotros, no es la misma vida, nosotros no somos las mismas personas; pero los hechos se repiten, la humanidad puede volver a pasar por los mismos ciclos. Me pregunté qué pasaría si sucediera una vez, que las cosas volvieran a pasar, que se diera la oportunidad de arreglar, aunque sea un poco las cosas.
Ya no podemos regresar el tiempo para evitar lo que sucedió, pero si pudiera hacer algo para que estuvieran mejor, para que puedan descansar en paz, eso sería lo correcto. Me gustaría creer que hay algo que todavía se puede hacer por ellos.

El hombre mayor lo miró fijo durante un largo rato; por su mente pasaron tantas ideas y tantas cosas de las que ya no podía hablar, tanto pasado que estaba cobrándole el presente.

—Usted es muy parecido a él; Miguel era un chico noble, más de lo que él mismo podía entender. Tome.

Le entregó un sobre con mano temblorosa.

—Esa cadena era de él. Le pregunté de dónde la había sacado y me dijo que la encontró en el campo; la tenía consigo cuando sucedió ese atentado, y fue una de las dos cosas que me pudieron entregar de él, porque su ropa estaba demasiado dañada. Me quedé con el anillo que le di cuando era un niño, pero siempre me pregunté por qué era que tenía esta cadena desde que era un chico y no tenía dinero; es extraño, pero nunca pensé que se hubiera robado o algo parecido, solo la conservé y dejé que pasara el tiempo, como lo hice con todo. También anoté una dirección, creo que es correcta, aunque no estoy completamente seguro.
—¿De qué es esta dirección?
—Era la dirección del padre de ese chico, de Joaquín, en esos años; creo que tenía una familia o un pequeño terreno ahí, es algo parecido. Búsquelo.

Rafael observó la cadena dorada, opacada por los años y la falta de uso; si ese era el regalo con el que había soñado, tal vez aún tuvieran una esperanza.

—Gracias. ¿No cree que podría venir con nosotros? Tal vez le haría bien hablar con él, usted dijo que fueron amigos.
—No podría hacerlo —replicó el anciano; su cansancio era muy evidente—, es algo más fuerte que yo, es que no podría mirarlo a la cara y disculparme con él, no hay forma de expresar cuánto lo lamento.

Martín comprendió que el hombre estaba en una situación muy compleja; después de tanto tiempo, de sufrir una pérdida en esas condiciones y de años de silencio, era muy difícil rehacer los caminos. Pero parte de todo eso, incluso por lo que sabía por experiencia personal, tenía que ver con conocer cuáles eran los errores y miedos propios, con enfrentarlos y ser capaz de convertirse en una mejor persona, tanto por sí mismo como por los que eran importantes para él. Todos podían mejorar y construir algo más positivo si tenían el coraje y la decisión de hacerlo.

—Lo que sucedió en ese atentado no fue su culpa.
—Pero yo no hice nada por él —Refutó el anciano—, lo dejé solo y de alguna forma también dejé solo a Joaquín. ¿Cómo puedo mirar a su padre ahora, como podría hablar con él si me siento tan culpable, tan inútil?
—No es necesario que sea ahora —dijo Rafael—, todo esto es difícil de asimilar, lo sabemos; piénselo, nosotros vamos a tratar de encontrar al padre de Joaquín y hablaremos con él. Sólo quiero que usted piense en su hijo: si usted realmente pensó las cosas, incluso si ahora no puede cambiar el pasado, siempre puede reconciliarse con su recuerdo.

Le entregó una nota con su número de teléfono escrito, y junto a Martín volvieron al auto. Durante un largo momento ninguno de los dos se movió ni habló.

—¿Crees que esa cadena es el regalo del que hablaste?
—Sí, o al menos quiero creer que lo es; después de todo lo que pasó, solo quisiera ver que podemos hacer algo, pero siento que todo depende del padre de Joaquín y me da nervios pensar que no nos vaya a resultar.
—Te jugaste todo con eso —dijo Martín—, es como si hubieras sabido lo que tenías que decir.
—Ojalá lo supiera.
—Pues yo sé la dirección de ese señor —Reflexionó el otro hombre—, según el mapa está a un poco más de una hora de aquí, tendríamos que pasar a cargar combustible en alguna parte y podemos ir ahora mismo ¿Qué dices?

El anciano se había devuelto al interior de lo casa. Rafael se preguntó si existiría una forma de que dejara de sentir esa soledad, porque no era soledad de no tener a alguien consigo, sino de no haber podido encontrarse a sí mismo en el momento indicado.

—Intentémoslo.


Próximo capitulo: No es necesario decir adiós

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